Authors: Doris Lessing
–Gideon, Dios te ha escogido como instrumento de su bondad.
Y Gideon contestó:
–Sí, señorita, Dios es muy bueno.
En fin, cuando ocurre algo así en una granja, no pasa mucho tiempo antes de que se entere todo el mundo. El señor y la señora Farquar se lo contaron a sus vecinos y la historia fue tema de conversación de un extremo al otro del distrito. El monte está lleno de secretos. Nadie puede vivir en África, o al menos en las zonas mesetarias, sin aprender pronto que hay una antigua sabiduría de las hojas, de la tierra y de las estaciones –así como de los rincones más oscuros de la mente humana, acaso más importantes– que pertenece a la herencia del hombre negro. La gente contaba anécdotas por todos los rincones del distrito, recordándose unos a otros cosas que les habían ocurrido.
–Pero te digo que lo vi con mis propios ojos. Fue un mordisco de cobra bufadora. El brazo del africano estaba inflado hasta el codo, como una vejiga negra y brillante. Al cabo de medio minuto estaba grogui. Se estaba muriendo. Entonces, de repente, salió un africano del monte con las manos llenas de una cosa verde. Le frotó el brazo con algo y al día siguiente el muchacho volvía a trabajar y no se le veían más que dos pequeños pinchazos en la piel.
Así era lo que se contaba. Y siempre con una cierta exasperación, porque aunque todos sabían que hay valiosos medicamentos escondidos en la oscuridad de los matorrales africanos, en las cortezas de los árboles, en hojas de apariencia simple, en raíces, resultaba imposible que los nativos les contaran la verdad.
La historia llegó finalmente a la ciudad: tal vez fuera en alguna fiesta al atardecer, o en alguna función social por el estilo, donde un médico que estaba allí por casualidad rechazó su valor:
–Tonterías –dijo–. Estas historias se exageran por los cuentos. Cuando buscamos información por una historia como ésa, nunca encontramos nada.
En cualquier caso, una mañana llegó un extraño coche a la granja y salió de él un trabajador del laboratorio de la ciudad con cajas llenas de probetas y productos químicos.
El señor y la señora Farquar estaban aturullados, complacidos y halagados. Invitaron a comer al científico y contaron su historia entera de nuevo, por enésima vez. El pequeño Teddy también estaba y sus ojos azules refulgían de salud para probar la autenticidad de la historia. El científico explicó que la humanidad podría beneficiarse de aquel nuevo medicamento si se pusiera en venta, cosa que complació aun más a los Farquar. Eran gente simple y amable y les gustaba creer que gracias a ellos se descubriría algo bueno. Pero cuando el científico empezó a hablar del dinero que podría ganarse, se sintieron incómodos. Sus sentimientos al respecto del milagro (pues pensaban en el suceso en esos términos) eran tan fuertes, profundos y religiosos que les parecía de mal gusto relacionarlo con el dinero. El científico, al ver sus caras, regresó al primer argumento, que era el progreso para la humanidad. Tal vez fue demasiado superficial: no era la primera vez que acudía en pos de algún secreto legendario de los matorrales.
Al fin, cuando terminó el almuerzo, los Farquar llamaron a Gideon al cuarto de estar y le explicaron que aquel baas era un Gran Doctor de la Gran Ciudad y que había recorrido todo aquel camino para verlo a él. Al oírlo, Gideon pareció asustarse; no lo entendía. La señora Farquar le explicó enseguida que el Gran Baas se había presentado allí por su maravillosa intervención con los ojos de Teddy.
Gideon miró al señor Farquar, y luego a la señora, y luego al niño, que se daba aires de importancia por la ocasión. Al fin, dijo a regañadientes:
–¿El Gran Baas quiere saber qué medicina usé?
Hablaba con incredulidad, como si no pudiera concebir semejante traición de sus viejos amigos. El señor Farquar empezó a explicar que de aquella raíz podía extraerse un medicamento muy necesario, y que podría ponerse a la venta de modo que miles de personas, blancas y negras, en todo el continente africano, dispondrían de salvación cuando aquella serpiente bufadora les escupiera su veneno en los ojos. Gideon escuchó con la mirada clavada en el suelo y la piel de la frente tensa por la incomodidad. Cuando el señor Farquar hubo terminado, no contestó. El científico, que había permanecido hasta entonces recostado en su silla, bebiendo tragos de café y exhibiendo una sonrisa de escéptico buen humor, intervino y se lo volvió a explicar todo, con palabras distintas, acerca de la fabricación de medicamentos y del progreso de la ciencia. Además, ofreció un regalo a Gideon.
