Authors: Doris Lessing
Las farolas –muy separadas, porque en el Distrito hay bien pocas farolas– emiten pequeñas manchas de un brillo amarillento. Jabavu se queda atolondrado bajo una de esas manchas de luz.
–Ten cuidado, idiota –le dice Jerry, con voz asustada y violenta.
Lo empuja a un lado y luego se detiene. Está pensando: «¿Puede ser que se haya vuelto loco? Si no, ¿por qué se comporta así? ¿Cómo voy a llevarme a un loco de remate para un trabajo tan peligroso? Quizás sería mejor que no entrara en la casa...». Luego mira a Jabavu, que permanece quieto y paciente a su lado, y piensa: «No, lo que pasa es que simplemente me tiene miedo». Y echa a andar de nuevo, llevando a Jabavu cogido por la muñeca.
Entonces Jabavu suelta una risotada y dice:
–Veo la casa de los Mizi y hay una luz en la ventana.
–Cállate –contesta Jerry.
Pero Jabavu sigue hablando:
–Los iluminados estudian por la noche. No tienes ni idea de algunas cosas.
Jerry le tapa la boca con una mano y Jabavu le muerde. Jerry aparta la mano de un tirón y por un instante tiembla de puro deseo de clavarle el cuchillo entre las costillas. Sin embargo, se controla y se queda quieto. Permanece allí, agitando en silencio la mano mordida, mirando la luz de la casa de los Mizi. Ya casi puede ver el dinero, y el deseo de tenerlo crece en su interior. Ahora no soporta la idea de detenerse, de dar media vuelta, cambiar de plan. Es tan fácil seguir adelante... Dentro de cinco minutos el dinero será suyo y luego dará esquinazo a Jabavu y al cabo de un cuarto de hora estará en casa de un amigo que le ofrecerá un refugio seguro hasta que llegue la mañana. Es todo tan, tan fácil. En cambio, dar media vuelta es difícil y, sobre todo, vergonzoso. Así que aprieta los dientes y se promete: «Espera, negrito de pueblo. Dentro de un rato yo tendré el dinero y a ti te pueden pillar. Y si no te pillan, ¿qué vas a hacer sin mí? Volverás con la banda, pero sin mí sois como un montón de polluelos y en menos de una semana tendrás problemas con la policía». Esa idea le da un placer tan fuerte que casi se echa a reír. Con buen humor, coge a Jabavu por la muñeca y lo arrastra hacia delante.
Caminan hasta llegar a diez pasos de la ventana, justo un poco más allá de donde cae una luz difusa que ilumina el suelo, burdo y troceado. Bajo la ventana, el seto denso y oscuro. Ven al hijo del señor Mizi tumbado en la cama, vestido todavía. Se ha dormido con un libro en la mano.
Jerry piensa deprisa y dice:
–Entrarás rápido por la ventana. No te hagas el listo. Se me da tan bien lanzar el cuchillo como usarlo desde cerca, o sea que...
Menea el cuchillo sobre la tela de la chaqueta de Jabavu y siente una enorme exultación al ver que éste se aparta. Parece raro que Jabavu no tema por su vida y en cambio le duela tanto la idea de que le puedan cortar o estropear la chaqueta. Se ha apartado instintivamente, casi irritado, como si lo molestara un moscardón. En cualquier caso, se ha apartado y ahora oye la voz de Jerry, fuerte y confiada:
–No te acercarás a la puerta que lleva a la otra habitación. Te quedarás contra la pared, de espaldas, y alargarás el brazo de lado para apagar la luz. No creas que te puedes pasar de listo, porque te iluminaré con mi linterna, o sea que... –Enciende la linterna que lleva en la mano y emite un fuerte chorro de luz, estrecho como un lápiz. La apaga y aprieta los dientes con fuerza para reprimir el deseo de maldecir, porque la sangre del mordisco de Jabavu hace que se le resbale la linterna–. Luego entraré yo, ataré a ese tonto a la cama y entonces me enseñarás dónde está el dinero.
