Authors: Doris Lessing
Pero Jabavu contesta:
–No, no voy a ir. Ya he probado cuatro veces el skokian y ahora sé que lo que dicen es cierto. No lo volveré a beber.
Jerry se encoge de hombros y desvía la mirada. «¡Vaya! –piensa–. Bueno, ha fallado el plan. Otras veces había funcionado. Pero si ha fallado he de pensar y tomar una decisión. Tiene que haber una manera, siempre la hay. ¿Cuál?» Luego piensa: «¿Y por qué me quedo aquí sentado? Ya me pasó otra vez y se pusieron las cosas difíciles, pero eso era en otra ciudad y me fui para venir aquí. Es fácil. Me puedo ir al sur, a otra ciudad. Siempre hay algún tonto, y los tontos siempre trabajan para gente como yo». Pero luego, justo cuando su mente empieza a dar la bienvenida a ese nuevo plan, le ataca una vanidad alocada: «¿He de abandonar esta ciudad, en la que tengo contactos y conozco a los suficientes policías y tengo una organización, sólo por este Jabavu? De eso nada».
Sigue sentado y reparte las cartas mientras todos esos pensamientos cruzan su mente sin que su cara los revele, y la rabia, el miedo y la vanidad desdeñosa le hierven por dentro. «Algo pasará –piensa–. Algo. Espera.»
Espera y pronto se hace de noche. A través de los cristales sucios de las ventanas entra un destello de luz rojiza de la puesta de sol y traza manchas y charcos oscuros en el suelo. Jerry los mira. «Sangre», piensa. Lo invade un anhelo inmenso. Sin pensar, desliza un poco el cuchillo y acaricia amorosamente el mango. Ve que Jabavu lo está mirando y que de pronto se echa a temblar. Jerry siente una satisfacción inmensa. Ah, cómo le gusta ese escalofrío. Desliza un poco más el cuchillo y dice:
–Aún no has aprendido a perderle el miedo como deberías.
Jabavu mira el cuchillo, después a Jerry, y desvía luego la mirada.
–Me da miedo –contesta simplemente.
Jerry vuelve a guardar el cuchillo. Por un momento le vuelve a acosar el mismo pensamiento: «Esto no es más que una locura.» Luego desaparece de nuevo.
Ahora los pies de Jerry están sumidos en un charco de luz rojiza que entra por la ventana; los aparta deprisa, se levanta, coge unas velas que estaban escondidas en un estante alto, las engancha con su propio sebo en las cajas y las enciende. La luz rojiza desaparece. La luz de las velas ilumina la sala y muestra las cajas de embalar, las botellas amontonadas en los rincones, los cuerpos acurrucados de los borrachos y las telarañas de las vigas. Es la escena familiar de la camaradería en la bebida y en el juego, y el anhelo de matar desaparece. Jerry vuelve a pensar: «He de preparar un plan, no debo esperar que pase algo». Entonces, de uno en uno los cuerpos empiezan a moverse, gruñen, se sientan, se sostienen la cabeza entre las manos. Luego se ríen con debilidad. Cuando Betty logra alzarse del suelo se da cuenta de que está lejos de Jabavu y se arrastra hacia él y cae tumbada sobre sus rodillas, pero él la aparta con tranquilidad. Al verlo, por alguna razón, Jerry se irrita. Reprime el malestar y piensa: «He de conseguir que estos tontos recuperen la sensatez y esperar a que se les pase el efecto del skokian y luego..., luego prepararé un plan».
Llena una lata grande de té con agua de la pava que ha puesto a hervir sobre un fuego, en el suelo, y reparte tazas para todos, incluido Jabavu, que la deja a un lado sin tocarla siquiera. A Jerry le molesta, pero no dice nada. Los demás beben y les va bien para el mareo; se van sentando, todavía con la cabeza entre las manos.
–Quiero ir al antro –dice Betty, balanceándose adelante y atrás, a uno y otro lado–. Quiero ir al antro.
Los demás repiten sin pensar:
–Sí, sí, al antro.
