—¡Qué amable ha sido usted, Rosaleen! Gracias.
—¡Por Dios, señora! Debió haber partido de mí el...
—Repito mis gracias, Rosaleen.
Con el talón en el bolso, Adela Marchmont se sintió otra mujer. La muchacha no podía haber sido más complaciente, y consideraba por completo innecesaria la prolongación de la visita. Pronunció unas cuantas palabras de despedida y salió. En el jardín se cruzó con David. Le saludó afablemente y siguió su camino.
—¿Qué vino a hacer esa Marchmont en esta casa? —preguntó David al entrar.
—A pedirme un dinero que necesitaba con toda urgencia. No pude nunca imaginar que...
—Y se lo diste, por supuesto.
Acompañó estas palabras con un gesto de cómica desesperación.
—No se te puede dejar sola, Rosaleen.
—¡Oh, David, no podía negarme! Después de todo...
—Después de todo, ¿qué? ¿Cuánto?
En voz baja murmuró Rosaleen:
—Quinientas libras.
Con gran sorpresa de ella, David lanzó una sonora carcajada.
—Menos mal —soltó éste—. Ha sido una picada de mosquito.
—¿Como una picada de mosquito? Eso es una fortuna, David.
—No para nosotros, Rosaleen. ¿Cuándo acabarás de convencerte de que eres una mujer rica? Pero, de todas maneras, si en vez de quinientas, le hubieses dado doscientas cincuenta, se habría marchado tan satisfecha. Has de aprender el lenguaje de los pedigüeños.
—Lo siento, David —murmuró.
—Al fin de cuentas, el dinero es tuyo.
—No. Sabemos muy bien que no lo es.
—No empecemos otra vez con esa cantinela. La vida es un constante juego de azar en el que unos pierden y otros ganan. El viejo Gordon murió sin testar, y ganamos nosotros. Eso es todo.
—Pero no es justo...
—Vamos, vamos, Rosaleen. ¿Te das cuenta acaso de lo que todo esto significa para ti? Una hermosa casa, criados, joyas. ¿No te parece un sueño? Pues pídele a Dios que nunca tengamos que despertarnos de él.
David sabía pulsar las cuerdas sensibles del corazón humano y apagar los gritos de la conciencia.
—Tienes razón, David —asintió con alborozo—. Esto me parece un sueño y prefiero no despertar. Quiero disfrutar de la vida.
—Pero para lograrlo, es preciso saber conservar lo que se tiene —le advirtió—. Basta de regalos a los Cloade, Rosaleen. Cualesquiera de ellos tiene hoy más dinero de lo que tú y yo llegamos a tener.
—Creo que tienes razón.
—¿Dónde se metió Lynn esta mañana? —preguntó él.
—Creo que se marchó a Long Willows,
A Long Willows. A ver a Rowley, sin duda, al idiota, ¡al patán! Todo su buen humor pareció esfumarse de pronto.
Abandonó de mal talante la casa, cruzó un macizo de rosadelfas y remontó la cúspide de la colina. Desde allí dominaba el sendero que conducía a la granja de Rowley.
Después de una corta espera vio a Lynn Marchmont salir de la casa de aquél y encaminarse monte arriba, en dirección al sitio en que él estaba. Titubeó un instante y al fin, con cara fosca, decidió salir a su encuentro. Dio con ella junto a un portillo situado cerca.
—Buenos días —dijo David—. ¿Cuándo es la boda?
—Me hizo usted ya esa pregunta, y le contesté que en junio.
—¿Decididamente?
—No sé lo que quiere usted decir.
—Sí lo sabe —insistió David, riendo despectivamente—. ¡Rowley! ¿Quién es Rowley?
—Un hombre mejor que usted —contestó Lynn.
Y añadió a continuación y sin venir a cuento:
—Métase usted con él, si se atreve.
—De que sea mejor que yo, nada he dicho, pero atreverme... No hay nada en el mundo a que no me atreviese por usted.
—Pero lo que no parece usted acabar de comprender es que quiero a Rowley.
—Permítame que lo dude.
—Y usted permítame a mí que le repita que le quiero.
David la miró como tratando de bucear en sus pensamientos.
—Todos tratamos de ver en nosotros, no lo que somos en realidad, sino lo que quisiéramos ser. Usted se ve enamorada de Rowley, casada con Rowley, contenta de vivir con Rowley, y sin más ambición que pasar aquí el resto de su vida. Pero ésa no es su verdadera personalidad. ¿Me equivoco, Lynn?
—¿Cuál es, entonces? ¿Y cuál la suya, si vamos a eso? ¿Qué es lo que usted querría?
—¿Yo? Tranquilidad, paz después de la lucha, calma después de la tempestad. Pero no sé. A veces sospecho, Lynn, que tanto a usted como a mí, nos gusta la agitación, la aventura.
Y añadió sombríamente:
—¿Por qué se le ocurrió volver? Yo era feliz antes de conocerla.
Lynn vio cómo los ojos de David se clavaban intensamente en los suyos y un torrente de lava pareció desbordarse por sus venas. Sintió acelerarse el ritmo de su respiración. Dos manos la apresaron con fuerza...
