Authors: Doris Lessing
Al oír el nombre de los Mizi, Jabavu se mueve ligeramente, pero luego sigue quieto.
–A Jerry lo acusarán de organizar el robo, de llevar un cuchillo y de estar en la ciudad sin un trabajo apropiado. La policía sospecha que está involucrado en otras muchas cosas, pero no se puede demostrar nada. Le caerá una sentencia bastante dura... O sea, le caerá si lo cogen. Creen que va camino de Johannesburgo. Cuando lo cojan lo meterán en la cárcel. También han cogido a un hombre de color que daba a los africanos, a ti entre otros, empleos falsos. Pero ese hombre está muy enfermo en el hospital y no esperan que sobreviva. En cuanto a los demás miembros de la banda, la policía los acusará de carecer de un empleo adecuado, pero nada más. Ha habido tal lío de mentiras y acusaciones cruzadas que el caso ha resultado muy difícil para la policía. Pero has de recordar que es tu primer delito y que eres muy, muy joven, y que no te va a ir tan mal.
Silencio de Jabavu. El señor Tennent piensa: «¿Por qué he de consolar a este muchacho como si fuera inocente? La policía me ha dicho que saben que está involucrado en toda clase de maldades, aunque no lo puedan demostrar». Cambia el tono de voz y afirma con mucha seriedad:
–No estoy diciendo que tu condena no se vea afectada por el hecho de que se sabe que eres miembro de una banda. Tendrás que pagar la pena por incumplir la ley. Parece que podría caerte un año de cárcel...
Se detiene al darse cuenta de que para Jabavu es lo mismo que si hubiera dicho diez años. Guarda silencio un rato mientras piensa, porque ha de tomar una decisión y no le resulta fácil. Esa misma mañana ha ido a verlo el señor Mizi a su casa y le ha preguntado si lo iba a visitar en la cárcel. Cuando le ha contestado que sí, el señor Mizi le ha pedido que le lleve una carta a Jabavu. Bueno, entregar cartas a los presos va contra las normas. El señor Tennent nunca ha incumplido la ley. Además, no le gusta el señor Mizi porque no le gusta ningún político. Cree que el señor Mizi sólo es un bocazas, un demagogo que se sirve de su habilidad oratoria para obtener poder y gloria. Sin embargo, tampoco puede desaprobarlo por entero, pues el señor Mizi no pide para su gente más que lo que el propio Tennent considera justo. Al principio se ha negado a aceptar la carta pero al final, aunque con cierta rigidez, ha dicho que sí, que lo intentaría... Ahora la carta está en su bolsillo.
Al fin saca la carta del bolsillo y dice:
–Tengo una carta para ti. –Jabavu sigue sin moverse–. Tienes amigos que quieren ayudarte –explica, alzando el tono de voz para penetrar la apatía de Jabavu.
Éste alza la mirada. Tras una larga pausa, pregunta:
–¿Qué amigos?
Al señor Tennent le impresiona oír su voz tras un silencio tan largo.
–Es del señor Mizi –dice, rígido.
Jabavu se la arranca de las manos, se levanta y se planta bajo la luz de la ventana, pequeña y alta. Rasga el sobre, que se le cae al suelo. El señor Tennent lo recoge y dice:
–Se supone que no debería entregarte ninguna carta. –Se da cuenta de que el enfado suena en su voz. Es injusto, porque se trata de su propia responsabilidad y ha aceptado hacerlo. Como no le gusta la injusticia, controla la voz y añade–: Léela deprisa y devuélvemela. Es lo que me ha pedido el señor Mizi.
Jabavu mira fijamente la carta. Empieza: «Hijo mío...». Al fin las lágrimas empiezan a rodar por sus mejillas. El señor Tennent está avergonzado, molesto, y piensa: «Ahora tendremos una de esas exhibiciones tan desagradables, supongo». Luego se riñe de nuevo a sí mismo por carecer de caridad cristiana y se vuelve de espaldas para que no le molesten las lágrimas de Jabavu. Además, ha de vigilar la puerta por si aparece demasiado pronto el celador.
Jabavu lee:
Quiero decirte que creo que decías la verdad cuando afirmaste que habías venido a mi casa en contra de tu voluntad y que nos querías avisar. Lo que no entiendo es qué esperabas que hiciéramos. Algunos miembros de la banda han venido a contarme que les dijiste que esperabas que yo te encontrara trabajo y cuidara de ti. Vinieron a verme porque creían que los defendería de la policía. No lo voy a hacer. No tengo tiempo para delincuentes. Yo no entiendo este caso, nadie lo entiende. La policía se ha pasado una semana entera interrogando a esa gente y a sus cómplices y han podido probar bien poco, salvo que el cerebro era ese tal Jerry y que te presionó de alguna manera. Da la sensación de que todos le tienen miedo, y a ti también, porque parece que si quisieras podrías contar algunas cosas a la policía.
Ahora, has de esforzarte para entender lo que voy a decir. Sólo te escribo porque me ha convencido la señora Mizi. Te diré sinceramente que no siento compasión por ti...
