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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Patente de corso (43 page)

El Semanal, 07 Septiembre 1997

Una horchata en las Vistillas

Como ciudad, reconozco que es infame. Sucia, molesta, siempre llena de obras, de andamios, vallas y zanjas que te acechan con toda la insidia del mundo, esperando que caigas en una de ellas y te rompas una pierna. El tráfico puede volver majareta a cualquiera, agravado por la mala educación que alcanza también a la gente que camina por las aceras. Vivo fuera de Madrid desde hace quince años, en lo que antes se llamaba sierra y ahora se ha convertido, a trechos, en una especie de prolongación monstruosa de la urbe. Cuando estoy allí bajo sólo una o dos veces por semana, y cada vez que lo hago sigo sintiéndome como el paleto de aquellas películas en blanco y negro de José Luis Ozores y Tony Leblanc, con la boina y la garrota, acojonado por el estruendo y el trajín de la capital.

Hay, sin embargo, dos barrios que me reconcilian con Madrid. Uno es el espacio que media entre la glorieta de Atocha y la cuesta de Claudio Moyano hasta Recoletos y el café Gijón, incluyendo ese magnífico triángulo compuesto por el Prado, el Thyssen y el Reina Sofía, los hoteles Ritz y Palace, el Jardín Botánico, los anticuarios de la calle del Prado, el Retiro, Cibeles y la Puerta de Alcalá. Ese Madrid, elegante, poblado de árboles, denso de cultura y de parques para pasear, leer, mirar a la gente, se complementa con otro, comprendido entre la Puerta del Sol, ópera y el Palacio Real, por una parte, y las Vistillas, la Puerta de Toledo, Embajadores, Tirso de Molina y la plaza de Santa Ana por la otra; perímetro castizo que contiene el Rastro, la plaza Mayor y el llamado barrio de los Austrias. Ahí, a poco que uno callejee y sepa mirar, pueden sentirse todavía los ecos del Madrid de siempre; ese Madrid de portera, gato y taberna donde aún es posible revivir, en cada esquina, las mejores páginas de nuestro teatro y nuestra novela, desde Lope y Tirso a Moratín, Baraja, Valle-Inclán o Galdós.

Hay, sobre todo, dos momentos en que esa parte de la ciudad me parece bellísima: las mañanas azules y frías de invierno, cuando el sol se refleja en los espejos del café Gijón, y afuera templa un poco las viejas piedras bajo ese cielo que parece pintado por Velázquez, y llena de luz los bancos del Prado y los tenderetes de libros viejos de la cuesta Moyano. El otro momento mágico son las noches de verano, cuando el aire es tibio, y la ciudad invita a caminar por la cuesta del Nuncio, sentarse a tomar una horchata en las Vistillas, viajar en el tiempo entre los arcos centenarios de los soportales de la plaza Mayor, tapear en la Cava Baja o tomarse una cerveza en la plaza de Santa Ana. En esos lugares y esos momentos, Madrid se vuelve ciudad abierta a las gentes y al tiempo; escenario entrañable dónde la Historia, lo pasado y lo de ahora, parecen fundirse suave, naturalmente. No se trata, como en otras capitales europeas mucho más bellas, de escenografías cuidadosamente dispuestas para turistas; sino de un espacio de una sencillez y una humanidad cautivadoras, que con el primer vistazo y la primera sensación uno comprende que está ahí porque siempre estuvo ahí. Porque ni la estupidez, ni la desmemoria, ni la especulación, han podido asesinarlo.

También el factor humano tiene mucho que ver con todo eso. Porque a tales horas y en tales lugares, se da una curiosa sintonía mimética, una complicidad singular entre la gente y el paisaje urbano de estos barrios y lugares. Todo lo áspero del otro Madrid se desvanece aquí; como esos ríos africanos donde, en tiempo de sequía, los animales acuden a beber con el compromiso tácito de no atacarse allí los unos a los otros. Del mismo modo, Madrid se descubre entonces como lo que de verdad es: una especie de legión extranjera donde cualquiera es bien recibido, y nadie pregunta por la lengua, el origen ni el Rh. Aquí nada importa tu vida anterior. Y la palabra patria se vuelve, de pronto, algo asombrosamente simple y agradable: las cosas que tienes en común con el otro, el chato de vino compartido sobre el mármol húmedo de la tasca, la gente que conversa de mesa a mesa en las terrazas de los bares, la pareja de edad madura que baila un pasodoble en la verbena de las Vistillas, mirándose a los ojos como si aún siguiera vivo, y gracias a ellos lo está, aquel Madrid del Felipe y la Mari Pepa que sus abuelos -todos nuestros abuelos- tarareaban con las zarzuelas.

Por eso me gusta ese Madrid. Porque es lo que podría ser España, si la dejaran.

El Semanal, 14 Septiembre 1997

Una paella en El Aaiún

Era decadente y mágico, o al menos yo lo recuerdo así. Se llamaba El Oasis y era el más famoso cabaret local: una especie de puticlub colonial clavadito a los de las películas con poca luz, legionarios tatuados, oficiales de tropas indígenas que volvían de patrullar el desierto, lumis, traficantes y periodistas. Había una guerra no declarada en la frontera, con minas, y emboscadas, y toda la parafernalia. Franco estaba a punto de caramelo, pero coleaba todavía. Y El Aaiún era la capital de aquel Sahara del que ahora no se acuerda nadie.

