Authors: Doris Lessing
Jabavu camina con decisión. Toda su mente se concentra en la gran ciudad. «¡Jabavu! –oye en su cerebro–. ¡Mira, por ahí llega Jabavu a la ciudad!»
Les llega un rugido y tienen que saltar a la cuneta para esquivar a un camión grande. El salto es tan violento que aterrizan de cuatro patas en la hierba espesa. Miran boquiabiertos y ven que el conductor blanco se inclina hacia ellos y les sonríe. No entienden que ha derrapado para que tuvieran que saltar y divertirse a su costa. No saben que ahora se ríe porque los encuentra muy divertidos, allí agachados entre la hierba y mirándolo como palurdos. Se levantan y miran hacia el camión, que desaparece a lo lejos entre una nube de polvo claro. La parte trasera va llena de negros; unos gritan, otros saludan y se ríen. Jabavu dice:
–¡Uau! ¡Qué camión tan grande!
Tiene el pecho y la garganta henchidos de anhelo. Quiere tocar el camión, mirar las maravillas de su construcción, quizás incluso conducirlo... Ahí sigue, con la cara tensa y hambrienta, cuando suena otro rugido, un sonido estridente como el cacareo de un gallo. De nuevo saltan los hermanos a un lado, aunque esta vez aterrizan de pie, mientras el polvo revolotea en torno a ellos.
Se miran y luego desvían la mirada para que no se note que no saben qué pensar. Sin embargo, se interrogan: «¿Querrán asustarnos a propósito? ¿Por qué?». No lo entienden. Han oído historias sobre desagradables hombres blancos que intentan burlarse de los negros para reírse a su costa, pero eso no tiene nada que ver con lo que acaba de pasar. Piensan: «Caminamos solos, sin meternos con nadie, y estamos bastante asustados. ¿Para qué quieren asustarnos más?». Pero ahora caminan despacio y van mirando hacia atrás para que no los pillen por sorpresa. Y cuando llega por atrás un coche o un camión se apartan hacia la hierba y se quedan esperando hasta que pase. Hay pocos coches, pero muchos camiones y todos van llenos de hombres negros. Jabavu piensa: «Pronto, tal vez mañana, cuando tenga trabajo, iré en uno de esos camiones...». Está tan impaciente porque ocurra eso que acelera el paso y de nuevo tiene que saltar a un lado cuando el siguiente camión derrapa cerca de él.
Llevarán acaso una hora caminando cuando adelantan a un hombre que viaja con su mujer y sus hijos. El hombre va delante con una lanza y un hacha, la mujer detrás con las ollas y un bebé a la espalda, y el otro hijo va agarrado a su falda. Jabavu sabe que no son gente de la ciudad, que van de un pueblo a otro, y por eso no los teme. Los saluda, ellos devuelven el saludo y caminan juntos, hablando.
Cuando Jabavu explica que están recorriendo el largo camino a la ciudad, el hombre le pregunta:
–¿Ya has estado allí?
Jabavu no soporta confesar su ignorancia y contesta:
–Sí, muchas veces.
–Entonces, no hace falta que os advierta que es un lugar muy malvado.
Jabavu guarda silencio y lamenta no haber dicho la verdad. Ya es demasiado tarde, porque al llegar a un sendero que se desvía de la carretera la familia se va por él. Mientras se despiden, pasa otro camión y el polvo se alza entre ellos. El hombre mira hacia el camión y menea la cabeza.
–Son los camiones que llevan a nuestros hermanos a las minas –dice, al tiempo que se retira el polvo de la cara y sacude la manta–. Está bien que conozcáis los peligros de la carretera, porque si no estaríais en uno de esos camiones, llenando de polvo las bocas de la gente honesta y riéndoos de los que se asustan por el ruido de la bocina.
Tras echarse de nuevo la manta al hombro, se da la vuelta, seguido por su mujer y sus hijos.
Jabavu y Pavu caminan despacio y van pensando. Cuántas veces han oído hablar de los reclutadores de las minas. Sin embargo esas historias, contadas por tantas bocas, se convierten en algo parecido a las feas imágenes que se cuelan en los sueños difíciles e incómodos. Cuesta pensar en ellos ahora, con ese sol tan fuerte. Pero ese hombre hablaba de los camiones con horror. Jabavu siente la tentación. Piensa: «Ese hombre es un aldeano, como mi padre, sólo ve las cosas malas. A lo mejor, mi hermano y yo podríamos viajar a la ciudad en uno de esos camiones».
