Authors: Doris Lessing
Durante un mes, la madre del pequeño Tembi lo llevó cada día a la casa, en parte para asegurarse de que no recayera y en parte porque Jane le había tomado cariño. Cuando estuvo recuperado y dejó de acudir a la clínica, Jane empezó a preguntar por él al cocinero y de vez en cuando enviaba un mensaje para que se lo llevaran. La madre aparecía entonces sonriendo en la puerta trasera con el pequeño Tembi a la espalda y con su hermano mayor pegado a sus faldas, y Jane bajaba los escalones, sonreía encantada y esperaba impaciente hasta que consiguieran retirar la tela que cubría la espalda de la madre para ver a Tembi acurrucado, chupándose un dedo con sus grandes ojos solemnes y negros y la otra mano cerrada en torno a las ropas de su madre para obtener algo de seguridad. Jane se lo llevaba dentro para enseñárselo a Willie.
–Mira –decía con ternura–, aquí está mi pequeño Tembi. ¿Verdad que es un negrito delicioso?
Tembi se convirtió en un muchacho tímido y regordete, que se tambaleaba inseguro cuando abandonaba los brazos de la madre para acercarse a Jane. Más adelante, cuando aprendió a caminar con firmeza, echaba a correr hacia ella y se reía cuando Jane lo levantaba en sus brazos. Siempre había fruta y dulces para él cuando visitaba la casa, siempre un abrazo de Jane y una sonrisa de buen humor por parte de Willie.
El niño tenía dos años cuando Jane dijo a su madre: «Este año, cuando lleguen las lluvias, yo también tendré un hijo». Y las dos mujeres, pese a sus diferencias raciales, compartieron la felicidad de los hijos por venir: la mujer negra esperaba el tercero.
Tembi iba con ella cuando acudió a visitar la cunita del nuevo niño blanco. Jane alargó una mano para tocarlo y dijo:
–Tembi, ¿cómo estás? –Luego sacó a la criatura de la cuna, se la mostró y añadió–: Ven a ver a mi niño, Tembi.
Pero éste dio un paso atrás como si tuviera miedo y se echó a llorar.
–No seas tonto, Tembi –dijo Jane con cariño.
Envió a su ayudante a buscar fruta para regalársela. No le dio el regalo personalmente porque estaba ocupada sosteniendo a su hijo.
Se concentró mucho en su nuevo interés y pronto descubrió que volvía a estar embarazada. No se olvidó del pequeño Tembi, pero empezó a pensar en él como lo que realmente había sido: aquel bebé al que había amado con tanta melancolía cuando no tenía hijos. Una vez vio a su madre andando por uno de los caminos de la granja con un niño de la mano y le preguntó:
–¿Dónde está Tembi?
Luego se dio cuenta de que aquel niño era Tembi. Lo saludó, pero más tarde le dijo a su marido:
–Ay, querido, qué pena cuando se hacen mayores, ¿verdad?
–No se puede decir que se haya hecho mayor todavía –contestó Willie, mirando con sonrisa indulgente a Jane, que permanecía sentada con sus dos hijos en el regazo–. Cuando ya sean una docena no los podrás tener encima como ahora –bromeó.
Habían decidido esperar un par de años y luego tener algunos más; Willie venía de una familia de nueve hermanos.
–¿Quién ha hablado de una docena? –preguntó ella con aspereza, por provocarlo.
–¿Por qué no? –contestó Willie–. Nos lo podemos permitir.
–¿Y cómo crees que me las voy a arreglar con todo? –gruñó Jane amablemente.
Estaba muy atareada. No había reducido su ritmo de trabajo en la clínica; seguía ocupándose personalmente de encargar y planificar la dieta de los trabajadores; y cuidaba de sus hijos sin ayuda. Ni siquiera tenía la clásica niñera nativa. Ciertamente, no se la podía culpar por haber perdido el contacto con el pequeño Tembi.
