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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Pleamares de la vida (2 page)

BOOK: Pleamares de la vida
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El joven Mellon gozaba creando la alarma y el terror sobre todos los lugares que no cayesen bajo la jurisdicción de las Leyes de Defensa Nacional.

El comandante Porter seguía repitiendo agriadamente:

—De haberlo sospechado siquiera...

—Esta noche lo sabrá todo el mundo en Warmsley Heath —remachó el señor Mellon—. Es el punto de reunión de los Cloade y no se retirarán hasta haber decidido qué determinación tomar.

En aquel momento sonó la señal de «cesó el peligro», y el joven Mellon dejó de ser malicioso y se decidió a acompañar galantemente a su amigo Hércules Poirot.

—Es temible la atmósfera de estos clubs —dijo—. Aquí se congrega la colección más desesperante de aguafiestas que se pueda usted imaginar, y Porter, sin discusión, es quien se lleva el premio. Su descripción del truco de la cuerda india, dura al menos tres cuartos de hora y se precia de conocer a todos los ingleses cuyas madres hayan residido en Poona
[1]
.

Esto ocurrió en el otoño del año 1944. Hacia el final de la primavera de 1946, Hércules Poirot recibió una visita.

2

Hércules Poirot estaba sentado frente a su ordenada mesa en una apacible mañana del mes de mayo cuando su criado George se le acercó y murmuró con pausa respetuosamente :

—Una señora desea ver al señor.

—¿Qué clase de señora? —preguntó un tanto extrañado Poirot.

Este disfrutaba siempre con la meticulosa precisión de las descripciones de George.

—Su edad, diría yo que se encuentra entre los cuarenta y los cincuenta años, señor. Desaliñada, pero un tanto artística en su apariencia. Buen calzado; sandalias. Chaqueta y falda de mezclilla y blusa de encaje. Unos collares de abalorios egipcios de dudoso buen gusto y chal de seda azul.

Poirot al final del relato de George, se estremeció ligeramente.

—Creo que no me interesará recibirla.

—¿Le diré, señor, que se encuentra usted algo indispuesto?

Poirot miró pensativamente a su criado.

—Supongo que le habrá usted dicho que estoy muy ocupado y que no me gusta que cuando estoy trabajando se me moleste.

George mantúvose erguido mirando a Poirot y tosió de un modo significativo.

—Me dijo, señor, que había venido del campo expresamente para hacer esta visita y que no le importaba esperar.

Poirot suspiró:

—No es bueno luchar contra lo inevitable —dijo—. Cuando una señora ya entrada en años y luciendo abalorios egipcios, ha decidido entrevistarse con el famoso Hércules Poirot y se ha molestado en venir desde el campo, nada la detendrá. Permanecerá sentada horas y horas hasta lograr su propósito. Hágala pasar, George.

George se retiró, volviendo a los pocos momentos para anunciar gravemente:

—La señora Cloade.

La figura ataviada con el traje de mezclilla y el chal, entró con cara resplandeciente de satisfacción. Se adelantó en dirección a Poirot con una mano extendida y columpiando los collares de abalorios que, al chocar unos con otros, lanzaban un alegre tintineo.

—Señor Poirot —dijo—. He venido a usted guiada por los espíritus.

Poirot entornó ligeramente los ojos.

—Claro, señora. ¿Sería usted tan amable de tomar asiento y decirme...?

No llegó a terminar la frase.

—De dos maneras, señor Poirot. Por medio de la escritura automática y del tablero. Fue anteanoche. La señora Elvary (admirable mujer) y yo empleamos el tablero y obtuvimos repetidamente las mismas iniciales. H. P. H. P. H. P. Naturalmente no comprendimos de momento su significación. Como usted sabe, esto requiere algún tiempo. En nuestro plano terrenal no acertamos a ver las cosas con claridad. Me estrujé el cerebro tratando de recordar a alguien que tuviese esas iniciales. Sabía que tendría alguna relación con las «comunicaciones» de la sesión anterior, una de las más malévolas que hemos tenido y que tardé algún tiempo en descifrar. En esto se me ocurrió comprar un número del
Picture Post
(otra vez la guía espiritista, pues yo acostumbro a comprar el
New Statemans
) y, ¿sabe usted lo que me encontré en él? Pues un retrato de usted con un breve relato de sus proezas. ¿No es admirable, señor Poirot, ver cómo todo parece tener su finalidad en la vida? No cabe duda que es a usted a quien los
Guías
han designado para aclarar este misterio.

Poirot la observó con detenimiento, y por extraño que parezca, lo que más llamó su atención fue la astucia que revelaba la mirada de aquellos inquietantes ojos azules. Eran ellos los que más poderosamente contribuían a encauzar su extraño modo de representar los temas...

—¿Y bien, señora... Cloade...?

De pronto frunció el entrecejo.

—Creo recordar haber oído su nombre hace algún tiempo... —añadió.

Ella asintió con un vehemente movimiento de cabeza.

