Authors: Doris Lessing
Bueno, el poema. Hasta donde recuerdo, porque estaba como una cuba, era una especie de crónica en prosa que desembocaba en unos poemas y les daba forma; no se podía decir dónde empezaba una y terminaban los otros. La prosa era rígida, anticuada y formal, con un lenguaje propio de monjes, y los poemas también. Sin embargo, al leerlo supe que era lo mejor que había leído en muchos años: por lo menos desde que leí sus poemas anteriores, diez años antes, tío, desde entonces. Y no olvides, Dios se apiade de mí, no olvides que soy editor y paso días y noches leyendo poesía, y cuando cae en mis manos algo como los poemas de Hans no puedo decir más que: bueno.
Vale. Estuve esforzándome una hora, o más, por esa maldita caligrafía ornamental, y luego la dejé y dije: «Hans, ¿puedo hacerte una pregunta?». Y él miró hacia atrás, primero a un lado y luego al otro, se inclinó, con el brillo de la lámpara en la calva, y con temblorosa voz baja de pecador me dijo: «¿Qué me quieres preguntar, Martin?».
Le dije: «¿Por qué usas esta caligrafía tan complicada? ¿Para qué sirve? Es bonita, pero ¿qué sentido tiene todo este trabajo de monje?».
Él bajó la voz y contestó: «Es para que no lo pueda leer Esther».
Entonces le dije: «¿Y qué más da, Hans? ¿Por qué? Dame un poco más de brandy y cuéntamelo».
Contestó: «Es amiga del cocinero del predicador y su hermana Mary trabaja en la cocina del alcalde».
Lo vi todo claro. Estaba borracho, por eso lo vi. Me levanté y dije: «Tienes razón, Hans. Tienes toda la razón del mundo. Si vas a escribir algo así, tan verídico y hermoso como Dios y todos sus ángeles, Esther no debe leerlo. Pero... ¿por qué no me dejas que me lo lleve y lo publique en Onwards?».
Se puso blanco y me miró como si fuera a acuchillarlo ahí mismo como un criminal. Me arrancó el manuscrito de las manos y lo abrazó en torno a su pecho regordete y dijo: «No lo tienen que ver».
«Tienes razón», contesté, pues lo comprendía perfectamente. «Es peligroso conservarlo aquí», dijo, lanzando miradas aterradas a su alrededor. «Sí, tienes razón –concedí, mientras me dejaba caer en la silla de bambú–. Ja, si lo descubrieran, Hans...»
«Me matarían», dijo.
Lo vi con toda claridad.
Yo estaba borracho. Él estaba borracho. Dejamos el manuscrito en la mesa, nos abrazamos y lloramos juntos por los ciudadanos de Blagspruit. Luego encendimos el farol de la cocina, él cogió el manuscrito bajo el brazo y salimos de puntillas a la luz de la luna, entre el hedor de las caléndulas, y bajamos por la calle principal en la noche cerrada porque ya eran más de las doce y todos los ciudadanos dormían, y bajamos a trompicones por una calle asfaltada que brillaba bajo la luz de la luna, pasamos entre las bajas casas oscuras y salimos a la cañada. Allí, nos miramos apenados y soltamos unas cuantas tristes lágrimas de brandy y, justo delante de nosotros, con la ayuda del diablo, encontramos un zarzal. Parecía virginal, con sus grandes pinchos negros erizados y brillantes bajo la luna diabólica. Seguimos llorando un rato más y arrancamos las páginas de su manuscrito e hicimos con ellas pelotitas de papel, que luego enganchamos por todas las zarzas y cuando ya no nos quedaban páginas nos sentamos bajo el zarzal a la luz de la luna, los espinos negros puntiagudos proyectaban sus sombras violáceas sobre nosotros y en la arena blanca. Luego lloramos por la situación del país y de la poesía. Bebimos mucho más brandy y las hormigas salieron a por nosotros, así que regresamos tambaleándonos por la brillante y adormecida calle principal de Blagspruit y ya no recuerdo nada más hasta que Esther apareció ante mí con una bandejita en la que llevaba una tetera, una taza, azúcar y un poco de leche condensada, y me dijo: «Master du Preez, ¿dónde está Master Hans?».