Pensó en él una noche mientras Willie mantenía la conversación habitual con el capataz sobre los trabajos de la granja. Necesitaba más mano de obra, había llovido mucho y las tierras estaban llenas de malas hierbas. Por muy rápidas que trabajaran las cuadrillas de nativos en el campo, parecía que las malas hierbas crecieran más altas que nunca. Willie sugirió que tal vez se pudiera separar de sus madres durante unas pocas semanas a los niños más crecidos. Ya habían contratado a un grupo de negritos, de edades comprendidas entre los nueve y los quince años, para tareas ligeras; sin embargo, no estaba seguro de que todos los niños disponibles estuvieran trabajando. El capataz dijo que haría lo que pudiera.
Como consecuencia de aquella conversación, un día uno de los pinches de la cocina los llamó desde la puerta delantera para que salieran a ver al pequeño Tembi, que tendría ya unos seis años, plantado con orgullo junto a su padre, que sonreía como él.
–Aquí tienen a un hombre para trabajar –dijo el padre, dirigiéndose a Willie.
Empujó hacia delante a Tembi, que se tambaleó como un becerrito y se quedó quieto, con la cabeza gacha y los dedos de una mano metidos en la boca. Parecía tan pequeñito y tan solo que Jane se compadeció y exclamó:
–¡Willie, pero si todavía es un niño!
Tembi iba casi desnudo, salvo por un cordoncillo de cuentas azules pegado a la piel a la altura de la tripa inflada. El padre de Tembi les contó que su otro hijo, que tenía ocho años, llevaba ya un año pastoreando becerros y no había ninguna razón por la que Tembi no pudiera ayudarlo.
–Es que no necesito dos chicos para becerros –protestó Willie. Luego, se dirigió a Tembi–: Y tú, grandullón, ¿cuánto quieres ganar?
Tembi bajó aún más la cabeza, retorció los pies sobre la tierra y murmuró:
–Cinco chelines.
–¡Cinco chelines al mes! –exclamó Willie, indignado–. ¿Y qué más? Vaya, eso lo ganan los negritos a los diez años. –Luego, tras notar en el brazo la presión de la mano de Jane, añadió enseguida–: Bah, venga, cuatro y seis peniques. Que ayude a su hermano con los becerros.
Jane, Willie, el pinche y el padre de Tembi se rieron benévolamente cuando el crío alzó la cabeza, sacó aun más la tripa y echó a andar por el camino, reluciente de orgullo.
–Bueno –suspiró Jane–. Nunca lo hubiera dicho. ¡El pequeño Tembi! Vaya, parece que fue ayer...
Tembi, premiado con un taparrabos, se sumó a su hermano para cuidar los becerros. Cuando los dos hermanos corrían junto a los animales, todo el mundo se daba la vuelta para mirar con una sonrisa al pequeño negrito, que se contoneaba de placer y se daba aires de importancia al agitar en el aire la ramita que su padre le había cortado en el monte como si fuera un pastor mayor con su rebaño completo de bestias.
Se suponía que becerros debían pasar todo el día cerca de la aldea; cuando se llevaban a las vacas grandes a pastar a los prados, Tembi y su hermano se agachaban debajo de un árbol, contemplaban a los becerros y, si uno amenazaba con escaparse, echaban a correr y gritaban. Tembi aprendió el trabajo durante un año; luego, su hermano fue traspasado al grupo de negritos más mayores, que trabajaban con el azadón. Tembi tenía siete años y era responsable de veinte becerros, algunos más altos que él. Normalmente, de aquel trabajo se hubiera ocupado algún muchacho mayor, pero Willie padecía una escasez crónica de mano de obra, como todos los demás granjeros, y necesitaba de todos los pares de manos disponibles para trabajar en los campos.
–¿Sabes que Tembi ya se ha convertido en todo un pastor? –le dijo un día a Jane, entre risas.
–¿Qué? –exclamó ella–. ¿Ese crío? Qué absurdo.
Por Tembi, miraba con celos a sus hijos; era de esa clase de mujeres que odian la idea de que sus hijos se harán mayores. De momento tenía tres y estaba muy ocupada. Se olvidó del negrito.