—El de mi pobre cuñado..., Gordon. Inmensamente rico y a menudo mencionado en la Prensa. Fue muerto en un
blitz
hará poco más de un año. Un rudo golpe para todos nosotros. Mi marido es su hermano menor. Es médico. El doctor Lionel Cloade... Claro que —añadió bajando la voz— él nada sabe de esta consulta que yo le estoy haciendo. No lo aprobaría. Los doctores, por lo que he podido comprobar, tienen unos puntos de vista completamente materialistas. Lo espiritual parece estarles vedado. Todo lo achacan a la ciencia. Pero yo pregunto..., ¿y qué es la ciencia en sí? ¿Qué puede hacer por sí sola?

Para Hércules Poirot no parecía existir otra contestación a la pregunta que la de hacer una penosa y detallada descripción de Pasteur, de Lister, de la lámpara de seguridad de Humphrey Davy, de la conveniencia del empleo de la electricidad en los hogares y de otra infinidad de nombres y materias por el estilo. Pero esto, naturalmente, no era la respuesta que la señora de Lionel Cloade deseaba. En realidad su pregunta, como otras muchas que se hacen, no son tales preguntas en sí, sino una mera retórica de expresión.

Hércules Poirot se contentó con inquirir de un modo práctico:

—¿Y cómo cree usted que puedo ayudarla, señora Cloade?

—¿Cree usted en la existencia real del mundo de los espíritus, señor Poirot?

—Soy un buen católico, señora —contestó éste, cautelosamente.

La señora Cloade rechazó la cuestión de la fe católica con una sonrisa de desdén.

—¡Ciega! La Iglesia es ciega, absurda y llena de prejuicios y no admite la realidad y la belleza del Más Allá.

—A las doce en punto —cortó Hércules Poirot—, tengo una cita muy importante.

Fue una oportuna observación. La señora Cloade inclinó el cuerpo hacia delante.

—Vamos directamente al punto. ¿Le sería posible, señor Poirot, encontrar a una persona desaparecida?

Poirot enarcó las cejas.

—Claro que me sería posible —respondió con reservas—. Pero la Policía, mi querida señora Cloade, podría hacerlo con mucha más facilidad que yo, puesto que dispone de todos los elementos necesarios.

La señora Cloade rechazó la idea de la Policía como antes lo hiciera con la Iglesia Católica.

—No, señor Poirot, es a usted a quien he sido guiada por los mensajeros celestes. Ahora, escúcheme. Mi cuñado Gordon se casó, pocas semanas antes de su muerte, con una joven viuda, una tal señora Underhay. Su primer marido, un pobre muchacho cuyo fallecimiento le produjo gran desconsuelo, fue dado por muerto en la selva africana. Un país extraordinario y misterioso.

—Un misterioso continente —corrigió Poirot—. ¿Y en qué parte dice usted...?

—En el África Central. La cuna del
vodoo
[2]
y de los
zhombies
[3]
...

—El zhombie pertenece a las Indias Occidentales.

La señora de Cloade ignoró la corrección y prosiguió:

—... de magia negra, de ritos secretos y extraños, un país donde un hombre puede desaparecer y nunca más volver a saberse de él.

—Es posible, es posible —dijo Poirot—, pero cosas parecidas se hacen también en el circo de Piccadilly.

La señora Cloade rechazó también la idea del circo de Piccadilly.

—Dos veces consecutivas, y en un breve espacio de tiempo, señor Poirot, hemos tenido una comunicación con un espíritu que dice llamarse Robert. El mensaje era el mismo cada vez. No hay tal muerte... Estábamos extrañados, puesto que no conocíamos a ningún Robert; le pedimos que ampliara los detalles y nos. contestó: «R. U. R. U. R. U.», y después: «Digan a R. Digan a R.» «¿Decir a Robert?», preguntamos. «No, éste es un mensaje de Robert. R. U.» «Y qué quiere decir U.?» —volvimos a preguntar—. Después, señor Poirot, ocurrió algo extraordinario. El nombre de Underhay nos fue revelado, entresacando sus sílabas al igual que se hacen con las iniciales, un acróstico, de entre los versos de una conocida balada.

Poirot asintió con un movimiento de cabeza, pero sin molestarse en preguntar cómo habiendo deletreado el nombre de Robert, no hubiesen podido hacer lo propio con el de Underhay y en vez de recurrir a aquella especie de logogrifos más bien propios de un departamento del servicio secreto.

—Y el nombre de mi cuñada es precisamente Rosaleen —terminó de decir la señora Cloade, con aire de triunfo—. ¿Comprende usted ahora? La confusión estribaba meramente en las «erres», pero la significación era de una claridad meridiana: «
Digan a Rosaleen que Robert Underhay no ha muerto.
»

Ésta fue la categórica contestación.

—¡Aja! ¿Y se lo ha dicho usted?

La señora Cloade quedó desconcertada unos instantes.

—Pues..., la verdad..., no. La gente es tan escéptica a veces... Temí que Rosaleen fuese una de tantas. Por otra parte, la noticia podía haber trastornado a esta pobre criatura haciendo que se devanase los sesos tratando de averiguar el lugar, y, si me apura, hasta lo que pudiese estar haciendo su marido.

—¡Además de proyectar su voz a través del éter! Es muy posible. Un método curioso de anunciar su salvamento.

