Authors: Doris Lessing
Ah, qué bonita, qué bonita es la ciudad del hombre blanco. Mira qué formas trazan las casas, esas suaves calles grises que dibujan trazos entre ellas como las marcas que dejaría un dedo inteligente. Mira cómo se alzan las casas, blancas o de colores; el sol les cae de un modo que resplandecen. Y mira qué grandes son, caramba, la casa del griego, comparada con éstas, es una perrera. Estas se levantan como si fueran tres o cuatro, una encima de otra, todas rodeadas de jardines con flores rojas, violetas y doradas, y en los jardines hay cintas de agua que brillan en la oscuridad, y en el agua flotan flores. Y mira cómo se extiende la ciudad por el valle, ¡Incluso sube por el otro lado! Jabavu sigue andando, sus pies se suceden sin ayuda de los ojos de tal modo que va trazando curvas aquí y allá hasta que el frenazo de un coche le advierte y de nuevo salta a un lado y se queda mirando, sólo que ya no hay polvo, sólo un asfalto suave y caliente. Camina despacio, cuesta abajo, sube por el otro lado y llega a la parte superior de la siguiente cuesta y se queda parado allí un buen rato. Porque las casas continúan hasta donde le alcanza la vista y se extienden a sus dos lados. No se terminan nunca. Tiene una nueva sensación. No dice que tiene miedo, pero siente el estómago frío y pesado. Piensa en el pueblo y Jabavu, que lleva tantos años anhelando este momento, convencido de que no tenía nada que hacer en el pueblo, oye cómo le habla la voz de la aldea: Jabavu, Jabavu, yo te hice, me perteneces, ¿qué vas a hacer en esta ciudad, que parece más grande que cualquier otra? Porque ya se ha olvidado de que esa ciudad no es nada en comparación con Johannesburgo, o con otras ciudades del sur; más bien, no se atreve a recordarlo de tanto miedo que le da.
Ahora las casas son distintas; algunas son grandes, otras endebles como la del griego. Habrá distintas clases de hombres blancos, dice lentamente la mente de Jabavu, pero es una idea demasiado complicada para absorberla de golpe. Hasta entonces, siempre ha pensado en todos ellos con la misma riqueza, poder e inteligencia.
Jabavu dice a sus pies: caminad, caminad. Pero sus pies no le obedecen. Se queda parado mientras recorre con los ojos las calles de casas; son ojos de niño pequeño. Entonces le llega un chirrido, el caucho de unas ruedas al frenar, y se planta a su lado un policía africano en bicicleta. El policía apoya un pie en el suelo y mira a Jabavu. Mira sus pantalones, viejos y rotos, y ve su cara de desdicha. Amable, le dice:
–¿Te has perdido? –Habla en inglés.
Al principio Jabavu dice que no porque en ese momento admitir que no sabe algo es contradictorio con sus intereses. Luego, hosco, afirma:
–Sí, no sé adónde ir.
–¿Buscas trabajo?
–Sí, hijo del gobierno. Busco trabajo.
Habla en su propio idioma. El policía, que es de otro distrito, no le entiende, y Jabavu vuelve a hablar en inglés.
–Entonces tienes que ir a la oficina de licencias y pedir una licencia para buscar trabajo.
–¿Y dónde está esa oficina?
El policía se baja de la bicicleta y, tomando a Jabavu del brazo, le habla mucho rato seguido:
–Has de seguir recto más de medio kilómetro, y luego tuerces a la izquierda donde se juntan las cinco carreteras y después vuelves a torcer y sigues recto y...
