Beatrice continuó con aire digno:
—Poco más tarde tuve ocasión de subir al cuarto número 4 para inspeccionar las toallas y la ropa de cama. Éste está precisamente al lado del número 5 y da la circunstancia que entre ambos existe una puerta de comunicación que no se ve desde el cuarto número 5 por estar oculta por un guardarropa que la cubre por completo. De ordinario esta puerta permanece cerrada, pero no sé por qué circunstancias aquella noche la encontré entreabierta.
Rowley seguía escuchando impasible, haciendo sólo pequeños gestos de asentimiento.
«Fue Beatrice, sin duda, quien debió abrirla —pensó—, como fue la curiosidad y no las toallas y las sábanas lo que la impulsó a subir y enterarse de lo que ocurría en el cuarto número 5.»
—Y así fue, señor Rowley, como, sin querer, hube de enterarme de toda la conversación que medió entre los dos. Créame que me hubiesen podido ahogar con un cabello...
«Un respetable cabello», pensó Rowley para sí.
Beatrice hizo una sucinta relación de cuanto había oído y Rowley escuchó con la expresión bovina que le era peculiar. Al terminar, quedóse aquélla mirándole.
Pasaron sus buenos dos minutos antes que Rowley volviera del ensimismamiento en que había quedado sumido. Después se levantó para marcharse.
—Gracias, Beatrice —dijo—. Un millón de gracias.
Y sin añadir comentario alguno, abandonó la habitación, dejando a Beatrice como un globo que de pronto empezara a desinflarse.
Al salir de «El Ciervo», la fuerza de la costumbre llevaba automáticamente a Rowley en dirección a su casa cuando, de pronto, se detuvo y, cambiando de opinión, desanduvo lo andado.
Las ideas tardaban en cuajar en su cerebro, pero al asombro primero que las palabras de Beatrice le causaron, debió suceder una visión clara y precisa de su verdadero significado. Si la versión de lo oído era correcta, y no había razón alguna para suponer que en esencia no lo fuera, un nuevo estado de cosas, que concernían a todos los miembros de la familia Cloade, acababa de suscitarse. La persona más indicada para ventilarlo era, sin ningún género de duda, tío Jeremy. Como abogado, Jeremy Cloade sabría qué trámites seguir y el modo de sacar el mejor partido posible a tan valiosa información.
Aunque Rowley hubiese preferido iniciar una acción expedita y personal, comprendía, no sin cierta repugnancia, que lo mejor era dejar el asunto en manos de un experto jurisconsulto. Cambió, pues, de rumbo y encaminó sus pasos a casa de tío Jeremy, situada en High Street.
La diminuta sirvienta que salió a abrir la puerta, le informó que el señor y la señora Cloade estaban sentados a la mesa. Se ofreció a acompañarle hasta el comedor, pero Rowley prefirió esperar en el despacho. No le gustaba la idea de incluir a Frances en este coloquio. Hasta que no se hubiese fijado un curso determinado de acción, cuantas menos personas lo supiesen, mejor.
Se paseaba inquieto mirando repetidamente cuanto encontraba en la habitación. Sobre la mesa escritorio había una caja de metal con un rótulo que decía: «William Jessamy, fallecido». Los anaqueles estaban atestados de gruesos volúmenes y de las paredes colgaba un antiguo retrato de Frances en traje de noche y otro del padre de ésta, lord Edward Trenton. Sobre la mesa había también la fotografía de un joven con el uniforme del ejército inglés. Era la de Anthony, hijo de Jeremy, muerto en el frente.
Rowley acabó por sentarse y se quedó mirando distraídamente el cuadro que representaba al elegante lord Edward Trenton.
En el comedor, Frances decía a su marido:
—¿Qué es lo que le pasará a Rowley?
—Nada —contestó con voz perezosa Jeremy—. Seguramente habrá contravenido alguna de las disposiciones gubernamentales. Es raro encontrar hoy un agricultor que conozca todos los requisitos que la Ley exige. Rowley es un hombre consciente y estará preocupado; eso es todo.
—Es un gran muchacho —añadió Frances—, pero terriblemente calmoso. Tengo una sospecha de que sus relaciones con Lynn no van todo lo bien que podría suponer.
Jeremy murmuró distraídamente:
—¿Lynn has dicho...? Sí, sí..., ¡claro! Perdóname, Frances. Se me hace difícil serenarme. Estoy como atontado, lleno de preocupaciones.
—No pienses más en eso, Jeremy —dijo rápidamente Frances—. Te he dicho que todo se resolverá a medida de nuestros deseos.
—Es que hay veces que me asustas, Frances. ¡Eres tan impetuosa! ¿No comprendes que...?
—Sí, hombre, sí; lo comprendo todo. Y no me asusta. Al contrario. Me divierte.
—Esto es precisamente el motivo de mi ansiedad.
—Vamos —le dijo con acento casi maternal—. No hagas esperar a ese joven bucólico. Enséñale cómo debe rellenarse el formulario mil ciento noventa y nueve..., o el que sea...
