Authors: Doris Lessing
I’ve got you under my skin,
I’ve got you deep in the heart of...
–Tonterías –gritó él–. Tonterías. Tonterías impúdicas.
Gruñendo en voz baja, se volvió hacia el palomar, que era su refugio de la casa que compartía con su hija, el marido de ésta y las niñas. Sin embargo, pronto la casa estaría vacía. Todas las chiquillas se habrían ido con sus risas, sus riñas y sus burlas. Se iba a quedar solo y abandonado con aquella mujer de aspecto llano y mirada tranquila; su hija.
Se detuvo murmurando delante del palomar, resentido ante los pájaros, que arrullaban ausentes.
Desde la puerta, la chica gritó:
–¡Ve y cuéntaselo! Venga, ¿a qué esperas?
Él echó a andar obstinado hacia la casa, con rápidas y patéticas miraditas a la niña para llamar su atención. Pero ella ni lo miró. La juventud de su cuerpo, desafiante pero ansioso, lo empujaba al amor y al arrepentimiento. Se detuvo.
–Es que nunca... –murmuró, esperando que ella se diera la vuelta y se acercara corriendo–... Yo no quería...
Ella no se dio la vuelta. Se había olvidado de él. El joven Steven llegó por el camino con algo en las manos. ¿Un regalo para ella? El anciano se puso tenso mientras veía cómo se cerraba de golpe la cancela y los jóvenes se abrazaban. Entre las frágiles sombras del franchipaniero su nieta, su niña querida, se echaba en brazos del hijo del cartero y la melena le volaba por detrás de los hombros.
–¡Os estoy viendo! –gritó el hombre, lleno de despecho.
No se movieron. Él se metió en la casita encalada, escuchando los rabiosos crujidos del suelo del porche bajo sus pies. Su hija estaba cosiendo en la habitación delantera y trataba de enhebrar una aguja a contraluz.
Se detuvo de nuevo y volvió a mirar hacia el jardín. La pareja se paseaba entre los matorrales, sin dejar de reír. Mientras miraba, vio que la chica se escapaba del joven con un movimiento repentino y malicioso y echaba a correr entre las flores mientras él la perseguía. Oyó gritos, risas, un chillido, silencio.
–Es que no es así –murmuró apenado–. No es así. ¿Cómo puede ser que no te des cuenta? Venga a echar carreras y risitas y besos y besos. Llegarás a algo totalmente distinto.
Miró a su hija con un odio burlón, pues se odiaba más que nada a sí mismo. Ellos dos ya estaban acabados, pero la chica aún corría en libertad.
–¿No te das cuenta? –preguntó a su invisible nieta, que en aquel momento estaba tumbada sobre la espesa hierba con el hijo del cartero.
Su hija lo miró y alzó las cejas con cansina paciencia.
–¿Has acostado a tus pájaros? –le preguntó, por darle conversación.
–Lucy –dijo él con urgencia–. Lucy...
–Bueno, ¿qué pasa ahora?
–Está en el jardín con Steven.
–Venga, siéntate y tómate un té.
Él dio una serie de pisotones alternos con cada pie, bum, bum, bum, sobre el hueco suelo de madera, y gritó:
–¡Se va a casar con él! ¡Te digo que lo próximo será casarse con él!
Su hija se levantó rápidamente, le llevó una taza y preparó un plato.
–No quiero té. Te he dicho que no quiero.
–Bueno, bueno –lo arrulló ella–. ¿Cuál es el problema? ¿Por qué no se puede casar?
–¡Tiene dieciocho años! ¡Dieciocho!
–Yo me casé a los diecisiete y nunca me he arrepentido.
–Mentirosa –contestó el anciano–. Mentirosa. Y si fue así, deberías arrepentirte. ¿Por qué obligas a tus hijas a casarse? ¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué?
–A las otras tres les ha ido bien. Tienen buenos maridos. ¿Por qué no Alice?
–Es la última –lamentó él–. ¿No podemos conservarla un poco más?
–Bueno, venga, papá. Estará al otro lado de la calle, eso es todo. Vendrá a verte cada día.
–Pero no es lo mismo.
Pensó en las otras chicas, transformadas en cuestión de pocos meses, de chiquillas petulantes y malcriadas en serias matronas juveniles.
–Nunca te ha gustado que nos casáramos –dijo su hija–. ¿Por qué? Siempre pasa lo mismo. Cuando me casé yo, me hiciste sentir que hacía algo malo. Y a mis hijas también. Siempre les haces llorar y se sienten fatal por tu comportamiento. Deja a Alice en paz. Está contenta. –Suspiró, detuvo la mirada un momento en el jardín, iluminado por el sol–. Se casará el mes que viene. No hay ninguna razón para esperar.
–¿Les has dado permiso? –preguntó, incrédulo.
–Claro, papá ¿por qué no? –contestó ella con frialdad, y se puso a coser de nuevo.
Como le escocían los ojos, salió al porche. La humedad se extendió hasta el mentón y el anciano sacó un pañuelo y se secó la cara. El jardín estaba vacío.
