Authors: Doris Lessing
–Va a venir esta noche. Estoy segura.
–¿Tú crees? –preguntó Willie en tono serio, pues tenía un gran respeto por el conocimiento irracional de Jane–. Bueno, no te preocupes. Estaremos preparados para recibirlo.
–Si al menos me dejara hablar con él –dijo Jane.
–¿Hablar con él? –protestó Willie. ¡Y un cuerno! Lo meteré en la cárcel. Es el único lugar que le corresponde.
–Pero Willie... –protestó Jane, sabiendo perfectamente que Tembi debía ir a la cárcel.
Aún no serían las ocho.
–Tendré la pistola junto a la cama –planificó Willie–. ¿Verdad que robó un arma en la granja del río? Debe de ser peligroso.
Los ojos azules de Willie ardían. Caminaba arriba y abajo por la habitación, con las manos en los bolsillos, alarmado e inquieto: parecía disfrutar de la idea de capturar a Tembi y precisamente por eso Jane se dio cuenta de que se mostraba fría con él. En ese momento sonó algo en la habitación contigua. Se levantaron ambos de golpe y llegaron juntos a la entrada. Ahí estaba Tembi, mirándolos, con las manos vacías a ambos lados del cuerpo. Había crecido, pero seguía pareciendo el mismo niño ágil y flaco, con su cara delicada y sus grandes y elocuentes ojos. Al ver aquellos ojos, Jane exclamó con debilidad.
–Willie...
Willie, sin embargo, caminó hasta Tembi y, aunque éste no ofrecía resistencia, lo tomó por un brazo.
–Granuja –dijo, en tono enfadado, aunque más propio para dirigirse a un muchacho travieso sorprendido en el acto de robar fruta que a un ladrón peligroso acusado de asaltar más de una casa.
Tembi no respondió a Willie; tenía la mirada fija en Jane. Estaba temblando; apenas parecía un chiquillo.
–¿Por qué no has venido cuando te he llamado? –preguntó Jane–. Eres un insensato, Tembi.
–Tenía miedo, señorita –dijo Tembi, con poco más que un susurro.
–Pero te he dicho que no avisaría a la policía –le recordó Jane.
–Cállate, Jane –ordenó Willie–. Claro que vamos a llamar a la policía. ¿Cómo se te ocurre? –Como si necesitara recordarse a sí mismo algo importante, añadió–: Al fin y al cabo, es un delincuente.
–No soy un niño malo –murmuró Tembi, implorante, dirigiéndose a Jane–. Señorita, mi señorita. No soy un niño malo.
Sin embargo, a Jane se le había ido el asunto de las manos; se lo había transferido a Willie.
Willie no parecía estar seguro de qué hacer. Finalmente, caminó con determinación hacia el armario, sacó su rifle y se lo pasó a Jane.
–Tú quédate aquí –ordenó–. Voy a llamar por teléfono a la policía.
Salió y dejó abierta la puerta, mientras Jane sostenía entre las manos el gran rifle y esperaba el sonido del teléfono.
Desesperada, miró el arma, la apoyó contra la cama y murmuró:
–Tembi, ¿por qué robas?
Tembi agachó la cabeza y contestó:
–No lo sé, señorita.
–Pero tienes que saberlo...
No hubo respuesta. Las lágrimas rodaban por las mejillas de Tembi.
–Tembi, ¿te gustó Johannesburgo? –Sin respuesta–. ¿Cuánto tiempo pasaste allí?
–Tres años, señorita.
–¿Por qué volviste?
–Me metieron en la cárcel, señorita.
–¿Por qué?
–No tenía salvoconducto.
–¿Te escapaste de la cárcel?
–No, estuve un mes allí y luego me soltaron.
–¿Eras tú el que robaba en todas las casas de por aquí?
Tembi asintió sin levantar la mirada del suelo.
