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Authors: Doris Lessing

Relatos africanos (12 page)

El padre de los cachorros no volvió a acercarse a Stella; al cabo de un mes lo mataron de un tiro en otra granja, a unos setenta kilómetros, cuando salía de un gallinero con una hermosa gallina blanca en la boca; para entonces, a ella ya sólo le quedaba un cachorro: los demás se habían ahogado. Mala raza, decían, no merecía la pena conservarla y se habían quedado aquel por pura pena.

No dije ni una palabra mientras me soltaban ese cuento ejemplar, me limité a conservar la calma obstinada de quien sabe que se saldrá con la suya. ¿Tenía derecho? Lo tenía. ¿Me debían un perro? Me lo debían. ¿Podía escogerlo alguien que no fuera yo? No, pero... Pues muy bien, ya había escogido. Había escogido aquel perro. Lo había escogido yo. Demasiado tarde, ya estaba decidido.

Pasamos tres días y tres noches en casa de los Barnes. Los días fueron calurosos, lentos y llenos de emociones pesadas; los dos perros los pasaban durmiendo en la caja de embalaje. De noche, las cuatro personas se quedaban en el cuarto de estar, una habitación pequeña de ladrillos insoportablemente calentada por la lámpara de parafina cuyo brillo amarillo y grasiento atraía a las polillas y a los escarabajos voladores en un halo perpetuo y retorcido de cuerpecillos agitados. Ellos hablaban y yo estaba pendiente de los locos ladridos lejanos, y al oírlos salía a la fría luz de la luna. La última noche de nuestra estancia fue de luna llena, una bola blanca enorme y perfecta, con la historia marcada en una superficie aparentemente tan cercana que casi podía tocarse cuando flotaba sobre el oscuro monte entre los cantos de los grillos. Allí, sobre la arena blanca, ladraba y bailaba el cachorro loco mientras su madre, aquel gran animal hermoso, permanecía sentada y lo miraba con una leve ansiedad en los ojos inteligentes, siguiendo con el hocico los erráticos movimientos de la criatura, hija de su compañero del monte, ya muerto. Me arrastré junto a Stella, me senté a su lado en el suelo de cemento, aún caliente, apoyé un brazo en su cuello suave y peludo, y coloqué mi cabeza junto a la suya, atenta y cambiante. Adapté mi respiración de modo que mis costillas subieran y bajaran junto a las suyas para estar más cerca de la calidez de su pecho redondeado, y juntos seguimos desviando la mirada de la gran luna flotante al pequeño cachorro fugaz que salía disparado para trazar círculos desde nuestro lado, tan cerca que estuvo a punto de chocar con nosotros, y llegar hasta unos doscientos metros más allá, donde esquivaba por poco las ruedas de la furgoneta de la granja. Mientras lo mirábamos, noté cómo el aire gélido de la luna se adentraba en el pellejo de Stella, y en mi propia piel, mientras nuestras costillas subían y bajaban y esperábamos que el hombre de Norfolk viniera a gritar primero, y luego a aullar, saltara sobre el perrito alocado y lo encerrara en la caja de madera, donde la luna trazaría unas rejas amarillas sobre la sombra negra, que olía a perro.

–Venga, Stella, chiquilla, vete con tu cachorro –dijo el hombre, al tiempo que se agachaba para darle una palmada mientras ella lo obedecía y entraba en la caja.

Acababa de empujar a su cachorro hacia dentro con el hocico. Estaba tan agotado que cayó rendido con las cuatro patas tiesas como si le hubieran pegado un tiro y empezó a respirar en un suspiro, con boqueadas pequeñas, regulares y rasposas como gemidos. Así que allí dejé a Stella y su cachorro para irme a la cama en la casita de ladrillos que parecía literalmente abarrotada de emociones odiosas. Me acosté pensando en el perrito volador, al fin dormido de agotamiento, con el morro pegado al negro costado de su madre, inflado por la respiración, mientras las franjas amarillentas de la luna lo recorrían entre las tablas de olorosa madera.