Al salir del comedor llegó a sus oídos el ruido que produjo la puerta de entrada al cerrarse y la doncella vino a anunciarles que el señor Rowley no podía esperar y que el asunto que le traía, tampoco era de gran importancia.
En aquel preciso martes, Lynn había decidido salir a dar un largo paseo. Consciente de sus inquietudes y descontenta consigo misma, sentía la necesidad imperiosa de caminar y de tratar de poner en orden sus pensamientos.
Hacía días que no veía a Rowley. Después de la borrascosa separación del día en que fuera a pedirle prestadas las quinientas libras, habían continuado viéndose con regularidad. Lynn comprendía que su demanda había sido irrazonable y que Rowley había obrado con sensatez al negárselas. La sensatez, no obstante, era palabra que, a su juicio, no debería ocupar ningún lugar preeminente en el diccionario de los enamorados. Aparentemente, sus relaciones con Rowley seguían siendo cual siempre fueron. En realidad... ya no estaba tan segura. Los últimos días habían sido para ella de una monotonía insoportable, si bien no quería reconocer que la repentina partida de David Hunter y de su hermana a Londres tuviera algo que ver con su presente estado de perturbación. David —se veía obligada a reconocerlo— era un hombre que ejercía una diabólica fascinación.
En cuanto a sus parientes, los encontraba a todos pesados por demás. Su madre disfrutaba de un excelente buen humor y en su comida de aquel día había estado mortificándola con el anuncio de que se veía en la precisión de contratar los servicios de un nuevo jardinero. «El viejo Tom no puede ya en realidad atender a todo el trabajo que tiene en casa.»
—Pero, ¿no ves que no estamos en condiciones de hacerlo? —había exclamado Lynn.
—No digas tonterías. De lo que sí estoy convencida es de que Gordon no hubiese visto con buenos ojos el estado de abandono en que hoy está nuestro jardín. Sabes lo meticuloso que era en este respecto. Le gustaban los bordes bien delineados, la hierba bien cortada y los caminos limpios y bien conservados. Lo haré así, aun cuando para conseguirlo me vea precisada a recurrir de nuevo a esa viuda. Te he dicho además que ésta no ha podido ser más amable para conmigo, y casi puedo decirte que desde el primer instante se hizo cargo de todos mis puntos de vista. Me queda también, por si te conviene saberlo, una bonita suma en el Banco después de haber pagado todas mis deudas, y creo que la adquisición de un segundo jardinero habría de reportarnos una gran utilidad. Piensa sólo en la cantidad de hortalizas que resultarán por las tres libras semanales que representarían su sueldo. Eso sin contar que dado el número de ex combatientes que hoy están sin trabajo, no nos sería difícil encontrar alguno que se ofreciera a trabajar por menos de la cantidad que te he mencionado.
—Dudo que encuentres uno solo en Warmsley Heath o en Warmsley Vale —había añadido secamente Lynn.
Y aunque el asunto quedó sin decidir, la tendencia de su madre a seguir contando con la ayuda de Rosaleen había acabado por exasperarla. Revivía en su memoria las sarcásticas palabras que David tuviera para con su familia.
Así, pues, decidió que un buen paseo la ayudaría a aligerar el peso de sus múltiples preocupaciones.
Su humor no mejoró con el encuentro de su tía Kathie junto a la oficina de Correos. La tía Kathie parecía radiante de satisfacción.
—Creo, querida Lynn, que no he de tardar en poder darte buenas noticias.
—¿Qué quieres decir con eso, tía Kathie?
La señora Cloade sonrió con aire de suficiencia.
—He tenido comunicaciones verdaderamente sorprendentes que nos anuncian un pronto fin a todas nuestras tribulaciones. Tuve también un pequeño contratiempo, pero desde entonces no han cesado de repetirme: «No pierdas la fe..., sigue probando...» En fin, querida Lynn, no quiero darte esperanzas prematuras, pero tengo casi la absoluta seguridad de que todo se ha de resolver satisfactoriamente... y en plazo muy breve. Estoy verdaderamente preocupada por la salud de tu tío. Trabajó mucho durante la guerra y necesitaría un buen reposo y dedicarse luego a sus estudios especiales. Claro que esto no lo puede hacer a menos de tener una renta que le permitiese disponer de su tiempo. A veces sufre una especie de ataques que me tienen con el alma en un hilo.
Lynn asentía a todo pensativamente. El cambio experimentado en Lionel Cloade no se había escapado a su perspicacia, así como tampoco la curiosa alteración en su modo de proceder. Sospechaba que si no tenía un hábito, no dejaría de recurrir de vez en cuando al uso de los estupefacientes. Esto explicaría la razón de sus períodos de irritabilidad. La tía Kathie no era, ni con mucho, lo tonta que aparentaba ser, y quizá se había dado cuenta también de esta posible contingencia.
Caminando a lo largo de High Street acertó a ver a su tío Jeremy en el momento en que éste entraba en su domicilio. Había envejecido visiblemente en aquellas tres últimas semanas, pensó Lynn.
