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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Pleamares de la vida (23 page)

BOOK: Pleamares de la vida
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—Suponiendo que David Hunter no se hubiese encontrado en realidad con Lynn Marchmont en un sitio tan retirado como Mardon Wood, ¿cree usted que ese solo hecho podría empeorar su situación?

—Bastante. El tren de las 9'20 es el único que pasa por Warmsley Heath en dirección a Londres. Estaba oscureciendo. Son muchos los jugadores de
golf
que lo utilizan para regresar a la ciudad; el personal de la estación no conoce a Hunter, ni de vista. Sabemos, además, que no tomó ningún taxi en la estación de Victoria. Así, pues, no tenemos más corroboración que la palabra de su hermana para aceptar como buena su versión de la hora en que llegó a Shepherd's Court.

Poirot permanecía silencioso y Spence preguntó:

—¿En qué está usted pensando, señor Poirot?

Éste contestó como reconstruyendo la escena:

—Un largo paseo alrededor de la Casa Blanca... Un encuentro en Mardon Wood... Una llamada telefónica desde Londres... y a todo esto Lynn Marchmont y Rowley Cloade comprometidos para casarse... ¡Me gustaría saber qué es lo que hablaron aquella noche por teléfono!

—¿Está usted interesándose por la parte humana del caso? ¿A qué puede conducirle ese determinado interés?

—Siempre ha sido lo humano lo que más me ha interesado en la vida.

Capítulo VIII

Iba haciéndose tarde, pero a Poirot le quedaba aún una visita que hacer. Ésta era la de Jeremy Cloade, y a su casa se dirigió inmediatamente.

Fue conducido al despacho por una diminuta doncella de aspecto inteligente.

Al encontrarse solo, Poirot echó una inquisitiva mirada a su alrededor. Todo seco y legal, pensó. Como su propia persona. Sobre la mesa había un gran retrato de Gordon Cloade y otro bastante borroso de lord Edward Trenton a caballo. Estaba aún examinando este último cuando Jeremy Cloade hizo su aparición.

—¡Ah, perdón! —exclamó Poirot volviendo a colocar la fotografía en su sitio con cierta confusión.

—Es el padre de mi esposa —aclaró Jeremy, dejando vibrar cierta satisfacción en el tono de su voz—, con uno de sus mejores caballos llamado «Chestnut Trenton». Llegó segundo en el Derby de 1924. ¿Es usted aficionado, acaso, a las carreras?

—¡No, por Dios!

—Un deporte para el que se necesita tener una gran fortuna —añadió secamente Jeremy—. Lord Edward se arruinó en él y tuvo que irse a vivir en el extranjero. Sí, un deporte costoso.

La nota de orgullo seguía impresa en sus palabras.

Quizás él —juzgó Poirot— prefería tirar su dinero a la calle antes de invertirlo en la azarosa especulación de los hipódromos, pero no podía por menos de sentir una secreta admiración por aquellos que lo hacían. Cloade prosiguió:

—¿En qué puedo servirle, señor Poirot? Mi familia ha contraído una deuda de gratitud hacia usted por lo del hallazgo de Porter para los fines de identificación.

—Parecen todos jubilosos, ¿verdad? —preguntó Hércules Poirot.

—¡Ah! —contestó fríamente Jeremy—. Me parece un alborozo un tanto prematuro. Queda todavía mucha lana que cardar. Después de todo, la muerte de Underhay fue aceptada en África y se necesitan años para destruir una opinión oficialmente establecida. Eso sin contar que la declaración prestada por Rosaleen fue contundente y que hizo una favorable impresión tanto en el ánimo del juez como en el del Jurado.

Parecía talmente como si Jeremy Cloade tratase de obstruir todo intento de mejorar la situación.

—No me gustaría tener que verme obligado a emitir una opinión definitiva, fuese en el sentido que fuese —dijo. Y empujando unos papeles que tenía delante, con gesto displicente y cansado, añadió—: Perdone. Creo que usted quería hablarme de algo, ¿no es así?

—Iba a preguntarle, señor Cloade, si estaba usted absolutamente seguro de que su hermano no hubiese dejado testamento alguno. Subsiguiente a su casamiento, quiero decir.

Jeremy pareció sorprenderse.

—No he tenido nunca la menor idea de semejante cosa. De lo que sí estoy seguro es de que no había hecho ninguno antes de salir de Nueva York.

—Podía haber hecho uno durante los dos días que pasó en Londres.

—¿En casa de algún notario?

—O redactado por su puño y letra.

—¿Con qué testimonio?

—Con el de los tres criados que había en la casa —le recordó Poirot—. Los que murieron con él en la explosión.

—Sí, es posible; pero de todos modos, no es aventurado suponer que haya desaparecido en el derrumbamiento.

—Éste es, precisamente, el punto. Multitud de documentos que antes se creían perdidos irremisiblemente han hoy descifrarse por nuevos y complicados procedimientos. Los incinerados dentro de cajas de caudales s, pongo por caso, pero no hasta el punto de que merced a este nuevo proceso que digo, no haya podido leerse de nuevo, y con toda claridad, su contenido.