A la mañana siguiente nos lo llevamos, después de encerrar a Stella en una habitación para que no nos viera salir.

Era un recorrido de casi quinientos kilómetros y Bill se pasó todo el camino ladrando y boqueando y bostezando y retorciéndose a lo loco boca arriba sobre el regazo de quien lo tuviera en las manos, con los ojos en blanco y agitando sus grandes patas. Se convirtió en faena de jornada completa para mí, para mi madre y, tras pasar por la ciudad, para mi hermano, que acababa de empezar sus vacaciones. Él, al ver que teníamos otro perro, recuperó su papel de dueño de Jock y despreció a mi animal como si estuviera claro que era menos valioso. Mi madre, ya convertida en esclava de Bill, estuvo de acuerdo con él, pero lo invitó a admirar las adorables arrugas de la frente del cachorro. Mi padre exigió irritado que los dos perros fueran «debidamente entrenados».

Mientras tanto, durante todo el viaje, fue digno de destacar que mi madre hablara cada vez más de Jock, con cierto sentido de culpa, como si lo hubiera traicionado: «Pobrecito Jock, ¿qué va a decir?».

De hecho, Jock era un perro joven y bonito. Más alsaciano que otra cosa, era un animal de corta envergadura y piel gruesa de un cálido color dorado, con una cadena vestigial en la espalda, más bien parecido a un lobo, o a un zorro si lo mirabas de frente, con sus orejas tiesas y puntiagudas. Y desde luego no era ningún «perrito». Tuvo un cierto aire de dignidad desde que dejó de ser un cachorro, incluso cuando mi madre lo regañaba por sus visitas a los barracones.

El encuentro, preparado por todos con excitación, salió muy bien por mérito de toda la familia, pero especialmente de Jock, quien recuperó de un golpe el cariño de mi madre. Soltamos al cachorro desde el coche y echó a correr hacia Jock, quien permaneció sentado, noble y reservado como siempre, esperando que nos acercáramos a saludarlo. Bill empezó a dar vueltas y a ladrar en torno a la zona rocosa que había delante de la casa. Luego vio a Jock, se le echó encima, se alejó un par de pasos, se sentó sobre su culo gordo y se puso a ladrar, excitado. Jock inició un movimiento de la cabeza que pasaba de bostezo y no llegaba a mordisco, agitándola de un lado a otro con una protesta a medio camino entre el gruñido y la risa; el cachorro, mientras tanto, se fue acercando, llegó a su lado y se puso a saltar ante el hocico arrugado del perro mayor. Jock no se apartó; se obligó a permanecer quieto porque se dio cuenta de que lo estábamos mirando. Al fin levantó una pata, empujó a Bill, lo mantuvo fijo en el suelo, lo examinó y luego lo olisqueó y le dio un lametón. Lo había aceptado, al tiempo que Bill encontraba un sustituto para su madre, quien estaría presumiblemente lamentando su pérdida. Podíamos dejar a la criatura (como se empeñaba en llamarlo mi madre) al cuidado de Jock, con su paciencia infinita. «Qué buen perro eres, Jock», le dijo emocionada por el encuentro y por todas las siguientes escenas emotivas que se produjeron, todas ellas marcadas por el extraordinario aguante de Jock ante lo que sin duda, e incluso yo tuve que admitirlo, era un perrito intolerablemente destructivo.

Se hizo urgente entrenarlo. Pero eso, igual que el proceso de elección del cachorro, no fue nada fácil debido a la naturaleza intrínseca de la familia.

Por exponer sólo una dificultad: a los perros deben entrenarlos sus amos, tienen que demostrar su lealtad con una sola persona. ¿A quién debía obedecer Jock? ¿Y Bill?: en teoría, yo era su amo. En la práctica, lo era Jock. ¿Debía yo sustituir a Jock? La mera exposición es absurda: si yo adoraba al torpe cachorro, ¿para qué quería un perro bien entrenado? ¿Entrenado para qué?