La pareja de jóvenes dio la vuelta a la esquina de la casa; sin embargo, sus caras miraban hacia otro lado. El hijo del cartero llevaba un pichón balanceado en su muñeca y con el pecho brillante de luz.
–¿Es para mí? –preguntó el anciano, dejando que le goteara la barbilla–. ¿Es para mí?
–¿Te gusta? –La chica le tomó una mano y la sostuvo–. Es para ti, abuelo. Te lo ha traído Steven.
Se quedaron con él, cariñosos, preocupados, esforzándose por alejar la pena y la humedad de sus ojos a fuerza de simpatía. Lo tomaron por ambos brazos y lo dirigieron hacia la repisa de los pájaros, cada uno a un lado, rodeándolo, diciéndole sin palabras que nada iba a cambiar, que siempre estarían con él. El pájaro era una buena prueba, le dijeron con la falsa felicidad de sus miradas, mientras se lo entregaban.
–Toma, abuelo, es tuyo. Es para ti.
Lo miraron mientras lo sostenía sobre la muñeca y le acariciaba el lomo suave, calentado por el sol, y se fijaba en su modo de abrir las alas para mantener el equilibrio.
–Será mejor que lo encierres un tiempo –dijo la chica, en un tono íntimo–. Hasta que aprenda a reconocer su casa.
–Vete a enseñarle a tu abuela a batir un huevo –gruñó el anciano.
Aliviados por aquella rabia medio alevosa, los dos se apartaron y se rieron de él.
–Nos encanta que te haya gustado.
Se alejaron, ya serios y decididos, hacia la cancela, donde se quedaron sentados, de espaldas a él y hablando en voz baja. Lo que más lo aislaba, lo que le provocaba mayor sensación de soledad, era aquella manera de comportarse con la seriedad propia de los adultos; al mismo tiempo, lo tranquilizaba, negaba el escozor que le provocaba verlos cuando retozaban como cachorros en la hierba. Ya se habían vuelto a olvidar de él. Bueno, era normal, se aseguró el anciano, al tiempo que notaba las lágrimas que se espesaban en su garganta, el temblor de los labios. Acercó el pájaro a la cara para notar la caricia de sus plumas sedosas. Luego lo encerró en una caja y sacó su paloma favorita.
–Ya te puedes ir –dijo en voz alta.
La sostuvo en la mano, lista para volar, mientras miraba hacia los jóvenes, al otro lado del jardín. Luego, retorcido por el dolor de la pérdida, levantó la muñeca y vio cómo el ave alzaba el vuelo. Un torbellino, un aleteo, y una nube de aves echó a volar hacia el anochecer desde el palomar.
Aún junto a la cancela, Alice y Steve abandonaron la charla y contemplaron los pájaros.
Desde el porche su hija, aquella mujer, lo miraba y se llevaba a la frente la misma mano que aún sostenía la costura para hacer sombra a los ojos.
Al anciano le parecía que todo el atardecer se había detenido para contemplar aquel gesto de control por su parte, que hasta las hojas de los árboles habían dejado de temblar.
Calmado, con los ojos secos, dejó caer las manos a ambos lados del cuerpo y se mantuvo en pie, contemplando fijamente el cielo.
La nube de brillantes pájaros plateados se alzó cada vez más con un estridente batir de alas, por encima de la oscura tierra labrada, hasta que quedaron flotando bajo la luz del sol como un revuelo de motas de polvo.
Trazaron un amplio círculo sin dejar de batir las alas, de modo que la luz las cruzaba en oleadas, y luego, una tras otra se tiraron en picado desde lo alto hacia las sombras para regresar a la penumbra de la tierra, por encima de los árboles y la hierba, de vuelta al valle y al refugio de la noche.
El jardín se convirtió en una algarabía y un temblor de aves de regreso. Luego llegó el silencio y el cielo quedó vacío.
El anciano se dio la vuelta lentamente, tomándose su tiempo: alzó la mirada y sonrió con orgullo a su nieta, al otro lado del jardín. Ella lo miraba fijamente. No sonreía. Tenía los ojos como platos y la cara muy pálida en la frialdad de la penumbra, y el anciano vio que las lágrimas temblaban al rodar por sus mejillas.
(The Black Madonna)
En algunos países no se puede afirmar que florezcan las artes, y mucho menos el Arte. Es difícil determinar por qué eso es así, aunque por supuesto tenemos toda clase de teorías al respecto. Resulta que a veces la tierra más estéril se puebla de esa clase de flores que para todos representan la cumbre y la justificación de la vida y eso es lo que dificulta explicar, en definitiva, por qué la tierra de Zambesia produce flores tan reticentes.
Zambesia es un país duro, abrasado por el sol, viril y positivo, que menosprecia la sutileza y la sensibilidad. Sin embargo, existen otros estados con las mismas características en los que sí ha surgido el arte, producido acaso por la mano izquierda. Zambesia es, por decirlo con suavidad, refractaria a esas ideas, aceptadas por lo común desde hace mucho tiempo en otros lugares del mundo, relativas a la libertad, la fraternidad y cosas por el estilo. Sin embargo hay quienes mantienen –y entre ellos se cuentan algunas de las más nobles almas– que el arte es imposible sin una minoría cuyo ocio esté garantizado por el duro trabajo de la mayoría. Y si hay algo de lo que no carece la minoría acomodada de Zambesia es precisamente de ocio.