Entonces, un día ocurrió una catástrofe. Hacía mucho calor y Tembi se quedó dormido debajo de un árbol. Su padre llegó a la casa, se excusó, incómodo, y explicó que unos becerros se habían escapado, se habían metido en los campos de cereales y habían pisoteado las plantas. Willie se enfadó. Era esa clase de ira inútil e hirviente, que no puede calmarse porque sus causas no tienen remedio: los niños se encargaban de los becerros porque los adultos tenían que dedicarse a trabajos más importantes, y no podía enfadarse realmente con un crío de la edad de Tembi. Willie hizo llevar a Tembi a la casa y le dio un severo sermón sobre el terrible error que había cometido. Cuando se dio la vuelta, Tembi estaba llorando. Se fue tambaleándose hacia los barracones, con la mano de su padre apoyada en un hombro, porque le brotaban tantas lágrimas que no era capaz de dirigir sus propios pasos. Sin embargo, a pesar del llanto y de su contrición, no mucho tiempo después volvió a ocurrir lo mismo. Se quedó dormido en una sombra, bajo un calor narcótico, y al despertarse, hacia el atardecer, todos los becerros se habían metido en los cultivos y habían aplastado hectáreas enteras de cereales. Incapaz de enfrentarse al castigo, echó a correr y se metió llorando en el bosque. Lo encontró su padre aquella misma noche y le dio un par de cachetes en la cabeza por haber huido.
Sin duda, se trataba ya de un asunto serio. Willie estaba indignado. Que pasara una vez..., era mal asunto, pero se podía perdonar. Sin embargo, ¡dos veces en un solo mes! Al principio, en vez de llamar a Tembi, consultó con su padre.
–Hemos de hacer algo que no pueda olvidar, darle una lección –dijo Willie.
El padre de Tembi contestó que el niño ya había recibido su castigo.
–¿Le has pegado? –preguntó Willie. Sabía que los africanos no pegan a sus hijos, o lo hacen tan rara vez que era poco probable que hubieran pegado realmente a Tembi–. ¿Me estás diciendo que le has pegado? –insistió.
–Sí, baas –contestó el hombre.
Por su forma de apartar la mirada, Willie supo que no era verdad.
–Oye –le dijo–. Esos becerros sueltos me han hecho perder unas treinta libras. No puedo hacer nada. No puedo decirle a Tembi que me las devuelva, ¿no? Y ahora me voy a encargar de que no vuelva a ocurrir. –El padre de Tembi no contestó–. Ve a buscar a tu hijo, tráelo a la casa y corta una vara del bosque para que le dé una paliza.
–Sí, baas –respondió el padre de Tembi, tras una pausa.
Cuando Jane se enteró del castigo, dijo:
–¡Qué vergüenza! ¡Pegar a mi pequeño Tembi...!
Cuando llegó la hora, alejó a sus hijos para evitarles un recuerdo tan desagradable. A Tembi lo llevaron al porche, aferrado a la mano de su padre y temblando de miedo. Willie dijo que no le gustaba tener que pegarle; lo consideraba necesario, en cualquier caso, y estaba dispuesto a pasar por ello. Cogió la vara larga y ligera que sostenía el cocinero, quien había ido al monte a cortarla al ver que el padre de Tembi aparecía sin ella, y la agitó en el aire para que su silbido agudo asustara a Tembi. El niño tembló más que nunca y pegó la cara a los muslos de su padre.
–Ven aquí, Tembi.
Como Tembi no se movía, su padre lo tomó en brazos para acercárselo a Willie.
–Agáchate.
Como Tembi no se agachaba, su padre lo empujó hacia abajo y le escondió la cara entre sus piernas. Luego Willie miró al cocinero, al ayudante y al padre de Tembi con una sonrisa incómoda, pues todos lo contemplaban con rostros serios e inexpresivos, y meneó la vara de arriba abajo sobre la espalda de Tembi; quería que todos vieran que sólo pretendía darle un susto para que aprendiera, por su propio bien. Pero ninguno de ellos le devolvió la sonrisa. Al fin, Willie dijo con voz terrible y solemne:
–¡Ahora, Tembi!