Jabavu guarda silencio y luego dice.
–Dale con el dinero. Te he dicho que no hay dinero. Dime la verdad, ¿por qué has venido a esta casa?
Jerry lo agarra por un brazo y le dice:
–Ya basta de bromas.
–Alguna vez dije que había dinero, pero era cuando bromeábamos. Seguro que entendiste...
Se calla y piensa en la naturaleza de esas bromas. Luego piensa: «No importa. Cuando esté dentro avisaré a los Mizi».
–¿Cómo puede ser que no haya dinero? –dice Jerry–. ¿Dónde guarda el de la Liga? ¿No viste el sitio donde guardan todo lo que está prohibido? Cuando robé al señor Samu tenía el dinero en un sitio así.
Pero Jabavu ha soltado el brazo y ya camina bajo la luz, hacia la ventana, sin hacer el menor esfuerzo por silenciar sus pasos. Jerry susurra tras él:
–No hagas ruido, idiota.
Entonces Jabavu empuja con fuerza la ventana con un hombro, de tal manera que se abre hacia arriba con un estallido, y entra. A sus espaldas, Jerry patalea y maldice, lleno de rabia. Durante un segundo titubea y piensa en salir corriendo. Luego, como si hubiera visto una lata grande llena de dinero, cruza el espacio iluminado en pos de Jabavu y entra por la ventana.
Los dos jóvenes han entrado por una ventana iluminada y han hecho mucho ruido. El chico de la cama se mueve, pero Jerry se ha echado encima de él, le ha tapado los ojos con una tela y le ha metido en la boca un pañuelo relleno de harina húmeda, al tiempo que se sentaba sobre sus piernas. Lo ata con una cuerda gruesa y el muchacho no puede moverse, ni ver nada o gritar. Pero cuando Jabavu ve al hijo del señor Mizi atado en la cama algo se mueve en su interior y le habla, la pesada carga del fatalismo se desvanece y entonces Jabavu alza la voz y grita:
–¡Señor Mizi! ¡Señor Mizi!
Es la voz de un niño aterrado, pues acaba de recuperar el miedo a Jerry. Éste se vuelve bruscamente hacia él, lo maldice y alza el brazo con el cuchillo. Jabavu salta hacia delante y lo agarra por la muñeca. Se quedan los dos balanceándose bajo la luz, ambos brazos luchando por el cuchillo, cuando suena un ruido en la habitación contigua. Jerry salta a un lado muy rápido, deja a Jabavu tambaleándose y se escapa de un salto por la ventana. Cuando se abre la puerta Jabavu está retrocediendo hacia ella a trompicones, con un cuchillo en la mano.
Son el señor y la señora Mizi. Cuando ven a Jabavu, él da un salto adelante, le agarra el brazo y se lo pega al cuerpo. Jabavu dice:
–No, no, yo soy su amigo.
El señor Mizi se dirige a su esposa, que está tras él.
–Deja al niño. Tráeme una tela para atar a éste.
Porque la señora Mizi está gimiendo de miedo al ver a su hijo tumbado y medio sofocado por el engrudo de harina. Jabavu permanece inmóvil en manos del señor Mizi y dice:
–No soy un ladrón. Yo le he llamado, pero créame, señor Mizi, sólo para avisarle.
El señor Mizi está demasiado enfadado para escucharle. Sostiene con fuerza la muñeca de Jabavu mientras mira cómo su mujer libera a su hijo.
Luego se vuelve hacia Jabavu y, casi llorando, le dice:
–Te ayudamos, viniste a nuestra casa, y ahora nos quieres robar.
–No, no, señor Mizi, no es así, se lo voy a explicar.
–Se lo vas a explicar a la policía –dice el señor Mizi con brusquedad.
Jabavu, al ver la dureza y el enfado en su cara, se siente traicionado. En su interior, empieza a llenarse de nuevo el pozo de la desesperanza.
