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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Pleamares de la vida (7 page)

BOOK: Pleamares de la vida
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—Sí, sí. Todos parecen comportarse admirablemente. ¡Muy divertido!

—¿Por qué? —preguntó Lynn, en voz baja—. ¿Nos odia usted tanto? Algo pareció fulgurar en la inescrutable mirada de David.

—No sabría cómo hacérselo comprender.

Quedó en silencio unos momentos, pasados los cuales volvió a hablar, dando a sus palabras un matiz de frivolidad:

—¿Por qué quiere usted contraer matrimonio con Rowley Cloade?

—Nada sabe usted de él —contestó con acritud—, ni creo que le importen mis motivos.

Sin aire de querer cambiar el tema de la conversación, preguntó David:

—¿Qué opina usted de Rosaleen?

—Que es muy hermosa.

—¿Nada más?

Se levantó de la mesa al hacerlo los demás y, al dirigirse a la sala, se le incorporó Rowley, que la saludó diciendo :

—Parece que has pasado un rato agradable con David Hunter. ¿De qué hablabais?

—De nada de particular —contestó Lynn.

Capítulo V

—¿David, ¿cuándo volveremos a Londres? ¿O por qué no vamos a América?

Mesa de por medio. David Hunter miró sorprendido a Rosaleen.

—Creo que no hay prisa todavía. ¿Tiene, acaso, algo malo esta casa?

Dirigió una inquisitiva mirada alrededor de la salita donde tomaban el desayuno. Furrowbanks fue construida sobre la ladera de una colina y desde sus ventanas podía contemplarse el panorama sin límites de la mística campiña inglesa. El verde declive del jardín estaba cubierto por millares de narcisos silvestres y un dorado manto cubría completamente la hierba.

Desmenuzando el pan que tenía sobre el plato. Rosaleen murmuró:

—Me dijiste que iríamos a América... pronto. Tan pronto como lo permitiesen las circunstancias.

—Y te lo vuelvo a repetir. Pero eso es más complicado de lo que puedas imaginar. Existe eso que llaman «prioridad» y no tenemos razones comerciales que aducir en nuestro abono. Todo es extremadamente difícil después de una guerra.

Se sentía irritado sin saber por qué. Las razones expuestas, aunque fundadas, tenían un marcado sabor a excusa y se preguntaba si la mujer sentada frente a él lo interpretaría del mismo modo. ¿Y por qué ese súbito afán de ir a América?

—Me dijiste que nos detendríamos aquí sólo unos días —volvió a insistir Rosaleen—. No que íbamos a residir en Warmsley Vale.

—¿Pero qué es lo que pasa en Warmsley Vale o en Furrowbanks?

—Nada. Me refiero a ellos..., ¡a todos ellos!

—¿Los Cloade?

—Sí

—¡Pero si son los que más me divierten! Me gusta ver sus relamidas caras comidas por la envidia y la malicia. No me guardes rencor por eso, Rosaleen.

—No me gusta oír expresarte de ese modo —dijo ella con voz alterada—. No me gusta.

—Ten ánimo, mujer. Bastante hemos sufrido tú y yo en el mundo. Los Cloade han llevado siempre una vida regalada, a costa del viejo Gordon, por supuesto, y les ha llegado la hora de saber lo que son las amarguras. Mentiría si dijera que no les odio.

—No es bueno odiar a nadie —replicó ella, vivamente.

—¿No te odian acaso ellos? ¿Han sido alguna vez cariñosos para contigo?

—Tampoco me han hecho mal.

—Pero te lo harán en cuanto puedan, criatura. Sólo esperan la ocasión.

Se rió atolondradamente y prosiguió:

—Si no estuviesen tan encariñados con su propia piel, no sería extraño que un día amanecieses con un puñal clavado en la espalda.

Un violento estremecimiento recorrió el cuerpo de Rosaleen.

—No digas esas barbaridades.