El cerco de acero de los fornidos brazos de David se aflojó de pronto y su mirada se posó con fijeza en la cúspide de la colina, Lynn volvió la cabeza intentando conocer la causa de esta súbita distracción.
En aquel preciso instante, una mujer cruzaba la pequeña puerta que había sobre Furrowbanks.
David dijo en tono mordaz:
—¿Quién es ésa?
—Parece Frances —contestó Lynn.
—¿Frances? —repitió David frunciendo el ceño.
—Sí. ¿Qué querrá?
—¡Querida Lynn! Sólo aquellos que necesitan algo, acostumbran a visitar a Rosaleen. Tu madre estuvo también esta mañana.
—¿Mi madre?
Se desprendió bruscamente de sus brazos.
—¿Qué quería?
—¿No te lo figuras? ¡Dinero!
Lynn se quedó rígida.
—Sí, sí; dinero. Y se salió con la suya —añadió David, dibujando una sonrisa cruel que tan bien sentaba a su semblante.
Un momento antes habían estado uno en brazos del otro. Ahora, un inmenso abismo volvía de nuevo a separarlos.
—¡Oh, no, no, no!
—Sí, sí, sí —replicó David, imitando el tono de su voz.
—¡No lo creo! ¿Cuánto?
—Quinientas libras.
El estupor la hizo abrir la boca y aspirar el aire con fuerza.
—Me gustaría saber lo que va a pedir Frances —dijo reflexivamente David—. Está visto que es peligroso dejar sola a Rosaleen. Nunca tiene un «no» para nadie.
—¿Hay alguien más?
David sonrió burlonamente.
—La tía Kathie había contraído algunas deudas, ¡no, nada de particular!, cosa de unas doscientas cincuenta libras, que, según tengo entendido, eran pago de sus «médiums» y tenía miedo que la noticia llegase a oídos del doctor sin saber que éste se había ya adelantado para solicitar otro préstamo.
—¡Qué vergüenza! ¡Qué pensará usted de todos nosotros!
Ante la sorpresa de David, Lynn salió disparada monte abajo, en dirección a la granja.
Él la siguió con la vista, frunciendo el entrecejo. Volvía a casa de Rowley como paloma a su palomar y este hecho le llenó de profunda consternación.
Miró de nuevo hacia lo alto de la colina y contrajo las facciones.
—No, Frances —exclamó para sí—. Creo que has escogido un mal día.
Con paso rápido se encaminó resueltamente en dirección a la casa de Rosaleen.
Atravesó la puerta, cruzó el florido jardín y penetró sigilosamente por la puerta vidriera de la sala, al tiempo que Frances Cloade pronunciaba estas palabras:
—...no sé si me explico con bastante claridad. Hay cosas que cuesta verdadero trabajo decirlas...
Una voz a su espalda exclamó:
—¿Ah, sí...?
Frances Cloade se volvió con rapidez. A diferencia de Adela Marchmont, no había entrado en sus cálculos la idea de verse a solas con Rosaleen. La suma en cuestión era considerable y comprendía que ésta no tomaría ninguna determinación sin consultar antes con su hermano. En realidad hubiese preferido discutir el asunto entre los tres antes de dar a David la impresión de que se trataba de obtener dinero de Rosaleen en su ausencia.
No le había oído entrar, absorta como estaba en la exposición del caso. Su súbita interrupción le sobresaltó, comprendiendo que, por la razón que fuese, el talante que se presentaba David no era el más propicio para favorecer sus planes.
—¡Oh, David! —dijo rápidamente—. Me alegro que haya venido. Acabo de hacer una confidencia a Rosaleen. La muerte de Gordon ha dejado a Jeremy en una situación verdaderamente crítica y quería saber si estaría dispuesta a ayudarle. Se trata de lo siguiente...
Las palabras se sucedieron rápidas unas tras otras. El apoyo de Gordon, sus promesas verbales, las restricciones gubernamentales, las hipotecas.
Una cierta admiración se agitaba en el tortuoso cerebro de David. ¡Qué maravillosa embustera!, pensó. Todo perfectamente plausible, pero falso. ¡Ni una sola verdad en sus palabras! ¿Dónde —se preguntaba— estaría la verdad? ¿Jeremy caminando por la Calle de la Amargura?
Algo desesperado debía ser cuando permitía que una mujer orgullosa como Frances se aventurase a dar un paso así.
—¿Diez mil? —dijo.
—¡Es una cantidad excesiva! —añadió espantada Rosaleen.
—Lo sé —interpuso rápidamente Frances—. No vendría, si no comprendiera la dificultad que representa intentar levantar una suma tan crecida. Pero no pierdan de vista que Jeremy jamás se hubiese atrevido a contraer una deuda semejante a no haber sido por las promesas de Gordon. Fue una desgracia que muriese tan repentinamente.
—¿Y les dejase a todos en la calle...?
El tono de voz de David era un tanto desagradable y añadió:
—Era cómodo vivir como polluelos bajo el ala de la gallina.