Jabavu escucha y asiente y dice que sí y que gracias y el policía se aleja con su bicicleta y Jabavu se queda desamparado, porque no ha entendido nada. Entonces echa a andar y no sabe si sus piernas tiemblan de hambre o de frío. Al encontrarse al policía el sol le caía en la espalda y cuando sus piernas deciden dejar de caminar por voluntad propia, por debilidad, le cae el sol en la cabeza. Lo rodean casas por todas partes, mujeres blancas sentadas en los porches con sus hijos, hombres blancos que trabajan en los jardines, y ve más gente en las aceras, gente que habla y ríe. A veces entiende lo que dicen, a veces no. Porque en esa ciudad hay gente de Nyasaland y de Rodhesia del norte y de la tierra de los portugueses, y no entiende ni una palabra de lo que hablan y les tiene miedo. Pero al oír su propia lengua sabe que la gente señala sus pantalones rotos y su fardo, y se ríen y dicen: «Mira, un muchacho recién llegado de la aldea».
Se queda parado en un cruce, mirando a uno y otro lado. No tiene ni idea de adonde le ha dicho que fuera el policía. Camina un poco más hasta que ve una bicicleta apoyada en un árbol. En la parte trasera hay una cesta, llena de barras de pan y bollos como los que comió la noche anterior. Los mira y se le hace la boca agua. De pronto su mano se estira y coge un bollo. Mira alrededor. Nadie lo ha visto. Se echa el bollo al bolsillo y sigue andando. Tras dejar atrás la calle, saca el bollo y sigue andando mientras se lo come. Pero al terminar, parece que su estómago le diga: «¿Qué? ¿Sólo un bollo después de pasar toda la mañana vacío? ¡Para eso es mejor que no me des nada!».
Jabavu sigue andando, buscando otra cesta en alguna bicicleta. Varias veces tuerce en una esquina para tomar una calle que se parece a la anterior pero no es la misma. Pasa mucho rato antes de saber qué quiere. Y ahora no es tan fácil como antes. Antes tu mano se ha movido sola y ha cogido el bollo, mientras que ahora la mente le está avisando: «Ten cuidado, Jabavu, ten cuidado». Está cerca de la cesta, mirando a su alrededor, cuando una blanca le grita desde su jardín, por encima del seto, y Jabavu corre hasta llegar a otra calle y dar la vuelta a la esquina. Allí se apoya en un árbol, temblando. Es una calle estrecha, llena de árboles, tranquila y sombreada. Entonces sale una niñera de una casa con los brazos llenos de ropa y se pone a tenderla. Mira a Jabavu por encima del seto.
–Hola, muchacho del pueblo, ¿qué quieres? –le grita, y se ríe–. ¡Mira, un tontorrón de pueblo!
–No soy de ningún pueblo –contesta él, enfurruñado.
–Mira qué pantalones –dice ella–. Uy, lo que se ve por ahí...
Y se mete en la casa, con gestos burlones. Jabavu se queda apoyado en el árbol, mirándose los pantalones. Es verdad que están a punto de caérsele. Pero todavía son decentes.
No hay nada que ver. Las calles están vacías. Jabavu mira la ropa tendida. Hay mucha: vestidos, camisas, pantalones, camisetas. Piensa: «Esa chica era muy descarada». Le sorprende lo que le ha dicho. Vuelve a pegar los brazos a las caderas, encorvado, para tapar los pantalones. Tiene la mirada fija en la ropa. Jabavu acaba de saltar el seto y está tirando de unos pantalones. No consigue soltarlos de la cuerda, hay un gancho de madera que los sujeta. Estira, el gancho se suelta, coge los pantalones. Son cálidos y suaves, recién planchados. Tira de una camisa amarilla; la tela se desgarra por el gancho, pero consigue soltarla y al instante salta el seto de nuevo y echa a correr. Dobla la esquina y mira hacia atrás: el jardín permanece vacío y en silencio, parece que nadie lo ha visto. Jabavu camina sobrio por la calle, tocando la cálida tela de los pantalones y la camisa. Le late el corazón, primero como un polluelo tambaleándose al salir del huevo, y luego con más fuerza, como un viento airado al golpear la pared. La violencia de su corazón agota a Jabavu y se apoya en un árbol para descansar. Pasa despacio un policía en bicicleta. Mira a Jabavu. Luego vuelve a mirar, da la vuelta y se detiene a su lado. Jabavu se lo queda mirando y no dice nada.