—Y si no un cuchillo, una buena dosis de estricnina en la sopa.

Ella le miró con labios trémulos por el terror.

—Estás de broma...

David volvió a ponerse serio.

—No te atormentes, Rosaleen. Velaré por ti, y si intentan algo, tendrán que vérselas conmigo.

Ella contestó como tropezando con sus propias palabras:

—Si es verdad lo que dices... acerca de su odio..., del odio que me tienen..., ¿por qué no nos marchamos a Londres? Allí estaríamos más seguros... y más lejos de ellos, como es natural.

—El campo es bueno para ti, querida. Sabes lo mal que te sienta Londres.

—Esto era cuando había peligro de las bombas..., ¡las bombas!

Se puso a temblar como una azogada y cerró los ojos.

—No lo olvidaré nunca —prosiguió—. Nunca.

—Sí, lo olvidarás —dijo David, cogiéndola por los hombros y sacudiéndola cariñosamente—. Desecha esos pensamientos. Fue un fuerte choque para ti, pero ya pasó. Ya no hay bombas. No vuelvas a pensar en ellas. No te esfuerces en recordar. El doctor dijo que necesitabas pasar una larga temporada en el campo, y esa es la razón de que me muestre refractario a volver a Londres.

—¿Es ésa en realidad la causa, David? Creí por un momento que...

—¿Qué creíste?

Rosaleen contestó con voz casi imperceptible:

—Creí que era ella quien te impulsaba a quedarte aquí.

—¿Ella?

—Ya sabes a quién me refiero. La muchacha de la otra noche. La que hace un tiempo prestaba servicio en las «Wrens».

—¿Lynn? ¿Lynn Marchmont?

—¿Significa ella algo para ti, David?

—¿Lynn Marchmont? Es la novia de Rowley. Del casero Rowley. De esa especie de Don Juan campestre.

—Te observé con qué animación hablabas con ella la otra noche.

—¡Por el amor de Dios, Rosaleen...!

—Y has vuelto a verla, ¿verdad?

—Me encontré con ella en la granja cuando salí el otro día a dar un paseo a caballo.

—Y volverás a encontrarla otra vez.

—¡Claro que volveré a encontrarla! Tú sabes lo pequeño que es esto. Difícilmente das dos pasos sin dar de bruces con un Cloade. Pero si te figuras que estoy enamorado de Lynn Marchmont, te equivocas. Es una mujer orgullosa, desagradable y sin pizca de educación. Que le haga buen provecho a Rowley. No, Rosaleen, no; no es ése, ni con mucho, mi tipo.

—¿Estás seguro, David? —volvió a preguntar con gesto de duda.

—¡Claro que lo estoy!

Y añadió, esta vez con timidez:

—Sé que no te gusta que me eche las cartas, pero he de reconocer que no dicen sino la verdad. Me anunciaron que una mujer vendría a traerme llanto y dolor, una mujer venida de lejanas tierras. También me dijeron que un hombre moreno se inmiscuiría en nuestras vidas con grave riesgo para los dos. Salió después la carta de la muerte y...

—Manda al diablo tus hombres morenos y tus cartas —dijo riendo David—. Eres un manojo de supersticiones. No andes con ningún moreno, ése es mi único consejo. Síguelo y, en adelante, no seas tan crédula.

Abandonó la casa riendo, pero al encontrarse lejos de ella, se nublaron de pronto sus facciones y murmuró para sí, frunciendo el entrecejo:

—¡Que mala suerte caiga sobre ti, Lynn! ¿Conque venir de tan lejos para traer nuestra desdicha, eh?

Deliberadamente buscaba el modo de encontrarse con la mujer a quien tan duramente acababa de apostrofar.