Un extraño fulgor brilló en las pupilas de Frances, que contestó con irónica sonrisa:
—¡Es usted muy pintoresco en el modo de decir las cosas!
—Usted sabe que Rosaleen no puede disponer del capital, sino sólo de sus rentas, y que de cada libra el Estado se lleva diecinueve chelines y medio en concepto de impuesto sobre la herencia.
—Lo sé. Sé que el impuesto es algo terrible en estos días. Pero podría arreglarse si quisieran. Yo les prometo... devolvérselas...
—Es inútil que continúe. No se arreglará —interrumpió David.
Frances se volvió presurosa a Rosaleen:
—Rosaleen —le dijo—, usted que es tan generosa...
David cortó en seco la peroración.
—¿Pero qué es lo que se han creído ustedes de Rosaleen? ¿Que es una cuba sin fondo? Cuando ella está delante todo son lisonjas, insinuaciones y súplicas. Pero no hace sino volver las espaldas, y a todos les falta tiempo para verte, el odio que les consume y desear su muerte.
—Eso es falso —aulló Frances.
—No lo es. Estoy ya harto de todos ustedes. Y ella también lo está. De aquí no ha de sacar usted ni un solo céntimo. Así es que puede ahorrarse el visiteo y el amargarnos con el relato de sus tribulaciones.
Su rostro estaba congestionado por la ira.
Frances se levantó. El gesto de ésta tenía la imperturbabilidad de una esfinge.
En la parsimonia y meticulosidad que empleó para ponerse uno de sus guantes, podía leerse el esfuerzo que hacía para contener la tempestad que estaba a punto de desencadenarse en su interior.
—Ha extremado usted la nota de claridad, David —susurró.
Rosaleen murmuró:
—Créame que lamento lo ocurrido.
Sin prestar atención alguna a estas palabras dio unos pasos, en dirección a la puerta vidriera y se detuvo frente a David.
—Ha dicho usted —dijo con calma y dignidad— que yo odio a Rosaleen y eso no es cierto. Jamás la he odiado. En cambio, no puedo decir lo mismo con respecto a usted.
—¿Y por qué?, si puede saberse —respondió con tono de mofa.
Porque una mujer ha de vivir. Rosaleen se casó con un hombre que le triplicaba la edad. ¿Y qué? ¿Qué hay en ello de particular? En cambio, usted..., ¿qué es lo que hace? Vivir cómoda y tranquilamente a sus expensas.
—Y defenderla contra la demanda de arpías que la acosan constantemente.
Quedáronse unos instantes mirándose fijamente el uno al otro. David se dio cuenta de la cólera que dominaba a Frances y de pronto adquirió el convencimiento de haberte creado una enemiga implacable y peligrosa, de quien no podría esperar clemencia en lo sucesivo, si por cualquier circunstancia la vida le colocara frente a ella en situación desventajosa.
Cuando ella volvió a abrir la boca, no pudo reprimir la aprensión que sus palabras le produjeron.
—No olvidaré nada de lo que acabo de oír de sus labios, David —dijo fríamente Frances.
A continuación salió sin dignarse dirigir siquiera una mirada a Rosaleen.
—¡Oh, David, David! ¿Por qué has dicho eso? Ha sido la única que me ha tratado siempre con verdadera afabilidad.
Él contestó, furioso:
—¡Cállate, tonta! ¿No comprendes que son una sarta de vampiros que sólo buscan el modo de poderte chupar hasta la última gota de tu sangre?
—Pero este dinero..., no me pertenece en justicia...
Se detuvo acobardada ante la furibunda mirada que le lanzó David.
—No, no..., no quise decir eso... —exclamó tímidamente.
—Espero que no.
¡La conciencia, pensó él, es aquí, al parecer, el demonio!
No había contado con que Rosaleen pudiese tener la suya y que esto podría tener hechos fatales en el futuro.
¿El futuro? La miró frunciendo el ceño y dejó galopar sus pensamientos. El futuro de Rosaleen... El suyo propio... Él supo siempre lo que quería..., lo sabía ahora... ¿Pero y Rosaleen? ¿Qué perspectivas inmediatas había para Rosaleen...?
Al ver ensombrecerse sus facciones, ella dio un grito presa de viva agitación.
—¡Siento como si alguien caminase sobre mi tumba! —gimió.
Él contestó, mirándola con curiosidad:
—¿Comprendes, entonces, que las cosas pueden llegar hasta ese extremo?
—¿Qué quieres decir, David?
—¡Que hay cinco, seis o siete personas que por lo visto tienen la idea de que bajes al sepulcro antes de que te llegue la hora!
—¿No querrás decir que intentan... asesinarme?
Las palabras salían difícilmente de su garganta, paralizada por el terror.
—¿Tú crees que personas educadas como los Cloade serian capaces de cometer un asesinato? ¡No...!
—No estoy yo tan seguro como tú de que los Cloade no sean capaces de hacerlo. Pero, aunque así fuese, no tengas miedo estando yo a tu lado. Tendrían que eliminarme a mí primero. Pero si llegasen a conseguirlo, Rosaleen, tendrías que aprender a defenderte tú sola.