Jane no sabía qué hacer. Se repetía a sí misma con firmeza: «Es un chico peligroso, apenas sin escrúpulos, y es muy listo». Volvió a coger el rifle, pero su peso, aquel objeto hostil y frío, le daba pena. Lo dejó bruscamente.
–Mírame, Tembi –susurró.
Fuera, en el pasillo, Willie hablaba con voz firme y confiada:
–Sí, sargento, lo tenemos aquí. Hace años trabajaba para nosotros. Sí.
–Mira, Tembi –susurró Jane con rapidez–. Voy a salir de la habitación. Tienes que escapar a toda prisa, ¿cómo has entrado? –Era la primera vez que se le ocurría. Tembi miró por la ventana. Jane vio que las barras de la reja estaban forzadas de tal modo que una persona muy delgada pudiera pasar entre ellas de lado–. Debes de ser fuerte –dijo–. Bueno, no hace falta que salgas por ahí. Vete por esa puerta. –Señaló la puerta que llevaba al cuarto de estar–. Y luego sales al porche y te vas corriendo hacia el monte. Vete a otro distrito, búscate un trabajo honrado y deja de robar. Ya hablaré con el baas. Le pediré que le diga a la policía que se ha equivocado. Bueno, venga, Tembi...
Terminó de hablar y salió al pasillo, donde Willie seguía al teléfono, de espaldas a ella.
Alzó la cabeza, la miró con expresión de incredulidad y dijo:
–Jane, estás loca. –Luego, de nuevo al teléfono–: Sí, vengan corriendo. –Colgó el teléfono, se volvió hacia Jane y preguntó–: Sabes que lo volverá a hacer, ¿verdad?
Echó a correr hacia la habitación.
No hacía ninguna falta correr. Tembi estaba allí, exactamente donde lo habían dejado, frotándose los ojos con los puños como una criatura.
–Te he dicho que huyeras –dijo Jane, enfadada.
–Está loco –dijo Willie.
Entonces, igual que había hecho Jane un momento antes, Willie cogió el rifle, se sintió estúpido sosteniéndolo y lo volvió a dejar.
Willie se sentó en la cama y miró a Tembi con la expresión propia del que acaba de ser derrotado por la inteligencia del oponente.
–Bueno, maldita sea –dijo–. Esto sí que me supera.
Tembi permanecía en el centro de la habitación, con la cabeza gacha, llorando. Jane también lloraba. Willie se enfadaba, cada vez más irritable. Al final salió de la habitación dando un portazo y exclamó:
–¡Maldita sea! ¡Todo el mundo se ha vuelto loco!
Pronto llegó la policía y no hubo ninguna duda sobre lo que debía hacerse. Tembi asintió en respuesta a todas las preguntas: lo admitió todo. Le pusieron las esposas y se lo llevaron en un coche de la policía.
Al final Willie regresó a la habitación, donde Jane seguía llorando en la cama. Le palmeó un hombro y dijo:
–Déjalo ya. Se terminó. No podemos hacer nada.
Jane dijo entre sorbetones:
–Sólo está vivo por mí. Eso es lo más terrible. Y ahora irá a la cárcel.
–Ellos no piensan nada de la cárcel. No es una desgracia como para nosotros.
–Pero será uno de esos nativos que se pasan la vida entrando y saliendo de la cárcel.
–Bueno, ¿y qué? –preguntó Willie. Con la exasperación amable y controlada, propia de un marido, alzó a Jane y le ofreció su pañuelo–. Déjalo ya, viejita. Déjalo. Estoy cansado. Me quiero acostar. He pasado un infierno recorriendo esas malditas calles todo el día y mañana tengo una jornada muy pesada con el tabaco.
Se empezó a quitar las botas.
Jane paró de llorar y se desvistió también.
–Hay algo terrible en todo esto –dijo, inquieta–. No lo consigo olvidar. –Por fin, añadió–: ¿Qué quería, Willie? ¿Qué será lo que quería durante todo este tiempo?