–¿De dónde has sacado esa ropa? –pregunta el policía.
La mente de Jabavu da vueltas y de su boca salen estas palabras:
–Se las llevo a mi amo.
El policía mira los pantalones rotos de Jabavu y su fardo.
–¿Dónde vive tu amo? –pregunta, astuto.
Jabavu señala hacia delante. El policía mira hacia donde ha señalado Jabavu y luego lo mira a la cara.
–¿Qué número tiene la casa de tu amo?
De nuevo la mente de Jabavu se apaga y recobra la vida.
–El número tres –dice.
–¿Y cómo se llama la calle?
Ahora no le sale nada por la boca. El policía está desmontando de la bicicleta para mirar los papeles de Jabavu, cuando de repente se produce una conmoción en la calle de donde acaba de huir. Se ha descubierto el robo. Suenan voces a gritos, agudas y estridentes; es la señora blanca, que le dice a la niñera que baya a buscar la ropa, la niñera llora, y se oye muchas veces la palabra «policía». El agente duda, mira a Jabavu, vuelve a mirar hacia la otra calle, y entonces Jabavu se acuerda del reclutador. Da un cabezazo en la tripa al policía, a éste se le cae encima la bicicleta y Jabavu corre hacia la acera, supera de un salto un cubo de basura, luego otro, atraviesa como una flecha un jardín vacío, luego otro que no está vacío, y la gente se levanta y se lo queda mirando, después sigue por otra acera y termina la carrera entre un cubo de basura y la pared de un retrete. Se quita los pantalones cortos deprisa y se pone los que ha robado. Son largos, grises, nunca ha visto una tela tan fina. Se pone la camisa amarilla pero le cuesta mucho porque nunca ha llevado camisa y se le enreda en los brazos hasta que descubre por qué agujero ha de meter la cabeza. Encaja la camisa, que le va pequeña, por debajo del pantalón, que le queda un poco largo, y piensa con tristeza en el agujero de la camisa, fruto de su ignorancia acerca de esos ganchitos de madera. Mete enseguida los pantalones cortos bajo la tapa de un cubo de basura y camina por la acera, con mucho cuidado de no correr, aunque sus pies se lo piden a gritos. Camina hasta dejar bien atrás esa parte de la ciudad y luego piensa: «Ahora estoy a salvo; hay tanta gente que nadie se va a fijar en mis pantalones grises y mi camisa amarilla». Se acuerda de cómo fijaba el policía la mirada en su fardo, se mete en los bolsillos el jabón y el peine, junto con los papeles, y esconde el trapo de envolver el fardo tras las ramas bajas de un seto. Ahora está pensando: «He llegado a la ciudad esta misma mañana y ya tengo unos pantalones grises, como los blancos, una camisa amarilla y me he comido un bollo. Aún no he gastado el chelín que me dio mi madre. ¡Es cierto que se puede vivir bien en la ciudad de los blancos!». Acaricia con cariño el tacto duro del chelín. En ese momento, sin que se le ocurra ninguna razón para entenderlo, le acude a la mente el recuerdo de los tres que conoció la noche anterior, y de pronto Jabavu murmura: «¡Maleantes! ¡Mala gente!». Malditos, diablos, jodidos. Porque esos son los insultos que conoce de los blancos y le parecen muy perversos. Los repite una y otra vez hasta que se siente como un hombre mayor, no como el chiquillo a quien su madre solía mirar para decirle con la pena en la voz: «Ah, Jabavu, mi Bocazas, qué diablo blanco se te habrá metido por dentro».
Jabavu se empuja a sí mismo con tal orgullo que cuando un policía lo para y le pide la licencia, sigue empujando y contesta altanero:
–Soy Jabavu.