Vi por la ventana el sol de las siete de la mañana, me acordé de todo, me senté en la cama y exclamé: «¡Dios mío!».
Y Esther contestó: «Dios no ha entrado en esta casa desde las cinco y media del sábado pasado». Y se fue.
Vale. Me vestí y salí a la calle principal, donde mi presencia aquella mañana de lunes atrajo las miradas de los ciudadanos, que probablemente se habían pasado la noche contemplando nuestros tambaleos desde detrás de sus cortinas oscuras. Llegué a la llanura y encontré a Hans. Se había levantado un poco de viento, un diabólico aire caliente y polvoriento que desperdigaba el polvo y la arena, y las hojas, y elevaba al cielo la hierba muerta, así como esos ramales secos que sueltan sus raíces y avanzan a saltos y tumbos sobre la arena, dando vueltas y vueltas como derviches, y luego suben y suben, y ahí estaba Hans, soltando aullidos, gritos y chillidos, persiguiendo las bolitas de papel que revoloteaban entre el polvo y lo demás.
Lo ayudé. Tres trocitos de papel flameaban, enganchados a los pinchos del oscuro zarzal, así que los recogí y luego salimos corriendo tras aquellos fragmentos blancos voladores cargados de hermosa escritura negra, y tal vez llegamos a recoger una tercera parte. Luego nos sentamos bajo el zarzal, con su negra y dura sombra tendida sobre nosotros y sobre la arena, y vimos cómo se alzaban hasta el cielo los diabólicos torbellinos cargados de polvo, arena y sus poemas.
Le dije: «Pero, Hans, los puedes escribir de nuevo, ¿no? No los habrás olvidado, ¿verdad?».
Y él contestó: «Pero, Martin, ahora todo el mundo puede leerlos. ¿No te das cuenta, tío? Esther podría salir esta tarde, recoger del suelo cualquiera de esos poemas y leerlo. ¿Y si alguno cae en manos del alcalde, o del predicador?».
Entonces lo entendí. Te prometo que no se me había pasado por mi estúpida mente hasta ese momento. Te lo juro. Me quedé allí sentado, sudando mi culpa y el brandy, miré al pobre loco y entonces recordé diez años atrás y pensé: Idiota. Estúpido.
Luego recobré por fin la inteligencia y le dije: «Pero, Hans, incluso si Esther y el predicador y el alcalde salieran a la calle y recogieran uno de tus poemas, como si fuera una hoja de árbol, no entenderían ni una palabra porque están escritos con esa caligrafía retorcida y negra que te has inventado».
Vi que su pobre cara de loco reflejaba algo de alegría y me dijo: «¿Te parece, Martin? ¿De verdad? ¿De verdad te lo parece?».
«Ja, es la verdad», contesté. Y se sintió feliz y seguro mientras yo pensaba en aquellos poemas, que seguirían girando y girando en el aire para siempre, o al menos hasta la siguiente tormenta, alzándose al cielo con el polvo y los trocitos de hierba brillante.
Y le dije: «Además, como mucho, sólo mil o dos mil personas serían capaces de entender ese libro tan hermoso. Míralo de esta manera, Hans, tal vez te ayude a sentirte mejor».
Esta vez ya tenía mejor cara; sonrió y se animó.
Vale.
Nos levantamos, nos sacudimos mutuamente el polvo y lo llevé a su casa, con Esther. Le pedí que me dejara llevarme los poemas que habíamos rescatado para publicarlos en Onwards, pero se desesperó una vez más y me dijo: «No, no, ¿me quieres matar? ¿Quieres que me maten? Eres mi amigo, Martin. No me puedes hacer eso».