(The Old Chief Mshlanga)
Fueron buenos los años en que deambulaba por los montes de la granja de su padre, en su mayor parte en desuso –como en todas las granjas de los blancos– apenas interrumpidos de vez en cuando por pequeñas extensiones de cultivos. Entre medio, nada más que árboles, la hierba alta y poco densa, espinos, cactus, barrancos, más hierba, algún cultivo, más espinos. Y aquel saliente de roca, expulsado del cálido suelo de África en una era inimaginable y lejana, lleno de huecos y espiras por la acción del sol y por un viento que había recorrido miles de kilómetros de espacio y de monte, aquella roca capaz de sostener el peso de una chiquilla cuyos ojos no veían más que un pálido río flanqueado por sauces, un pálido castillo brillante... La niña que cantaba: «Voló la telaraña y quedó suspendida, el espejo agrietado de lado a lado...».
Cuando se abría camino ente las islas verdes de tallos de maíz, con las hojas arqueadas como catedrales en cuya superficie la luz que caía de la lejanía dibujaba venas, con la espesa y rojiza tierra bajo sus pies, un fino lazo de parasitaria roja invocaba una figura negra agazapada que graznaba premoniciones: la bruja del norte, hija de los fríos bosques nórdicos, se plantaba ante ella entre los cereales y eran los propios campos los que se desvanecían y desaparecían, dejándola entre las retorcidas raíces de un roble, bajo la nieve densa, suave y blanca que caía, mientras el fuego del leñador brillaba enrojecido para darle la bienvenida en el espesor de los troncos de los árboles.
Se suponía que una niña blanca, con los ojos abiertos por la curiosidad ante un paisaje teñido por el sol, un paisaje descarnado y violento, debía aceptarlo como propio, considerar a los árboles msasa y a los espinos como familiares, sentir que su sangre circulaba con libertad y respondía al pulso de las estaciones.
Aquella niña no veía los msasa, ni los espinos, tal como eran. Sus libros estaban llenos de cuentos de hadas lejanas, sus ríos discurrían lentos y pacíficos, y ella conocía la forma de las hojas de un haya, o un roble, los nombres de las criaturas que vivían en los arroyos ingleses, ajenas a la expresión the veld que identificaba las secas llanuras africanas, aunque ella no podía recordar otra cosa.
Por eso, durante muchos años, lo que le pareció irreal fue precisamente la llanura; el sol era ajeno y el viento hablaba un idioma extranjero.
Los negros de la granja eran tan ajenos como los árboles y las rocas. Formaban una masa negra amorfa que se mezclaba, se espesaba y se fundía como los renacuajos, sin rostro, gente que existía tan sólo para servir, para decir: «Sí, baas», aceptar el dinero y desaparecer. Cambiaban en cada estación, iban de una granja a la siguiente en función de sus necesidades excéntricas, necesidades que ella no tenía por qué entender, venían tal vez desde centenares de kilómetros al norte o al este, y al cabo de unos pocos meses se iban... ¿Adónde? Tal vez a lugares tan lejanos como las legendarias minas de Johannesburgo, en las que la paga superaba con mucho los pocos chelines mensuales y los dos puñados de cereales dos veces al día que ganaban en aquella parte de África.
La niña había aprendido a tenerlos por cosa cierta: los sirvientes de la casa recorrerían cientos de metros corriendo para recoger un libro si ella lo dejaba caer. La llamaban nkosikaas, jefa, incluso los niños negros de su misma edad.
Más adelante, cuando la granja se le quedó pequeña a su curiosidad, llevaba un arma bajo el brazo y recorría kilómetros cada día, de un valle a otro, de colina en colina, acompañada por sus dos perros: los perros y el arma eran un escudo contra el miedo. Porque de ellos no debía temer nada.