¿Un perro guardián? Todos nuestros perros eran guardianes. Según un artículo de fe, los nativos temían a los perros por naturaleza. Sin embargo, todo el mundo repetía cuentos sobre los ladrones que envenenaban a los perros feroces, o que se hacían amigos suyos. Así que, al parecer, nadie creía de verdad que los perros guardianes sirvieran para nada. Aun así, cada granja tenía su perro guardián.

Durante toda mi infancia, solía tumbarme en la cama, rodeado por la maleza apenas a cincuenta metros en torno a la casa, y escuchaba los gritos del chotacabras, de la lechuza, las ranas y los grillos; los tam-tam de los barracones; los crujidos misteriosos del techo de paja en lo alto, o de la hierba alta cuando la cortaban en las colinas; los miles de sonidos de la noche en la cañada; cada uno de esos ruidos estaba marcado también por los perros de la casa, que ladraban y olisqueaban e investigaban y gruñían para responder; respondían también al reflejo de la luz de las estrellas en la superficie pulida de una hoja, a la luna cuando se alzaba sobre las montañas, a la rama que crujía detrás de la casa, al primer atisbo de la cálida luz rojiza que asomaba por el horizonte; en resumen, a todo, a cualquier cosa. Según mi experiencia, los perros guardianes nunca dormían; pero no suponían tanto una vigilancia contra los ladrones (no recuerdo que nos robaran jamás) como una especie de instrumento diseñado para medir o fijar todos los crujidos y los movimientos de las noches africanas, que parecían tener una enorme vida propia y conformar también una vida colectiva; así, la caída de una piedra, el paso de una estrella fugaz por la Vía Láctea, el gruñido de un cerdo salvaje y el viento que agitaba los campos de maíz eran pruebas y aspectos distintos de la misma verdad.

¿Cómo había que entrenar a un perro guardián? En teoría había que enseñarle a responder a la presencia sigilosa de los humanos, ya fueran blancos o negros. Si no, ¿de qué servía tener un perro guardián? Sin embargo, todavía ahora, el recuerdo más fuerte de mi infancia es el de permanecer despierto escuchando el aullido sollozante de un perro ante la inexplicable aparición de la cara amarilla de la luna; arrastrarme hasta la ventana para ver el largo hocico del perro encarado hacia un gran bloque de estrellas. No hacía falta ningún calendario lunar mientras existieran aquellos perros, que parecían el tráfico de Londres: si querías dormir, tenías que aprender a no oírlos. Y si no los oías, tampoco podrías oír el seco ladrido de aviso con el que (presumiblemente) recibirían a un maleante.

Al principio, Jock y Bill pasaban la noche encerrados en el comedor. Sin embargo, había demasiadas peleas y ladridos y carreras de una ventana a otra en cuanto aparecía el sol, o la luna, o cualquiera de las sombras que se desplazaban por las paredes encaladas desde las ramas de los árboles del jardín; pronto no pudimos soportar la falta de sueño y los sacamos al porche. Con muchas órdenes esperanzadas de mi madre para que fueran «perros buenos»: es decir, debían ignorar su verdadera naturaleza y dormir desde el ocaso hasta el amanecer. Incluso entonces, cuando Bill apenas empezaba a hacerse mayor, era fácil que al llegar la mañana hubieran desaparecido los dos. Regresaban con cara de culpa por el camino desde los campos a la hora de desayunar, con el pelaje lleno de semillas de hierba, y sabíamos que se habían metido entre los matorrales para perseguir a una lechuza, o a cualquier animal que pastara por allí y, al descubrir que estaban se habían alejado más de lo que creían en aquel extraño mundo nocturno, se habían puesto a olisquear y a explorar, en un aprendizaje para los días salvajes que no tardarían en llegar.

