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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Pleamares de la vida (18 page)

—¿Qué importa eso ahora, Rowley? Lo que he querido decir es simplemente que cogió el tren.

—Tuvo tiempo bastante para matarle y haber alcanzado el tren.

—No, si la muerte ocurrió después de las nueve.

—Bien, puede ser que ocurriera poco antes de esa hora.

En el timbre de la voz de Rowley empezaban ya a manifestarse los efectos de la duda.

Lynn entornó ahora los ojos. ¿Podría ser aquello verdad? Cuando bramando y sin aliento salió Hunter aquella tarde de entre las matas, ¿habría sido en realidad un asesino quien la estrechaba entre sus brazos? Recordaba su curiosa excitación, lo atrevido de sus modales. ¿Sería ése acaso la reacción natural que produce la comisión de un crimen? ¡Quién sabe! ¿Había alguna razón para creer que existiera un antagonismo definido entre la persona de David y la de un criminal? ¿Sería capaz de matar a sangre fría a un hombre que ningún daño le hubiese hecho, a un fantasma del pasado? ¿A un hombre cuyo único crimen fuese el de interponerse entre Rosaleen y una gran fortuna, entre David y el disfrute del dinero de su hermana?

Y murmuró:

—¿Por qué habría de matar a Underhay?

—¡Por Dios, Lynn! ¿Y lo preguntas? ¡Si acabo de decírtelo! ¡Vivo Underhay, significaría que el dinero del tío Gordon era nuestro! He de confesar, sin embargo, que Underhay trataría de plantearle un chantaje.

Esto era ya al fin una razón. David podía haber matado a un canalla. ¿Qué otro trato hubiese podido merecer un vulgar chantajista? Sí, aquello encajaba en el marco presentado por Rowley. Además, aquella prisa de David, su excitación, su forma algo feroz de hacer el amor. Y después su renunciación. «Debo marcharme de Inglaterra, sin pérdida de tiempo...» Sí, todo entraba en lo posible.

Tan absorta estaba en sus pensamientos, que las palabras de Rowley sonaban en sus oídos como el eco de una voz lejana que le decía:

—¿Qué te pasa, Lynn? ¿Te encuentras bien?

—¡Claro que si!

—Pues por lo que más quieras, no pongas esa cara.

Rowley se volvió a mirar a Long Willows, que se destacaba claramente al pie de la colina.

—Gracias a Dios que al fin podremos hermosear un poco todo esto. Haré que se compre nueva maquinaria, nuevos gabinetes, nuevos enseres. Quiero hacer de mi casa un lugar digno de ti.

Aquella casa había de ser un futuro hogar, pensó Lynn. Y en el alborear de un no lejano día, David se balancearía tétricamente colgado al extremo de una sebosa cuerda...

Eso pensaba.

Capítulo III

Con la cara pálida y el gesto de determinación, David tenía puestas sus manos sobre los hombros de Rosaleen.

—Te digo que todo irá bien —le decía—. Lo único que has de hacer es no perder la cabeza y seguir al pie de la letra mis instrucciones.

—¿Y si te cogen, David? Tú mismo me has dicho que eso entraba en lo posible.

—Es cierto, sí; pero no podrán retenerme largo tiempo si tú sigues firme en tus declaraciones.

—Haré lo que tú me digas.

—¡Así me gusta! No lo olvides. Mantente firme en que el cadáver no es el de tu marido Robert Underhay.

—Pero me harán preguntas y me obligarán quizás a decir cosas en contra de mi voluntad.

—No tengas miedo, no te las harán. Te repito que todo está bien.

—Todo está mal, querrás decir. ¿Cómo puede estar bien que pretendamos quedarnos con un dinero que no nos pertenece? Me he pasado las noches en vela pensando en eso, y sé que Dios nos castiga por nuestra maldad.