—¡Ah, señor Poirot! Usted no está iniciado en esta clase de materias. ¿Qué sabemos de las circunstancias que concurrieron en su desaparición? El pobre capitán Underhay (no recuerdo ahora exactamente si era capitán o comandante) puede estar en estos momentos prisionero en algún remoto rincón de África Central. ¡Piense usted en la alegría de encontrarlo y devolverle a los brazos amorosos de su joven esposa! ¡Piense en la felicidad de ambos! ¡Oh, señor Poirot, piense en que he sido enviada a usted y tengo la seguridad, la absoluta seguridad, de que no rehusará usted obedecer el mandato del mundo espiritual!

Poirot la contempló meditabundo.

—Mis honorarios —dijo con dulzura— son elevados, extraordinariamente elevados, y el trabajo que usted sugiere no es tan fácil como a primera vista parece.

—¡Es una verdadera pena! Mi marido y yo estamos, desgraciadamente, a la cuarta pregunta. ¡Qué a la cuarta! ¡A la octava! Y lo peor es que él no está enterado de ciertos detalles. Por consejos de los espíritus, compré ciertas acciones de Bolsa y el resultado no ha podido ser más desastroso. Sus precios han bajado de tal forma que ni siquiera se cotizan hoy en el mercado.

Una mirada de desconsuelo brotó de sus inquietos ojos azules.

—No me he atrevido a confesárselo a mi marido —prosiguió—. Se lo digo a usted, sólo con objeto de que se haga cargo de mi situación. ¡Pero reunir a una enamorada pareja es una misión tan noble, señor Poirot...!

—La nobleza,
chére madame
, no serviría para pagar los gastos de transporte por tierra, aire y mar, que yo tendría que hacer, ni tampoco el de telegramas y cables y el de interrogatorio a los testigos.

—Pero si se le encuentra..., sí, como se espera, el capitán Underhay está vivo aún, entonces..., digo yo..., no habría ninguna dificultad en..., vamos, en resarcirle de todos sus desembolsos.

—¡Ah! ¿Quiere eso decir que el capitán Underhay es rico...?

—No; no es eso precisamente, pero..., puedo asegurarle, darle mi palabra de honor, si es preciso, de que la cuestión monetaria no presentará ninguna dificultad.

Poirot movió lentamente la cabeza en señal de desaprobación.

—Lo siento, señora. Mi respuesta es: «no».

Le costó cierto trabajo conseguir que aceptara su negativa.

Cuando al fin decidió marcharse, Poirot se levantó y permaneció unos instantes en pie, perdido en un mar de confusos pensamientos, y con el ceño fruncido. Ahora recordaba por qué el nombre de Cloade le era tan familiar. La conversación sostenida en el club el día del ataque aéreo, volvió súbitamente a su memoria. La estentórea y pesada voz del comandante Porter relatando una interminable historia a la que nadie ponía atención.

Recordó el crujir de un periódico y la cara de consternación que a renglón seguido puso Porter.

Pero lo que más le preocupaba era el tratar de reconcentrar las ideas que la mujer que acababa de salir había hecho agolpar en su cerebro. Aquella locuacidad de factura eminentemente espiritista; aquella vaguedad de su charla; aquel vaporoso chal; aquel tintinear de amuletos y cadenas que rodeaban su cuello, y finalmente, y como variante de todo lo antedicho, el fulgor que despedían aquel par de inquietantes ojos azules.

—¿Qué es lo que en realidad había venido buscando esta mujer aquí? —se preguntó—. ¿Y qué habrá tras toda esa sarta de incongruencias?

Después miró a la tarjeta que yacía sobre su mesa escritorio.

—«Warmsley Vale» —leyó.

Fue exactamente cinco días después cuando en uno de los periódicos de la noche, apareció un pequeño párrafo que hacía referencia a la muerte, en Warmsley Vale, viejo villorrio distante unas tres millas de las populares pistas de golf de Warmsley Heath, de un hombre llamado Enoch. Hércules Poirot volvió a repetir:

—Quisiera saber qué es lo que ha sucedido en Warmsley Vale...

Y quedó sumido en hondas meditaciones.

LIBRO PRIMERO
Capítulo I

Warmsley Heath consiste en un espacioso campo de golf, dos hoteles, unas cuantas villas elegantes y modernas, circundando a aquél, una fila de lo que antes de la guerra fueron lujosas tiendas, y una estación de ferrocarril.

A la izquierda de ésta, y partiendo de la misma, una hermosa carretera surca los campos en dirección a Londres. A la derecha hay un camino vecinal con un letrero que dice:
Sendero a Warmsley Vale.

Warmsley Vale, medio oculto entre la espesa arboleda que crece en las colinas del distrito, es el reverso de Warmsley Heath. Es en esencia, un microscópico centro de abastecimiento de los pueblos colindantes, relegado hoy a la categoría de villorrio. Tiene una calle principal compuesta por casas de estilo georgiano, varios «bares», dos o tres anticuados almacenes y un ambiente general como de estar a ciento cincuenta en vez de a veintiocho millas de Londres.

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