Aceleró el paso. Quería salir de Warmsley Vale y respirar el aire puro de las colinas y campos. Daría un paseo de seis o siete millas que le proporcionaría el tiempo suficiente para entregarse a su meditación. Recordó que había sido siempre una mujer resuelta y con una clara percepción de las cosas. Que sabía exactamente su posición y lo que quería o dejaba de querer. Sólo ahora había empezado a experimentar en su alma vacía, el navegar a la deriva en el mar de su vida...
¡Esto era, sí! ¡Navegar al garete! Una forma de vivir sin estímulo ni finalidad que era la que transcurría monótona desde que abandonó el servicio para regresar a su hogar. Sentía levantarse en su interior una especie de ola nostálgica que le traía el recuerdo de aquellos cruentos, pero vibrantes días de las campañas de Italia y el Norte de África. Días en que los deberes estaban claramente definidos; en que la vida había de sujetarse a un previo y bien ordenado plan; en que el peso de la opinión individual carecía en absoluto de valor. Y, al propio tiempo, un invencible horror de sí misma. ¿Serían éstos, en realidad, los sentimientos que se ocultarían en el fondo de todos los corazones, la secuela acaso que inevitablemente habría de traer la guerra? No se trataba precisamente del peligro material, de las minas en el mar, de las bombas que caían del aire, de las balas de los rifles que silaban amenazadoras al menor intento de abandonar los escondrijos. No. Se trataba del peligro espiritual de creer que la vida se convertía en algo fácil y llevadero, con sólo dejar de pensar... Ella, Lynn Marchmont, no era ya la muchacha inteligente y resuelta que un día se decidiera a abandonar su terruño en busca de aventuras y de emoción. Su inteligencia había sido especializada y encauzada por bien definidos canales, y al verse de nuevo dueña y señora de su vida y de su persona, se asombraba de su incapacidad de poder resolver acertadamente sus propios asuntos.
Con una amarga sonrisa en los labios, Lynn pensó para sí: «Quizá tengan razón los que dicen que ha sido la guerra lo que más poderosamente ha contribuido a descubrir nuestra tan cacareada "mujer hogar".» La que había hecho mujeres acostumbradas a pensar, a planear, a decidir, a improvisar y a desarrollar verdaderos caudales de ingenuidad y de espíritu de sacrificio. Mujeres que, en último término, serían las únicas capaces de andar solas por el mundo y de tener bien desarrollado el sentido de responsabilidad.
Y, sin embargo, ella, Lynn Marchmont, de educación esmerada e inteligencia poco común, y habiendo desempeñado satisfactoriamente cargos en los que se exigía gran pericia y espíritu de disciplina y orden, se encontraba como barco sin timón y sometido al furioso embate de las olas, navegando al garete.
¿Y qué decir de aquellos que habían preferido quedarse cómodamente en sus casas, como Rowley, por ejemplo?
Al llegar a este punto su mente, cesó de vagar por entre generalidades y descendió al terreno personal. Ella y Rowley. Éste era el problema, el verdadero problema, el único problema. ¿Deseaba ella en realidad casarse con Rowley?
La oscuridad iba haciéndose cada vez más densa en su cerebro.
Se sentó junto a unos matorrales y permaneció largo tiempo inmóvil con los codos apoyados sobre las rodillas y la barbilla hundida en el cuenco de las manos. Parecía haber perdido la noción del tiempo y aun el deseo de volver a su casa. A lo lejos, un poco a la izquierda, y a sus pies, estaba Long Willows. Su nuevo hogar, en el caso de que se decidiese a contraer matrimonio con Rowley.
¡Siempre lo mismo! En el caso de que...
Un pájaro salió de un vecino bosquecillo, lanzando un estridente chillido. Un chorro de humo que se escapaba de la chimenea de una locomotora, se elevaba en el aire formando un gigantesco signo de interrogación.
—¿Me casaré con Rowley? ¿Quiero en realidad, casarme con Rowley? ¿Lo he deseado alguna vez? ¿Sería para mí un rudo golpe si dejara de hacerlo?
El tren detenido en la estación se puso en marcha en dirección al valle y el humo, impulsado por el violento resoplido de la caldera, se disipó rápidamente en la atmósfera.
Pero el signo de interrogación que antes viera, seguía impreso en su memoria.
Había amado a Rowley antes de su partida. .«Pero yo he cambiado —pensó—. No soy la misma Lynn.»
Un versículo de una poesía flotó unos instantes en su mente.
«Vida y mundo, y aun yo mismo, hemos cambiado...»
¿Rowley? ¿No sería acaso Rowley quien hubiese cambiado?
No. Rowley seguía siendo el mismo que ella dejara unos pocos años antes.
¿Sentía deseos de casarse con Rowley? Si no, ¿qué era lo que ella deseaba en realidad?
Oyó el crujir de unas ramas y la voz de un hombre que, lanzando imprecaciones, trataba de abrirse paso a través de la maleza.