Jerry se da la vuelta con brusquedad y los fulmina con la mirada. Luego reprime la irritación. Se les desvanece el deseo con la misma rapidez con que llegó. Se olvidan del antro y se beben el té. Jerry prepara otra lata, aún más fuerte, y rellena las tazas. Beben. Jabavu contempla la escena como si ocurriera muy lejos. En voz baja, comenta:
–El té no tiene suficiente fuerza para silenciar la rabia del skokian. Lo sé. Cuando lo he bebido ha sido como si mi cuerpo quisiera caerse a pedazos. Y eso que ellos llevan una semana bebiendo cada noche.
Jerry permanece cerca de Jabavu y hay un temblor en su cara. Le ha vuelto a entrar una violenta necesidad de matar; la reprime una vez más. Piensa: «Será mejor que abandone a estos idiotas ahora mismo...» Pero una corriente de acrecentada vanidad inunda esa idea sensata. Vuelve a pensar: «Puedo conseguir que hagan lo que yo quiera. Siempre hacen lo que quiero».
Con calma, les dice:
–Será mejor que cojáis un trozo de pan cada uno y os lo comáis. –Luego se dirige a Jabavu en voz baja–. Cállate. Si vuelves a hablar te mataré.
Jabavu se encoge de hombros con indiferencia y sigue mirando. En la oscuridad de sus ojos hay una mirada vacía que asusta a Jerry.
Betty se tambalea para levantarse y camina, con las rodillas temblorosas, hasta un espejo colgado de un clavo en la pared. Pero antes de llegar dice:
–Quiero ir al antro.
De nuevo los demás repiten sus palabras y se levantan, plantando los pies con firmeza en el suelo para no caerse.
–Callaos. Esta noche no vais al antro –grita Jerry.
Betty suelta una risotada aguda y débil y contesta:
–Sí, al antro. Sí, sí, qué ganas tengo de ir al antro...
Las palabras se han empezado a formar solas y parece que van a continuar, de modo que Jerry agarra a Betty por los hombros y la menea.
–Cállate –le dice–. ¿Me has oído?
Betty se ríe, se balancea, lo abraza y le dice:
–El bueno de Jerry, el guapo de Jerry, oh, Jerry, por favor...
Habla como los niños cuando se empeñan en conseguir algo. Jerry, que se ha quedado rígido mientras ella lo tocaba, vuelve a agitarla y luego la suelta de un empujón. Ella camina hacia atrás a trompicones hasta que llega a la otra pared y se cae despatarrada, venga a reír y reír, hasta que consigue levantarse de nuevo y tambalearse otra vez hacia Jerry; los demás ven lo que está haciendo y lo encuentran muy divertido y van con ella, de modo que Jerry se ve rodeado y todos lo abrazan y le dan palmadas en los hombros y todos dicen con voces infantiles y agudas, entre risas que parecen muelles que se estiraran para abrirse paso y salir por sus labios:
–El bueno de Jerry, sí, el guapo de Jerry, el listo de Jerry.
Y Jerry ladra:
–A callar. Atrás. Os mataré a todos.
La voz los sorprende y se quedan callados un momento. Es aguda, temblorosa, alocada. Se le contrae la cara y le tiemblan los labios. Se quedan a su alrededor, mirándolo, luego se miran entre ellos y se apartan todos para sentarse, todos menos Betty, que sigue delante de él. Tiene la boca estirada de un modo que bien podría dar paso a una sonrisa o al llanto, pero es de nuevo la risa lo que sale, una risa aguda como un cacareo, igual que una gallina; se balancea hacia delante y por tercera vez abraza a Jerry y empieza a pegar su cuerpo al suyo. Jerry se queda quieto. Los demás miran y sólo ven que Betty lo abraza y se pega a él, lo rodea con los brazos y con todo el cuerpo, y se ríe sin parar. Luego deja de reír y las manos se sueltan y caen a ambos lados. Jerry la sostiene con una mano por la espalda. Sueltan todos una carcajada porque les parece muy divertido. Betty está haciendo una especie de broma, así que se han de reír.
