—¡Quién sabe! —contestó, displicente, Spence.
Al salir Rowley, el superintendente volvió a tomar el encendedor y miró sonriente a las iniciales «D. H.» que aparecían sobre él.
—Bonito trabajo —dijo—. ¿No le parece, sargento? Poco corriente... y fácil de identificar. Comprado seguramente en Geatorex o en alguna de esas joyerías de Bond Street. ¡Lléveselo usted para investigar!
—Sí, señor.
Luego cogió el reloj de pulsera. El cristal de éste estaba machacado y las manecillas señalaban las nueve y diez minutos.
—¿Tiene el informe sobre esto? —preguntó, mirando al sargento.
—Sí, señor. Roto el muelle.
—¿Y el mecanismo de las manecillas?
—Bien.
—¿Qué es lo que cree usted que dice este reloj, sargento Graves?
—La hora exacta en que fue cometido el crimen.
—¡Ah! —replicó Spence—. Si llevase usted el tiempo que yo llevo en la policía, sospecharía usted en seguida de la autenticidad de esta prueba. Pudiera ser genuina, pero es también un antiguo ardid. Volver las manecillas de un reloj hasta que señalen una hora determinada, romperlo después y ya tenemos probada así la coartada. Es trampa en la que no acostumbran a caer los zorros viejos. Yo sigo teniendo un criterio abierto acerca de la hora en que se cometió el crimen. El testimonio médico es: entre las ocho y las once de la noche.
El sargento Graves carraspeó para desatascar su garganta.
—Edward, el segundo jardinero de Furrowbanks, dice que vio a David Hunter salir de la casa por una puerta lateral a eso de las siete y media. Las doncellas no sabían que estuviese aquí. Le creían en Londres al lado de su hermana. Esto prueba, sin ningún género de duda, que se hallaba al menos por estos alrededores.
—Sí —contestó Spence—. Quisiera oír lo que dice Hunter acerca de sus movimientos en aquella noche.
—Parece un caso claro, señor —dijo Graves, mirando las iniciales que había en el encendedor.
—¡Hum...l —gruñó el superintendente—. Primero es preciso saber lo que significa esto.
Y señaló la barrita para los labios.
—Rodaría debajo de la cómoda, señor, y habrá estado allí durante bastante tiempo.
—He investigado este detalle —contestó Spence—, y la última vez que una mujer ocupó esta habitación fue hace tres semanas. Sé que el servicio es bastante malo en estos días pero, no al extremo de que en todo ese tiempo nadie se dignara pasar siquiera una escoba. La hostería de «El Ciervo» se distingue precisamente por su limpieza.
—No ha habido la menor insinuación de que hubiese mujer alguna mezclada en la vida de Arden.
—Lo sé —contestó el superintendente—. Eso es precisamente lo que da a esta barrita la categoría de «valor desconocido».
El sargento Graves se contuvo de decir:
Cherchez la femme
. Tenía un buen acento francés, pero no quería irritar al superintendente llamándole la atención acerca de este punto. El sargento Graves era lo que podríamos llamar «un joven circunspecto».
El superintendente Spence contempló el Shepherd's Court, Mayfair, antes de penetrar a través de su alegre portal. Situado modestamente al lado del mercado de Shepherd, tenía un aspecto discreto, recatado y suntuoso al propio tiempo.
Dentro del edificio los pies de Spence se hundieron confortablemente en una mullida alfombra. En el vestíbulo había un amplio sofá forrado de terciopelo y frente a él una jardinera llena de floridas plantas. En el fondo un pequeño ascensor automático y a su lado una escalera que conducía a los pisos superiores. A la derecha una puerta con un rótulo que decía: «Oficina». Spence empujó la puerta de ésta y penetró en su interior. Se encontró en una pequeña habitación con un mostrador tras el cual habla una mesa, una maquinilla de escribir y dos sillas. Una de ellas estaba colocada junto a la mesa y la otra, en forma más bien decorativa, formando ángulo junto a la ventana. No parecía haber nadie en esta especie de despacho.
Viendo un timbre incrustado en el tablero de caoba del mostrador, lo oprimió sin vacilar. Como nadie parecía darse por enterado, volvió a repetir la operación. Esta vez fue más afortunado. Por la puerta situada en el fondo apareció un hombre enfundado en un brillante uniforme. Su aspecto era el de un general extranjero o posiblemente un mariscal de campo, pero su lenguaje era el de un puro londinense, y no de los más finos, precisamente.
—¿Qué desea?
—¿La señora Gordon Cloade?
—Tercer piso, señor. ¿Desea que le anuncie?
—¿Está en casa? —dijo Spence, fingiendo admiración—. Me alegro. Temí que se hubiese marchado al campo.
—No, señor; está aquí desde el sábado pasado.
—¿Y el señor David Hunter?
—El señor Hunter también está.
—¿No ha salido de Londres?
—No, señor.
—¿Estuvo aquí ayer noche?