De modo que le dije a Esther que tenía a su cargo a un gran hombre, por medio de quien el Propio Dios hablaba, y que hacía bien al cuidar tanto de él. Pero ella se limitó a asentir con su principesca cabeza cubierta de blanco y dijo: «Adiós, Master du Preez, vaya usted con Dios».
Así que volví a Kapstaad.
Hace una semana recibí una carta de Hans, pero al principio no vi que era suya porque la caligrafía era normal, como la tuya o la mía, aunque un poco alocada e informe, y decía: «Me largo de aquí. Ahora ya me conocen. Me miran. Me voy al norte, hacia el río. No se lo digas a Esther. Jou vriend, Johannes Potgieter».
Vale.
Jou vriend,
Martin du Preez.
(Hunger)
Dentro de la choza todo está oscuro y hace mucho frío. Sin embargo, alrededor de la forma alargada que traza el portal, donde pende una tela para asegurar la debida decencia, se ve un difuso brillo amarillento y por los agujeros de la tela se cuelan dedos de calor, que empujan suavemente las piernas de Jabavu y se las toquetean.
–¡Ugh! –murmura.
Aparta los pies y patalea para cubrirse del todo con la manta. Debajo de Jabavu hay una esterilla de junco y, al entrar en contacto con su frialdad, se aparta y gruñe entre sueños. De nuevo asoman las piernas, de nuevo lo toquetean esos dedos calurosos y lo invade un rabioso rencor. Se aferra al sueño, como si algún ladrón intentara robárselo; se envuelve en el sueño como si fuera una manta empeñada en resbalar; nunca ha querido, ni querrá jamás nada tanto como quiere ahora dormir. Se abalanza con codicia hacia el sueño, como lo haría en una noche de frío hacia una bebida caliente. Se lo bebe, lo traga y se sumerge contento en el olvido, pero las palabras se cuelan en el sueño, como piedras en el agua espesa:
–¡Ugh! –murmura de nuevo Jabavu.
Permanece quieto como un conejo muerto. Sin embargo, las palabras siguen filtrándose en sus oídos y, aunque se ha jurado a sí mismo no moverse, no sentarse y aferrarse a ese sueño que intentan robarle, termina por sentarse y su rostro parece hosco y mal dispuesto.
Al otro lado de las cenizas apagadas del fuego que hay en medio del suelo de barro, su hermano Pavu también se incorpora. También él tiene aspecto hosco. Esconde la cara y pestañea lentamente mientras se pone en pie, alzando consigo la manta. Pero permanece respetuosamente en silencio mientras su madre lo regaña.
–Niños, vuestro padre lleva tanto rato esperando que ya le habría dado tiempo a pasar la azada por todo el campo.
Lo dice con la intención de recordarles sus deberes, de reintroducir en sus mentes lo que éstas han dejado escapar: que ya los había despertado antes su padre, apoyando una mano en silencio primero en el hombro de un hijo, luego en el otro.
Pavu dobla su manta con cara de culpa, la deja sobre un montón de tierra a un lado de la choza y se queda de pie esperando a Jabavu.
Pero Jabavu está apoyado en un codo, junto al manchón ceniciento del fuego de la noche anterior, y dice a su malhumorada madre:
–Mamá, sueltas más palabras que granos de polvo lleva el viento.
Pavu está asombrado. A él nunca se le ocurriría dirigirse a sus padres de un modo que no fuera respetuoso. Al mismo tiempo, no puede decirse que esté verdaderamente asombrado, pues quien habla es Jabavu, el Bocazas. Y si bien es cierto que sus padres afirman apenados que en sus tiempos ningún hijo se hubiera atrevido a hablar así a sus padres, no lo es menos que hoy en día son muchos los hijos que hablan así... ¿Cómo puede sorprenderlos algo que ocurre cada día?
Jabavu interrumpe el agudo torbellino de palabras con que su madre se disponía a contestarle:
–Ah, mamá, cállate.
Dice «cállate» en inglés. Ahora sí que se sorprende Pavu, todo él se sorprende, no sólo la parte de su cerebro que rinde tributo a los viejos hábitos de comportamiento. Se dirige con rapidez a Jabavu:
–Ya basta. Papá nos espera.