Luego el miedo se infla en su interior y las dudas frenan sus pasos, pero cuando pasa a su lado el siguiente camión se queda parado en la cuneta, mirándolo con los ojos grandes como si deseara que se detuviese. Y cuando al fin se detiene le late tan rápido el corazón que no sabe si es por miedo, excitación o deseo. Pavu le tironea del brazo y le dice:
–Vayámonos corriendo.
Pero él responde:
–Le tienes miedo a todo, como los niños que aún huelen a la leche de su madre.
El blanco que conduce el camión asoma la cabeza y mira hacia atrás. Dedica una larga mirada a Jabavu y su hermano y luego vuelve a meter la cabeza. Entonces sale de la parte delantera un negro y camina hacia ellos. Lleva ropas de blanco y camina con desenvoltura. Jabavu, al ver a ese hombre elegante, piensa en sus pantalones y pega los brazos a las caderas para taparse. Pero el hombre elegante se acerca sonriendo y dice:
–Sí, sí, muchachos, ¿queréis subir?
Jabavu da un paso adelante y nota que Pavu le tira del codo. No presta atención a sus tirones, pero los toma como un aviso, se queda quieto y planta los dos pies con fuerza en el suelo, como un buey cuando se resiste al yugo.
–¿Cuánto? –pregunta.
El hombre elegante se ríe y contesta:
–Qué listo eres, muchacho. Nada de dinero. Os llevamos a la ciudad. Podéis escribir vuestro nombre en un papel como los blancos y viajar en el camión grande y luego tendréis un buen trabajo.
El hombre se yergue y sonríe, y sus dientes blancos resplandecen. Desde luego, es un tipo muy elegante y el hambre de Jabavu es como una mano aferrada a su corazón y piensa que él también será así.
–Sí –contesta con ansiedad–. Puedo escribir mi nombre, sé leer y escribir; y también entiendo los dibujos.
–Muy bien –contesta el hombre elegante, riéndose todavía más –. Entonces eres un chico listo, muy listo. Y tendrás un trabajo para listos, escribirás en una oficina con buenos hombres blancos y mucho dinero... Diez libras al mes, ¡o tal vez quince!
A Jabavu se le oscurece la mente, cual si sus pensamientos huyeran como el agua. Tiene un brillo amarillento en la mirada. Se da cuenta de que acaba de dar otro paso adelante y el hombre elegante sostiene una hoja de papel toda cubierta de letras. Jabavu coge el papel e intenta distinguir las palabras. Conoce algunas; hay otras que no ha visto nunca. Se queda mucho rato mirando el papel.
El hombre elegante le dice:
–Bueno, chico listo, no quieras entenderlo todo de golpe. El camión espera. Pon una cruz al pie del papel y súbete corriendo.
Jabavu contesta con resentimiento:
–Soy capaz de escribir mi nombre como un blanco, no necesito poner una cruz. Mi hermano pondrá una cruz y yo escribiré mi nombre, Jabavu.
Se arrodilla, apoya el papel en una piedra y coge el trocito de lápiz que le da el hombre elegante y luego piensa dónde va a poner la primer letra de su nombre. Entonces oye al hombre:
–Tu hermano no tiene suficiente fuerza para este trabajo.
Jabavu se da la vuelta, ve que Pavu tiene la cara amarilla de miedo, pero además está muy enfadado. Está mirando a Jabavu horrorizado. Deja el lápiz y piensa: «¿Cómo que no tiene fuerza suficiente? Muchos van al pueblo cuando todavía son niños, y sin embargo trabajan». Acude a su mente el recuerdo de que alguna vez le han contado que cuando reclutan para las minas sólo cogen a los hombres fuertes, de buenas espaldas. Él, Jabavu, tiene la fuerza de un toro joven, está orgulloso. Sí, irá a las minas, por qué no. Pero, entonces, ¿va a dejar a su hermano? Alza la cabeza para mirar al hombre elegante, que está impaciente y no lo esconde, mira también a los negros que van en la trasera del camión. Ve que uno de ellos menea la cabeza, como si le advirtiera. En cambio, hay otros que se ríen. A Jabavu le parece una risa cruel y se levanta de repente, devuelve el papel al hombre elegante y dice:
–Mi hermano y yo viajamos juntos. Además, ha intentado engañarme. ¿Por qué no me ha dicho que este camión iba a las minas?