Tras esta última explicación hubo un momento de silencio y luego Gideon replicó con indiferencia que no podía recordar de qué raíz se trataba. Tenía una expresión huraña y hostil en el rostro, incluso cuando miraba a los Farquar, a quienes solía tratar como si fueran viejos amigos. Ellos empezaban a molestarse; esa sensación anuló la culpa que había nacido tras las primeras acusaciones de Gideon. Empezaban a pensar que su comportamiento era muy poco razonable. Sin embargo, en ese momento se dieron cuenta de que no iba a ceder. La droga mágica permanecería en su lugar, desconocido e inservible salvo para los escasos africanos que la conocieran, nativos que tal vez se dedicaran a cavar zanjas para el Ayuntamiento, con sus camisas rasgadas y sus pantalones cortos remendados, pero que habían nacido para la curación, herederos de otros curanderos por ser hijos o sobrinos de antiguos brujos, cuyas feas máscaras, huesos y demás burdos objetos de magia parecían ahora signos externos de poder y sabiduría reales.
Los Farquar podían pisotear aquella planta cincuenta veces al día de camino entre la casa y el jardín, del sendero de las vacas a los campos de maíz, pero nunca se iban a enterar.
Sin embargo siguieron discutiendo y trataron de persuadirlo con toda la fuerza de su exasperación; y Gideon siguió diciendo que no se acordaba, o que nunca había existido tal raíz, o que no se encontraba en aquella estación del año, o que no era la raíz por sí misma, sino su saliva, lo que había curado los ojos de Teddy. Dijo todas esas cosas, una detrás de otra, y no pareció importarle que fueran contradictorias. Estuvo rudo y tozudo. Los Farquar apenas reconocían a su simpático y amable sirviente en aquel africano ignorante, perversamente obstinado, que permanecía ante ellos con la mirada baja y retorcía el delantal entre los dedos mientras repetía una y otra vez cualquiera de las estúpidas negativas que le viniera a la mente.
De pronto, pareció que cedía. Alzó la cabeza, dedicó una larga y rabiosa mirada al círculo de blancos, que para él tenían el aspecto de una ronda de perros ladradores en torno a él, y dijo:
–Les voy a enseñar la raíz.
Echaron a andar en fila india desde la casa por un sendero. Era una tarde abrasadora de diciembre y el cielo estaba lleno de calurosas nubes de lluvia. Todo estaba caliente: el sol parecía una placa de bronce que diera vueltas en el aire, los campos refulgían de calor, el suelo ardía bajo sus pies y el viento, cargado de polvo, les soplaba en la cara, rasposo y acalorado. Era un día terrible, destinado a tumbarse en el porche con una bebida helada, como normalmente harían a esas horas.
De vez en cuando, recordando que el día de la serpiente a Gideon le había costado sólo diez minutos encontrar la raíz, alguien preguntaba:
–¿Tan lejos queda, Gideon?
Éste miraba hacia atrás y respondía, con molesta educación:
–Estoy buscando la raíz, baas.
Efectivamente, a menudo se agachaba de lado y pasaba la mano entre las hierbas, con un gesto tan mecánico que resultaba ofensivo. Los hizo caminar entre los matorrales por senderos desconocidos durante dos horas, bajo aquel calor derretido y destructor, hasta que rompieron a sudar y les dolió la cabeza. Iban todos muy callados; los Farquar porque estaban enfadados y el científico porque una vez más se demostraba que tenía razón: la planta no existía. Su silencio era muy diplomático.
Al fin, a unos diez kilómetros de la casa, Gideon decidió de pronto que ya había suficiente; o tal vez su enfado se evaporó en aquel instante. Sin esforzarse por aparentar nada ajeno a la casualidad, recogió un puñado de flores azules entre la hierba, las mismas flores que abundaban en los caminos que habían recorrido.
Se las dio al científico sin mirarlo siquiera y echó a andar a solas de vuelta a la casa, dejando que lo siguieran si así querían hacerlo.
Cuando llegaron a la casa, el científico se fue a la cocina y dio las gracias a Gideon: se comportaba con mucha educación, pero mantenía la burla en la mirada. Gideon se había ido. Tras tirar las flores en la parte trasera del coche sin darles ninguna importancia, el eminente visitante se fue de vuelta a su laboratorio.
Gideon regresó a la cocina a tiempo para preparar la cena, pero estaba muy huraño. Habló con la señora Farquar como un sirviente malcarado. Pasaron días antes de que volvieran a llevarse bien.
Los Farquar interrogaban a sus trabajadores acerca de aquella raíz. A veces recibían miradas desconfiadas por toda respuesta. A veces, los nativos decían: «No lo sabemos. Nunca hemos oído hablar de esa raíz». Uno de ellos, el muchacho que cuidaba el ganado, que llevaba mucho tiempo con ellos y les tenía cierta confianza, dijo:
–Pregúntenle al que trabaja en la cocina. Ese es todo un médico. Es el hijo de un famoso curandero que solía vivir por aquí y no hay enfermedad que no pueda curar. –Luego, añadió con educación–: Por supuesto, no es tan bueno como el médico de los blancos, eso ya lo sabemos, pero para nosotros sí que sirve.
Al cabo de un tiempo, cuando ya había desaparecido la amargura entre los Farquar y Gideon, empezaron a bromear:
–¿Cuándo nos vas a enseñar la raíz de las serpientes, Gideon?