Pero Jerry, en un arranque de rabia y odio que nunca antes había experimentado, acaba de clavarle el cuchillo a Betty y el movimiento le ha dado un placer que no había sentido jamás en la vida. Ahí está, sosteniéndola, y por un instante no piensa en nada. Después se desvanece la locura de la rabia y el placer y Jerry piensa: «Estoy loco de verdad. Matar a alguien por nada, llevado por esta rabia...», sigue sosteniéndola, intenta pensar en algo rápido y entonces ve que Jabavu lo está mirando desde el suelo, justo a su lado, con un lento pestañeo de asombro, y se le ocurre el plan. Se tambalea un poco, como si Betty pesara demasiado, y luego, sin soltarla, se deja caer de lado encima de Jabavu para rodar después y apartarse.
Jabavu siente una humedad cálida fluir desde Betty y piensa: «La ha matado y ahora dirá que he sido yo». Se levanta despacio mientras Jerry grita:
–La ha matado Jabavu. Mirad, ha matado a Betty porque estaba celoso.
Jabavu no habla. Le impresiona lo que está pensando. El enorme alivio de ver a Betty muerta. No se había dado cuenta de lo harto que estaba de esa mujer, cómo le pesaba saber que nunca podría quitársela de encima. Y ahora está muerta delante de él.
–Yo no la he matado –dice–. No he sido yo.
Los demás se quedan quietos mirando como si fueran polluelos.
–Ese maleante... Ha matado a Betty –grita Jerry.
–Que no he sido yo –repite Jabavu.
Ellos vuelven primero la mirada hacia Jerry y le creen, luego miran a Jabavu y le creen.
Jerry no lo dice más. Se da cuenta de que son demasiado estúpidos para mantener mucho rato en la mente la misma idea.
Se sienta en una caja de embalar y mira a Betty, mientras piensa deprisa y con intensidad.
Jabavu, al cabo de un largo, muy largo silencio, sin dejar de mirar a Betty, se sienta en otra caja. Crece en su interior una desesperación tan grande que apenas logra mover las extremidades. Piensa: «Ya no queda nada. Jerry dirá que la he matado. Nadie me va a creer. Y –qué terrible pensamiento–, me ha encantado que la matara. Encantado. Todavía estoy encantado». De ahí, a oscuras, su mente pasa a la siguiente noción: «Es justo. Es un castigo». Se queda sentado, pasivo, balanceando las manos en el aire y con la mirada vacía.
Los demás se van sentando poco a poco en el suelo, se acurrucan juntos en busca de Consuelo ante esa muerte que no comprenden. Sólo saben que Betty está muerta y concentran los ojos abiertos y vacíos en Jerry, esperando a ver qué hace.
Jerry, después de repasar los planes posibles, relaja su tenso cuerpo e intenta dotar de calma y confianza a su mirada. Primero tiene que librarse del cadáver. Luego ya llegará el momento de pensar en lo siguiente.
Se vuelve hacia Jabavu y le dice con voz ligera y amistosa:
–Ayúdame a sacar a esta estúpida a la hierba.
Jabavu no se mueve. Jerry repite las mismas palabras y Jabavu sigue inmóvil. Jerry se levanta, se planta delante de él y se lo ordena. Jabavu alza lentamente la mirada y menea la cabeza.
Entonces Jerry se acerca más a Jabavu, de espaldas a los demás, con el cuchillo en las manos, y presiona con él ligeramente el cuerpo de Jabavu.
–¿Crees que me da miedo matarte a ti también? –pregunta en una voz tan baja que sólo él puede oírlo.
Los demás no ven el cuchillo, sólo que Jerry y Jabavu están pensando cómo deshacerse de Betty. Empiezan a llorar un poco, gimotean.
Jabavu vuelve a menear la cabeza. Luego, siente la presión del cuchillo y mira hacia abajo. La punta roza la carne, nota un pinchazo frío. Un pensamiento de enfado acude a su mente: «Me está cortando la chaqueta elegante». Entrecierra los ojos y dice con furia:
–Me estás cortando la chaqueta.