—¡Oiga! —dijo amoscado el «mariscal de campo»—, ¿es que quiere usted saber la vida y milagros de todo el mundo?
Spence mostró su carnet. El «mariscal de campo» se desinfló como un neumático que ha sufrido un fuerte pinchazo e inmediatamente se avino a mostrarse más comunicativo.
—Perdone —añadió—. Cumplía sólo con mi obligación.
—Admitido. ¿Quiere usted contestarme ahora si Hunter estuvo aquí la noche pasada?
—Sí, señor, estuvo.
—¿Está usted seguro de que no salió?
—No podría decírselo con seguridad. Al menos nada me dijo a mí.
—¿Acostumbra usted a enterarse de las entradas y salidas de los huéspedes?
—En absoluto, no. Las señoras y los caballeros acostumbran a decirme si han de estar ausentes y me dan instrucciones acerca de las cartas o de las posibles llamadas telefónicas que pudiese haber.
—Estas llamadas, ¿se hacen a través de este teléfono de la oficina?
—No, señor. Casi todos los departamentos tienen sus propias líneas privadas. Hay uno o dos huéspedes, sin embargo, que prefieren no tenerla, y a éstos se les notifica, bajan, y contestan desde el vestíbulo en caso de llamada exterior.
—La señora Cloade es de las que tiene teléfono en sus habitaciones, ¿verdad?
—Así es, señor.
—Dígame algo acerca de las comidas. ¿Se sirven aquí mismo?
—Sí, señor. Hay restaurantes en la casa, pero la señora Cloade y el señor Hunter acostumbran hacerlas fuera.
—¿Y el desayuno?
—Éste se sirve en las mismas habitaciones.
—¿Puede usted averiguar si ambos lo tomaron esta mañana?
—Creo que puedo hacerlo, preguntando a la encargada del servicio.
—Pues, bien, hágalo y dígame lo que sea cuando baje. Yo subo ahora mismo a verlos.
—Muy bien, señor.
Spence entró en el ascensor y oprimió el botón del tercer piso. Había dos puertas, una a cada lado. Spence tocó el timbre de la señalada con el número 9.
La abrió el propio David Hunter. No conocía al superintendente ni de vista; así es que preguntó con brusquedad:
—¿Qué desea?
—¿El señor Hunter?
—El mismo.
—Soy el superintendente Spence de la policía del condado de Oastshire, y deseaba hablar con usted unos instantes.
—¡Ah, perdón, superintendente! —sonrió—. Creí que era usted uno de esos latosos que vienen a molestar a las gentes.
Le condujo a un moderno y encantador saloncito. Rosaleen Cloade estaba en pie junto a la ventana.
—El superintendente Spence, Rosaleen —presentó Hunter—. Siéntese, superintendente. ¿Qué quiere usted tomar?
—Nada, muchas gracias.
Rosaleen había inclinado ligeramente la cabeza. Después se sentó de espaldas a la ventana, cruzando las piernas y con las manos entrelazadas sobre la rodilla.
—¿Un cigarrillo? —ofreció David, presentando una cajita.
—Sí, gracias.
Spence tomó uno, esperó..., observó que David introdujo la mano en uno de sus bolsillos como tratando de buscar algo, que volvió a sacarla vacía después de fruncir el entrecejo, que miró a su alrededor, que al fin encontró una caja de fósforos sobre una de las mesas y que encendió uno de los palitos apresurándose a acercarlo a su cigarrillo.
—Bien —dijo David despreocupadamente después de haber encendido a su vez el suyo—. ¿Qué tripa se les ha roto a los de Warmsley Vale? ¿Ha cogido a mi cocinera traficando en el mercado negro? La comida que nos sirve es excelente y siempre he sospechado que habría algo de siniestro en sus maquinaciones.
—No, es algo más serio que todo eso —contestó el superintendente— Un hombre murió ayer en la posada de «El Ciervo». Quizá lo hayan leído ya en la Prensa.
—No, no lo hemos leído. ¿De qué se trata?
—De que no se cree que muriera, sino que fue muerto. Tenía la cabeza machacada como consecuencia de un fortísimo golpe.
Una mal reprimida exclamación brotó de los labios de Rosaleen. David interpuso con rapidez:
—Por favor, superintendente, no extreme el relato de los detalles. Mi hermana está delicada y no me extrañaría que se desmayase a la sola mención de la sangre.
—¡Oh, perdone! —dijo afablemente Spence—. A decir verdad, no hubo sangre, pero se trata de un asesinato. De eso no hay duda alguna.
Se detuvo. Las cejas de David se enarcaron y preguntó con toda naturalidad:
—¿Y puede saberse qué es lo que tenemos que ver nosotros con ello?
—Esperábamos que usted podría darnos alguna información acerca de ese hombre, señor Hunter.
—¿Yo?
—Tengo entendido que estuvo usted a verle el último sábado por la noche. Su nombre, o al menos el que aparece en el registro, es Enoch Arden.
