Authors: Doris Lessing
Jabavu no encuentra sentido a estas palabras y mira a la señora Mizi en busca de ayuda, como miraría un niño a su madre. Efectivamente, ella comprende lo que pasa por su mente mejor que cualquiera de los dos hombres inteligentes, o incluso mejor que la señora Samu, que ya no conserva nada de la niña que fue.
La señora Mizi ve la mirada de Jabavu, que le pide amor y protección contra la dureza de esos hombres, y asiente y le sonríe, como si le dijera: «Sí, yo me río, pero tú deberías escuchar, porque tienen razón». Jabavu agacha la cabeza y piensa: «Tengo que pasarme la vida entera trabajando por una libra al mes y estudiando por las noches, sin tener ropa buena, ni bailar...». Y siente el ardor de su vieja hambre, que le dice: «Corre, huye corriendo antes de que sea demasiado tarde».
Pero los hombres iluminados ven con tal claridad cuál debería ser el buen camino para Jabavu que para ellos al parecer no hace falta añadir nada más, así que proceden a comentar cómo debe organizar su vida un líder, como si Jabavu ya lo fuera. Dicen que esa clase de hombre debe comportarse de tal modo que nadie pueda decir que es malo. Debe mantenerse sobrio y respetar la ley, ha de tener cuidado de no infringir jamás ni la menor regulación de licencias, ni olvidarse de poner una luz en su bicicleta, ni salir tras el toque de queda, pues –y aquí sonríen como si dijeran el mejor chiste– bastante atención les presta la policía tal como están las cosas. Si alguien les confía su dinero han de responder hasta del último penique...
–Como si –interviene la señora Mizi, con una risilla– fuera dinero del cielo y debieran rendir cuentas a Dios.
También dicen que ha de tener sólo una mujer y serle fiel, aunque ahí el señor Mizi, juguetón, añade que él tendría sólo una de todos modos y que, por lo tanto, no se debe culpar de eso a los males de esa época.
En ese momento todos se ríen mucho, incluso el señor Mizi. Se dan cuenta de que Jabavu no ríe; al contrario, guarda silencio, con la cara arrugada de tanto pensar. Entonces el señor Samu cuenta la siguiente historia, en beneficio de la educación de Jabavu, mientras las demás voces pelean y discuten en su interior con tal estridencia que apenas logra oír la del señor Samu:
–El señor Mizi –dice Samu– es un ejemplo para todos los que deseamos contribuir a que el pueblo africano logre una vida mejor. En otros tiempos fue mensajero de la oficina del Comisario para los Nativos, e incluso interprete, de modo que se le debía respeto y ganaba un buen sueldo. Sin embargo, como empleado del gobierno tenía prohibido participar en las reuniones de la Liga, o incluso ser miembro de la misma. Por eso ahorró todo su dinero, y eso le llevó muchos años, para comprarse una pequeña tienda en el Distrito, y así pudo dejar su trabajo e independizarse. Sin embargo ahora pasa dificultades para ganarse la vida porque para la Liga sería terrible que acusaran a su líder de subir los precios, o de engañar a los clientes, y eso significa que las demás tiendas siempre ganan más que la del señor y la señora Mizi y entonces...
Ya muy entrada la noche, proponen a Jabavu que se quede a dormir ahí esa noche y se ofrecen a buscarle trabajo por la mañana en una fábrica. Jabavu da las gracias al señor Mizi y luego al señor Samu, pero con voz baja y preocupada. Lo llevan a la cocina, donde el hijo de los Mizi sigue sentado con sus libros. En la cocina hay una cama para el hijo y ponen un colchón en el suelo para Jabavu. La señora Mizi dice a su hijo:
–Bueno, ya basta de estudiar. A la cama.
