Authors: Doris Lessing
–Gracias por lo que me ha contado –dice, porque no quiere perder su favor.
Ella responde:
–Ya me lo agradecerás cuando te beneficies de ello.
Sin volver a mirarlo, coge un libro, sienta al niño en su rodilla y se pone a enseñarle cosas del libro mientras los jóvenes dan las buenas noches y se van.
–¿Qué te ha dicho? –pregunta Betty en cuanto cierran la puerta.
–Me ha dado buenos consejos sobre la ciudad –contesta Jabavu. Luego, como quiere que le hable de ella, añade–: Es una mujer buena e inteligente.
Pero Betty se ríe, burlona:
–Es la mayor maleante de la ciudad.
–Ah, ¿sí? –pregunta él, sorprendido.
Ella balancea un poco las caderas y dice:
–Ya lo verás.
Jabavu no se lo cree. Llegan a la habitación de Betty y Jabavu la empuja hacia la cama y la rodea con un brazo de tal modo que la mano queda posada en el pecho.
–¿Cuánto? –pregunta ella con un desprecio que debería exasperarlo.
Jabavu nota la pesadez de su mirada y se limita a contestar:
–Ya sabes por mi propia boca que no tengo dinero.
Ella se acomoda con soltura en sus brazos y, riéndose para provocarlo, le dice:
–Quiero cinco chelines, o mejor quince.
Jabavu contesta, burlón:
–O mejor quince libras.
–Para ti, gratis –dice ella, suspirando.
Jabavu la toma por placer y deja que ella busque el suyo hasta que no puede más y se queda despatarrado en la cama, medio desnudo, pensando: «Es mi primer día en la ciudad. ¿Hay algo que no haya hecho? Tiene razón la señora Kambusi cuando dice que la buena suerte me acompaña. Incluso he disfrutado de una chica elegante de la ciudad, y sin pagar». Las palabras se convierten en una canción.
Aquí está Jabavu, en la ciudad.
Tiene una camisa amarilla y pantalones nuevos,
ha comido como un león,
ha llenado a una mujer de la ciudad con su fuerza.
Jabavu es más fuerte que la ciudad.
Es más fuerte que un león.
Es más fuerte que las mujeres de la ciudad.
La canción circula adormecida por su mente y se desvanece en un sueño y Jabavu se despierta y encuentra a la mujer al pie de la cama, mirándolo impaciente y diciéndole:
–Duermes como las gallinas cuando se pone el sol.
Perezoso, contesta:
–Estoy cansado por el viaje desde la aldea.
–Pero yo no estoy cansada –contesta ella con ligereza. Y luego añade–: Esta noche voy a bailar; contigo, o con quien sea.
Jabavu no contesta. Se limita a bostezar y piensa: «Sólo es una mujer como cualquier otra. Ya he gozado de ella y ahora no me importa. Hay muchas más en la ciudad».
Al cabo de un rato, con esa voz dulce y humilde, ella dice:
–Era una broma. Venga, levántate, vago. ¿No quieres ver el baile? –Luego, astuta, añade–: Así también verás que la señora Kambusi, la lista, lleva un antro.
A esas alturas, a Jabavu no le parece importante la señora Kambusi, ni todo lo que le ha dicho. Bosteza, se levanta de la cama, se pone los pantalones y se peina. Ella lo mira con amargura y admiración:
–Pueblerino –le dice con voz muy suave–. No llevas ni medio día en la ciudad y ya te comportas como si te hubieras cansado de ella.
Eso le gusta, no en vano se lo ha dicho para eso. Le toquetea un poco el pecho, luego las nalgas, hasta que ella le da una palmada de placer y se ríe y salen juntos a la otra sala. Ahora está llena de gente sentada en los bancos en torno a la pared, además de algunos hombres que tocan música en las sillas del fondo. Al otro lado de la puerta abierta ya es de noche y no hace más que entrar gente.