Yo tenía veintitrés benditos años. Cada noche, durante nueve meses, después de transmitir mi crónica al diario Pueblo, me iba a tomar una copa al bar de la Territorial, y luego recalaba en El Oasis a charlar con Pepe El Bolígrafo mientras Chocolate, el barman negro, me ponía una copa. Luego iba a sentarme al fondo, a la mesa donde nos reuníamos los tres o cuatro corresponsales fijos en el territorio. Las chicas venían a sentarse con nosotros cuando no había clientes. No usábamos el género, aunque siempre pedíamos una botella para que ellas se ganaran el jornal. Charlábamos, se levantaban para ir con un cliente, volvían al rato. Así discurría noche tras noche, entre la música, el humo, el calor, copa tras copa, interrumpidos a veces por una bomba terrorista que estallaba en la calle, o por una escaramuza en la frontera que nos hacía a todos, militares y periodistas, salir corriendo. Demorabas el irte a dormir, y sólo al final, cuando Chocolate ponía las sillas sobre las mesas vacías y las chicas se despedían soñolientas, o se iban con un cliente, te levantabas con desgana y salías a la ciudad desierta, bajo el cielo increíblemente estrellado, para fumarte un último cigarrillo con la patrulla de policías saharauis que montaban guardia al final de la calle.

Recuerdo aquellos nueve meses como el tiempo más feliz y más intenso que un joven reportero podía desear: patrullas por el desierto, combates en la frontera, borracheras, aventuras, firma diaria en primera página. También recuerdo a los amigos. A los que siguen vivos, como Claude Glüntz, Pedro Mario, Yoyo Sandino, Diego Gil Galindo y los otros. Y a los muertos: el comandante Labajos, el teniente Rex Regúlez, o el cabo en el Aaiun Belali uld Maharabi. Pero sobre todo las recuerdo a ellas, a las chicas del cabaret de Pepe El Bolígrafo. A Patricia, una andaluza de bandera que cantaba coplas que te ponían la piel de gallina, y cuando entonaba Tatuaje conseguía que los barbudos legionarios llorasen como magdalenas. A la Franchute, tranquila y bondadosa, haciendo punto entre descorche y descorche. A Silvia, morena de verde luna, que tenía unas tetas magníficas y muy mala leche. Y a las demás. En aquellos largos meses llegué a conocerlas igual que a mis mejores amigos. Me contaban sus recuerdos, su cansancio infinito, su historia, que siempre era la misma historia. Me enseñaban los trucos del oficio: cómo elegir a un pringao, cómo sacarle botella tras botella, cómo hacer que se mamara y etcétera. Supe así el modo en que se las ingeniaban para arañarle jirones a la vida. Porque allí, en aquel tugurio del culo del mundo, arrojadas por la resaca de todos los naufragios de todos los cabarets y todos los antros de la Península y Canarias, sólo aguantaban las duras. Las supervivientes.

Y sin embargo, aún les quedaba corazón. Cuando estaba tieso de viruta y sin compañeros, y no tenía para pagarles una copa, se venían a mi mesa igual, y se turnaban para no dejarme solo. Un día que volví de una incursión peliaguda en la frontera oriental, Patricia me dedicó públicamente una copla -«para mi niño», dijo.- y luego nos marcamos un baile muy agarrado en la pista; tan agarrado que puso celoso a un canario que se la trajinaba, y mi amigo el teniente Albaladejo tuvo el detalle de romperle la cara al fulano por mí, porque yo no llevaba navaja. Y otro día que cumplí veinticuatro, las chicas, que no parecían las mismas sin maquillaje y con ropa de día, me hicieron una paella y una tarta en la playa, y me cantaron cumpleaños feliz.

Después se murió Franco, y el Sahara se fue al carajo, y yo me fui a otros sitios y otras guerras. Y cinco o seis años después encontré a Patricia y a la Franchute en un cabaret de Las Palmas. Estaban muy hechas polvo, pero aún mantenían el tipo. Nos abrazamos y se echaron a llorar, poniéndome perdido de colorete y de rimmel. Esa noche les pagué todo el champaña del mundo. Me gustó que llorasen por mí, y que todavía me llamaran niño.

El Semanal, 21 Septiembre 1997

Alcahuetes con libro de familia

EI otro día vi en no me acuerdo qué suplemento dominical -lo mismo era éste- un reportaje de moda infantil para el otoño, o para el invierno, o para lo que carajo fuese, a base de muchos afotos de niñas de ocho o diez años. Los infantes del reportaje -supongo que adiestrados por quien se encargue de tales menesteres eran todos muy guapos, y muy rubios y muy pelirrojos, con aire ellos de pequeños chulines camino de convertirse, con el tiempo y una caña, en importantes gilipollas de diseño. Y ellas, las niñas, tenían esa nota entre ingenua y perversa, como listas a insinuar lo que todavía no tienen, que algunos hijos de puta del estilismo, o como se diga, consideran encantadora y muy actual en las modelos impúberes. Eran, en fin, como caricaturas a escala de capullos y capullas de más edad. Por supuesto, aunque las criaturas responderían a nombres tan de aquí como Manolito, María, Jonatan y Vanesa, toda su indumentaria parecía sacada directamente de una teleserie norteamericana de sobremesa, con los colorines y hechuras propias del caso, las etiquetas enormes y bien a la vista, convertidas en elemento decorativo, y las inevitables rotulaciones en inglés.