Ahora el hombre elegante está muy enfadado. Esconde la dentadura blanca en la boca cerrada. Sus ojos brillan.
–Negro ignorante –le dice–. Me haces perder el tiempo. A mí y a mis jefes. ¡Te enviaré a la policía!
Da una zancada hacia delante y levanta los puños. Jabavu y su hermano se dan la vuelta como si sus cuatro piernas formaran un solo cuerpo y salen corriendo hacia los árboles. Mientras huyen escuchan las carcajadas de los hombres del camión y ven que el hombre elegante vuelve a la cabina. Está muy enfadado. Los dos hermanos ven que los hombres se ríen de él, no de ellos, y se agachan entre la maleza, bien escondidos, pensando en el significado de todo eso.
Cuando el camión desaparece entre el polvo, Jabavu dice:
–Nos ha llamado negros, y eso que su piel tiene el mismo color que la nuestra. No es fácil de entender.
Pavu habla por primera vez:
–Dice que no tengo suficiente fuerza para ese trabajo. –Jabavu lo mira sorprendido. Nota que su hermano está ofendido–. Según el Comisario para los Nativos, tengo quince años. Y ya llevo cinco trabajando para mi padre. Y este hombre va y dice que no tengo fuerza.
Jabavu ve que la rabia y el miedo pelean dentro de su hermano, y no parece claro cuál de los dos va a ganar. Le dice:
–Hermano, ¿has entendido que este camión recluta gente para las minas de Johannesburgo?
Pavu guarda silencio. Sí, lo ha entendido, pero su orgullo habla tan alto que ninguna otra voz puede oírse. Jabavu decide no decir nada. Sus propios pensamientos corren demasiado. Primero piensa: «Qué tipo tan elegante, con su buena ropa blanca». Luego: «¿Tan loco estoy que pensaba ir a las minas? Vamos a una ciudad dura y peligrosa, pero pequeña en comparación con Johannesburgo, o al menos eso cuentan los viajeros. Y ahora mi hermano, que tiene corazón de gallina, tiene el orgullo tan herido que está dispuesto a ir no sólo a la ciudad pequeña sino incluso a Johannesburgo».
Los hermanos caminan juntos por la maleza, aunque la carretera está vacía. Les cae el sol encima y sus estómagos empiezan a hablar de hambre. Abren los paquetes que les ha preparado su madre y encuentran unas tortas de maíz, pequeñas y planas, cocinadas en las ascuas. Se las comen y eso apenas acalla a medias sus tripas. Las falta mucho para llegar a la ciudad y a conseguir algo de comida, y sin embargo permanecen en la seguridad de los matorrales. Avanzan despacio y cada vez que pasa un camión vuelven la cara mientras caminan entre la hierba de la cuneta. La vuelven con tal firmeza que se llevan una sorpresa al darse cuenta de que se ha parado otro camión, y miran con cautela para ver a otro tipo elegante que les sonríe:
–¿Queréis un buen trabajo? –les dice con una sonrisa educada.
–No queremos ir a las minas –contesta Jabavu.
–¿Quién habla de minas? –se ríe el hombre–. Trabajo en una oficina, por siete libras al mes, a lo mejor diez, quién sabe.
No es una risa muy fiable. Jabavu aparta la mirada de las buenas botas negras que lleva el dandi y está a punto de decir que no cuando Pavu pregunta de repente:
–¿Y también hay trabajo para mí?
El hombre duda, tanto tiempo que podría haber dicho que sí varias veces. Jabavu ve la fuerza del orgullo en la cara de Pavu. Entonces el hombre contesta:
–Sí, sí, también hay trabajo para ti. Con el tiempo crecerás y serás tan fuerte como tu hermano.