—Comprendo, señor Poirot, que su idea es interesante... ¡muy interesante!, pero no creo que tenga aplicación alguna en nuestro caso. No sé de ninguna caja de caudales que hubiese podido haber en Sheffield Terrace. Gordon guardaba todos sus papeles de importancia en la oficina, y ningún testamento ha sido encontrado allí.

—Pero pueden hacerse indagaciones... —prosiguió obstinadamente Poirot—. En la A. R. P., por ejemplo. ¿Me da usted su autorización para hacerlas por mi cuenta?

—¡Claro que sí! Es usted muy amable al querer tomarse tales molestias. Me temo, sin embargo, que va usted a perder el tiempo. En fin..., ¡allá usted!

Y añadió casi a continuación:

—Supongo que se marchará usted a Londres inmediatamente.

Los ojos de Poirot se entornaron ligeramente. Pareció notar una especie de apremio en la forma como fueron pronunciadas estas palabras.

«¡Y dale! —pensó—. ¿Será que todos se han confabulado para quitarme del paso?»

Antes de que pudiese contestar, se abrió la puerta y entró Frances Cloade.

Dos cosas de ella impresionaron a Poirot. Una su aspecto enfermizo. Otra, su extraña semejanza con el retrato de su padre.

—El señor Hércules Poirot, que ha tenido la amabilidad de venir a vernos, querida —dijo Jeremy casi innecesariamente.

Poirot estrechó la mano que aquella le tendía y, Jeremy le hizo un sucinto relato de la sugestión del detective acerca de la posible existencia de un testamento.

—Me parece algo improbable —replicó Frances.

—El señor Poirot se va a Londres y se ha ofrecido a hacer las diligencias a que hubiere lugar.

—El comandante Porter —explicó Poirot— era, según tengo entendido, uno de los encargados de la Defensa Pasiva.

Una curiosa expresión se reflejó en la cara de la señora Cloade.

—¿Quién es, en resumidas cuentas, el comandante Porter? —preguntó.

Poirot se encogió de hombros.

—Un oficial retirado que vivía de su pensión.

—¿Y estuvo realmente en África?

El detective la miró con curiosidad.

—Sin duda alguna, señora. ¿Por qué lo pregunta?

—No sé —contestó como abstraída en sus propios pensamientos—. Por nada. Es un hombre que me extrañó desde el primer instante que le vi.

—Lo comprendo, señora —interpuso Poirot—. Lo mismo me sucedió a mí.

Ella miró fijamente al detective y una expresión de terror se dibujó en sus pálidas facciones.

Volviéndose a su marido, le dijo:

—Jeremy, estoy preocupada por Rosaleen. Está sola en Furrowbanks y sabes lo trastornada que se ha quedado con el arresto de David. ¿Tendrías algún inconveniente en que la invitara a pasarse unos días con nosotros?

—¿Crees que eso es aconsejable, mi vida?

—Aconsejable..., no lo sé. Humano..., sí. Sabes lo desamparada que se encuentra.

—Dudo mucho que acepte tu invitación.

—Podemos probarlo.

—Bien —dijo el leguleyo con calma—. Si crees que eso te ha de hacer más feliz...

—¡Más feliz!

Las palabras cayeron de su boca con extraña amargura. Después miró suspicazmente a Poirot.

Éste murmuró con solemnidad:

—Con su venia, deseo retirarme.

Ella le acompañó hasta el vestíbulo.

—¿Es verdad que se va usted a Londres?

—Sí, mañana; pero sólo por veinticuatro horas. Después volveré a la posada de «El Ciervo», donde me encontrará usted si me necesita, señora.

—¿Para qué he de necesitarle yo? —preguntó ella con acritud.

Poirot no contestó a la pregunta. Se limitó a decir:

—Estaré en «El Ciervo».

Más tarde, y de la oscuridad, brotaron unas palabras que Frances Cloade dirigía a su marido.

—No creo que ese hombre vaya a Londres por la razón que dio, ni tampoco en su historia acerca del testamento de Gordon. ¿Lo crees tú, Jeremy?

—No, Frances, no. Debe existir algún otro motivo.

—¿Qué motivo?

—No tengo la menor idea.

Y añadió Frances:

—¿Qué va a hacer, Jeremy? ¿Qué vamos a hacer?

Después de unos breves instantes respondió éste:

—Creo, Frances, que sólo nos queda un camino...

Capítulo IX

Equipado con las necesarias credenciales de Jeremy Cloade, Poirot logró obtener contestación a sus preguntas. Todas eran concluyentes. La casa había quedado totalmente destruida. El solar se había limpiado recientemente con vistas a la reconstrucción. No había habido supervivientes, con excepción de David Hunter y la señora Cloade. Los tres criados de la casa: Frederick Game, Elisabeth Game y Eileen Corrigan, habían muerto instantáneamente. Gordon salió con vida, pero murió camino del hospital sin recuperar el conocimiento. Poirot tomó nota de los nombres y direcciones de los parientes más cercanos de la servidumbre.

