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Authors: Doris Lessing

Relatos africanos (27 page)

Lo mismo ocurre unas cuantas veces hasta que, ya por la tarde, Jabavu se acerca a un hombre que está partiendo leña en el jardín, a quien ha oído hablar su propio lenguaje, y le pide consejo. Este hombre lo trata bien y le explica que no va a ganar más de doce o trece chelines hasta que aprenda algún trabajo, y luego, tras muchos meses, tal vez consiga una libra. Le darán maíz cada día para que se haga el porridge, carne una o dos veces por semana, y dormirá en una habitación pequeña como una caja en la parte trasera de la casa con los demás sirvientes. Todo eso ya lo sabía Jabavu porque se lo ha oído contar a la gente que pasaba por el pueblo, pero no lo había aprendido por sí mismo. Siempre pensaba: para mí será distinto.

Da las gracias al hombre simpático y sigue paseando por las aceras, con cuidado de no quedarse quieto ni merodear demasiado para que ningún policía se fije en él. Se pregunta: «¿Qué será eso de la experiencia? Yo, Jabavu, soy el más fuerte de los jóvenes de mi pueblo. Puedo arar un campo en la mitad del tiempo que le costaría a cualquiera, y sin cansarme; todas las chicas me prefieren y sonríen a mi paso; hace dos días que llegué y ya tengo ropa, puedo tratar a una de las mujeres más listas de la ciudad como si fuera mi esclava y ella me quiere. ¡Soy Jabavu! Soy Jabavu y he venido a la ciudad de los blancos».

Baila un poco, arrastrando los pies sobre las hojas caídas en la acera, pero se detiene al ver que el polvo cubre sus zapatos. Pronto empezará a ponerse el sol; no ha comido nada desde la noche anterior y se pregunta si debería volver con Betty. Pero piensa que hay otras chicas y sigue recorriendo despacio las aceras, mirando por encima de los setos hacia los jardines; cuando ve a alguna niñera tendiendo ropa o jugando con un niño, la mira atentamente. Se dice a sí mismo que sólo quiere otra chica como Betty, pero al ver a una con su mismo aspecto de atracción clara e insolente, aunque duda, sigue avanzando. Al fin ve a una chica junto a un bebé blanco en un carrito con ruedas y se detiene. Ella tiene una cara redonda y agradable y unos ojos que parecen tener cuidado de lo que dicen. Lleva un vestido blanco y la cabeza cubierta con una tela de color rojo oscuro. La mira un rato y luego le dice en inglés:

–Buenos días.

Ella no le contesta de inmediato, pero lo mira.

–¿Me puedes ayudar? –pregunta.

–¿Qué te puedo decir? –contesta ella.

Por el sonido de su voz Jabavu piensa que tal vez sea de su distrito y le habla en su lenguaje. Ella le contesta y sonríe, y los dos se acercan para poder hablar por encima del seto. Descubren que el pueblo de la chica queda apenas a una hora de camino del suyo y como las viejas tradiciones de hospitalidad son más fuertes que el nuevo miedo presente en ambos, ella lo invita a pasar a su habitación y él acepta. Una vez allí, hablan mientras el niño duerme en su carrito y Jabavu, olvidando cómo ha aprendido a hablar con Betty, trata a esa chica con tanto respeto como lo hubiera hecho en el pueblo.

Ella le dice que se puede quedar a dormir esa noche, tras advertirle que está comprometida con un hombre de Johannesburgo, con el que se va a casar, para que Jabavu no malinterprete sus intenciones. Lo deja solo un rato para ayudar a la señora a acostar al bebé. Jabavu se cuida de que no lo vean, pero se sienta en una esquina porque Alice le ha explicado que la ley le prohíbe quedarse allí y que si llega la policía ha de intentar huir corriendo, porque la señora es muy amable y no merece esos problemas con la autoridad.