Él abandona los libros con reticencia y sale de la cocina para lavarse antes de acostarse. Jabavu permanece incómodo junto al colchón y ve cómo la señora Mizi prepara las sábanas de su hijo para que duerma mejor: siente el fuerte deseo de contárselo todo, cómo anhela esforzarse por llegar a ser un iluminado y cómo lo teme al mismo tiempo. Pero no se lo cuenta porque le da vergüenza. Luego la señora Mizi se levanta y lo mira con amabilidad. Se acerca a él, le apoya una mano en el brazo y le dice:
–Bueno, hijo mío, te diré un secreto: el señor Mizi y el señor Samu no son tan terribles como parecen.
Suelta una risilla, sin dejar de lanzarle miradas de preocupación, y le aprieta un par de veces el brazo, como si dijera: «Ríete un poco y todo será más fácil». Pero Jabavu no puede reír. Mete la mano en el bolsillo, saca su chelín y, casi sin darse cuenta, se lo pone en la mano a la mujer.
–¿Qué es esto? –pregunta la mujer, sorprendida.
–Es un chelín. Para la obra.
Lo que más desea en ese momento es que ella coja la moneda y entienda lo que le está diciendo. Ella se queda quieta, mira la moneda que tiene en la mano, luego a Jabavu, asiente y sonríe.
–Eso está muy bien, hijo –dice, con voz suave–. Está muy bien. Se la daré al señor Mizi y le diré que has dado tu único chelín para contribuir a su obra.
De nuevo le apoya las manos en el brazo y aprieta con calidez; luego le da las buenas noches y se va.
Casi al instante regresa el hijo y, tras cerrar la puerta para que no lo vea su madre y lo riña, vuelve a sus libros. Jabavu se tumba en el colchón y siente el corazón agrandado y lleno de amor hacia la señora Mizi por su amabilidad; está lleno de buenas intenciones para el futuro. Luego, mientras permanece tumbado y abrigado, nota que el hijo tiene los ojos rojos de tanto estudiar, ve que es serio y firme, igual que su padre, aunque tiene la misma edad que Jabavu. Siente un frío desaliento y, pese a su deseo de vivir como los hombres buenos, no puede evitar un pensamiento: «¿Tendré que ser también así, trabajar todo el día y luego toda la noche? ¿Y todo eso por los demás?». Dominado por la miseria de ese pensamiento se duerme y sueña y, aunque no sabe lo que sueña, lucha y llama con tal fuerza que la señora Mizi, quien espía detrás de la puerta para asegurarse de que su hijo ha sido sensato y se ha acostado, lo oye y chasquea la lengua. Pobre chico, piensa, pobre chico... Y se vuelve a la cama, rezando, pues tiene esa costumbre antes de acostarse, aunque la mantiene en secreto porque el señor Mizi se enfadaría si se enterase. Tal como aprendió en la Escuela Católica de la Misión, reza por Jabavu, que necesita ayuda en su lucha contra la tentación de los antros y los matsotsi, y reza por su hijo, a quien más bien teme porque está siempre muy serio y sabe perfectamente en qué quiere convertirse.
Reza tanto rato, sentada en la cama, que el señor Mizi se despierta y le pregunta:
–Eh, bueno, mujer, ¿qué haces?
Y ella contesta sumisa:
–Pues nada de nada.
–Pues a dormir –dice él, en un gruñido–. Para nuestra obra va mejor el sueño que el rezo.
–La verdad es que vivimos tiempos tan malos para nuestra gente –responde ella– que un poco de oración no puede venir mal, como mínimo.
Y él insiste:
–Eres como una cría. A dormir.
Así que ella se acuesta y marido y mujer duermen llenos de alegría por sí mismos y por Jabavu. El señor Mizi ya está planificando cómo va a poner a prueba su lealtad, como lo formará después y luego le enseñará a hablar en las reuniones y después...
Jabavu se despierta de su pesadilla y un halo de luz frío y gris entra ya por la ventana pequeña. El hijo está tumbado en su cama, dormido, vestido aún, pues estaba tan cansado al acostarse que ni siquiera pudo quitarse la ropa.