Rosaleen le siguió con la mirada mientras atravesaba el jardín y salía por una pequeña puerta a un sendero público que se perdía entre las huertas. Después subió a su alcoba y se entretuvo en revisar su bien surtido guardarropa. Le gustaba sentir el tacto de su lujoso abrigo de pieles. Se estremecía sólo en pensar que ella pudiese poseer un abrigo así. Estaba todavía en su alcoba cuando una doncella subió a anunciarle que la señora Marchmont acababa de llegar.

Adela Marchmont esperaba sentada en la sala con los labios fuertemente apretados y el corazón latiéndole a un ritmo muy superior al habitual. Durante varios días había tratado de serenarse y de cobrar el valor suficiente para decidirse a acudir a Rosaleen en solicitud de ayuda, pero su natural orgullo hacía que su propósito fuese demorándose vez tras vez. Había contribuido poderosamente a ello el incomprensible cambio efectuado en Lynn, que ahora se oponía tenazmente a que su madre hubiese de recurrir a la viuda de Gordon para que le resolviese su situación.

Sin embargo, otra carta del gerente del Banco recibida aquella misma mañana la decidió a ponerse inmediatamente en acción. Cualquier espera podía ser ya fatal. No había, además, moros en la costa. Lynn había salido a primeras horas de la mañana y la señora Marchmont había visto a David Hunter alejarse unos momentos antes por uno de los senderos. Tenía gran empeño en encontrarse a solas con Rosaleen; juzgaba, y no sin fundamento, que la ausencia del hermano facilitaría grandemente sus planes.

La espera en aquella soleada sala hizo despertar de nuevo su desasosiego, que desapareció en gran parte al ver aparecer a Rosaleen con aquella expresión de bobalicona que, a juicio de la señora Marchmont, le era peculiar y que en aquella ocasión parecía haberse acentuado notoriamente.

—Me gustaría saber —se dijo Adela para sus adentros— si fue la explosión la causante de ello, o es que en realidad nació así.

Rosaleen balbució al hablar:

—¡Oh, bu-bu-buenos días! ¿Hay algo en que pueda...? Siéntese, por favor.

—¡Qué hermosa mañana!, ¿verdad? —principió diciendo la señora Marchmont—. Todos mis tulipanes tempranos han florecido ya. ¿Y los suyos?

Rosaleen le miró vacuamente.

—No lo sé —contestó.

«¿Qué va uno a hacer —pensó Adela— con una persona que no sabe hablar de flores o de perros, que es un tema casi obligado en una conversación rural?»

Y añadió en voz alta, incapaz de reprimir el tono de acidez que puso en sus palabras:

—Claro que, teniendo tantos jardineros, son ellos los que se ocupan de estos menesteres.

—No lo crea usted. No tenemos tantos como usted se figura. El viejo Mullard me pide que contrate dos hombres más. Parece que se nota todavía una gran demanda de braceros.

Las palabras brotaban de su boca con un automatismo de loro bien amaestrado o de un niño que repite lo que ha oído decir a una persona mayor.

Sí, naturalmente, era una niña. ¿Sería acaso esto su verdadero encanto? ¿Lo que había logrado atraer la atención de un viejo cuco y obstinado como Gordon, cegándole al extremo de no ver su estupidez y falta de buena crianza? La suposición de que sólo sus prendas físicas habrían contribuido al logro de su victoria, carecía de base. Eran muchas las mujeres hermosas que habían tratado vanamente de atraparle.

Pero el infantilismo, para un hombre de sesenta y dos años, podía muy bien ser un motivo de atracción. ¿Sería en realidad real, o sólo una «pose» cuyo cultivo había llegado a constituir en ella una segunda naturaleza?

—David ha salido y me temo que... —estaba diciendo Rosaleen.

El sonido de su voz hizo volver a la señora Marchmont de su ensimismamiento. Hunter podría volver inesperadamente. Esta era su oportunidad y no debía desperdiciarla. Las palabras parecían negarse a su garganta, pero haciendo un esfuerzo, consiguió desprenderlas y propuso:

—No sé si usted querría ayudarme...

—¿Ayudarla?

