—Sí —se dijo Poirot pensativamente para sus adentros—. Sí.
Echó después una mirada al lavabo. Luego se encaminó a la ventana y miró hacia fuera en busca de posibles indicios. Le llamó la atención el tejadillo de un garaje y un estrecho callejón. Un fácil acceso y escape para quien, sin ser visto, quisiera visitar el cuarto número 5. Pero análogas garantías las ofrecía la escalera. Él mismo acababa de tener la oportunidad de comprobarlo.
Volvió a salir pausadamente y cerró de nuevo la puerta, teniendo sumo cuidado de no hacer el menor ruido. Después se dirigió a su cuarto. Lo encontró demasiado frío, así es que se lanzó resueltamente escaleras abajo, abrió la puerta del saloncillo privado, tomó otro de los desvencijados sillones que en él había y se sentó junto al fuego.
La voluminosa dama, vista de cerca, alcanzaba inconmensurables proporciones. Su pelo era de un gris acerado; un poblado bigote adornaba su labio superior y al hablar, su voz completaba el conjunto de sus siniestras entonaciones.
—Este saloncillo —dijo— está reservado para las personas que residen en el hotel.
—Precisamente. Yo soy uno de los residentes —contestó Hércules Poirot.
La anciana meditó unos instantes antes de decidirse a reanudar el ataque. Después aulló, señalándole acusadoramente con un dedo:
—Usted es un extranjero.
—No lo niego —replicó el detective.
—En mi opinión —prosiguió la anciana—, deberían ustedes marcharse.
—¿Marcharnos? ¿Dónde?
—A su país.
Y añadió
sotto voce
, como si fuese una apostilla y seguida de un sonoro resoplido:
—¡Puf...! ¡Extranjeros!
—Eso —replicó plácidamente Poirot— es un poco difícil y complicado.
—¡Difícil...! ¿Para qué se ha luchado, si no, en esta guerra? ¿No ha sido acaso para que cada cual se vuelva a su casita y se quede tranquilo en ella?
Poirot decidió no entrar en controversia con la furibunda dama. Ya había tenido ocasión de observar que cada individuo tenía por lo visto un concepto muy distinto de la cuestión «¿Para qué se habría luchado, en realidad, en esta guerra?»
Reinó un silencio que tenía mucho de hostilidad.
—¡No sé a dónde iremos a parar! —tronó la vieja—. ¡No lo sé! Mi marido murió aquí hace dieciséis años, y aquí está enterrado. Yo vengo todos los años, sin faltar uno, y me paso casi un mes en este fonducho.
—Una piadosa peregrinación —dijo cortésmente Hércules Poirot.
—Y cada año las cosas van más de mal en peor. ¡No hay servicio! ¡La comida es detestable! ¡Picadillo a todo pasto! ¡Un bistec es un bistec, señor, de pierna o solomillo, pero nunca carne de caballo desmenuzada!
Poirot movió desconsoladamente la cabeza.
—Una de las cosas buenas que han hecho es cerrar los aeródromos —continuó la anciana—. Era una vergüenza que todos esos aviadores anduviesen de aquí para allá acompañados siempre de esas espantosas chiquillas. ¡Chiquillas, sí! No sé en qué están pensando las madres de hoy en día. Dejar corretear a sus hijas de esa manera. Y la culpa la tiene el Gobierno por obligar a las madres a trabajar en las fábricas a menos que estén criando. ¡Criando! ¡Estupideces! Cualquiera puede cuidarse de una criatura. Las niñas de pecho no andan detrás de los soldados. Las que están entre los catorce y los dieciocho, ¡ésas son las que hay que vigilar! Las que verdaderamente necesitan a sus madres. Sólo una madre sabe leer en el pensamiento de sus hijas. ¡Soldados! ¡Aviadores! Eso es lo único en que piensan. ¡Americanos! ¡Negros! ¡Gentuza polaca!
La indignación la hizo toser. Cuando se hubo repuesto, siguió con su retahíla de improperios, usando a Poirot como blanco de su furia.
—¿Por qué ponen espino artificial alrededor de sus campos? ¿Para evitar que los soldados salgan y ataquen a las muchachas? ¡Quiá! ¡Al contrario! ¡Para evitar que las chicas se lancen encima de los soldados! Locura por el macho, ¡eso es lo que tienen! Fíjese sólo en la forma cómo visten. ¡Pantalones! Hay locas que además los llevan cortos. ¡Si supieran la facha que tienen vistas por detrás!
—Estoy en todo conforme con usted, señora.
—¿Y qué es lo que llevan en la cabeza? ¿Sombreros? No. Un pedazo de tela retorcida sobre unas caras cubiertas de polvos y aceites. Otra porquería sobre los labios y las uñas. ¡No sólo las de los dedos de las manos, sino hasta las de los pies! Bien pintaditos de carmín.
La vieja se detuvo congestionada, como un globo que está a punto de estallar, y miró a Poirot como en espera de una corroboración a sus palabras. Éste se limitó a suspirar y a mover tristemente la cabeza.
—Y aun en la Iglesia —prosiguió la airada anciana—. ¿Cómo van? Descubiertas. Ni siquiera tienen el recato de tocarse con uno de esos ridículos pañuelos que hoy tanto se llevan. Van luciendo ondulaciones permanentes en el pelo. ¿Qué digo pelo? ¿Acaso sabe hoy alguien lo que es una cabellera femenina? De joven me podía yo sentar sobre la mía.
Poirot echó una furtiva mirada a sus grisáceos mechones. Le parecía imposible que aquella fiera hubiese podido tener juventud.
—Una de esas mujerzuelas asomó por aquí las narices la otra noche —continuó impertérrita—, envuelta la cabeza con un pañuelo color naranja y, como todas, bien pintadita y empolvada. No pude por menos que quedármela mirando. Menos mal que se marchó al poco tiempo.
—No siendo, afortunadamente, ninguna de nuestras residentes —prosiguió—, ¿qué diablos vendría a hacer en el cuarto de uno de los huéspedes? Le digo a usted que es repugnante. Hablé de ello a la señorita Lippincott, pero veo que ésta es tan mala pécora como todas las demás. Pone los ojos en blanco en cuanto ve unos pantalones.
Un leve interés empezó a despertarse en la mente de Poirot.
—¿Dice usted que en el cuarto de uno de los huéspedes? —preguntó.
—Sí, señor. El número 5. Lo vi con mis propios ojos.
—¿Cuándo fue eso, señora?
—El día anterior al del alboroto que hubo aquí por el asesinato de aquel hombre. Antes solíamos venir sólo las personas decentes; pero ahora...
—¿Y a qué hora del día ocurrió eso que acaba usted de contar?
—¿Cómo del día? ¡De la noche, querrá usted decir! Eran pasadas las diez. Yo subía a mi habitación, como de costumbre, a eso de las diez y cuarto, cuando veo que sale una joven del cuarto número 5, y se me queda mirando con el mayor descaro. Luego vuelve a entrar riendo y oigo claramente sus voces.
—¿También la de él?
—También la de él, que le decía furioso: «Bueno, basta; salga de aquí, niña, que me tiene ya harto.» ¿Cree usted que ése es modo de hablar con una señora?
—¿Ha notificado usted eso a la policía? —preguntó Poirot.
La vieja fijó en Poirot unos ojos de basilisco y se levantó tambaleando de su silla.
—¿La policía? —exclamó con voz ronca y encorvándose ominosamente sobre la diminuta figura del detective—. ¡Jamás he tenido nada que ver con ella! ¡La policía! ¿Yo, en una oficina de esbirros de la Ley?
Temblando de rabia y con una última escalofriante mirada al detective, abandonó el saloncillo.
Poirot siguió sentado unos minutos, atusándose abstraídamente el bigote. Después se levantó y salió en busca de Beatrice Lippincott.
—Sí, sí, ya sé a quién se refiere usted, señor Poirot. A la señora Leadbetter. La viuda de Canon Leadbetter. Acostumbra a venir todos los años, pero aquí, entre usted y yo, le diré que es una pejiguera. A veces exagera la nota de la rudeza y no acaba de convencerse que vivimos en otros tiempos. Creo que ha cumplido ya los ochenta.
—¿Pero cree usted que conserva sus facultades mentales? ¿Que sabe lo que se dice?
—¡Oh, sí! Y es astuta. Más de la cuenta, en ocasiones.
—¿Qué sabe usted acerca de una joven que visitó al huésped asesinado el martes por la noche?
Beatrice se quedó atónita.
—No recuerdo de ninguna joven que viniese a visitar al hombre que usted dice en ese día —contestó—. ¿Qué señas tenía?
—Llevaba una especie de pañuelo color naranja alrededor de la cabeza y, si no me equivoco, un tanto recargada la nota del maquillaje. Estuvo hablando con Arden el martes por la noche a las diez y cuarto en la habitación número 5.
—Puede usted creerme, señor Poirot. No tengo la menor idea de cuanto me dice.
A continuación salió Poirot en busca del superintendente Spence.
Éste escuchó su historia en silencio. Después se dejó caer sobre el respaldo de su silla.
—Es curioso —dijo— que siempre tengamos que ir a parar a la vieja fórmula de «
Cherchez la femme
».
El acento francés del superintendente, quizá no tan bueno como el del sargento Graves, era su orgullo. Se levantó y atravesó la habitación. Después volvió con un objeto entre las manos. Era una barrita de colorete con un estuche dorado de cartón.
—Teníamos con esto una indicación de que una mujer podía muy bien andar mezclada en éste asunto —dijo Spence.
Poirot tomó el adminículo y extendió delicadamente una pequeña cantidad de él en el dorso de la mano.
—Buena calidad —exclamó—. Rojo cereza oscuro. Probablemente el color indicado para una mujer morena.
—Lo mismo creo yo. Fue encontrado en el suelo del cuarto número 5. Debió de haber rodado debajo de la cómoda y posiblemente haya permanecido allí durante algún tiempo. No hemos encontrado en él impresión digital alguna. Hoy en día, como es natural, no hay la profusión de marcas de estas barritas que había antes de la guerra.
—E indudablemente, no habrá usted perdido el tiempo en hacer sus pesquisas.
Spence sonrió.
—Sí —dijo—. He hecho, como usted dice, mis pesquisas. Rosaleen Cloade usa este tipo de barritas. También Lynn Marchmont. Frances Cloade usa un tono de color más apagado. La señora de Lionel Cloade no se pinta los labios para nada. La señora Marchmont usa un malva pálido, y no creo que ni Beatrice Lippincott ni su camarera Gladys puedan permitirse el lujo de comprar una marca y calidad tan costosa como ésta.
—Veo que ha hecho un trabajo completo —insinuó Poirot.
—No del todo. Ahora parece como si un extraño se hubiese mezclado de pronto en el asunto, quizás alguna mujer que Underhay conociera en Warmsley Vale.
—¿Y que estuviese con él el martes por la noche a las diez y cuarto?
—Sí —contestó Spence.
Y añadió con un suspiro:
—Esto exonera a David Hunter.
—¿Lo cree usted?
—Sí. Su señoría, después que su abogado le hubo convencido de lo improcedente y peligroso de su actitud, se dignó al fin hacer una declaración. Aquí hay un relato de todos sus movimientos.
Poirot tomó el pulcramente, copiado «memorándum», y leyó:
«Salió de Londres para Warmsley Vale, en el tren de las cuatro y dieciséis minutos. Llegó allí a las cinco y media. Se fue a Furrowbanks caminando por el sendero.»
—La razón de su venida, según él —intercaló el superintendente—, fue la de recoger ciertos objetos que había dejado olvidados, tales como documentos, cartas y un libro talonario, y ver al mismo tiempo si sus camisas habían vuelto ya de la lavandera, cosa que, dicho sea de paso, no ocurrió. Es un servicio que está imposible en estos días. Hace cuatro largas semanas que se llevaron nuestras prendas y mi mujer ha de trabajar como una negra si queremos seguir saliendo a la calle.
Después de esta humana interpelación, el superintendente volvió al itinerario seguido por David en sus movimientos.
«Salió de Furrowbanks a las 7'25 y declara que al haber perdido el tren de las 7'20 y no habiendo otro hasta las 9'20, decidió dar un largo paseo.»
—¿Qué dirección tomó para dar ese paseo? —preguntó Poirot.
El superintendente consultó sus notas.
—Dijo que Down Copse, Bast Hill y Long Ridge.
—¡Oséase, una vuelta completa alrededor de la Casa Blanca!
—¡Veo que ha aprendido usted rápidamente nuestra topografía local, señor Poirot!
—No. Ha sido una mera suposición mía. No conozco en realidad los sitios que acaba de mencionar.
—¿No, de verdad? —preguntó el superintendente con un gesto de incredulidad.
—Después —continuó—, y según él, al llegar a Long Ridge se dio cuenta de que iba haciéndose tarde y que lo mejor sería dirigirse a la estación de Warmsley Heath, cortando a través de los campos. Cogió el tren por un pelo, y llegó a Victoria a las 10'45. Caminó hasta Shepherd's Court llegando allí a eso de las once. Esta declaración ha sido corroborada por la viuda de Gordon Cloade.
—¿Y qué número de confirmaciones tiene usted de los demás?
—No muchas, pero alguna hay. Rowley Cloade y otros varios le vieron llegar a Warmsley Heath. Las criadas de Furrowbanks habían salido; él llevaba su propia llave, como es natural y no pudieron por lo visto decir otro tanto. Sin embargo, encontraron una colilla de cigarrillo en la biblioteca, lo que según tengo entendido les extrañó, así como también una cierta confusión en los cajones de los armarios donde se guarda la ropa de cama. Luego uno de los jardineros, que según parece trabaja hasta muy tarde en los invernaderos, recuerda también haberle visto. Y la señorita Marchmont le encontró en Mardon Wood cuando se dirigía la estación para coger el tren.
—¿Le vio alguien cogerlo?
—No, pero telefoneó a la señorita Marchmont desde Londres poco después de llegar, a las 11’05.
—¿Han sido comprobados dichos extremos? —preguntó Poirot.
—Sí. Hemos investigado todas las llamadas que ha habido desde aquel número. Hubo una petición de conferencia a las 11’04 para Warmsley Vale, 36. Éste es el número de los Marchmont.
—Muy interesante —murmuró Poirot—. ¡Muy, muy interesante!
Sin hacer caso de esta última observación, continuó Spence metódica y esmeradamente con su relato.
—Rowley se separó de Arden a las nueve menos cinco. Está absolutamente seguro de que no fue antes. A eso de las 9’10, Lynn Marchmont se encuentra con Hunter en Mardon Wood. Admitiendo que éste hubiese ido corriendo desde que salió de la posada de «El Ciervo», no tenía tiempo de haber ido a ver a Arden, discutir con él, matarle y llegar a Mardon a la hora que se ha mencionado. No lo hemos comprobado todavía personalmente, pero estoy seguro de que saldrá tal como le digo. Y ahora viene de nuevo la confusión. Lejos de haber sido muerto Arden a las nueve, resulta que está vivo a las diez y diez, a menos que esté soñando la vieja que usted ha mencionado. Resulta entonces que Arden fue muerto: o bien por la mujer que dejó caer la barrita para los labios, o bien por la mujer del pañuelo color naranja, o por alguien que llegara después de que ésta última hubiese salido de la posada. Y fuese quien fuese el matador, tuvo que ser también él quien, deliberadamente, puso las manecillas del reloj señalando la hora de nueve y diez.