El chico, sentado ahora en la cama y tocándose el mentón dolorido por el tamaño de la masa que le han metido en la boca, dice:
–¿Por qué lo has hecho? ¿Te hemos hecho algo malo?
–No he sido yo –contesta Jabavu–. Ha sido el otro.
Pero el hijo aún no había podido ni abrir los ojos cuando Jerry se los ha tapado con la tela, de modo que no ha visto nada.
Entonces el señor Mizi ve el cuchillo en el suelo y dice:
–Además de ladrón, eres un asesino.
Hay sangre en el suelo. Jabavu contesta:
–No, la sangre debe de ser de la mano de Jerry, porque le he mordido. –Su voz ya suena amarga.
–Nos tomas por idiotas –dice el señor Mizi en tono despectivo–. Te escapaste dos veces. Una vez, del señor y la señora Samu, cuando te ayudaron en el monte. Luego, te escapaste de nosotros cuando te ayudamos. Has pasado todas estas semanas con los matsotsi y ahora vienes aquí con un cuchillo ¿y pretendes que no digamos nada cuando atas a nuestro hijo y le llenas la boca de harina cruda?
Jabavu no ofrece resistencia física al señor Mizi. Se limita a decir:
–No me creen.
La desesperanza recorre sus venas como un oscuro veneno. El señor Mizi lo suelta y su mujer, sin dejar de llorar amargamente, exclama:
–¡Un cuchillo, Jabavu, un cuchillo!
El señor Mizi recoge el cuchillo, ve que no está manchado, mira la sangre del suelo y dice:
–Una cosa sí es cierta. La sangre no viene de una herida del cuchillo.
Pero Jabavu tiene la mirada fija en el suelo y en su rostro hay una pesada expresión de indiferencia.
Entonces llegan de golpe todos los policías; entran unos por la ventana, otros por la puerta. Esposan a Jabavu y toman declaración al señor Mizi. La señora Mizi llora y revolotea en torno a su hijo.
Jabavu sólo habla una vez. Dice:
–No soy un ladrón. He venido a avisarle. Quiero vivir honestamente.
Al oírlo, los policías se ríen y explican que Jabavu, tras sólo unas pocas semanas en el Distrito, es conocido ya como uno de los ladrones más listos, miembro de la peor banda. Y ahora, por él, los cogerán a todos y los meterán en la cárcel.
Jabavu lo escucha con indiferencia. Mira a la señora Mizi con la mirada amarga del hijo que se siente traicionado por su madre. Luego clava en el señor Mizi la misma mirada. Ellos miran a Jabavu con asombro. Pero el señor Mizi está pensando: «Toda la vida intentando alejarme de la policía y ahora este idiota me hará perder tiempo en los juzgados y mi nombre se asociará a los problemas».
Llevan a Jabavu al furgón de la policía y lo trasladan a la prisión. Allí pasa la noche y duerme en la oscuridad sin soñar, como todo hombre que se encuentra más allá de cualquier esperanza. Los Mizi lo han traicionado. No le queda nada.
Supone que por la noche lo llevarán al juzgado, pero lo trasladan a otra celda de la misma prisión. Piensa que se trata de algo serio, porque es una celda individual, una habitación pequeña con paredes de ladrillos, suelo de cemento y una ventana alta con rejas.
Pasa un día y luego otro. Los celadores le hablan y él no contesta. Entonces viene un policía a hacerle algunas preguntas y Jabavu no dice ni una palabra. El policía está tranquilo al principio, luego se impacienta y termina amenazándolo. Dice que la policía lo sabe todo y que no va a ganar nada por guardar silencio. Jabavu guarda silencio porque no le importa. Sólo quiere que el policía se vaya, y al final lo consigue.
Le llevan agua y comida, pero no come ni bebe más que cuando se lo dicen, e incluso entonces lo hace de modo automático y cuando tiene la taza en la mano, o un trozo de pan, parece a punto de olvidarse y quedarse inmóvil. Duerme y duerme como si el alma le suministrara alguna droga para que pueda deslizarse con facilidad hacia la muerte. No piensa en la muerte, pero está allí con él, en su celda, como una sombra grande y negra.