–Entonces, ¿esto es un antro? –pregunta Jabavu, dudoso porque parece un lugar respetable.
–Ya verás lo que es –contesta ella.
Empieza la música. Forman la banda un saxofón, una guitarra, un barril de petróleo que sirve de tambor, una trompeta y dos latas para la percusión. Jabavu no conoce esa música. Al principio la gente no baila. Se quedan sentados con tazas de latón en las manos y mueven las extremidades, al tiempo que agitan la cabeza cuando los penetra la música.
Entonces se abre la otra puerta y entra la señora Kambusi. Parece la misma de antes, limpia y agradable con su vestido rosa. Lleva una jarra grande en la mano y va pasando de una taza a otra, sirviendo licor y poniendo la otra mano para recoger el dinero. La sigue un niño pequeño. No es su hijo, que ahora duerme en la habitación contigua y tiene prohibido ver cuanto ocurre en esa sala. No, es un niño que la señora Kambusi alquila a una familia pobre y su trabajo consiste en salir corriendo a la oscuridad, a un lugar donde hay un barril de licor enterrado, para que si llega la policía no lo encuentre en la casa, además de recoger el dinero y dejarlo en un lugar seguro bajo la pared.
El skokian es una bebida perversa y peligrosa, y es ilegal. Se hace rápidamente, en un solo día, y contiene muchas sustancias diferentes. Esta noche tiene maíz, azúcar, tabaco, alcohol etílico, betún y levadura. Algunas reinas del skokian usan cosas mágicas, como las extremidades de un muerto, pero la señora Kambusi no cree en la magia. Gana mucho dinero sin ella.
Cuando llega a Jabavu, le pregunta en voz baja y en su idioma común:
–Entonces, ¿quieres probarlo?
–Sí, madre –contesta él, con humildad–. Me gustaría probarlo.
–Yo nunca lo he bebido –contesta ella–, aunque lo preparo todos los días. Pero te voy a dar un poco.
Le sirve media taza en vez de llenarla y Jabavu, con esa voz tan hosca, hambrienta y enfadada de la juventud, le dice:
–La quiero llena.
Ella se detiene cuando ya se daba la vuelta y le dirige una mirada de amargo desprecio.
–Eres tonto –le dice–. Este veneno lo hacen los listos para que beban los tontos. Y tú eres de los tontos.
Sin embargo, le sirve más skokian, hasta que se derrama, y sonríe para que nadie se dé cuenta de que está enfadada y luego sigue recorriendo la hilera de hombres y mujeres sentados, haciendo bromas y riéndose, mientras el chiquillo que va tras ella sostiene una bandeja de dulces, frutos secos y pasteles recubiertos de azúcar.
Betty, celosa, pregunta:
–¿Qué te ha dicho?
–Me regala la bebida porque somos del mismo distrito –contesta Jabavu.
Es cierto que ella se ha olvidado de cobrarle.
–Le caes bien –afirma Betty.
Le gusta ver que está celosa. «Bueno», piensa, «estas chicas lisas son tan simples como las del pueblo.» Y mientras lo piensa dirige una sonrisa hacia la señora Kambusi, al otro lado de la sala, pero se da cuenta de que ella lo mira sólo con desprecio y Betty se ríe de él. Jabavu se pone en pie de un salto para disimular su vergüenza y se pone a bailar. Siempre ha sido un gran bailarín.
Traza un baile invitador en torno a la chica, soltando las piernas hasta que ella se echa a reír, se levanta y se une a él, y al instante la sala se llena de gente que se retuerce, grita y patalea, y pronto se llena el aire de polvo y el techo tiembla y hasta las paredes parecen agitarse. A Jabavu le entra sed y se lanza hacia su taza, que se ha quedado en el banco. Bebe un gran trago y es como si hubiera tragado fuego. Tose y se atraganta mientras Betty se ríe.
–Pueblerino –le dice, aunque en un tono suave y admirado.