Él se reía, meneaba la cabeza y, con cierta incomodidad, contestaba:
–Pero si ya se la enseñé, señorita, ¿no se acuerda?
Al cabo de mucho tiempo, cuando Teddy ya iba al colegio, entraba en la cocina y le decía:
–Gideon, viejo gamberro. ¿Recuerdas aquella vez que nos engañaste a todos y nos hiciste caminar no sé cuántos kilómetros por la meseta para nada? Llegamos tan lejos que mi padre me tuvo que traer en brazos.
Y Gideon se partía de risa educadamente. Después de reír mucho rato, se incorporaba, se secaba los ojos y miraba con tristeza a Teddy, quien lo contemplaba maliciosamente desde el otro lado de la cocina:
–Ah, Cabecita Dorada, cuánto has crecido. Pronto serás mayor y tendrás tu propia granja...
(A Sunrise on the Veld)
Durante aquel invierno, cada noche decía en voz alta en la oscuridad, sobre la almohada:
–¡A las cuatro y media! ¡A las cuatro y media!
Hasta que le parecía que su cerebro había apresado las palabras y las conservaba. Luego caía rendido como si se hubiera cerrado una persiana y dormía con la cara vuelta hacia el despertador para verlo en cuanto abriera los ojos.
Ocurría cada madrugada exactamente a las cuatro y media. Tras presionar con gesto triunfante el botón del despertador –al que había vencido con la mitad oscura de su mente, conservando la vigilia toda la noche y contando las horas mientras dormía relajado–, se acurrucaba buscando un último instante de calidez, a sabiendas de que podía vencer sin esfuerzo aquella debilidad; del mismo modo que preparaba el despertador cada noche por el mero placer del momento en que se despertaría y estiraría los brazos, sintiendo la tensión de los músculos, para pensar: «¡Incluso mi cerebro! Soy capaz de controlar cualquier parte de mi cuerpo».
La lujuria de un cuerpo cálido y descansado, con los brazos, las piernas y los dedos a la espera, como soldados, de una orden suya. La alegría de saber que entregaba aquellas valiosas horas al sueño de modo voluntario, pues en una ocasión había pasado despierto tres noches seguidas para demostrar que era capaz, y luego había trabajado todo el día, negándose a aceptar que estaba cansado; ahora, le parecía que el sueño era un sirviente al que podía convocar o rechazar.
El muchacho estiraba del todo su cuerpo para tocar con las manos la pared, a la cabeza de la cama, y la parte baja con los dedos de los pies; luego saltaba como saltan los peces del río. Y hacía frío, mucho frío.
Siempre se vestía deprisa para intentar conservar el calor de la noche hasta que saliera el sol, dos horas después; sin embargo, cuando se terminaba de vestir, sus manos ya estaban congeladas y apenas lograba sostener los zapatos. No se los podía poner por temor a despertar a sus padres, que nunca llegaron a saber lo pronto que se levantaba.
En cuanto trasponía en dintel, se le contraía la carne de los pies al contacto con el gélido suelo y empezaban a dolerle de frío las piernas. Era de noche: las estrellas brillaban, los árboles permanecían quietos y negros. Buscaba señales del día, el gris en los bordes de las piedras, o la primera luz del cielo por donde saldría el sol, pero aún no se veía nada. Atento como un animal, se escabullía ante las peligrosas ventanas, se detenía un instante con la mano en el alféizar en un gesto de fastidioso orgullo y miraba hacia la espesa negrura de la habitación en que dormían sus padres.
Tanteando con los dedos de los pies el límite de la hierba, se colaba por otra ventana que quedaba más allá, en la misma pared, donde lo esperaba su arma, lista desde la noche anterior. El metal estaba helado y los dedos, entumecidos, resbalaban por él, de modo que debía apoyar el arma en el brazo, por el codo. Luego caminaba de puntillas hasta la habitación donde dormían los perros, siempre con el miedo de que hubieran decidido adelantarse; pero lo estaban esperando, reticentes, con el lomo erizado por el frío, pero con las orejas tiesas y las colas agitadas para saludar la llegada del arma. Sus murmullos de aviso los mantenían en silencio hasta que la casa quedaba a un centenar de metros: entonces echaban a correr hacia los matorrales y ladraban excitados. El niño se imaginaba a sus padres dando vueltas en la cama y murmurando: «Otra vez esos perros», antes de volver a entregarse al sueño; se le escapaba una sonrisa burlona. Siempre miraba hacia atrás para ver la casa antes de meterse en un muro de árboles que la tapaban. Parecía tan bajita y pequeña, como agachada bajo un cielo alto y brillante. Luego daba la espalda a la casa y a sus congelados durmientes, y se olvidaba de ellos.
Tenía que darse prisa. Antes de que la luz aumentara debía alejarse seis kilómetros, y ya se notaba un tinte verde en el hueco de una hoja y el aire olía a amanecer y las estrellas se difuminaban.