Así pasa una semana, aunque Jabavu no lo sabe.
Al octavo día se abre la puerta y entra un predicador blanco. Jabavu está dormido, pero el celador despierta a patadas, luego lo agita para que se levante y finalmente se sienta cuando así se lo ordena el predicador. No mira al predicador.
Ese hombre es un tal señor Tennent, de la Iglesia anglicana, que visita a los presos una vez por semana. Camina despacio, habla despacio y da la sensación de desconfiar incluso de las palabras que él mismo escoge pronunciar.
Es un hombre de dudas profundas, como tantos otros de su vocación. Tal vez si fuera de otra Iglesia, de esa que los africanos llaman Romana, entraría en esa celda de otro modo. Esto es pecado, esto es un alma... Podría decir cosas seguras y sus palabras tendrían el peso de la fe que no cambia cuando cambia la vida.
Pero la Iglesia del señor Tennent concede mucho margen a las creencias. Además, lleva muchos años trabajando con los africanos más pobres de la ciudad y ve a Jabavu igual que lo vería el señor Mizi. Primero está el proceso económico; luego, atrapado en él como una hoja en un remolino de aire, está Jabavu. Cree que considerar pecador a un muchacho como Jabavu es una falta de caridad. Por otro lado, un hombre que cree en Dios, si no en el diablo, ha de culpar a algo, o al alguien... ¿A qué o a quién puede culpar? No lo sabe. La visión de Jabavu le quita el consuelo, incluso por sí mismo.
Este hombre que va a la prisión cada semana odia su trabajo desde el fondo del alma porque no se fía de sí mismo. Entra en la celda forzándose a no ceder a la compasión, y se endurece tras echar el primer vistazo a Jabavu. Ha visto con frecuencia a muchos presos que lloriqueaban como niños y llamaban a sus madres, situación que le resulta muy desagradable porque es inglés y desprecia esas exhibiciones emotivas. Ha visto a los tozudos, a los indiferentes, a los amargados. Está mal, pero es mejor que el lloriqueo. También, y muy a menudo, los ha visto como Jabavu: silenciosos, inmóviles, con la mirada perdida. Es la condición que más le desagrada, porque es ajena a su propio ser. Ha visto algunos presos condenados a muerte comportarse como Jabavu; están muertos mucho antes de que el lazo apriete su cuello. Pero a Jabavu no lo van a colgar porque su delito es relativamente leve, o sea que esa desesperanza es totalmente irracional y el señor Tennent sabe por experiencia que no está preparado para enfrentarse a ella.
Se sienta en una silla incómoda que ha traído el celador y se pregunta por qué le costará tanto hablar de Dios. Jabavu no es cristiano, según sus papeles, pero eso no debería impedir que un hombre de Dios hablara de Él. Tras un largo silencio, dice:
–Veo que eres muy desdichado. Me gustaría ayudarte.
Las palabras suenan llanas, flojas, débiles, y Jabavu no se mueve.
–Estás metido en un problema muy grande. Pero si hablas de él tal vez te sientas mejor.
Ni una palabra de Jabavu, que ni siquiera mueve los ojos.
Por enésima vez el señor Tennent piensa que sería mejor dejar el trabajo y permitir que lo hiciera cualquiera de sus colegas que no piensan en tener una casa mejor y ganar un mayor sueldo, en vez de pensar en Dios. Pero sigue hablando con su voz suave y paciente:
–Tal vez las cosas estén mejor de lo que crees. Pareces muy desdichado por tu problema. Sólo te van a acusar de faltas menores. Allanamiento de morada y no tener un trabajo apropiado. Nada de eso es serio.
Jabavu sigue inmóvil.
–El caso va retrasado porque hay mucha gente involucrada. Tu cómplice, ese hombre al que llaman Jerry, ha sido denunciado por la banda como la persona que te incitó a robar en casa de los Mizi.