–Así que eres Jabavu –dice el policía, plantándose ante él–. Muy bien, chico listo y bueno. ¿Y dónde está la licencia de Jabavu?
La locura del orgullo naufraga en su interior, y contesta con humildad:
–Aún no la tengo. He venido a buscar trabajo.
Pero el policía parece aún más suspicaz. Jabavu lleva ropa buena, aunque tiene un agujero en la camisa, y habla bien el inglés. Entonces, ¿cómo puede ser que acabe de llegar de la aldea? Así que mira la situpa de Jabavu, el papel que todo nativo africano debe llevar consigo, y lee: «Nativo Jabavu. Distrito tal y cual. Aldea no sé cuántos. Certificado de registro nº XO788910312». Lo copia en un librito, le devuelve su situpa y le dice:
–Te voy a explicar cómo se va a la oficina de licencias y si mañana a esta misma hora no tienes una licencia para buscar trabajo vas a tener problemas.
Se va.
Jabavu sigue las calles que le han explicado y pronto llega a una parte pobre de la ciudad, llena de casas parecidas a la del griego y de gente mulata, de quienes le habían hablado pero no los había visto nunca y a quienes en este país suelen llamar «gente de color». Luego llega a un edificio grande, la oficina de licencias, lleno de negros que esperan en largas colas que llegan a unas ventanas y puertas. Jabavu se coloca en una de esas filas, piensa que son como el ganado cuando espera para entrar en un charco, y se queda esperando. La fila avanza muy despacio. El hombre que tiene delante y la mujer que tiene detrás no entienden sus preguntas hasta que les habla en inglés, y entonces descubre que se ha equivocado de fila y ha de ir a otra. Entonces se acerca con educación a un policía que pasea por allí para asegurarse de que no haya problemas o peleas, le pide ayuda y lo sitúan en la cola adecuada. Ahora sigue esperando y como ha de estar de pie, sin moverse, tiene tiempo de oír la voz de su hambre, sobre todo del hambre de su estómago, y pronto le parece que la oscuridad y la luz se mueven por su cerebro como agua suelta y su estómago vuelve a decirle que desde que salió de casa, hace tres días, ha comido muy poco, y Jabavu intenta acallar el dolor de sus tripas y les dice pronto comeré, pronto comeré, pero la luz gira con violencia ante sus ojos hasta que se la traga una negrura pesada y nauseabunda y Jabavu descubre que está tumbado en el suelo, frío y duro, y que unas cuantas caras se inclinan hacia él, unas blancas y otras negras.
Se ha desmayado y lo han llevado al interior de la oficina de licencias. Las caras son amables, pero Jabavu está aterrado y se pone en pie a trompicones. Unos brazos lo sostienen y luego lo llevan a una habitación interior, donde tiene que esperar hasta que lo examine el doctor antes de recibir una licencia para buscar trabajo. Allí hay muchos más africanos, pero no tienen nada de ropa. Le dicen que se desnude y todo el mundo se vuelve para mirarlo, sorprendidos porque Jabavu pega los brazos al pecho para proteger su ropa, convencido de que se la van a quitar. Sus ojos bailan desesperados y le cuesta un rato entender y desnudarse y esperar, desnudo, en la misma cola que los demás. Tiene frío por culpa del hambre, aunque fuera el sol calienta como nunca. Uno tras otro, los africanos se acercan a que los examinen y el médico les pone una cosa larga y negra en el pecho y les toca el cuerpo. Todo el ser de Jabavu protesta a gritos, y son muchas voces. Una dice: «¿Acaso soy un buey, para que ese médico blanco me maneje de esa manera?». Otra dice con ansiedad: «Si no me hubieran dicho que la medicina de los blancos tiene muchas cosas raras y maravillosas, creería que ese tubo negro que usan para escuchar es cosa de brujería». Y la voz del estómago le dice una y otra vez, sin perder el ánimo, que tiene hambre y se va desmayar de nuevo, y bien pronto, si no llega la comida.