Rosaleen le miró sorprendida sin acertar a comprender.

—Sí. La vida se ha hecho tan difícil que, ¡no sé cómo decírselo...! La muerte de Gordon ha sido una gran desgracia para todos nosotros.

—¡Imbécil! —añadió para sus adentros—. ¡Parece que te complaces en martirizarme! ¡Sabes perfectamente lo que quiero decir! Debes saberlo. Después de todo, la pobreza no es nada nuevo para ti...

En aquel momento odiaba a Rosaleen. La odiaba porque ella, Adela Marchmont, se veía obligada a solicitar una limosna de una advenediza.

«¡No puedo! ¡No puedo hacerlo!», pensó.

En un instante todas las largas horas de meditación, de tormento y de un vago planear cruzaron por su cerebro con la viveza y celeridad de un relámpago.

Vender la casa. E irse, ¿dónde? No había casas pequeñas en venta..., y mucho menos, baratas. ¿Aceptar huéspedes? (Pero, ¿cómo encontrar el servicio? ¿Atender ella sola a la cocina y al trajín que un negocio así supondría? ¡lmposible! Lynn iba a casarse con Rowley.) ¿Resignarse a vivir al amparo de su hija y de su yerno? (¡Jamás haría una cosa semejante!) Trabajar. ¿En qué? ¿Quién aceptaría los servicios de una vieja, inútil por añadidura?

Y casi sin darse cuenta, oyó el sonido de su propia voz que con una beligerancia hija sólo del profundo desprecio que por sí misma sentía, dijo:

—Necesito dinero.

—¿Dinero? —contestó Rosaleen, ingenuamente sorprendida como si fuese «dinero» la última palabra que hubiese esperado oír mencionar de aquellos labios.

Adela prosiguió atropelladamente:

—Estoy en descubierto con el Banco y debo cuentas de reparaciones de la casa en su totalidad, cuyos intereses no han sido todavía pagados. Todo ha quedado reducido a la mitad, me refiero a mis ingresos. Supongo que debido a los impuestos. Gordon solía ayudarnos, me refiero a lo de la casa. Él se encargaba de todas las reparaciones y mejoras. Nos pasaba, además, una pensión que depositaba en el Banco a nuestro nombre cada tres meses. Decía siempre que no debíamos preocuparnos, y seguí su consejo. Todo fue bien mientras vivía, pero ahora...

Se detuvo. Estaba avergonzada, pero contenta de haber descargado su pecho. Lo peor había pasado. Si la muchacha rehusaba ahora, no sería ya por su culpa.

Rosaleen parecía preocupada.

—¡Dios mío! —dijo—. No me pude nunca imaginar... Hablaré con David tan pronto vuelva y...

Adela sujetó con fuerza los brazos de su butaca y añadió casi con desesperación:

—¿No podría usted darme un cheque... ahora?

—Sí, sí... ¡Claro que puedo!

Se levantó y se dirigió a su escritorio. Rebuscó en varios de los casilleros y encontró al fin uno de sus talonarios.

—¿Cuánto...?

—¿Consideraría usted exagerado... quinientas libras?

—Quinientas libras —repitió Rosaleen, escribiendo.

Un gran peso pareció desprenderse de las espaldas de Adela. ¡Ha sido fácil en medio de todo! Más que gratitud era descontento de sí misma lo que sentía por la facilidad con que había sido lograda la victoria. No cabía ya duda de la simpleza de Rosaleen.

La muchacha se levantó de la mesa, se acercó a Adela y le ofreció el talón que torpemente agitaba en su mano. Todo el engorro que aquélla había manifestado al iniciar la conversación, parecía haber sido transportado súbitamente a su persona.

—Creo que está bien, ¿verdad? ¡Cuánto lo siento...!

Adela cogió el cheque. Una mano infantil había escrito a lo largo del rosado papel: «Señora Marchmont. Quinientas libras. Rosaleen Cloade.»

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