O sea que no eran perros guardianes. ¿Perros de caza, tal vez? Mi hermano se empeñó en entrenarlos y pasamos por un largo y absurdo período de «abajo, Jock» y «pégate a mí, Bill», caramelos de agua de cebada equilibrados en el hocico, patas levantadas para entrechocar manos humanas, etcétera, etcétera. Jock soportó la experiencia con valor, pero cada parte de su cuerpo decía a las claras que estaba dispuesto a hacer cuanto hiciera falta por complacer a mi madre: le dirigía tales miradas, mitad de orgullo, mitad de disculpa, mientras mi hermano lo acosaba, que al cabo de una hora de entrenamiento éste se retiraba murmurando que hacía demasiado calor y Jock salía disparado a apoyar la cabeza en el regazo de mi madre. En cuanto a Bill, nunca consiguió nada. Ni una sola vez permaneció quieto con aquellos tronquitos dulces en el hocico; se los comía todos a la primera. Nunca se pegó a los talones de mi hermano. Nunca recordó lo que se suponía que debía hacer con la pata cuando uno de nosotros le daba la mano. Lo cierto, según entendí entonces al ver las sesiones de entrenamiento, es que Bill era estúpido. Por supuesto, fingí que el perro despreciaba el entrenamiento porque lo encontraba humillante; en cambio, la predisposición de Jock a pasar por todas aquellas tonterías demostraba su falta de carácter. Ah, pero no había modo de esconderlo: lo que le pasaba a Bill era que no era muy brillante.

Mientras tanto, había dejado de ser un gordito encantador: se había convertido en un perro joven y esbelto, de buen aspecto, con su oscuro pelaje manchado, su cabeza grande y su toque de raza newfoundland. Aún conservaba cierta pinta de cachorro. Del mismo modo que parecía que Jock ya hubiera nacido adulto, con aquellos pelitos blancos respetables en la barbilla desde el principio, Bill mantuvo siempre algo de juventud; fue joven hasta que murió.

Los entrenamientos no duraron mucho. Mi hermano dijo que había que enseñar a los perros sobre la marcha; pero sólo lo decía para calmar a mi padre, empeñado en que eran una desgracia y no merecían ni lo que se gastaba en sal para ellos.

Entonces empezó un nuevo régimen entre mi hermano, yo misma y los dos perros. Salíamos todos cada mañana. Delante iba mi hermano, cargado de responsabilidad, balanceando el rifle en una mano y con los dos perros pegados a sus talones. Tras ese honroso grupo iba yo, la niña, sin ningún papel de utilidad en aquel asunto tan serio y masculino, pero necesaria para aportar algo de admiración. De hecho, era un papel muy antiguo para mí: apartarme a un lado del escenario, chiquilla furibunda, muerta de ganas de participar pero sabedora de que no lo iba a lograr, sobre todo porque el corazón instalado bajo sus costillas para pasarse la vida latiendo no sólo era crítico e intransigente, sino que además anhelaba amargamente deshacerse para aceptar lo que fuera amorosamente. Se trataba de una combinación incómoda y ya lo sabía entonces, aunque eso no me impedía exhibir siempre una sonrisa malhumorada. Claro que era absurdo: ahí estaba mi hermano, tan serio y concentrado, con Jock, el perro bueno, tras él, y Bill, el perro malo, que de vez en cuando también se situaba a su espalda, aunque por lo general solía escabullirse para disfrutar de los márgenes del camino. Y ahí estaba yo, siguiéndolos a regañadientes, cambiando el apoyo de una cadera a otra, aburrida y con ganas de que se me notara.

Conocía de sobras el camino. Antes de llegar a los sombríos matorrales del monte donde se encontraban aves de caza, había un largo camino de ascenso por detrás de la colina, entre las lujuriosas papayas, luego se pasaba por los sembrados de boniatos que se retorcían a la altura del tobillo y nos hacían tropezar, luego por un montón de desperdicios cuyo olor dulzón y podrido alcanzaba su máxima expresión en una convulsión de negras moscas brillantes, y al fin el monte. Allí sólo había árboles atrofiados de un verde anodino, kilómetros y kilómetros de árboles msasa canijos y flacuchos, que crecían por segunda vez: todos habían sido talados en algún momento para aportar leña a las calderas de las minas. Por encima del llano y feo monte se extendía un imponente cielo azul.

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