Le da tanta vergüenza que levanta la tela de la puerta y sale de la choza, pestañeando por la luz del día. El sol brilla con un pálido oro y en seguida levanta el calor. Pavu mueve sus rígidas extremidades como si el aire fuera agua caliente, y luego se planta junto a su padre.
–Buenos días, padre –le dice.
El anciano lo saluda:
–Buenos días, hijo mío.
El anciano lleva una manta marrón con rayas rojas plegada al hombro y sostenida con un imperdible grande de acero. Lleva un azadón para el campo y la lanza de sus antepasados para matar algún conejo, o una gacela, si se terciara. El chico no tiene manta. Lleva una camiseta lleno de agujeros y encajada bajo un taparrabos. También tiene un azadón.
Llegan voces del interior de la choza. La madre sigue regañando. Se oye un chirrido y algún golpe de madera: está agachada para retirar la ceniza y preparar un fuego nuevo. Es como si pudieran verla acuclillada insuflando vida al fuego del nuevo día. También es como si pudieran ver a Jabavu tumbado en su esterilla, con el rostro vuelto para darle la espalda a su madre mientras ésta lo regaña.
Se miran avergonzados; luego desvían la mirada hacia las chozas de la aldea de nativos; ven desaparecer entre los árboles un grupo de amigos y parientes de las demás chozas. Los otros hombres van ya de camino al campo. Son casi las seis de la mañana. Pavu y su padre, evitando mirarse por la vergüenza que sienten, echan a andar tras ellos. Jabavu ya irá por su cuenta; si es que va.
En otros tiempos, los hombres de aquella choza eran los primeros en llegar al campo, un campo arado, sembrado y cosechado antes que ningún otro. Ahora son los últimos por culpa de Jabavu, que trabaja o deja de hacerlo según sus apetencias.
Dentro de la choza su madre se arrodilla junto al fuego y mira cómo crece el brillo de la llama entre el hueco de sus manos. El calor la anima, derrite su amargura.
–Venga, Bocazas, levántate ya –dice con un tierno reproche–. ¿Te vas a quedar tumbado todo el día mientras tu hermano y tu padre trabajan?
Alza el rostro, lista para perdonar a su hijo malo con una sonrisa. Pero Jabavu abandona la manta de un salto, como si hubiera encontrado una serpiente, y ruge:
–Me llamo Jabavu, no Bocazas. Me quitas hasta mi nombre, lo único que es mío.
Se queda tieso, acusador, con los ojos temblorosos de desdichada rabia. Y su madre aparta la mirada lentamente, como si se sintiera culpable.
La verdad es que es extraño, porque Jabavu reacciona mal cientos de veces, mientras que ella siempre ha sido una madre correcta y una buena esposa. Sin embargo, en ese momento, entre ellos dos, madre e hijo, es como si ella se hubiera portado mal y él la acusara con justicia. Pronto su cuerpo abandona la rigidez y la rabia y se apoya perezoso en la pared, mirándola; y ella se vuelve hacia el estante de barro, de forma curva, en busca de una cacerola. Jabavu la mira con atención. He ahí un nuevo pensamiento, una necesidad nueva: ¿qué clase de utensilio sacará? Cuando ve lo que es, suelta un tembloroso suspiro de alivio; su madre lo oye, se sorprende y se maravilla. No ha sacado el cacharro del porridge matinal, sino el barril de petróleo donde calienta el agua para lavarse.
El padre y Pavu, y todos los hombres del pueblo, se lavarán cuando vuelvan del campo para comer, o tal vez lo hagan en el río que hay cerca de donde trabajan. Pero todo el cuerpo de Jabavu, cada átomo de su cerebro y de su cuerpo, está concentrado en la necesidad de que su madre le preste servicio: que caliente agua especialmente para que él pueda lavarse ahora mismo. En cambio, en otras ocasiones Jabavu descuida su limpieza.