Jabavu responde a la provocación, alza la taza y se la bebe entera. El líquido penetra por su cuerpo, ilumina de locura sus extremidades, su vientre, su cerebro. Ahora sí que baila de verdad, primero como un toro, plantado ante la chica con la cabeza gacha y los hombros inclinados hacia delante, olisqueándole los pechos mientras ella los menea para él; luego, como un gallo, de puntillas y con los brazos estirados, levantando las rodillas y rascando el suelo con los talones, y la chica no para de retorcerse y agitarse ante él, tiemblan sus caderas, se bambolean sus pechos, gotea sudor por todo el cuerpo. Al poco rato Jabavu la atrapa, la lleva entre los demás bailarines hasta la otra habitación y la lanza a la cama. Luego regresan a la sala y siguen bailando.
Después se acerca la señora Kambusi con su gran jarra blanca y al ver que él extiende el brazo con la taza se la rellena y le dice:
–Claro que sí, mi amigo listo, bebe, bebe tanto como puedas.
Esta vez pone la mano para cobrar y Betty le da dinero. Jabavu se lo bebe todo de un trago y se tambalea por la fuerza de la bebida y la habitación le empieza a dar vueltas. Luego baila en un amasijo prieto de sudor y gente que salta, baila como un diablo y la luz de la locura le ilumina la cara. Más tarde, aunque él no sabe cuánto tiempo ha pasado, se oye un grito de la señora Kambusi:
–¡Policía!
Betty lo agarra y lo empuja hacia el banco. Se sientan, y entre una bruma de alcohol y mareo ve que todo el mundo ha vaciado su taza y el niño las está rellenando con limonada. Entonces, tras una señal de la señora Kambusi, tres parejas se levantan y se ponen a bailar, pero de otro modo. Cuando entran dos policías negros no hay skokian en la sala, el baile está tranquilo y los hombres de la banda tocan una balada que no contiene fuego.
La señora Kambusi, tan tranquila como si estuviera moliendo cereales en su pueblo, sonríe a los policías. Dan una vuelta mirando las tazas, pero saben que no encontrarán skokian porque ya han hecho otras expediciones en ese baile. Es casi como si llegaran unos viejos amigos. Sin embargo, cuando termina el registro de licor, empiezan a buscar gente sin licencia; en ese momento dos hombres se agachan para pasar bajo sus brazos y salir corriendo, y la señora Kambusi sonríe y se encoge de hombros como si dijera: «¿Acaso es culpa mía que no tengan licencia?».
Cuando los policías se acercan a Jabavu él les enseña su licencia para buscar trabajo y su situpa. Le preguntan cuándo ha llegado a la ciudad y él contesta:
–Esta mañana.
Se miran. Luego uno de ellos pregunta:
–¿De dónde has sacado esa ropa tan elegante?
Jabavu pone los ojos en blanco, tensa los pies, está a punto de salir volando hacia la puerta cuando la señora Kambusi da un paso adelante y dice que se la ha dado ella. Los policías se encogen de hombros. Uno de ellos dice a Jabavu:
–No te ha ido mal, para ser tu primer día en la ciudad.
Lo dice en un tono desagradable y Jabavu nota la mano de Betty en su brazo. Le está diciendo: «Estate callado, no hables».
Guarda silencio. Al irse, los policías se llevan a cuatro hombres y una mujer que no tenían la licencia adecuada. La señora Kambusi los sigue hasta más allá de la puerta y le pone a cada uno una libra en la mano; intercambian formalidades de buen humor y luego la señora Kambusi regresa sonriente.