Jerry piensa que está loco, pero es un momento de debilidad que conoce y entiende bien. Luego, con toda la fuerza de su voluntad, achina la mirada, la clava en los ojos vacíos de Jabavu y le dice:
–Ven, haz lo que te digo.
Jabavu se levanta despacio y, a una señal de Jerry, levanta los pies de Betty. Jerry la coge por los hombros. La llevan hasta la puerta y Jerry, alzando la voz para que penetre la niebla del alcohol, ordena:
–Apagad las velas.
Nadie se mueve. Jerry vuelve a gritar y el joven que duerme por las noches con él se levanta y apaga lentamente todas las velas. La habitación queda a oscuras y se oye un gemido de miedo, pero Jerry dice:
–No encendáis las velas. Si no, vendrá a buscaros la policía. Vuelvo enseguida.
Cesa el gemido. Se oye una respiración pesada y asustada, pero nadie se mueve. Pasan de la negrura de la sala a la negrura de la noche. Jerry suelta el cuerpo, cierra la puerta y luego asegura la ventana con unas piedras. Luego vuelve y levanta de nuevo los hombros. El cuerpo pesa mucho y se les balancea entre las manos mientras lo sostienen. Jerry no dice nada y Jabavu también guarda silencio. La cargan un buen rato entre la hierba y la maleza, sin meterse por los caminos, y al fin la sueltan en una zanja profunda, detrás de uno de los antros. No la encontrarán hasta la mañana siguiente y entonces los sospechosos serán los que hayan ido a beber a ese antro, no Jerry y Jabavu. Luego corren a toda prisa hasta la tienda abandonada y al entrar oyen los aullidos y los lamentos de los demás, entre el terror de la oscuridad y su torpeza de entendimiento. Alguien ha roto un cristal para intentar escaparse por la ventana, pero las piedras han aguantado bien. Están todos apelotonados contra la pared, sin el menor coraje. Jerry enciende las velas y dice.
–¡Callaos!
Vuelve a gritar y consigue que se callen.
–¡Sentaos! –grita.
Se sientan todos. El también toma asiento junto a la pared, coge las cartas y finge que está jugando.
Jabavu se está mirando la chaqueta. Está empapada de sangre. Al estirar la tela sobre el pecho ve que tiene un pequeño corte por donde ha entrado el cuchillo. Se está preguntando cómo puede ser tan tonto para que le importe la chaqueta. ¿A quién le importa una chaqueta? Sin embargo, incluso en ese momento, Jerry señala con un gesto de la cabeza hacia un gancho que hay en la pared, de donde cuelgan varias chaquetas y abrigos, y Jabavu se acerca hasta allí, descuelga una chaqueta azul bonita y vuelve a mirar a Jerry. Sus miradas cruzan con dureza el espacio que los separa. Jabavu desvía la suya. Jerry dice:
–Quítate la camisa y la camiseta. –Jabavu obedece. Jerry da más órdenes–: Ponte una camiseta y una camiseta de las que encontrarás en esa caja.
Jabavu se acerca a la caja como si no tuviera voluntad propia, busca una camiseta y una camisa de su talla, se las pone y luego se pone la chaqueta azul. Entonces Jerry se levanta deprisa, se arranca la chaqueta y la camisa, llenas de sangre, limpia con ellas el cuchillo y le pasa el bulto a Jabavu.
–Llévate mi ropa con la tuya y en fiérrala –le dice.
De nuevo los dos pares de ojos se entrelazan y Jabavu desvía la mirada. Coge toda la ropa ensangrentada y sale. En la oscuridad se encamina hacia la zona en que la maleza es más espesa y allí cava con un palo afilado. Entierra la ropa y vuelve a la tienda. Al entrar se da cuenta de que Jerry ha estado hablando y hablando sin parar a los demás para explicarles que él, Jabavu, ha matado a Betty. Y, por el miedo que nota en sus miradas, sabe que se lo han creído.