—Sí, sí. Es cierto lo que usted dice.
David hablaba sin mostrar la menor perplejidad.
—Entonces, usted dirá, señor Hunter.
—Superintendente, me temo que mis informes no habrán de servirle de gran utilidad. Apenas si conozco a este hombre.
—¿Se llamaba, en realidad, Enoch Arden?
—No lo sé, pero lo dudo.
—¿Por qué fue usted a verle?
—Una de tantas cosas raras que suceden en el mundo. Me mencionó ciertos lugares, hechos de armas, gentes que me eran conocidas.
David se encogió de hombros.
—Me temo que todo era una añagaza —prosiguió— para sacarme dinero.
—¿Y se lo dio usted?
—Cinco libras. Para que no se fuera sin nada. Me convencí que había estado en la guerra.
—¿Dice usted que le mencionó gentes que le eran... conocidas?
—Sí.
—¿Sería acaso una de ellas... el capitán Robert Underhay?
El tiro pareció dar en el blanco. David se quedó rígido. Rosaleen, tras él, lanzó un contenido grito.
—¿Qué es lo que le hace suponer eso, superintendente? —preguntó David, después de unos instantes.
Su mirada era cauta, escudriñadora.
—Informaciones que he recibido —contestó el superintendente con impasibilidad.
Siguió un corto silencio. El superintendente, sin mirar, sabía que los ojos de David estaban fijos en él, estudiándole, midiéndole, ansioso de saber... Él esperaba con toda calma.
—¿Sabe usted quién era Robert Underhay, superintendente? —preguntó David.
—¿No sería mejor que usted me lo dijera?
—Robert Underhay era el primer marido de mi hermana. Murió en África hace algunos años.
—¿Está usted seguro de lo que dice, señor Hunter? —inquirió Spence, con viveza.
—Absolutamente seguro. ¿No es así, Rosaleen?
—Sí —respondió ésta rápidamente y casi sin respirar—. Murió de fiebre... malaria.
—Hay veces, señora Cloade, que circulan historias sin ningún carácter de veracidad.
Nada contestó ella a esto. Sus ojos estaban fijos en su hermano.
Después de unos momentos, se limitó a repetir:
—Robert ha muerto.
—Por información que obra en mi poder —prosiguió el superintendente—, tengo entendido que este Enoch Arden afirmaba ser amigo del difunto Robert Underhay, pero que al mismo tiempo trataba de
venderle
a usted la noticia de su posible supervivencia.
David movió la cabeza repentinamente.
—Eso es un cuento tártaro —exclamó.
—¿Entonces, admite usted definitivamente que no se mencionó el nombre de Robert Underhay en la conversación que usted sostuvo con él?
—No —replicó con tono almibarado—; yo no he dicho que no se mencionara. Al fin y al cabo este hombre había conocido al capitán.
—No me cabe duda de que se trataba de un chantaje. ¿No lo cree usted así, señor Hunter...?
—¿Chantaje? No le comprendo, superintendente.
—¿De veras que no? Y a propósito, y como mero formulismo: ¿dónde estuvo usted ayer, digamos entre las siete y las once de la noche?
—Supóngase usted, superintendente, que, como mero formulismo también, rehúse contestar a esa pregunta.
—¿No cree usted estar comportándose como un niño en estos instantes, señor Hunter?
—Creo que no. Me molesta, me ha molestado siempre que se trate de intimidarme.
El superintendente pensó que quizá fuera eso verdad.
Había conocido, con anterioridad testigos del corte de David Hunter. Testigos que entorpecían la acción de la Justicia, no porque tuviesen nada que ocultar, sino por el mero placer de hacerlo. El simple hecho de ser preguntados acerca de sus idas y venidas era motivo suficiente para levantar en ellos un infranqueable muro de soberbia y hosquedad.
El superintendente Spence, que se preciaba de ser un hombre justo y equitativo, había venido a Shepherd's Court con el convencimiento de que David Hunter era un asesino vulgar.
Ahora ya no estaba tan seguro de ello. La misma puerilidad de su actitud le hizo despertar ciertas dudas.
Spence miró a Rosaleen Cloade. Ésta respondió con prontitud:
—David, ¿por qué no se lo dices?
Éste estalló:
—Le prohíbo terminantemente que trate de intimidar a mi hermana, ¿me entiende usted? ¿Qué le importa a usted que haya estado aquí o en Tombuctú?
Spence creyó conveniente advertirle:
—Será usted requerido a comparecer ante el Tribunal que practica el sumario y allí no tendrá usted más remedio que contestar una por una a cuantas preguntas se le hagan.
—Esperemos al sumario, entonces. Y ahora, superintendente, hágame el señaladísimo favor de marcharse de aquí.
—Muy bien, caballero.
El superintendente se levantó, imperturbable.
—Tengo que preguntar primero algo a la señora Cloade —añadió.
—No permito, por ningún concepto, que se moleste a mi hermana.