Me llamaron la atención las niñas, todas muy pálidas, con muchas pecas y los labios rojos, maquilladas como zorrones verbeneros. Todos los zagales y zagalas del asunto tenían pinta muy así, como de casting moderning de alto standing. Después de la colección infantil de Vivienne Westwood de la última temporada, donde las nenas parecían precoces lumis a la caza de clientes, este año debe de llevarse la línea dura y perversa, porque en vez de sonreír en plan infancia optimista y tal, como suelen los pequeños monstruos que posan con moda infantil, en esta ocasión adoptaban poses muy serias, cual si les acabaras de confiscar la videoconsola y se estuvieran acordando de tus muertos. Todos los enanos del reportaje miraban al objetivo de la cámara con esa artificial imitación de mala leche que ponen las modelos adultas cuando se trata de vender productos, ropa, maquillaje, en una línea agresiva y tal, en plan qué miedo me das, leona.

Pensé en los papis. En toda esa tropa que anda por ahí con los niños de la mano, de casting en casting -cómo les gusta a algunos padres esa palabra, pardiez-, con una irresponsabilidad escalofriante, sin cortarse un pelo ante la posibilidad, nueve sobre diez, de que a la criatura se le fundan los plomos en un ambiente duro, competitivo, frustrante y desprovisto de sentimientos. Padres que peregrinan de agencia en agencia, de prueba en prueba, soñando con hacer realidad en sus hijos el sueño personal de codearse con Cindy, Claudia, Linda y Naomi.

Hay quien dice que el móvil principal es la pasta: explotar a los críos a cambio de viruta. Pero no estoy de acuerdo. El dinero es importante, claro; y sí hay padres capaces de alquilar hijos para la mendicidad o vender el virgo de su niña por cuarenta mil duros, imagínense la de progenitores que, so pretexto del futuro del vástago o la vástaga, no van a andar por ahí alquilándolos para anuncios de la tele y vueltas al colé en otoño, que socialmente mola más y encima les da una envidia que se van de vareta a las vecinas y a las dientas de la pelu.

Y sin embargo, les decía unas líneas más arriba, no creo que el dinero, con ser móvil de peso, sea el factor decisivo en este asunto. Estoy convencido de que el intríngulis es mucho más profundo y grave que la mera codicia. Porque la mayor parte de los papas y mamas -sobre todo mamas- que andan en esto serían capaces de entregar a sus niños gratis, por amor al arte. Para hacer realidad, por hijo o hija interpuesta, todos los sueños, y las fantasías, y las frustraciones personales acumuladas en años de revistas del corazón, de programas de la tele. Para resarcirse de tanto contemplar, como quien mira un escaparate fastuoso e inalcanzable, el espectáculo ruin, la inmensa estupidez, en que se han convertido las palabras éxito y fama en el mundo actual. Para satisfacerse a sí mismos con la ilusión de que un día sus hijas pueden ser como Mar Flores o Sofía Mazagatos.

Y no son media docena de papas, sino que los hay a cientos. Para comprobarlo, basta echarle un vistazo a uno de esos programas de la tele donde la niña de seis años sale imitando a Marta Sánchez o a la Pantoja mientras, entre el público, la imbécil de su madre llora como una Magdalena porque su Elisabet, por fin, ha triunfado.

El Semanal, 19 Octubre 1997

Perfidia catalana

Hay semanas en que me dan esta página hecha. Lo ponen tan fácil que empieza a gotearme el colmillo antes de darle a la tecla. Según cuenta Europa Press, don Iñaki Anasagasti hizo llegar en fecha reciente su protesta a monseñor Caries, arzobispo de Barcelona, criticando el desafuero lingüístico que, respecto al uso del catalán y el euskera, se perpetró en la boda de la infanta Cristina con Iñaki Urdangarín. Por lo visto la cosa estuvo descompensada, y la lengua vasca sólo pudo lucirse en el Padrenuestro, cosa que clama al Cielo, mientras que los oficiantes catalanes, aprovechándose de que estaban en su terreno y en su catedral, barrieron pro domo sua y se inflaron a decir cosas litúrgicas en la pérfida lengua de Verdaguer. Monseñor Caries ha respondido que nones, que la cosa estuvo equilibrada. Pero al nacionalismo vasco, que no nació ayer, le consta que monseñor Caries miente como mienten los boleros. Y la canallada es intolerable. Menos mal que don Xabier Arzalluz, fiel a su conciencia, no quiso asistir al enlace de la vástaga de la monarquía españolista con el cipayo, y por lo menos el abuelo se ahorró un disgusto que podía haberle costado la salud.

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