Esa mujer lleva tanto tiempo dirigiendo el antro con muchos beneficios no sólo porque es muy lista para conseguir que nunca encuentren en la casa su skokian, ni grandes sumas de dinero; también por el dinero que le paga a la policía. Así les resulta más fácil dejarla en paz. Si a un antro de esa clase se lo puede considerar tranquilo, el suyo lo es. Si la policía busca a un delincuente, antes irá a otras reinas del skokian. Ella les envía a menudo un mensaje: ¿Están buscando a Fulano, que se metió anoche en una pelea? Pues está en tal sitio. Ese arreglo es bueno para todos, salvo acaso para la gente que bebe skokian, pero no es culpa de la señora Kambusi que haya tantos tontos por ahí.
Tras unos minutos de calma, por pura cautela, la señora Kambusi hace una seña a la banda, cambia el ritmo de la música y se reanuda el baile. Pero ahora Jabavu ya no es consciente de lo que hace. Los demás lo ven bailar, gritar y beber, pero él no recuerda nada desde la salida de la policía. Cuando se despierta se encuentra tumbado en la cama y ya es mediodía, porque así lo afirman el sesgo de la luz y su color. Jamás se ha sentido como ahora. Dentro de su cabeza hay algo pesado y suelto que rueda cada vez que se mueve, y cada mínimo movimiento levanta oleadas de un terrible mareo. Es como si su propia carne se disolviera y sin embargo luchara por no disolverse, y el dolor lo atraviesa como un cuchillo y siente las extremidades muy pesadas e inútiles. De modo que se queda tumbado, sufriendo y deseando estar muerto; a veces llega a sus ojos la oscuridad y luego desaparece con un resplandor y al cabo de mucho rato siente un peso enorme en un brazo y entonces recuerda la presencia de la chica. Ella también está tumbada y sufre y gime, de modo que siguen así mucho rato. Ya está entrada la tarde cuando se levantan y se miran. La luz sigue temblando en sus ojos, así que no consiguen ver bien de inmediato. Jabavu piensa: «Esta mujer es muy fea». Ella piensa lo mismo de él y se va a trompicones de la cama a la ventana, donde se apoya, tambaleándose:
–¿Bebes esto a menudo? –pregunta Jabavu, asombrado.
–Te acostumbras –contesta ella, enfurruñada.
–¿Pero muy a menudo?
En vez de contestar directamente, ella le dice:
–¿Qué le vamos a hacer? Sólo tenemos un salón de bailes y somos miles. En el salón quizás quepan trescientos o cuatrocientos. Y allí venden una cerveza muy mala, hecha por los blancos, que no se parece a la nuestra. Y la policía nos vigila como si fuéramos niños. ¿Qué esperabas?
Esas palabras amargas no afectan a Jabavu porque no responden a lo que ella considera cierto, sino a lo que ha oído decir en algún discurso. Además, está asombrado de que ella pueda beber ese licor tan a menudo y seguir viva. Descansa la cabeza en una mano y se balancea adelante y atrás, gimiendo. Luego el balanceo lo marea, así que permanece quieto. De nuevo pasa el tiempo y la oscuridad empieza a instalarse fuera.
–Caminemos un poco –propone ella–. Así se nos pasa el mareo.
Jabavu abandona la cama con escaso equilibrio y pasa a la sala. Ella lo sigue. La señora Kambusi los oye, asoma la cabeza por la puerta y, con voz dulce, educada y desdeñosa, pregunta:
–Bueno, mi buen amigo, ¿qué te parece el skokian?
Jabavu baja la mirada y contesta:
–Madre, nunca volveré a probar esa bebida.
Ella lo mira como si fuera a decirle: eso ya lo veremos. Luego, pregunta:
–¿Quieres comer algo?
Jabavu se estremece y, superando el mareo, dice:
–Madre, nunca volveré a comer.
La chica, en cambio, interviene:
–No tienes ni idea. Sí, vamos a cenar. Será bueno para el mareo.
La señora Kambusi asiente y desaparece por la puerta; salen los dos a caminar, moviéndose como gallinas enfermas entre las chabolas de planchas y sacos y luego llegan a la zona de hierba sucia y desmañada.