Si aparecía un nativo a la vista por los caminos de los africanos a más de medio kilómetro de distancia, los perros lo perseguían y lo obligaban a refugiarse en un árbol como si fuera un pájaro. Si objetaba (en su lenguaje burdo, que resultaba por sí mismo ridículo) era una desfachatez. Si uno estaba de buen humor, podía considerarlo digno de risa. Si no, seguía caminando, sin apenas dedicar una sola mirada al hombre enfadado en el árbol.
En las raras ocasiones en que los niños blancos se entretenían juntos, podían divertirse saludando a un nativo que pasara por allí para convertirlo en un bufón; podían soltarle los perros y ver cómo corría; podían burlarse de algún negrito como si fuera una marioneta; en cambio, no podían tirar piedras o palos a un perro sin sentirse culpables.
Con el tiempo, se presentaron ciertas preguntas en la mente de la niña. Como las respuestas no eran fáciles de aceptar, quedaron silenciadas por unas maneras aún más arrogantes.
Ni siquiera se podía pensar en los negros que trabajaban en la casa como amigos, pues si hablaba con uno de ellos llegaba corriendo su madre, presa de la ansiedad: «Fuera de aquí. No hables con los nativos».
Era esa conciencia impuesta del peligro, de la presencia de algo desagradable, lo que le facilitaba reírse a carcajadas, cruelmente, si un sirviente se equivocaba al hablar en inglés, o si no era capaz de entender una orden: hay un tipo de risa que responde al miedo, que se teme a sí misma.
Una noche, cuando tenía unos catorce años, iba caminando por el límite de un campo de cereales recién labrado, en el que los grandes terrones rojos se veían frescos y revueltos contra el valle, como un rojizo mar picado; era esa hora silenciosa para escuchar, cuando los pájaros lanzan sus tristes cantos de un árbol a otro y todos los colores de la tierra, del cielo y de las hojas parecen profundos y dorados. Llevaba el rifle sobre el codo plegado y los perros me seguían los talones.
Delante de mí, tal vez a pocos cientos de metros, un grupo de tres africanos salió de detrás de un hormiguero enorme. Silbé para que los perros se pegaran a mis faldas, dejé que el rifle me colgara de la mano y avancé, esperando que se echaran a un lado y despejaran el camino con respeto para que pasara yo. Sin embargo, siguieron andando sin perder el paso y los perros me miraron, en espera de mi señal para salir a por ellos. Estaba enfadada. Era una desfachatez que un nativo no despejara el camino en cuanto te veía llegar.
Delante iba un anciano que descansaba el peso en un bastón, con el pelo entrecano y una oscura manta roja echada a los hombros como una capa. Detrás, los dos jóvenes cargados con tiestos, azagayas y hachuelas.
No era un grupo habitual. No eran nativos en busca de trabajo. Tenían un aire de dignidad, de andar ocupados en sus propias cosas. Fue su dignidad lo que refrenó mi lengua. Seguí andando despacio, hablando en voz baja con mis perros ladradores, hasta que estuve a unos diez pasos. Entonces el anciano se detuvo y se cerró la manta.
–Buenos días, nkosikaas –dijo, usando el saludo habitual para cualquier hora del día.
–Buenos días –contesté–. ¿Adónde van? –Mi voz sonó un tanto agresiva.
El hombre dijo algo en su propio idioma y luego uno de los jóvenes dio un paso adelante educadamente y habló en un inglés cuidadoso:
–Nuestro jefe viaja para ver a sus hermanos del otro lado del río.
«¡Un jefe!», pensé, comprendiendo el orgullo que llevaba a aquel hombre a permanecer frente a mí como si tuviera la misma categoría que yo; o más aun, pues él mostraba una cortesía de la que yo carecía.
El anciano volvió a hablar, exhibiendo su dignidad como si fuera un adorno heredado, siempre a diez pasos de distancia, flanqueado por su séquito; en vez de mirarme (eso hubiera sido grosero), fijaba la vista en algún punto de los árboles, por encima de mi cabeza.