Aquí Jabavu suelta la carta y la frialdad empieza a filtrarse hacia su corazón. Pero el señor Tennent, tenso y nervioso desde la puerta, lo conmina:
–Rápido, Jabavu. Léela rápido.
Así que Jabavu sigue leyendo y poco a poco, al disolverse la frialdad, le queda una sensación que no comprende, pero que no es mala.
La señora Mizi me dice que pienso demasiado con la cabeza y poco con el corazón. Dice que sólo eres un niño. Puede que sea así, pero no te comportas como un niño, o sea que te hablaré como a un hombre y espero que te comportes como tal. La señora Mizi quiere que vaya al juzgado y diga que le conocemos, que te has perdido por las malas compañías y que en el fondo eres bueno. La señora Mizi usa las palabras bueno y malo con facilidad, quizás porque se educó en la misión, pero yo no me fío mucho de ellas, o sea que dejaré que se encargue de eso el señor Tennent, quien espero que te entregue esta carta.
Sólo sé que eres muy inteligente y tienes talento y que si quisieras podrías hacer buen uso de tus dones. También sé que hasta ahora te has comportado como si el mundo te debiera mucha diversión a cambio de nada. Pero vivimos en tiempos muy difíciles, hay mucho sufrimiento y no veo ninguna razón por la que tú hayas de ser distinto de los demás. Bueno, tendré que ir al juzgado como testigo porque el allanamiento tuvo lugar en mi casa. Pero no diré que te conocía de antes, salvo por pura casualidad, como conozco a tantos cientos de personas. Y eso es la verdad, Jabavu...
De nuevo cae el papel y la sensación de resentimiento invade a Jabavu. Porque esa será la lección que más le costará aprender: que es igual que muchos más, no alguien especial y distinto.
Oye la voz urgente del señor Tennent:
–Sigue leyendo, Jabavu. Ya pensarás más adelante.
Y continúa:
Nuestros oponentes aprovechan cualquier oportunidad para mancharnos a nosotros y a nuestro movimiento, y les encantaría oírme decir que soy amigo de un hombre de quien todo el mundo sabe que es un delincuente, aunque no pueden probarlo. Hasta ahora, y con mucho esfuerzo, he mantenido buena relación con la policía como ciudadano ordinario. Saben que no robo, miento, ni hago trampas. Soy eso que llaman respetable. No pretendo cambiar eso por ti. Además, en mi condición de líder de nuestro pueblo, no soy bien considerado. O sea que si hablara bien de ti tendría un doble significado para la policía. Ya han hecho algunas preguntas por las que se ve a las claras que te consideran uno de los nuestros, que creen que trabajas con nosotros, cosa que he negado rotundamente. Además, es verdad que nunca has trabajado con nosotros.
Ahora, hijo mío, igual que la señora Mizi, pensarás que soy muy duro, pero has de recordar que hablo por boca de cientos de personas que confían en mí y no puedo causarles un mal por el bien de un muchacho muy estúpido. Cuando estés en el juzgado hablaré con seriedad y no te miraré. Además, dejaré a la señora Mizi en casa, pues temo la bondad de su corazón. Tal vez pases un año en la cárcel y si te portas bien te acortarán la sentencia. Serán tiempos duros para ti. Estarás con otros delincuentes que tal vez te tienten para regresar a la mala vida, tendrás que trabajar muy duramente y comerás mal. Pero si hay alguna ocasión de estudiar, aprovéchala. No llames la atención de ningún modo. No hables de mí. Cuando salgas de la cárcel ven a verme, pero en secreto. Te ayudaré, no por ser quien eres, sino porque el respeto que me muestras se aplica a la causa que defiendo, que es más grande que cualquiera de nosotros dos. Mientras estés en la cárcel piensa en los cientos, miles de personas de África que están en la cárcel por su propia voluntad, por el bien de la libertad y la justicia. Así no te sentirás solo, pues creo que de un modo extraño y complicado eres uno de ellos.
Te saludo en nombre propio, y también en nombre de la señora Mizi y nuestro hijo, del señor y la señora Samu y de otros que esperan poder confiar en ti. Pero esta vez, Jabavu, has de confiar en nosotros. Nos despedimos de ti...
Jabavu suelta el papel y se queda con la mirada perdida. La palabra que más significado tiene para él, entre todas las que aparecen escritas a toda prisa en el papel, es «nosotros». Nosotros, dice Jabavu. Nosotros. Lo invade la paz.
Porque en la tribu y en la aldea, la vida de sus padres se construyó sobre la palabra «nosotros». Sin embargo, nunca valió para él. Y entre entonces y ahora ha pasado un tiempo duro y feo en el que sólo existía la palabra «yo, yo, yo»: cruel y afilada como un cuchillo. Han vuelto a ofrecerle la palabra «nosotros», con todo lo bueno y lo malo que conlleva, con la exigencia de todo lo que él pueda entregar a cambio. Nosotros, piensa Jabavu. Nosotros... Y por primera vez el hambre que siente en su interior, el hambre que ha rugido toda su vida como una bestia, sube con la corriente, aceptada al fin, y fluye suavemente hacia la palabra «nosotros».
Resuenan unos pasos en la piedra, fuera de la celda.