Zambesia... Basta ya: por respeto a nosotros mismos y al rigor científico, no deberíamos anticipar las conclusiones. Sobre todo si recordamos el nostálgico respeto con que los zambesianos reciben a los artistas que sí aparecen entre ellos.
Consideremos, a modo de ejemplo, el caso de Michele.
Salió del campo de internamiento en la época en que Italia se convirtió en una especie de aliado honorario, durante la Segunda Guerra Mundial. Eran épocas de tensión para las autoridades, porque una cosa es ser responsable de miles de prisioneros de guerra a los que se debe tratar según ciertas normas reconocidas y otra muy distinta enfrentarse, de la noche a la mañana, con esos miles de personas convertidas, por un acto de prestidigitación internacional, en camaradas de armas. Muchos de aquellos miles se quedaron en los mismos campos; al menos allí tenían alojamiento y comida. Otros se convirtieron en mano de obra para las granjas, aunque no muchos. Sucede que, si bien a los granjeros siempre les hacía falta mano de obra, no sabían cómo tratar en sus granjas a aquellos trabajadores que también eran blancos; hasta entonces, nunca se había dado en Zambesia tal fenómeno. Algunos hacían pequeños encargos en las ciudades, cuidándose mucho de los sindicatos, que ni los aceptaban como miembros ni estaban de acuerdo en que trabajaran.
Duro, duro sacrificio el de estos hombres, aunque por fortuna no se prolongó mucho, pues pronto terminó la guerra y pudieron volver a su país.
Dura, también, la tarea de las autoridades, como ya se ha señalado; por esa razón, redoblaban su voluntad de obtener cuanta ventaja pudieran de la situación. Y no cabía duda de que Michele representaba una de esas ventajas.
Descubrieron su talento cuando aún era un prisionero de guerra. Se construyó una iglesia en el campo de internamiento y Michele decoró el interior. Aquella pequeña iglesia de tejado de chapa en medio de la prisión se convirtió en lugar de exhibición, con sus paredes encaladas cubiertas por todas partes con frescos en los que aparecían bronceados campesinos cosechando uva para la vendimia, hermosas italianas bailando, o niños rollizos de ojos oscuros. En medio de aquellas abarrotadas escenas de vida italiana aparecían la Virgen y el Niño, sonrientes y benéficos, encantados de moverse entre la gente con aquella familiaridad.
Las damas amantes de la cultura, que sobornaban a las autoridades para que se les permitiera visitar la iglesia, decían: «Pobrecito, cómo debe de añorar su país». Y suplicaban permiso para dejar media corona para el artista. Algunas se indignaban. Al fin y al cabo, era un prisionero, capturado en el acto de luchar contra la democracia y la justicia; ¿tenía derecho a protestar? Porque entendían aquellas pinturas como una especie de protesta. ¿Había algo en Italia que no tuvieran allí, en Westonville, que era la capital y el corazón de Zambesia? ¿Acaso allí no había sol y montañas y niños rollizos y chicas hermosas? ¿Acaso no teníamos nuestros propios cultivos? Tal vez no hubiera uva, pero sí limones, naranjas y flores en abundancia.
La gente se enfadaba: la desesperación de la nostalgia descendía de las paredes blancas de aquella sencilla iglesia y afectaba a cada quién según su temperamento.
Sin embargo, cuando Michele fue liberado, nadie olvidó su talento. Se referían a él como «ese artista italiano». En realidad era un albañil. Y es muy posible que se exageraran las virtudes de sus frescos. Puede que en un país más acostumbrado a las pinturas murales, las suyas hubieran pasado inadvertidas.
Cuando una de aquellas damas que acudían de visita salió a toda prisa del campo con su coche y fue a verlo para pedirle que retratara a sus hijos, contestó que no estaba cualificado para hacerlo. Sin embargo, al final accedió. Ocupó una habitación en la ciudad y pintó unos retratos agradables de los niños. Luego pintó a los hijos de muchas amigas de aquella primera dama. Cobraba diez chelines cada vez. Luego una de las señoras quiso que pintara su retrato. Entonces pidió diez libras: le había costado un mes entero. Ella se molestó, pero pagó.
Michele se encerró en su habitación con una amiga y se dedicó a beber vino tinto de Ciudad del Cabo y hablar de su país. Mientras duró el dinero, no hubo modo de persuadirlo para que pintara más retratos.
Aquellas damas hablaban mucho de la dignidad del trabajo, asunto en el que estaban muy versadas; daba la sensación de que se atreverían incluso a comparar al hombre blanco con los negros africanos, que tampoco entendían que el trabajo dignificaba.
Lo consideraban un ingrato. Una de aquellas mujeres lo buscó, lo encontró tumbado en el campo con una botella de vino y le habló con mucha severidad sobre las barbaries de Mussolini y la irresponsabilidad del carácter italiano. Luego le exigió que la retratara inmediatamente con su vestido nuevo de noche. El se negó y la señora se fue a su casa muy enfadada.