David la miró con el ceño fruncido. Siempre había desconfiado de sus acendrados sentimientos religiosos y ahora más que nunca temía que éstos dieran al traste con todos sus planes. Sólo había una cosa que hacer.

—Escucha, Rosaleen —le dijo con dulzura—. ¿Quieres verme colgado de una cuerda?

El terror la hizo abrir desmesuradamente los ojos.

—¡Oh, David, no digas eso! ¡No podrán! —exclamó.

—Sólo hay una persona que pueda hacerlo, y esta personas eres tú. Si tú admites sólo una vez, bien sea con un gesto, o de palabra, que el muerto pudiera ser Robert Underhay, con tus propias manos pones una soga alrededor de mi cuello. ¿Me comprendes bien?

La observación hizo su efecto. Le miró con ojos desencajados y contestó como en un gemido:

—¡Soy tan estúpida, David...!

—No, no lo eres. De todos modos, tampoco conviene que te las eches de lista. Tendrás que jurar solemnemente que el muerto no es tu marido. ¿Crees que podrás hacer eso?

Movió al cabeza afirmativamente.

—Pon cara de estúpida, si quieres. Haz ver que no entiendes bien las preguntas que te hagan. Eso no te ha de perjudicar. Pero no olvides mantenerte firme en todo cuanto te he advertido. Gaythorne estará a tu lado y te ayudará. Es un célebre criminalista y por eso he contratado sus servicios. Estará presente en el sumario e impedirá cualquier treta que intenten utilizar contigo. Y por lo que más quieras, no trates de mostrarte inteligente ni de pretender ayudarme con algo de tu propia cosecha.

—Lo haré así, David. Haré lo que tú me digas.

—Eso esperaba de ti. Cuando todo esto se haya acabado, nos iremos de aquí. Nos marcharemos al sur de Francia..., a Italia o a América si tú quieres. Mientras tanto, cuida un poco de tu salud. Déjate de perder noches devanándote los sesos. Toma esas píldoras de bromuro, o de lo que sea, que te ha recetado el doctor Cloade para dormir, alegra el espíritu, y no olvides que tenemos todavía un porvenir risueño ante nosotros.

—Ahora —dijo consultando su reloj— es hora de ir al Juzgado. La vista está señalada para las once.

Echó una detenida mirada a su alrededor. En aquella magnífica morada todo respiraba belleza, lujo, comodidad... Aromas que él había logrado aspirar con deleite durante el corto espacio de unos meses. Ahora... Tal vez esta mirada fuera su postrer adiós.

Se había encontrado de pronto en un laberinto sin salida. Pero no lo deploraba. Estaba acostumbrado a luchar.

Miró a Rosaleen e intuitivamente adivinó el interrogante impreso en su triste semblante.

—No fui yo quien le mató, Rosaleen —dijo—. Te lo juro por todos los santos que hay en tu calendario.

Capítulo IV

El sumario judicial tuvo efecto en Cornmarket. El juez instructor, señor Pebmarsh, era un hombre diminuto y minucioso, con lentes y un elevado concepto de su personalidad.

A su lado se sentaba el corpulento superintendente Spence, y en un discreto segundo término un hombre de baja estatura y aspecto de extranjero, con largos y negros mostachos. Estaba presente toda la familia Cloade: Jeremy Cloade y su esposa, Lionel Cloade con la suya, Rowley Cloade, la señora Marchmont y Lynn; todos. El comandante Porter ocupaba un asiento separado de los demás y con muestras de marcado disgusto.

El juez carraspeó unos instantes, y después de dirigir una inquisitiva mirada al Jurado, compuesto de nueve destacados residentes de la localidad, procedió a declarar abierta la instrucción del sumario.

Alguacil Peacock...

Sargento Vane...

Doctor Lionel Cloade...

—En ocasión en que atendía usted a uno de sus pacientes en la posada «El Ciervo», se acercó a usted la sirvienta Gladys Atkins, ¿verdad?

—Así fue.

—¿Qué fue lo que le explicó?

—Que el ocupante del cuarto número 5 estaba tumbado en el suelo y muerto al parecer.

—¿Y en consecuencia usted subió a la habitación mencionada?

—Sí, señor.

—¿Quiere usted describirnos lo que vio allí?

El doctor Cloade hizo un sucinto relato. El cuerpo de un hombre... la cara pegada al suelo... heridas en la parte posterior de la cabeza... y unas tenazas de las que se usan para avivar la lumbre.

—¿Era usted de la opinión de que las heridas fueron causadas por las tenazas en cuestión?

—Algunas de ellas lo eran incuestionablemente.

—¿Y que fue administrado más de un golpe?

—Sí. No hice un detallado examen, pues creí conveniente no tocar ni mover el cuerpo hasta tanto no se hubiese presentado la policía.

—Muy bien hecho. ¿Estaba vivo o muerto?

—Muerto.

—¿Cuántas horas llevaría así cuando usted llegó?

—No podría decirlo exactamente, pero deduzco que no menos de once, y posiblemente hasta trece o catorce, digamos entre las siete y media de la mañana y las diez y media de la noche precedente.

—Muchas gracias, doctor Cloade.

Después declaró el cirujano de la policía, dando una descripción completa y técnica de las lesiones. Había una fuerte contusión en la mandíbula inferior y las huellas de cuatro o cinco golpes en la base del cráneo, algunos de ellos asestados después de sobrevenir la muerte.

—¿Cree usted que hubo brutalidad y ensañamiento en la agresión?

—Positivamente.

—¿Se hubiera... necesitado una gran fuerza para descargar esos golpes?

—Fuerza totalmente... no. Las tenazas cogidas por la extremidad de la boca pueden manejarse sin dificultad, y las pesadas bolas de acero que rematan los brazos del mango herir de forma contundente. Cualquier persona de constitución débil podría haber infligido esas lesiones siempre que obrara impulsado por una fuerte excitación.

—Muchas gracias, doctor.

Siguieron detalles acerca de las condiciones en que se encontraba el cuerpo, bien nutrido, en perfecto estado de salud y de unos cuarenta y cinco años de edad. Ningún signo de enfermedad o lesión orgánica: corazón, pulmones, etcétera, todo bien.

Beatrice Lippincott presentó pruebas de la llegada del hombre a la posada. Se había inscrito como Enoch Arden, de la Ciudad de El Cabo.

—¿Presentó la víctima alguna cartilla de racionamiento o documento similar?

—No, señor.

—¿Se lo pidió usted?

—Al principio, no. No sabía el tiempo que iba a permanecer en mi casa.

—¿Y después?

—Después, sí. Él llegó el viernes y al día siguiente le dije que si pensaba continuar en la posada más de cinco días tendría que entregarme la libreta de racionamiento.

—¿Qué contestó él a eso?

—Que me la daría.

—¿Y no se la dio?

—No.

—¿No dijo, acaso, que se le hubiese perdido? ¿O que no la tenía?

—No, no. Dijo simplemente que trataría de encontrarla.

—Señorita Lippincott, ¿oyó usted en la noche del sábado alguna conversación especial?

Con un elaborado preámbulo para tratar de justificar su presencia en el cuarto número 4, Beatrice Lippincott contó su historia, secundada con astucia por el propio juez.

—Gracias. ¿Mencionó usted a alguien el tema de esta conversación?

—Sí, señor. Se lo conté al señor Rowley Cloade.

—¿Y por qué al señor Cloade?

—Creí un deber hacerlo —contestó Beatrice, poniéndose como una amapola.

Un hombre alto y delgado, el señor Gaythorne, se levantó y pidió permiso para hacer una pregunta.

—En el curso de la conversación sostenida entre el difunto y el señor David Hunter, ¿oyó usted alguna vez mencionar al primero que fuese el propio Robert Underhay?

—No.

—En realidad, hablaba de Robert Underhay como si se tratara de una tercera persona, ¿verdad?

—Así es.

—Gracias, señor juez. Era eso lo que necesitaba saber.

Beatrice Lippincott volvió a su asiento y fue llamado Rowley Cloade.

Confirmó cuando había oído a Beatrice, y después narró la conversación tenida con el difunto.

—¿Dice usted que sus últimas palabras dirigidas a usted fueron las de: «No olvide que nada podrá usted probar sin contar con mi cooperación», y que éstas eran a su juicio una prueba de que Robert Underhay estaba todavía vivo?

—Creo que ésa era su idea. Después se echó a reír.

—¡Ah! ¿Se echó a reír? ¿Y qué finalidad cree usted que tuvieron?

—La de ver si yo me decidía a hacerle alguna oferta. Pero después lo pensé mejor...

—Lo que usted pensó después no hace al caso, señor Cloade, a no ser que haya querido usted decir que como resultado de su entrevista salió usted en busca de una persona que conociera a Robert Underhay, cosa que, naturalmente, le hubiese sido de gran utilidad. —Eso fue precisamente lo que pensé.

—¿A qué hora se separó usted del cadáver?

—Me figuro que sería a eso de las nueve menos cinco.

—¿Qué le hace suponer que fuese ésa la hora?

—Porque en el momento que salía a la calle oí las campanas de un reloj situado en un edificio vecino que daban las nueve.

—¿Mencionó el difunto la hora en que esperaba a su cliente?

—No.

—¿Y su nombre?

—Tampoco.

—¡David Hunter!

Corrió un leve murmullo entre los vecinos de Warmsley Vale congregados en la sala y que retorcían sus cuellos para conseguir echar una mirada a aquel hombre alto y delgado que con cara de pocos amigos, miraba al Jurado y al presidente en actitud de desafío.

Los preliminares fueron rápidos y concisos. El juez continuó:

—¿Fue usted a ver al difunto en la noche del sábado?

—Sí. Recibí una carta suya solicitando una pequeña ayuda y diciendo que había conocido en África al primer marido de mi hermana.

—¿Conserva usted esa carta?

—No, no suelo guardarlas.

—Usted ha oído el relato que de la conversación que usted sostuvo con el difunto ha hecho la señorita Beatrice Lippincott. ¿Es cierto lo que ella ha dicho?

—Completamente falso. La víctima habló de haber conocido a mi difunto cuñado, de que se encontraba en situación muy apurada y de la necesidad de que yo le hiciera un pequeño préstamo en la seguridad de que no tardaría en devolvérmelo.

—¿Le mencionó que Robert Underhay estuviese vivo?

David sonrió:

—Al contrario. Me dijo: «Si Robert viviese, estoy seguro que no vacilaría en ayudarme.»

—Ésa es una versión completamente distinta de la que hace un momento nos contó la señorita Lippincott.

—Esas fisgonas —dijo David— acostumbran a oír sólo una parte de las conversaciones, y después todo lo embrollan con su fogosa imaginación.

Beatrice Lippincott se levantó furiosa, pero el juez la contuvo, amonestándola con severidad.

Después se volvió otra vez hacia David.

—¿Visitó usted de nuevo al difunto la noche del martes? —prosiguió.

—No, señor.

—¿No ha oído usted decir al señor Cloade que el difunto esperaba a un visitante?

—Sí, pero, ¿qué razón hay para suponer que ese visitante fuera yo precisamente? Yo le había dado ya un billete de cinco libras y me pareció que era bastante. Ni siquiera había pruebas de que hubiese conocido al capitán Underhay. Y ahora, ya que viene a cuento, señor juez, quiero decirle que mi hermana, desde que heredó la cuantiosa fortuna de su marido, no ha cesado de ser el blanco de los ataques de todos los pedigüeños y sablistas de esta localidad.

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