–Dame la carta –dice el señor Tennent. Jabavu se la da y él la desliza rápidamente en el bolsillo–. Se la devolveré al señor Mizi y le diré que la has leído.
–Dígale que la he leído con todo mi entendimiento, que le doy las gracias y que haré lo que dice y que puede confiar en mí. Dígale que ya no soy un niño, sino un hombre; que su juicio es justo y que merezco el castigo.
El señor Tennent mira sorprendido a Jabavu y piensa con amargura que él, el hombre de Dios, ha fracasado; que un agitador desaforado y ateo puede hablar de justicia, del bien y del mal, y alcanzar a Jabavu, mientras que él teme usar esas palabras. Sin embargo, con escrupulosa amabilidad, le dice:
–Te visitaré en la cárcel. Pero no le digas al celador ni a la policía que te he traído esta carta.
Jabavu le da las gracias y le dice:
–Es usted muy amable, señor.
El señor Tennent le dedica su sonrisa seca y dubitativa, se va y el celador cierra la puerta.
Jabavu se sienta en el suelo con las piernas estiradas. Ya no ve las paredes grises de la celda, ni siquiera piensa en el juzgado, o en la cárcel que le espera más adelante.
«Nosotros», dice Jabavu una y otra vez. Nosotros. Y es como si en sus manos vacías sintiera las manos cálidas de los demás.
(Flight)
El palomar quedaba por encima de la cabeza del anciano, una repisa alta envuelta en malla metálica, aguantada sobre dos pilotes y llena de pájaros que se contoneaban y se acicalaban. La luz del sol reventaba en sus pechos grises para trazar pequeños arco iris. Arrullado por sus cantos, alzaba las manos hacia su favorita, una paloma mensajera, un ave joven de cuerpo rollizo que se quedaba quieta al verlo y le clavaba su astuta mirada brillante.
–Bonita, bonita, bonita... –decía mientras atrapaba al pájaro y lo bajaba, sintiendo el coral de las zarpas prieto en torno a su dedo.
Contento, apoyó levemente al pájaro contra su pecho y se recostó en un árbol, mirando más allá del palomar, hacia el paisaje de las últimas horas de la tarde. Entre pliegues y huecos de luz y de sombra, el suelo rojizo y oscuro, removido hasta formar grandes terrones polvorientos, se extendía hasta el alto horizonte. Los árboles señalaban el discurrir del valle; el camino, un arroyo de espléndida hierba verde.
Recorrió con los ojos el camino de vuelta y vio a su nieta columpiándose junto a la puerta, bajo un franchipaniero. El pelo, suelto por la espalda, captaba oleadas de luz del sol, y las largas piernas descubiertas repetían los ángulos de los brotes del árbol, tallos de un marrón brillante entre trazados de flores pálidas.
La niña miraba más allá de las flores rosas, más allá de la granja en que vivían, junto a la estación, hacia el camino que llevaba al pueblo.
El estado de ánimo del anciano cambió. Abrió el puño deliberadamente para que el ave alzara el vuelo, pero lo cerró en cuanto empezó a abrir las alas. Sintió que aquel cuerpo rollizo tironeaba y se estiraba entre sus dedos; luego, en un arranque de pena atribulada, lo metió en una caja pequeña y aseguró el cierre. «Aquí, quieta», murmuró; luego dio la espalda a la repisa llena de pájaros. Caminó con torpeza a lo largo del seto, acechando a su nieta, que ahora estaba tumbada sobre la cancela, descansando la cabeza entre los brazos y cantando. El leve y alegre sonido de su voz se mezclaba con el canto de los pájaros, y el enfado del anciano aumentó.
–¡Eh! –gritó.
Vio que daba un salto, miraba hacia atrás y se alejaba de la cancela. Un velo ocultó su mirada y saludó con voz neutral y descarada:
–¡Hola, abuelo!
Se acercó a él con educación, tras una última mirada al camino.
–Qué, ¿esperando a Steven? –dijo él, clavándose los dedos en la palma de la mano, como si fueran garras.
–¿Tienes algo que objetar? –preguntó ella en tono leve, negándose a mirarlo.
El anciano se encaró a ella con el ceño fruncido, los hombros encogidos, tenso en un nudo prieto de dolor que incluía el canturreo de las aves, la luz del sol, las flores. Dijo:
–Ya estás en edad de merecer, ¿eh?
La chica meneó la cabeza ante aquella expresión anticuada y contestó en tono enfurruñado:
–Venga, abuelo.
–Tienes ganas de irte de casa, ¿eh? ¿Crees que te puedes ir a correr por los campos de noche?
La sonrisa de la muchacha hizo que el abuelo la viera como la había visto cada tarde a lo largo de aquel cálido mes de fines de verano, cuando paseaba por el sendero hasta el pueblo de la mano de aquel joven de manos rojas, cuello rojo y cuerpo violento, el hijo del cartero. Se le subió el suplicio a la cabeza y, enfadado, exclamó:
–¡Se lo voy a decir a tu madre!
–¡Chivato! –contestó ella, riendo, mientras volvía de nuevo hacia la cancela.
Se puso a cantar en voz alta, para que él la oyera: