Authors: Doris Lessing
Íbamos en busca de comida. Eso decíamos a todas horas. Cualquier cosa que cazáramos serviría de alimento para «la casa», o para los sirvientes de la casa, o para «los barracones». No en vano cazábamos en función de una ley más moderna que la necesidad de alimento, y lo sabíamos, y por eso siempre teníamos algún remordimiento a propósito de aquellas expediciones y a menudo optábamos por regresar con las manos vacías. Íbamos de caza porque a mi hermano le habían regalado un rifle nuevo y eficaz que tumbaría (infaliblemente, si lo llegaba a disparar) pájaros de cualquier tamaño; también otros animales pequeños y, a menudo, caza mayor como antílopes y martas cibelinas. Cazábamos porque teníamos un arma. Y, como teníamos un arma, debíamos tener perros de caza, lo cual, por diversas razones, hacía menos desagradable todo el asunto.
Íbamos de camino hacia la Gran Cañada, distinta de la Cañada Grande, que quedaba a unos ocho kilómetros en otra dirección. La Cañada Grande estaba quemada y erosionada y los charcos solían secarse pronto. No nos gustaba ir. Sin embargo, para llegar a la Gran Cañada, que era hermosa, teníamos que cruzar el desagradable monte «por la parte trasera de la colina». Aquellos nombres rituales para distinguir las partes de la granja más bien respondían a nuestras diversas regiones mentales. «Ir a la Gran Cañada» tenía aire de cuento de hadas, precisamente porque antes había que cruzar la región del monte desagradable y aterrador. Es cierto que siempre nos daba miedo, y no sin razón: nos parecía hostil y lo cruzábamos deprisa, sabiendo que al superar aquel peligro nos ganábamos la paz de aguas corrientes de la Gran Cañada. Sólo una parte de ésta pertenecía a nuestra granja; la frontera con la siguiente granja la cruzaba por el centro, trazada por la mirada al ir de un afloramiento silvestre a una charca, pasando por un hormiguero. El valle estaba cubierto de hierba y los árboles crecían a lo alto y a lo ancho a ambos lados del agua, que creaba una zona, de unos tres cuartos de kilómetro, en la que el intenso verdor de la vegetación se veía interrumpido por charcas marrones que reflejaban el cielo. Aquello sí era monte antiguo, y nunca se habían talado los árboles: la Gran Cañada tenía el aspecto inevitable del monte natural: la sensación de que ninguna rama, ninguna mata, ningún zarzal, ningún afloramiento rocoso podía haber estado en un lugar distinto del que ocupaba, ni siquiera haber crecido en otro ángulo.
Las charcas estaban siempre llenas. El agua tenía un tinte marrón claro y en el fondo fangoso se notaba un ligero movimiento de criaturas, mientras que en su superficie rizada aparecían urracas, colibríes y toda clase de pájaros de colores vivos cuyos nombres no conocíamos. En los exuberantes márgenes descansaban los nenúfares con sus preciosas hojas acuáticas.
En aquel paraíso había que entrenar a los perros.
Durante las primeras vacaciones, que duraban hasta seis semanas, mi hermano fue infatigable y cada semana emprendimos la marcha después del desayuno. En la Gran Cañada yo me sentaba al borde de una charca, bajo algún espino, y soñaba con los ojos abiertos al son de las ondas que mis pies trazaban en el agua al agitarse mientras mi hermano, armado con el rifle, varas de diversos tamaños, terrones de azúcar y pedacitos de carne mechada, obligaba a los perros a seguir ciertos pasos. De vez en cuando, movida acaso porque el sol que se colaba entre las ramas del espino me quemaba los hombros, me daba la vuelta para mirar a las tres criaturas, que trabajaban con esfuerzo a unos cien metros, en algún claro de arena. Lo más normal era que Jock se hiciera el muerto, o mantuviera la cabeza entre las patas, mientras fijaba la vista con atención en la cara de mi hermano. También solía sentarse como la estatua de un perro, de un perro dorado, admirablemente obediente. Lo más probable, por otra parte, era que Bill estuviera tumbado boca arriba, con las cuatro patas al aire y la cabeza estirada de tal modo que quedaba recto desde el hocico hasta la punta de la cola para que todo su pelaje manchado recibiera el calor del sol. Entre mis perezosos pensamientos, se colaban las palabras: «Buen perro, Jock, sí, buen perro. Idiota, Bill, estás loco, ¿por qué no trabajas como Jock?» Y mi hermano, con la cara enrojecida y sudorosa, se acercaba, se dejaba caer a mi lado y decía:
–Todo es por culpa de Bill, que le da mal ejemplo. Claro, Jock no entiende por qué tiene que esforzarse si Bill se pasa todo el rato jugando.
Bueno, puede ser que la culpa del fracaso del entrenamiento fuera mía. Si hubiera prestado mi atención rigurosa y concentrada al asunto del chico y los dos perros, como bien sabía que se esperaba de mí, tal vez hubiéramos terminado con una panda de animales eficaces y obedientes, dispuestos a morir, a pegarse a los talones, a salir disparados en busca de la pieza. Tal vez.
Al llegar las siguientes vacaciones, mi desintegración moral ya había surtido efecto. Mi padre se quejaba de que los perros no obedecían a nadie. Exigía entrenamiento, serio y sin tregua. Mi hermano y yo veíamos que mi madre malcriaba a Jock y regañaba a Bill y llegamos a un acuerdo tácito. Nos íbamos a la Gran Cañada pero al llegar allí holgazaneábamos entre las charcas, mientras los perros hacían lo que les daba la gana y descubrían los gozos de la libertad.
Los usos del agua, por ejemplo. Jock, cauteloso como siempre, tanteaba las charcas con una pata antes de adentrarse hasta el pecho, manteniendo siempre el hocico por encima de las ondas y lamiéndolas con alegres ladridos de reconocimiento, o de entusiasmo. Luego se adentraba del todo y nadaba arriba y abajo, o rodeaba aquellas charcas marrones a la sombra verdosa de algún espino. Mientras tanto, Bill encontraba alguna charca poco profunda y se dedicaba a su juego favorito. Arrancaba a unos veinte metros del borde, se lanzaba ladrando con estruendo por encima de la hierba y luego cruzaba la charca: no es que nadara por su superficie, sino que la sobrevolaba. Salía por el otro lado, subía por la pared de la cañada, trazaba un arco grande, volvía, daba la vuelta otra vez... y otra y otra y otra. Levantaba grandes olas de agua marrón hasta el cielo, que luego se desplomaban sobre la charca mientras él seguía ladrando excitado.
Ése era uno de los juegos. Si no, se perseguían como enemigos arriba y abajo a lo largo de los seis kilómetros de la cañada y cuando uno atrapaba al otro se oían los gruñidos y los alaridos y un rumor de pelea que parecía de verdad. A veces acudíamos a separarlos, una interferencia que resentían; en cuanto los soltábamos, uno de los dos salía corriendo, impulsado sobre las patas traseras, y el otro lo perseguía feroz y silencioso. Podían llegar a correr dos o tres kilómetros hasta que uno saltaba al cuello del otro y lo tumbaba. Este juego también se repetía una y otra vez, así que cuando finalmente se volvieron salvajes en seguida supimos cómo mataban a los jabalís y ciervos que se comían.
En algunas mañanas de frivolidad perseguían mariposas mientras mi hermano y yo remojábamos los pies en una charca y los mirábamos. Una vez, con mucha solemnidad, como si representara una parodia del ridículo (ya terminado, gracias a Dios) del «busca, busca» y del «aquí, aquí», Jock nos trajo entre las mandíbulas una mariposa grande, naranja y negra, con sus delicadas alas rotas y un estallido naranja manchándole los labios peludos. La soltó delante de nosotros, mantuvo a la temblorosa criatura en el suelo con una pata y luego se agachó, señalándola con el hocico. Puso los ojos en blanco, con una hipocresía perversa, como si dijera: «Mirad, una mariposa, soy un perro bueno». Mientras tanto, Bill saltaba y ladraba, un perrito negro dando botes hacia el gran cielo azul en pos de las alas flotantes de colores. No se había enterado de la captura de Jock. Pero los dos sabíamos que aquella clase de comentario perverso era mucho más propio de él que de Jock, y de hecho mi hermano dijo:
–Bill ha corrompido a Jock. Estoy seguro de que Jock no se volvería tan salvaje si no se lo enseñara Bill. Lo lleva en la sangre.
Sin embargo, por desgracia, aún no teníamos idea de lo que significaba «volverse salvaje». Durante un par de años todavía se usó esa expresión para nombrar pequeños actos de indisciplina, cometidos mayormente por Bill.
Por ejemplo, una vez Bill se coló por una plancha suelta de un chamizo que servía de almacén y se puso a comer sin parar huevos, pasteles, pan, un pedazo de ternera, una pintada espléndida, medio jamón. Luego no podía salir. A la mañana siguiente parecía un perro hinchable, rodaba por el suelo y gemía en la agonía de sus excesos de indulgencia. «Eres un perro tonto, Bill. Jock nunca haría eso, es demasiado inteligente para no darse cuenta de que si comiera tanto se inflaría.»
Luego le dio por comerse los huevos de los nidos, delito por el que en las granjas se dispara a los perros. Bill estuvo a punto de sufrir ese destino. De hecho, lo pillaron saliendo de un gallinero con el hocico lleno de plumas y yema de huevo en el morro. Y entre la paja de los nidos había un amasijo que rezumaba babas bancas y amarillas. Cuando Bill se acercaba, las aves se ponían a cacarear y agitaban las plumas. Primero, el cocinero le dio tal paliza que se oyeron sus aullidos en toda la granja. Luego mi madre vació unos huevos, los rellenó con una solución de mostaza y los dejó en los nidos. Por supuesto a la mañana siguiente se armó un alboroto de aullidos y chillidos: no había aprendido nada con las palizas. Al salir nos encontramos a un perro marrón que corría como loco en círculos de agonía con la lengua fuera mientras el sol se alzaba rojo sobre las montañas negras: un estupendo telón de fondo para una escena desgraciada. Mi madre se ocupó de sus mandíbulas inflamadas, se las lavó con agua caliente y le dijo: «Bueno, Bill, será mejor que aprendas si no te quieres enfrentar al pelotón de fusilamiento».
Aprendió, pero no fue fácil. Más de una vez, mi hermano y yo madrugamos para salir de cacería, nos plantamos ante la casa en el silencio del alba, con el cielo gris y lejano por encima, el perfil de las montañas apenas empezando a enrojecer y los grandes espacios de monte silencioso sumidos aún en la oscuridad de la noche. Olisqueábamos la leve nitidez del rocío y el pesado olor del monte, nocturno y somnoliento, y sentíamos la dureza del frío en las mejillas. Nos quedábamos quieto y silbábamos bajito para que acudieran los perros desde dondequiera que hubiesen decidido dormir. Pronto aparecía Jock, bostezando y arrastrando la cola de un lado a otro. Bill, no: entonces lo veíamos, sentado sobre las patas traseras delante del gallinero, con el hocico apoyado entre la alambrada y los ojos cerrados para concentrarse en el anhelo del cálido y delicioso rezumar de los huevos frescos. Nos teníamos que tapar la boca y nos retorcíamos de risa en silencio para no despertar a nuestros padres. Las mañanas en que salíamos de caza y nos llevábamos a los perros, sabíamos que antes de recorrer siquiera un kilómetro Jock o Bill saldrían disparados ladrando hacia un matorral; el otro levantaría el hocico y saldría detrás. Luego oiríamos alejarse su doble ladrido alocado, junto con los crujidos provocados por sus dos cuerpos y, a menudo, el alboroto de cualquier animal al que hubieran sorprendido durmiendo, descansando, o simplemente esperando que termináramos de pasar. En esos momentos podíamos buscar alguna pieza de caza que de ningún modo se nos habría presentado si los perros hubiesen seguido a nuestro lado. Podíamos concentrarnos en el largo acecho de alguna marta cibelina, o de un par de antílopes pequeños. A menudo nos quedábamos horas mirándolos, temerosos de que regresaran Jock y Bill y pusieran fin a aquel placer tan particular. Recuerdo que una vez vimos un atisbo de un antílope que pastaba en los límites de la zona de la granja que aún permanecía en penumbra. Echamos cuerpo a tierra y nos arrastramos entre la hierba alta, sin poder ver si el antílope seguía allí. Poco a poco, se iba abriendo el campo ante nosotros, una masa de grandes terrones negros. Alzamos la cabeza con cautela y allí delante, en la orilla de aquel mar de tierra, apenas un par de brazadas más allá, había tres antílopes pequeños mirando hacia el lado contrario, por donde estaba a punto de salir el sol. Eran tres siluetas oscuras, casi inmóviles. Al otro lado del campo, los grandes pedazos de tierra se teñían de un oro rojizo. La tierra giraba hacia el sol a tal velocidad que la luz se derramaba corriendo de un montón de tierra al siguiente para cruzar el campo como llamas que saltaran entre largos tallos de hierba, empujadas por un fuerte viento. La luz alcanzó a los antílopes, trazó sus siluetas con oro cálido. Bestezuelas relucientes ante la inminente salida del sol. Empezaron a embestirse: levantaban los cuartos traseros y los dejaban caer de golpe con taconazos de bailarines. Alzaban al aire sus afiladas cornamentas y se atacaban con cortas pero rabiosas embestidas. El sol ya lucía en lo alto. Tres antílopes pequeños bailaban junto al límite del espeso monte verde en que nos escondíamos y la tenue luz calentaba sus lomos dorados. El sol se separó del perfil de las colinas y se volvió enorme, amarillo, tranquilo; un cálido tono amarillo invadía el mundo; las criaturas dejaron de bailar y se alejaron caminando lentamente, agitando sus colas blancas y alzando sus hermosas cabezas, para desaparecer entre los matorrales.
De no ser porque los perros estaban a kilómetros de distancia, nunca los hubiéramos visto.
De hecho, si servían para algo era precisamente por su indisciplina. Si nos queríamos asegurar de conseguir algo para comer, les atábamos unas cuerdas a los collares hasta que oíamos el leve tintineo de las pintadas al correr entre los matorrales. Entonces los desatábamos. Los perros salían de inmediato hacia las aves, que alzaban el vuelo con torpeza, como si fueran mantones llevados por el viento, sobresaliendo apenas entre la hierba, con las mandíbulas de los perros afanándose por debajo. No querían más que aterrizar inadvertidas entre la hierba, pero siempre se veían obligadas a elevarse con esfuerzo hacia los árboles, pese a la flaqueza de sus alas. A veces, si era una bandada numerosa, hasta una docena de árboles podían quedar pespunteados por las figurillas negras de las pintadas, silueteadas contra el cielo del alba, o del crepúsculo. Se quedaban mirando a los perros ladradores y no se fijaban en nosotros. Mi hermano y yo –pues ni siquiera yo podía fallar en esas condiciones– separábamos las piernas para reafirmar el equilibrio, escogíamos un ave, apuntábamos y disparábamos. La carcasa caía a las inquietas mandíbulas que la esperaban debajo. Mientras tanto, escogíamos otro pájaro y disparábamos. Con las dos aves atadas por las patas, y tras justificar la utilidad del rifle que ahora pendía con orgullo de nuestros brazos, volvíamos a casa paseando por los matorrales de nuestra infancia encantada, cargados del aroma del sol. Los perros, por pura educación, nos escoltaban durante una parte del camino y luego se iban a cazar por su cuenta. A esas alturas, las pintadas eran piezas demasiado mansas para ellos.