Y entonces, tras haber dotado a la situación de suficiente solemnidad y rabia, fustigó a Tembi levemente tres veces en las nalgas y tiró la vara al monte.
–Ya no lo volverás a hacer, ¿verdad, Tembi?
Tembi guardó silencio ante él, tembloroso, y se negó a devolverle la mirada. Su padre lo tomó amablemente de la mano y se lo llevó a casa.
–¿Ya está? –preguntó Jane, recién aparecida de casa.
–No le he hecho daño –contestó Willie, enfadado. Estaba molesto porque creía que los negros se habían enfadado con él–. Tienen que aprender que una cosa lleva a la otra. Si el niño es mayor para ganar dinero, también lo es para ser responsable. ¡Treinta libras!
–Estaba pensando en nuestro pequeño Freddie –dijo Jane, conmovida.
Freddie era su hijo mayor.
Willie contestó con impaciencia:
–¿Y de qué te sirve pensar en él?
–Ah, de nada, Willie, de nada –contestó Jane, entre lágrimas–. De todos modos, parece terrible. ¿Te acuerdas de cuando Tembi era pequeño, Willie? ¿Recuerdas lo dulce que era?
Willie no podía permitirse recordar en ese momento lo dulce que era Tembi de pequeño; y le molestaba que Jane se lo recordara. Durante un breve instante cruzaron malos sentimientos entre ellos, pero pronto se disolvieron, pues eran buenos amigos y pensaban lo mismo acerca de muchas cosas.
Los becerros no volvieron a escaparse. A fin de mes, cuando Tembi dio un paso adelante para recibir su paga de cuatro chelines y seis peniques, Willie le sonrió y dijo:
–Bueno, Tembi, ¿qué tal va todo?
–Quiero más dinero –dijo Tembi, atrevido.
–¡Qué! –exclamó Willie, asombrado. Llamó al padre de Tembi, quien abandonó el grupo de africanos que permanecía a la espera, para oír lo que quería decirle–. Este gamberro tuyo permite que se le escapen los becerros dos veces y luego dice que quiere más dinero.
Willie lo dijo en voz alta para que pudiera oírlo todo el mundo; resonaron carcajadas entre los trabajadores.
Tembi mantuvo la cabeza alta y dijo en tono desafiante:
–Sí, baas. Quiero más dinero.
–Te voy a poner el culo morado –contestó Willie, indignado apenas a medias.
Tembi se fue con rostro mohíno, sosteniendo las monedas en una mano y seguido por las divertidas miradas de los demás.
Tenía entonces unos siete años y era muy flaco y ágil, aunque conservaba todavía la misma tripa protuberante. Tenía las piernas delgadas y larguiruchas y los brazos más anchos a partir del codo. Ya no lloraba, ni se tambaleaba. Su cuerpecito pequeño y flaco caminaba bien recto y, al parecer, rabioso. Willie olvidó el incidente.
Sin embargo, al mes siguiente el crío volvió a plantarse y exigió con tozudez un aumento. Willie subió su paga a cinco chelines y seis peniques y afirmó con resignación que Jane lo había malcriado. Tembi se mordía los labios de satisfacción por su triunfo y al retirarse dio un par de saltitos que se convirtieron en carrera abierta cuando llegó a los árboles. Seguía siendo el más joven entre los niños que trabajaban, y ya ganaba más que algunos que le llevaban tres o cuatro años: ellos murmuraban, pero todo el mundo daba por hecho, debido a la actitud de Jane, que Tembi era el favorito.
El caso es que en circunstancias normales, hubiera pasado por lo menos un año antes de que Tembi recibiera otro aumento. Pero al mes siguiente, reclamó que se le aumentara de nuevo la paga. Esta vez, los nativos que lo oyeron emitieron risas de protesta; el muchacho olvidaba quién era. En cuanto a Willie, estaba verdaderamente asombrado. Había una insistencia, una exigencia en los modos de aquel crío que resultaba casi impertinente. En tono brusco, le contestó: