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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Pleamares de la vida (9 page)

BOOK: Pleamares de la vida
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—David, no digas eso.

—Escúchame —atajó él cogiéndola fuertemente por un brazo—. La vida nos ofrece aquí grandes garantías, y si algún día llego a faltarte, Rosaleen, mide bien los pasos que des. Tu vida estaría en grave peligro.

Capítulo VII

—Rowley, ¿puedes prestarme quinientas libras?

Rowley miró sorprendido a Lynn. Allí estaba ella en pie, temblorosa, sin aliento por la carrera que acababa de dar, la cara pálida como la cera y los labios fuertemente apretados.

Él contestó con dulzura y en el mismo tono de voz que empleaba al acariciar a sus caballos:

—Calma, calma, muchacha. Vamos a ver. ¿Qué es lo que te pasa?

—Necesito quinientas libras.

—Lo mismo podría decir yo, si vamos al caso.

—Te hablo en serio, Rowley. ¿Puedes o no prestarme quinientas libras?

—Lo veo un poco difícil. Mi cuenta en el Banco está sobrepasada. Esa nueva tractora...

—Sí, sí, ya lo sé... —le interrumpió, tratando de suprimir los detalles de carácter agrícola—. ¿Pero podrías encontrar ese dinero si te encontraras en un apuro? ¿Sí?

—¿Para qué lo quieres?

—Para dárselos a aquél —dijo, señalando con un brusco movimiento de cabeza en dirección a la cumbre de la colina.

—¿Para Hunter? ¿Y qué demonios te traes tú...?

—Es por
mamy
. Es ella quien se lo ha pedido prestado. Andaba un poco apretada de dinero.

—¿Y quién no lo está en estos tiempos?

Parecía haber cierta conmiseración en el tono de su voz.

Pero añadió:

—Mala suerte. Me gustaría ayudarle en algo, pero no puedo.

—Me irrita sólo el pensar que haya tenido que recurrir a David.

—Un momento, muchacha. Es Rosaleen, quien en realidad adelanta el dinero. Y después de todo, ¿por qué no ha de hacerlo?

—¿Qué por qué no? ¿Y eres tú quién me lo pregunta, Rowley.

—No veo por qué Rosaleen no haya de venir en nuestro auxilio de vez en cuando. El viejo Gordon nos prestó un flaco servicio al largarse del mundo sin testar. Yo creo que si se le explican las cosas con claridad, Rosaleen será la primera en comprender que es obligación suya el ayudarnos.

—¿Has pedido tú algo prestado, acaso?

—No, yo no. Pero mi caso es diferente. Yo soy un hombre y no puedo andar pidiendo dinero a las mujeres. No estaría ni medianamente bien.

—¿Pero es que no comprendes que lo que no quiero es verme en situación de tener que agradecer nada a David Hunter?

—¿Y por qué has de estarlo? No es su dinero.

—Como si lo fuera. Rosaleen no hace nada sin contar primero con su aprobación.

—Pero no es suyo legalmente hablando.

—En resumidas cuentas, que no puedes dejarme ese dinero, ¿verdad?

—Óyeme, Lynn. Si estuvieses en un verdadero apuro, con deudas o ante un caso de extorsión, quizá me decidiese a vender una parte de mis tierras o del ganado aun a riesgo del perjuicio que esto me habría de ocasionar. Sabes que estoy con el agua al cuello; y si a todo esto añades el estado de incertidumbre en que nos ha colocado el gobierno con sus gravámenes e impuestos ya me dirás lo que puedo hacer.

Lynn dijo con amargura:

—Nada, ya lo sé. Si Johnny hubiese vivido...

—¡Te he dicho que dejes a Johnny en paz! -restalló él con violencia—. ¡No vuelvas a mencionar ese nombre!

Ella se le quedó mirando con estupor. Estaba fuera de sí, congestionado y con la cara como una amapola.

Lynn se volvió y se alejó lentamente en dirección a la Casa Blanca.

—¿No puedes devolver ese dinero,
mamy
?

—Imposible. Me fui derecha al Banco, cobré y me faltó tiempo para pagar a Arthurs, a Bodgham y a Kanebworth. Este último se estaba poniendo ya muy impertinente. ¡Qué alivio, querida! Hacía días que no lograba pegar los ojos. He de reconocer que Rosaleen se portó conmigo como nunca me lo hubiese esperado.

—Y supongo que continuarás visitándola ahora —añadió Lynn, con amargura.

—No creo que sea ya necesario, hija mía. Sabes muy bien que trataré de economizar cuanto pueda. Claro que todo está muy carísimo y va de mal en peor.

—Como forzosamente ha de ocurrimos a nosotros, que no tendremos otro remedio que continuar mendigando.

Un vivo rubor cubrió las mejillas de Adela Cloade.

—No creo que sea la forma más apropiada de describir nuestra situación, Lynn. Le expliqué a Rosaleen que siempre habíamos dependido de Gordon.

—Cosa que nunca debiéramos haber hecho, y mucho menos decirlo. Tiene derecho a despreciarnos.

—¿Quién?

—¿Quién ha de ser? Ese odioso David Hunter.

—¿De veras? —dijo la señora Marchmont con dignidad—. ¿Y qué puede importarnos a nosotros su opinión? Afortunadamente no estaba en Furrowbanks esta mañana, porque de otro modo no cabe duda que hubiese tratado de sugestionar a esa muchacha. La tiene completamente dominada.

Lynn desvió el curso del tema.

—¿Qué quisiste dar a entender,
mamy
, cuando en la primera mañana de mi llegada a esa casa me dijiste, hablando de él: «Eso, admitiendo que fuese su hermano.»

—¿Eso? —la señora Marchmont parecía un tanto desconcertada—. Pues..., nada, rumores que corrieron por la localidad.

Lynn seguía escuchando en silencio. La señora Marchmont carraspeó unos instantes y prosiguió:

—Este tipo de mujeres, de aventureras, acostumbran siempre ir acompañadas de un hombre de dudosos antecedentes. Supongamos que ella dijera a Gordon que tenía un hermano en Canadá, o donde fuera, y que quería telegrafiarle comunicándole su casamiento. Este hombre se presenta. ¿Cómo podía saber Gordon, infatuado como estaba, si era en realidad su hermano? Así las cosas, no vacila en aceptarle en su compañía y juntos viajan y juntos hacen su aparición en Londres.

—No lo creo. ¡No lo creo! —atajó Lynn con firmeza.

La señora Marchmont levantó la mirada.

—¿Ah, no...? —interrogó irónicamente.

—No —contestó Lynn, levantando aún más el tono de su voz—. Ninguno de ellos es como dices. Y aun suponiendo que ella fuese una de tantas hembras frívolas como hay por el mundo, habrás de admitir que tiene un corazón bondadoso por demás.

La señora Marchmont se limitó a replicar con dignidad:

—No es preciso que chilles tanto para defenderla.

Capítulo VIII

Una semana después de los acontecimientos que acabamos de relatar, el tren de las 5'20 se detenía en la estación Warmsley Heath y de él se apeaba un hombre alto y bronceado con una mochila sobre sus espaldas.

En la plataforma opuesta, un grupo de jugadores de golf esperaban el tren ascendente. El alto y barbudo forastero entregó su billete y salió de la estación. Permaneció indeciso unos instantes, miró después a uno de los postes indicadores en el que se leía: «
Sendero para Warmsley Vale
», y se encaminó resuelto en aquella dirección.

En Long Willows, Rowley Cloade acababa de servirse una taza de té cuando una sombra que se dibujó precisa sobre la mesa en que tenía el servicio, le hizo levantar la vista.

Si por un momento creyó que la figura que tenía ante sí era la de Lynn, al contemplarla se disipó su duda. Era la de Rosaleen Cloade.

Vestía una blusa de estilo campestre con anchas y vivas franjas de color naranja y verde, estudiada simplicidad que le había servido para conquistar más dinero que el que Rowley hubiese podido nunca imaginarse.

Hasta este momento la había visto siempre ataviada con lujosas indumentarias que llevaba con esa artificial desenvoltura que muestran las modelos al exhibir los últimos figurines de la moda.

En la tarde a que hacemos referencia, y bajo aquellas brillantes tonalidades, creyó ver a una nueva Rosaleen Cloade. El contraste entre sus oscuros y ensortijados cabellos y el claro azul de sus pupilas hacía resaltar su indudable origen céltico. Su misma voz tenía una suave inflexión irlandesa en vez de la estudiada y pulcra que de ordinario empleaba.

—Hacía una tarde tan estupenda —dijo— que me decidí a dar un pequeño paseo. David ha marchado a Londres.

El tono delictivo con que dijo estas palabras le hizo sonrojar.

Sacó después una pitillera de su bolso y ofreció un cigarrillo a Rowley, que hizo un gesto negativo con la cabeza y se volvió como buscando algo con qué encender el que Rosaleen acababa de ponerse en los labios. Ésta hacía esfuerzos inútiles por hacer funcionar un bonito encendedor de oro que tenía en una de sus manos. Rowley lo tomó y con un brusco movimiento consiguió que se encendiera. Al inclinarse ella hacia la llama pudo observar sus largas y curvadas pestañas, que al parpadear se asemejaban a un abanico de finas plumas que acariciase suavemente sus mejillas.

Y pensó para sí:

—El viejo Gordon sabía lo que se hacía.

Rosaleen retrocedió un paso y exclamó casi con admiración:

—Es bonita la vaquilla que tiene usted paciendo en el prado.

Animado por este inesperado interés, Rowley empezó a hablarle de la granja, y su asombro subió de punto al ver el caudal de conocimientos que Rosaleen poseía en materias agrícolas y en el arte de elaborar quesos y mantecas.

—Sería usted una gran esposa para un granjero —dijo Rowley, sonriendo.

La animación que había en las facciones de Rosaleen desapareció de pronto. Y dijo:

—También nosotros teníamos una granja en Irlanda antes de venir aquí, antes de...

—¿De dedicarse al teatro...?

—No hace tanto tiempo de esto... Lo recuerdo como si fuese ayer.

Señaló con un arranque de genialidad:

—Estoy segura de que podría todavía ordeñar sus vacas, Rowley.

—Esto era algo nuevo en Rosaleen. ¿Habría aprobado David Hunter estas fortuitas referencias a un pasado humilde y relacionado con la agricultura? Con seguridad que no, pensó Rowley. Su impresión era de que pertenecían a una modesta familia de labriegos irlandeses. La versión de Rosaleen debía aproximarse bastante a la realidad. Primero las faenas del campo, duras y primitivas. Después la fascinación de la escena, la marcha a África del Sur con una Compañía teatral, la boda, su aislamiento en el África Central, su escapatoria, una laguna en el curso de su vida, y finalmente su casamiento con un millonario de Nueva York.

Sí, Rosaleen Hunter debía haber corrido mucho mundo desde la última vez que ordeñaba una de sus famosas vacas de Kerry. Y, sin embargo, al mirarla, nadie la hubiese creído capaz de tanta aventura. Su cara tenía el aspecto inocente y bobalicón de una mujer sin historia y no representaba, ni con mucho, los veintiséis años que al decir de su hermano tenía.

Había en ella algo atrayente parecido a esa patética cualidad que tenían las ternerillas que aquella misma mañana había conducido a casa del carnicero. «¡Pobrecitas! —había pensado—. ¡Qué pena que vuestro final haya de ser siempre el matadero!»

Un gesto de alarma pareció reflejarse en la mirada de Rosaleen, que preguntó con desasosiego:

—¿En qué piensa usted, Rowley?

—¿Le gustaría que le enseñara la granja y las dependencias?

—¡Claro que me gustaría!

Así lo hizo, y cuando al final le suplicó que se quedara para tomar con él una taza de té, la misma expresión anterior de alarma volvió a aparecer en su semblante.

—No, no, gracias, Rowley. Será mejor que me vaya ya.

Y añadió, espantada al consultar su reloj:

—¡No sabía que fuese tan tarde! David llegará en el tren de las 5'20 y se sorprenderá si no me encuentra en casa. ¡Me voy!

Y añadió tímidamente antes de salir:

—Le aseguro que he pasado un buen rato, Rowley.

Y debió de ser verdad, pensó. Quizá, después de largo tiempo, había conseguido, aunque sólo fuese unos instantes, encontrarse de nuevo a sí misma. Tenía miedo a David, eso era evidente. David era el cerebro de la familia. Pero al fin había conseguido tener una tarde de asueto, ¡ésta era la expresión!, ¡de asueto!, como la hubiese podido tener una criada cualquiera. ¡Ella! ¡La acaudalada viuda de Gordon Cloade!

Una especie de mueca, que nuevamente intentaba revestir los caracteres de una sonrisa, se dibujó en la cara de Rowley al contemplar desde la puerta cómo Rosaleen se alejaba apresuradamente colina arriba, en dirección a Furrowbanks. Un momento antes de que ella llegara a remontar el portillo que había en el camino, un hombre apareció en él, más alto y corpulento, que David, y a quien Rosaleen cedió el paso, acelerando después su marcha hasta convertirse casi en una carrera frenética.

Sí; ella había conseguido al fin tener una tarde libre, pero él, Rowley, había perdido lamentablemente más de una hora de su valioso tiempo. «Bien —pensó—, puede que, después de todo, no haya sido tan perdida como en principio pudiera parecer.» Rosaleen le había mostrado cierta simpatía y quién sabe si más tarde esta simpatía habría de serle de alguna utilidad. ¡Era muy linda, qué duda cabía!, como también lo eran las ternerillas que había llevado aquella mañana... ¡pobres diablillos!

Recostado en la entrada y absorto en sus pensamientos le sorprendió el sonido de una voz que le hizo levantar la cabeza con prontitud.

Un hombretón, tocado con un sombrero de fieltro de anchas alas y una pesada mochila colgada de sus espaldas, estaba en pie, junto a la puerta del jardín.

—¿Es éste el camino para Warmsley Vale?

Ante el aparente desconcierto de Rowley, hubo de repetir la pregunta. Hizo éste un esfuerzo, como tratando de recordar, y contestó:

—Sí, siga usted vereda adelante hasta llegar a los próximos campos. Tome usted después hacia la izquierda hasta llegar al camino vecinal; éste le conducirá en menos de tres minutos a la aldea.

Con aquellas mismas palabras había contestado a esa pregunta centenares de veces. La gente acostumbraba a tomar el sendero al salir de la estación, lo seguía colina arriba, pero perdía la fe en él cuando al traspasar la cumbre no veían rastro alguno de su lugar de destino, ya que Warmsley Vale estaba en una hondonada y totalmente oculto por la arboleda de Blackwell Copse, que sólo dejaba ver la aguja del campanario de la iglesia.

—¿Hay algún lugar donde alojarse en el pueblo?

Esta última pregunta le hizo mirar con más detenimiento al hombre que tenía ante sí. En estos días los viajeros acostumbraban a encargar sus habitaciones con anticipación.

El hombre era alto, barbudo, de tez bronceada y ojos muy azules. Tendría unos cuarenta años y no mal parecido, aunque con aire de aventurero y bravucón. No era su cara lo que pudiera llamarse agradable en su totalidad.

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