Está mirando los fuertes hombros de Jabavu, y sus gruesas piernas. Saca un papel y se lo pasa al hermano, no a él. Y Pavu se avergüenza porque nunca ha cogido un lápiz y el papel le parece ligero y difícil de coger, así que lo agarra entre los dedos, como si se pudiera volar. Jabavu está rojo de rabia. Tendría que habérselo propuesto a él; es el mayor, el líder, y sabe escribir.
–¿Qué pone en ese papel? –pregunta.
–En ese papel está escrito el trabajo –contesta el hombre, sin darle importancia.
–Antes de poner nuestros nombres en el papel vamos a ver qué trabajo es –dice Jabavu.
El hombre le clava la mirada y dice:
–Tu hermano ya ha puesto su cruz, así que pon tu nombre también. Si no, tendréis que separaros.
Jabavu mira a Pavu, que exhibe una sonrisa a medio camino entre el orgullo y el mareo, y le dice en voz baja:
–Eso ha sido una estupidez, hermano. Los blancos hacen cosas importantes con esas cruces.
Pavu mira asustado al papel en que ha puesto su cruz y el tipo elegante patalea de risa y dice:
–Es verdad. Al firmar este papel has aceptado trabajar en las minas durante dos años. Si no lo haces, rompes un contrato y vas a la cárcel. Y ahora –se dirige a Jabavu– firma tú también, porque como tu hermano ha firmado nos lo llevamos al camión.
Jabavu ve que la mano del hombre elegante se dispone a coger a Pavu por el hombro. Con un solo movimiento da un cabezazo al tipo en el estómago y empuja a Pavu, y luego salen los dos corriendo. Corren a saltos entre la maleza y no paran hasta llegar muy lejos. Sus vistazos de miedo hacia atrás confirman que el hombre elegante no intenta perseguirlos, pero se los queda mirando: al perder el aire en la tripa se le ha oscurecido la mirada. Al cabo de un rato, oyen gruñir al camión, después retumba y luego se va por la carretera, dejando el silencio tras su paso.
Tras mucho pensar, Jabavu dice:
–Es verdad que cuando nuestra gente se va a la ciudad cambia tanto que su familia no la reconocería. Ese hombre que nos ha mentido tanto, ¿hubiera sido tan malo en su pueblo? –Pavu no contesta y Jabavu sigue pensando hasta que le entra la risa–: Sin embargo, ¡hemos sido más listos que él! –dice.
Recuerda el cabezazo que le ha dado en la tripa al hombre elegante y rueda por el suelo, muerto de risa. Luego se sienta porque Pavu no se ríe y tiene en una mirada que Jabavu conoce bien. Pavu tiene tanto miedo todavía que le tiembla todo el cuerpo y vuelve el rostro para que Jabavu no se dé cuenta. Jabavu le habla con ternura, como hablaría un joven a una chica. Pero Pavu no puede más. Le ha entrado en la mente la idea de volver al pueblo y Jabavu lo sabe. Suplica hasta que la oscuridad empieza a filtrarse entre los árboles y se ven obligados a buscar dónde dormir. No conocen esa parte del país, están a más de seis horas de camino de casa. No les gusta dormir a campo abierto, donde podría verse la luz de su fuego, pero encuentran unas rocas con una hendidura en la que encienden una fogata y la alimentan como hicieron sus padres antes que ellos, y se tumban a dormir con frío en las piernas y los hombros desnudos, con mucha hambre, sin la perspectiva de encontrar al despertarse un porridge rico y caliente. Jabavu se duerme pensando que cuando se despierten por la mañana y el sol se cuele amable entre los árboles, Pavu habrá recuperado el valor y se habrá olvidado del reclutador. Sin embargo, al despertarse, Jabavu está solo. Pavu ha huido muy pronto, nada más aparecer la luz, tan temeroso de la lengua lista del Bocazas como de los reclutadores. A esas alturas ya habrá recorrido la mitad del camino de vuelta. Jabavu está tan enfadado que se agota de bailar y gritar, hasta que al final se calma y se pregunta si debe echar a correr detrás de su hermano o darse la vuelta y seguir su camino. Luego se dice que es demasiado tarde y que al fin y al cabo Pavu no es más que un chiquillo y no le sirve de nada a un hombre valiente como él. Durante un rato piensa que también va a volver a casa porque le da mucho miedo llegar solo a la ciudad. Luego decide irse de inmediato: él, Jabavu, no tiene miedo a nada.