Se levanta, ligero como un felino, se acerca a la mesa, sobre la que están tumbados los libros, y los mira. Las palabras son tan raras y difíciles que no entiende su significado. Se queda quieto, en silencio, rígido, en aquella cocina pequeña y fría, con las manos prietas, los ojos ruedan de un lado a otro, primero hacia el joven serio y listo, agotado de tanto estudiar, luego hacia la ventana, por donde entra la luz de la mañana. Se queda de pie mucho rato, sufre por la violencia de sus sentimientos. Ah, no sabe qué hacer. Primero da un paso hacia la ventana, luego vuelve al colchón como si fuera a acostarse, y su hambre no hace más que rugir y quemarle por dentro como si tuviera un fuego. Oye voces que lo llaman: «Jabavu, Jabavu», pero no sabe si invocan a un hombre rico con bellas ropas o a un hombre iluminado con sabiduría y una voz fuerte y persuasiva.
Entonces amaina la tormenta en su interior y se siente vacío, sin ningún sentimiento. Va de puntillas hasta la ventana, corre el cerrojo, salta sobre el alféizar y sale. Abajo hay una mata, tras la que se agacha para mirar a su alrededor. Las casas y los árboles parecen alzarse sobre la mañana entre las sombras de la noche, pues el cielo está ya claro y gris, con largas manchas sonrosadas, y sin embargo aún brilla la palidez de las farolas en la penumbra de las calles. Por esas mismas calles circula un ejército de gente que va al trabajo, aunque Jabavu creía que todo estaría desierto todavía. Si lo llega a saber no se hubiera atrevido a huir; ahora ha de pasar de la mata a la calle sin que lo vean. Sigue agazapado, temblando de frío, mirando a los que pasan, escuchando el rumor de sus pasos, y entonces le parece que alguien lo está mirando. Es un hombre joven, delgado, con la cabeza pequeña, atenta, que lo mira todo. Ha de ser uno de los matsotsi, se le nota por la ropa. Los pantalones son estrechos por abajo, tiene los hombros huesudos, lleva un pañuelo al cuello, de color rojo brillante. Desde encima del pañuelo, al parecer, los ojos escrutan la mata donde se esconde Jabavu. Y sin embargo no puede ser, porque éste no lo ha visto jamás. Se pone en pie, hace ver que está orinando en el seto y camina tranquilo hacia la calle. De inmediato el joven se mueve y camina a su lado. Jabavu tiene miedo y no sabe por qué; no dice nada y mantiene la mirada fija hacia delante.
–¿Qué tal está el inteligente señor Mizi? –pregunta el joven al fin.
–No sé quién eres –contesta Jabavu.
Entonces el joven se ríe y dice:
–Me llamo Jerry. Ahora ya sabes quién soy.
Jabavu acelera el paso y Jerry lo imita.
–¿Y qué dirá el inteligente señor Mizi cuando se entere de que has salido por la ventana? –pregunta Jerry con una voz leve, desagradable.
Se pone a silbar una tonada suave, con una sonrisa en la cara, como si su propio silbido le pareciera hermoso.
–No he salido por la ventana –contesta Jabavu, con la voz temblorosa de miedo.
–Vaya, vaya. Anoche te vi entrar en la casa con el señor Mizi y el señor Samu y esta mañana te veo salir por la ventana. ¿Qué te parece? –pregunta Jerry con la misma voz leve.
Jabavu se queda parado en medio de la calle y pregunta:
–¿Por qué me vigilas?
–Te vigilo por Betty –contesta alegremente Jerry, y sigue silbando.
Jabavu avanza despacio y desea con todo su corazón haber seguido en el colchón de la cocina de la señora Mizi. Se da cuenta de que esta situación no le conviene nada, pero no sabe por qué. Por eso piensa: «¿De qué tengo miedo? ¿Qué puede hacerme este Jerry? No debo comportarme como un niño». Y dice:
–No te conozco y no quiero ver a Betty, así que lárgate.