—Es posible —dijo— que alguno de éstos haya hecho comentarios entre sus amigos que puedan conducirnos a informaciones de las que tan faltos andamos.

El paso siguiente lo dio Poirot en dirección a la casa en que vivía el comandante Porter. Recordaba, por declaración espontánea de éste, que había sido uno de los encargados de la Defensa Pasiva y que bien pudiera ser que hubiese estado de guardia aquella noche y que supiese algo del incidente de Sheffield Terrace.

Tenía además otros motivos que le impulsaban a ir a ver al comandante Porter.

Al volver la esquina de la calle Edge, se sorprendió de ver a un policía de uniforme plantado precisamente en la escalerilla de la casa que él pretendía visitar. Un grupo de curiosos, niños en su mayoría, se agolpaban frente a la puerta. El corazón de Poirot latió con sobresalto al interpretar los signos que éstos hacían.

—No se puede entrar aquí, caballero —dijo.

—¿Qué ha ocurrido?

—No es usted de la casa, ¿verdad?

Poirot movió la cabeza negativamente.

—¿A quién deseaba usted ver, si puede saberse?

—A un señor a quien llaman el comandante Porter.

—¿Es usted amigo suyo?

—No, estrictamente, lo que pudiese llamarse un amigo, ¿por qué?

—Porque tengo entendido que ese caballero se ha pegado un tiro. ¡Ah! Aquí parece que viene el inspector.

La puerta se había abierto, y dos figuras aparecieron en su marco. Una era la del inspector local, y la otra la del sargento Graves, del recinto de Warmsley Vale. Éste reconoció a Poirot e hizo la presentación.

—Pase usted, señor Poirot —dijo el inspector.

Los tres volvieron a entrar en la casa.

—Recibimos una llamada telefónica —explicó el sargento Graves—, y el superintendente Spence me envió a que recogiera informes.

—¿Suicidio?

—Sí —contestó el inspector—. Un caso clarísimo. No sé si el haber declarado en la encuesta debió perturbar también su cerebro, pero tengo entendido que estaba atravesando una situación económica bastante crítica. Se mató con su propio revólver.

—¿Está permitido subir? —preguntó.

—A usted sí, no faltaba más. Acompañe usted al señor Poirot, sargento.

—Sí, señor.

Graves le condujo al primer piso. Estaba todo como Poirot lo dejara la última vez que lo vio; las desgastadas alfombras, los libros... El comandante Porter estaba sentado en el espacioso sillón. Su actitud era perfectamente natural. Su brazo derecho pendía a lo largo del cuerpo sobre la alfombra; directamente debajo de él estaba el revólver. En el ambiente flotaba todavía el acre olor de la pólvora.

—Creen que esto ocurrió hará unas dos horas —siguió explicando Graves—. Nadie oyó el disparo. La dueña de la casa estaba fuera.

Poirot contemplaba con las cejas fruncidas la inmóvil figura y la chamuscada piel que rodeaba el pequeño orificio abierto en la sien.

—¿Tiene usted alguna idea de los motivos que pudieron impulsarle a cometer una cosa así? —preguntó el sargento.

Tenía un cierto respeto por Poirot, por la deferencia con que el superintendente siempre le trataba, pero en su fuero interno le consideraba sólo como uno de esos misteriosos charlatanes que todo lo creen saber.

Poirot le respondió como ensimismado:

—Sí..., sí. Hubo un motivo poderoso. Eso salta a la vista.

Su mirada se dirigió a una pequeña mesa que daba al lado izquierdo del comandante. Sobre ella había un sólido cenicero de cristal, una pipa y una caja de palitos fosfóricos. Nada en resumen. Sus ojos siguieron recorriendo la habitación. Después se detuvieron en un abierto «buró».

Los papeles estaban en sus correspondientes casilleros. Una pequeña carpeta con armazón de cuero ocupaba el centro de la mesa. A un lado, una bandejita de metal con una pluma y dos lápices, y al otro una caja de «clips» y un libro de sellos.

Todo en la habitación revelaba el espíritu de meticulosidad y orden de su ocupante.

Y, sin embargo, algo faltaba, pensó Poirot. ¿Qué? ¡Ah, sí...!

—¿No dejó alguna nota, o carta, para el juez?

Graves movió la cabeza negativamente y dijo:

—No. Era lo menos que podía esperarse de un ex oficial del ejército.

—¡Es curioso! —exclamó Poirot.

Era extraño, verdaderamente, que un hombre metódico como el comandante Porter no hubiese dejado siquiera una nota, pensó el detective.

—Será un golpe para los Cloade —dijo Graves—. Tendrán que buscar otro que haya conocido íntimamente a Underhay.

Y añadió después de unos momentos de vacilación:

—¿Hay algo más que desee usted ver, señor Poirot?

Éste negó con un gesto y ambos abandonaron la estancia.

En la escalera se encontraron con la dueña de la casa. Parecía gozar con su estado de agitación y no hubo necesidad de forzarla para conseguir un minucioso relato de cuanto supiese sobre lo ocurrido. Graves escurrió astutamente el bulto y dejó a Poirot que cargara solo con el chaparrón.

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