Jabavu se queda sentado en silencio, mirando la habitación, del mismo tamaño que la de Betty, de paredes iguales de ladrillo y techo de lata, y ve que allí duermen tres personas, pues en tres esquinas distintas hay petates enrollados, y se dice a sí mismo que nunca trabajará en una casa. Alice regresa al poco rato con comida. Ha preparado un porridge de maíz, no tan bueno como el de su madre porque eso requiere tiempo y haría falta usar la cocina de la señora. Pero hay mucho, y además la señora le ha dado un poco de jamón. Mientras comen, hablan de sus pueblos y de la vida en la ciudad. Alice le cuenta que gana una libra al mes y que la señora le da ropa y mucha comida. Habla de esa mujer con mucho afecto, y durante un rato Jabavu siente la tentación de cambiar de opinión y buscarse un trabajo parecido. Pero una libra al mes... No, eso no es para Jabavu, quien desprecia a Alice por contentarse con tan poco. Sin embargo, ella lo mira con amabilidad y él la encuentra muy guapa. Ha puesto una candela de aceite en la repisa que hay junto a la puerta y, bajo esa luz agradable, le brillan los dientes, los pómulos y los ojos. Además tiene una voz suave, recatada, que le gusta mucho en comparación con la de Betty. Jabavu le toma aprecio y nota que a ella le ocurre lo mismo. Pronto se quedan callados y Jabavu intenta acercarse a ella, pero con respeto, sin tratarla como haría con Betty. Ella se lo permite y se sienta entre sus brazos y le habla del hombre que se comprometió a casarse con ella y luego se fue a Johannesburgo a ganar dinero para la dote. Al principio escribía y le mandaba dinero, pero no ha sabido más de él durante un año. Según le cuentan algunos viajeros, ahora tiene otra mujer. Sin embargo, ella cree que volverá porque era un buen hombre.

–Entonces, ¿Johannesburgo no es tan terrible? –pregunta Jabavu, pensando que ha oído muchas cosas distintas.

–Parece que a muchos les gusta porque van la primera vez y luego siempre vuelven –dice ella, aunque con reticencia.

No le gusta la idea. Jabavu la consuela. Ella llora un poco y luego Jabavu la hace suya, pero con amabilidad. Después le pregunta qué pasaría si hubiera un bebé. Ella le dice que en la ciudad hay muchos niños que no conocen a sus padres. Y luego le cuenta cosas que lo marean de asombro y admiración. ¿Será por eso, entonces, que las mujeres blancas tienen un hijo, o dos, o tres, o ninguno? Alice le explica las cosas que puede usar una mujer, o un hombre; le dice que gran parte de la gente más sencilla no las conoce, o las teme como si fueran pura brujería, pero la gente sabia se protege para evitar tener niños sin padre y sin casa. Luego suspira y le explica cuánto desearía tener un hijo y un marido, pero Jabavu la interrumpe para preguntarle cómo puede conseguir esas cosas de las que hablaba y ella le dice que es mejor pedirle a alguna persona blanca amable que las compre, suponiendo que conozca a alguna persona blanca de esas características; también se las puede comprar a gente de color que trafica con algo más que licores o, si se atreve a enfrentarse a un posible desaire, puede acudir a una tienda de blancos... Hay algunos comerciantes blancos que sí venden cosas a los negros. Pero esas cosas son caras, le dice, y hay que usarlas con cuidado y... Sigue hablando y Jabavu aprende otra lección para vivir en la gran ciudad y se lo agradece. También siente gratitud y ternura por ella porque ser capaz de conservar la amabilidad y la conciencia de lo que está bien y lo que no a pesar de vivir en la ciudad. Por la mañana le da las gracias varias veces y se despide de ella y de los dos hombres que llegaron a dormir a la habitación a última hora y aunque Alice le devuelve el agradecimiento por pura educación, Jabavu nota en sus ojos que le gustaría que ocupara el lugar del hombre de Johannesburgo. Pero ya ha aprendido a temer el modo en que todas las chicas de la ciudad desean encontrar marido y añade que ojalá vuelva pronto su prometido para que sea feliz. La abandona y antes de llegar a la esquina está pensando ya qué hacer a continuación, mientras ella lo ve alejarse y piensa en él con tristeza durante muchos días.

Es pronto, acaba de salir el sol y hay poca gente por la calle. Jabavu camina mucho rato entre casas y jardines, y aprende mientras tanto cómo está ordenada la ciudad, pero no pide trabajo. Cuando ha entendido lo suficiente para orientarse sin preguntar en cada esquina, va hacia la parte de la ciudad donde están las tiendas y las examina. Nunca había imaginado semejante variedad y riqueza. No entiende la mitad de lo que ve y se pregunta para qué servirá todo eso, pero a pesar de su asombro nunca se queda quieto delante de un escaparate; obliga a sus piernas a seguir andando incluso cuando querrían detenerse, para que la policía no se fije en él. Y luego, cuando ha visto escaparates de comida y de ropa, y de otros muchos artículos extraños, va a donde están las tiendas indias para los nativos y allí se mezcla con la gente, escucha la música de los gramófonos y mantiene el oído atento para poder aprender de lo que dicen los demás, de modo que la tarde se le pasa lentamente, escuchando y aprendiendo. Cuando le entra el hambre se fija en todo hasta que descubre un carro lleno de fruta, pasa por su lado caminando deprisa y coge media docena de plátanos con tal habilidad que parece que sus dedos hayan nacido para eso, pues él mismo se sorprende de su astucia. Baja por una calle secundaria comiéndose los plátanos como si hubiera pagado por ellos, con toda tranquilidad; va pensando qué hacer ahora. ¿Volver con Betty? No le gusta la idea. ¿Irse con el señor Mizi, como dice la señora Kambusi que debería hacer? Pero recula ante esa opción: «Más adelante –piensa–, más adelante, cuando haya disfrutado de todos los estímulos de la ciudad». Mientras tanto, sigue teniendo sólo un chelín.

Entonces empieza a soñar. Es curioso que mientras estaba en el pueblo esos mismos sueños eran mucho menos majestuosos y exigentes que los de ahora; sin embargo entonces, pese a su ignorancia, se avergonzaba de esos sueños pequeños e infantiles; en cambio, ahora que sabe que no son más que tonterías, las brillantes imágenes que pasan por su mente lo atrapan con tal fuerza que camina como un loco, boquiabierto, con la mirada vidriosa. Se ve a sí mismo en una de las calles amplias, donde están las casas grandes. Un blanco lo para y le dice: me gustas, te quiero ayudar. Ven a mi casa. Tengo una buena habitación que no uso para nada. Puedes vivir allí, comer en mi mesa y beber té cuando quieras. Te daré dinero cuando lo necesites. Tengo muchos libros; puedes leértelos todos y serás muy culto... Hago esto porque no estoy de acuerdo con las barreras raciales y quiero ayudaros. Cuando sepas todo lo que hay en los libros te convertirás en un iluminado, igual que el señor Mizi, a quien tanto respeto. Entonces te daré dinero para que te compres una casa grande y podrás vivir en ella y ser un líder de los africanos, como el señor Samu y el señor Mizi...

Es un sueño tan dulce y fuerte que Jabavu termina sentándose bajo un árbol, sin mirar nada, muy abrumado. Entonces ve que un policía pasa lentamente con su bicicleta y lo mira, y esa imagen no encaja bien con su sueño, de modo que obliga a sus pies a caminar. Aún lo rodean los tristes y adorables colores del sueño, y piensa: «Los blancos son tan ricos y poderosos que no echarían en falta el dinero dedicado a alojarme y darme libros». Entonces, una voz le dice: «Pero hay otros muchos como yo». Jabavu se agita, enfadado con esa voz. No soporta pensar en los demás, su hambre es demasiado fuerte. Entonces piensa: «A lo mejor, si voy a la escuela del Distrito de los Nativos y les explico que aprendí a leer y escribir yo solo me aceptan...». Pero Jabavu es demasiado mayor para ir a la escuela y lo sabe. Despacio, muy despacio, la alocada dulzura del sueño lo abandona y echa a caminar con serenidad por el camino que lleva al Distrito. No tiene ni la menor idea de lo que va a hacer cuando llegue allí, pero piensa que ya ocurrirá algo que le sirva.

Es última hora de la tarde y estamos en sábado. Hay un aire de fiesta y de libertad, pues ayer fue día de pago y la gente va buscando en qué gastar mejor su dinero. Al llegar al mercado se queda un rato con la tentación de gastar su chelín en buena comida. Pero ahora ese articulito de magia se ha vuelto importante para él. Le parece que lleva mucho tiempo en la ciudad, aunque sólo han pasado cuatro días, y durante todo ese tiempo el chelín ha estado siempre en su bolsillo. Tiene la sensación de que si lo pierde perderá con él su buena suerte. También tiene presente cuánto le costó a su madre ahorrarlo. Le asombra que en la aldea un chelín sea tanto dinero, y en cambio allí se lo podría gastar en unas pocas mazorcas hervidas y una torta pequeña. Le molesta haber sentido pena por su madre y piensa: «Qué tonto eres, Jabavu», pero el chelín permanece en su bolsillo y él sigue caminando, pensando cómo puede conseguir algo de comida sin pedírselo a Betty, hasta que llega al Salón Recreativo, rodeado de oleadas de gente.

Es demasiado pronto para el baile del sábado, así que Jabavu merodea entre la gente para ver qué está pasando. Pronto ve al señor Samu con otros en una puerta lateral y se acerca con la sensación de que va a encontrar quien lo ayude. El señor Samu habla con un amigo de un modo que Jabavu reconoce en seguida: como si ese amigo no fuera una, sino muchas personas. La mirada del señor Samu va recorriendo las caras de quienes están junto a él, siempre moviéndose, como si se sirviera de los ojos para retenerlos, juntarlos, convertirlos en uno solo. Sus ojos se detienen en el rostro de Jabavu y Jabavu sonríe y da un paso adelante... Pero el señor Samu no para de hablar y ya está mirando a otro. Jabavu siente como si algo frío le hubiera golpeado el estómago. Por primera vez, piensa: «El señor Samu está enfadado porque me escapé la otra mañana». De inmediato se aleja con arrogancia, y se va diciendo: «Bueno, no me importa el señor Samu, no es más que un charlatán, los iluminados son tontos y no hacen más que pedir y pedir favores al gobierno». Sin embargo, no ha recorrido siquiera cien metros cuando sus pies frenan el paso, se detienen y luego parecen obligarle a darse la vuelta de tal modo que sólo puede caminar hacia el Salón. La gente se apiña ante la puerta grande, el señor Samu ha entrado y Jabavu camina detrás de la multitud. Cuando consigue entrar, el Salón ya está lleno y él se queda al fondo, apoyado en la pared.

En el estrado está el señor Samu, el otro hombre que iba con él en el monte y un tercero, al que casi de inmediato presentan como el señor Mizi. Los ojos de Jabavu, deslumbrados por la cantidad de gente, apenas alcanzan a ver el rostro del señor Mizi, pero entiende que se trata de un hombre de gran fuerza e inteligencia. Se pone tan tieso y derecho como puede por si acaso el señor Samu llega a verlo, pero los ojos de éste vuelven a resbalar por él sin reconocerlo y Jabavu piensa: «Pero, ¿quién es el señor Samu? Al lado del señor Mizi no es nadie...». Entonces se fija en cómo van vestidos esos hombres y ve que llevan ropa oscura, y en algunos casos vieja, o incluso llena de remiendos. En ese salón no hay nadie que lleve ropa vistosa y elegante como la del propio Jabavu, así que el niño pequeño y desdichado que lleva dentro se calma, aplacado, y él consigue guardar silencio y escuchar.

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