Jerry adopta una voz fea y amenazante para decir:
–Betty te matará. Me ha pedido que te diga que vendrá con su cuchillo y te matará.
Y de pronto Jabavu se echa a reír y contesta con toda sinceridad:
–No me da miedo el cuchillo de Betty. Habla demasiado de su cuchillo.
Jerry guarda silencio, respira un par de veces y mira a Jabavu de un modo distinto. Luego se ríe también y contesta:
–Tienes razón amigo. Es una tontorrona.
–Es muy tontorrona –concede Jabavu, convencido.
Se ríen los dos y caminan más unidos.
–¿Qué vas a hacer ahora? –pregunta Jerry en tono suave.
–No lo sé –contesta Jabavu.
De nuevo se detiene y piensa: «Si regreso en seguida puedo volver a entrar por la ventana antes de que se despierten, y nadie se enterará de que he salido». Pero Jerry parece adivinar lo que ha pensado y le dice:
–Eso de verte salir por la ventana del señor Mizi como un ladrón es un buen chiste.
Jabavu contesta de inmediato:
–No soy ningún ladrón.
Jerry se ríe y responde:
–Eres un gran ladrón, me lo ha contado Betty. Dice que eres muy inteligente. Robas tan deprisa que nadie se entera. –Se ríe un poco y añade–: ¿Y qué dirá el señor Mizi si le cuento lo bien que robas?
Jabavu comete la estupidez de preguntar:
–¿Se lo vas a decir?
Jerry se ríe una vez más, pero no contesta, y Jabavu sigue andando en silencio. Su mente tarda un poco en captar la verdad, e incluso entonces le cuesta creerla. Entonces Jerry, con el mismo tono ligero y alegre, le pregunta:
–¿Y qué dijo el señor Mizi cuando le contaste que habías estado en el antro y cuando le explicaste lo de Betty?
–No le he contado nada –contesta Jabavu, hosco, comprendiendo al fin por qué hace eso Jerry, y luego añade con ansiedad–: No le he contado nada de nada, y esa es la verdad. –Jerry se limita a caminar a su lado con una sonrisa desagradable. Jabavu le pregunta–: ¿Y por qué temes al señor Mizi...?
Pero no llega a terminar la pregunta porque Jerry se acaba de dar la vuelta de golpe y lo fulmina con la mirada.
–¿Quién dice que lo temo? No le tengo ningún miedo a ese... maleante.
Dedica al señor Mizi insultos que Jabavu no ha oído jamás.
–Entonces, no te entiendo –dice éste, con toda su simpleza.
–Claro que no entiendes nada –contesta Jerry–. El señor Mizi es un hombre peligroso. Como a la policía no le gusta nada lo que hace, él se chiva en cuanto se entera de un robo, o de una pelea. Y nos crea muchos problemas. El mes pasado montó una reunión en el Salón y habló de la delincuencia. Dijo que todos los africanos tienen el deber de evitar que la gente beba skokian, las peleas y los robos, y la obligación de ayudar a la policía a cerrar los antros y a limpiar Polonia Johannesburgo.
Jerry habla con mucho desprecio y de pronto Jabavu piensa: «Al señor Mizi no le gusta pasárselo bien, por eso impide que lo hagan los demás». Pero casi se avergüenza de pensarlo. «Sí, sería bueno que limpiaran Polonia Johannesburgo –piensa primero. Pero enseguida habla su hambre–: Pero a mí me gusta mucho bailar.»
–O sea que... –continúa Jerry, con calma– no nos gusta el señor Mizi.
Jabavu quisiera decir que a él sí le gusta, y mucho, pero no puede. Algo se lo impide. Escucha a Jerry, que sigue hablando de él, insultándolo con todas esas palabras nuevas, y no se le ocurre qué decir. Entonces Jerry cambia de voz y le pregunta en tono amenazante:
–¿Qué le has robado al señor Mizi?