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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Patente de corso (20 page)

Pero ya ven lo que son las cosas. Nadie puede decir de este trinaranjus no beberé, ni a mí Madonna ni fú ni fá. El otro día, por primera vez en mi vida, denuncié a alguien. Era una de esas mañanas de tráfico madrileño en las que uno invierte cosa de hora y media en cruzar los bulevares, de semáforo en semáforo, primera-punto muerto, primera-punto muerto, etcétera. En ésas estaba, entre frenazo y frenazo, atento a dejar buena distancia con el vehículo que me precedía -cuyas pegatinas afirmaban llevar un bebé a bordo y que Asturias es la leche- cuando miré por el retrovisor y la vi. Era una señora de mediana edad, bien vestida, al volante de un coche grande, alemán, vistoso. Conducía con la mano derecha, mientras con la izquierda sostenía pegado a la oreja un teléfono portátil, celular, inalámbrico o como diablos se llamen, con el que mantenía intenso monólogo, Atenta más a la conversación que al tráfico, frenaba de pronto, para sobresalto de quien esto escribe, a escasos milímetros de mi parachoques trasero. La veía venir una y otra vez, dale que dale a la chachara, y en cada ocasión yo cerraba los ojos y apoyaba el cuello en el reposacabezas, diciéndome: ahora me la pega, ahora me la pega. Al cabo de un rato y de quince o veinte frenazos de la dama, yo tenía los nervios hechos polvo. Si en vez de marujona con BMW aquella individua hubiera sido artillero serbio, los bosnios se habrían rendido en Sarajevo hace la pila de tiempo, era demasiada tensión para el cuerpo.

Total. Que varios frenazos después, a pesar de mis intentos por cambiar de fila y quitármela de encima, seguía con la señora del teléfono pegada a mi parachoques con la contumacia de un Spitfire a la cola de un Heinkel durante la batalla de Inglaterra. V por fin me dio. Nada serio, es cierto. Sólo un toquecillo tipo capón, tac, sin consecuencias salvo para mi estado de nervios, que ya me salían de la piel doblándose por las puntas. Me volví a mirarla, pero ella se mantuvo imperturbable, charla qué charla. Y entonces vi que en la mano izquierda, la del volante, llevaba también un cigarrillo encendido.

Había un guardia mirando. Uno de esos uniformados que el alcalde Álvarez del Manzano tiene en las calles de Madrid para caotizar el tráfico cuando vienen a manifestarse los ovejeros extremeños o las cooperativas corchotaponeras de Villagarcía del Rebollo. Y si digo mirando quiero decir exactamente eso; mirando, como si nada de todo aquello fuera con él. Entonces, al llegar a su altura, no pude aguantarme más y franqueé, lo confieso, el límite que convierte al hombre íntegro en despreciable chivato. Como si yo fuese un alemán o un inglés cualquiera, dije algo así como verá usted, señor guardia, esa individua de atrás, o sea. Tengo entendido que hablar por teléfono mientras se conduce, en fin. ¿No hay nada que usted pueda hacer al respecto?

Lo que hizo, en efecto, el agente de la autoridad, fue sonreírme como si yo fuese idiota. Después miró al soslayo, fuese y no hubo nada; con lo que amén de abyecta, mi delación resultó inútil. Y mientras, la otra, a la que debió de parecerle que hablábamos de ella, sacaba la cabeza por la ventanilla, curiosa, sin dejar de hablar por el teléfono. Y como los coches arrancaron y yo me había quedado viendo irse al guardia con la boca abierta, aún me dio la torda un bocinazo, oprimiendo el claxon con lo único que tenía libre -el codo- para que espabilase.

Pero me vengaré. Pienso comprar un plátano y plantarme en la calle junto a cada capullo de los que encuentre caminando con el celular pegado a la oreja. No me esperes a cenar, le gritaré al plátano. Y después, muy serio, le diré al fulano que estoy hablando con Claudia Schiffer.

El Semanal, 19 Marzo 1995

Muerto en intento de fuga

Tengo un amigo que es funcionario de prisiones, o sea, boquera del talego. Y un día, hace algún tiempo, me invitó a tomar un café y puso encima de la mesa un paquete de viejas fichas de cartulina de los años cuarenta. -Échate un vistazo a esto- me dijo. Y se lo eché. Resulta que mi amigo había estado clasificando antiguos archivos carcelarios de los años siguientes a la guerra civil, de prisiones que ya no existían y cosas así, y a la hora de mirar los legajos procedentes de la antigua cárcel de Talavera se había encontrado con algo curioso. Fui pasando fichas, una tras otra. Siempre un nombre, profesión y demás datos, y acto seguido: Muerto en intento de fuga. Seguí mirando fichas, y todas terminaban con la misma coletilla: Muerto en intento de fuga. Había treinta o cuarenta, y todas terminaban igual. Lo extraño es que la fecha siempre era la misma, que lamento no recordar con exactitud. Un día de otoño, me parece, del año 42. Mi compadre el boqui me observaba muy serio:

-Ese día se quiso escapar demasiada gente, ¿no?

Miré las profesiones. Casi todos eran campesinos, obreros, gente muy humilde, con largas condenas o cadenas perpetuas por su actuación en la guerra civil. Había tres fichas con el mismo apellido, hermanos, supongo, de profesión jornaleros. Otro que recuerdo bien porque me llamó la atención el oficio que figuraba en la ficha: aprendiz alpargatero. Justo ese tipo de infelices que nunca tiene quien le eche una mano, ni hable con el jefe local de falange o el coronel amigo de la familia, o cosas así. Anónimos don nadies sin pena ni gloria. Algunos eran muy jóvenes, y tampoco faltaba la gente mayor, labradores y peones con cincuenta o más años. En algunos de los motivos de prisión figuraba haber sido militantes socialistas, comunistas o anarquistas, aunque la mayor parte de las veces sólo se registraba su participación en tal o cual hecho. Ninguno de los cargos era extraordinario, ni vi delitos de sangre. Supongo que ese tipo de presos ya estaban fusilados a tales alturas del año triunfal.

De aquellos infortunados fuguistas y sus atrocidades, recuerdo especialmente a uno: participó en la quema de una imagen sagrada. En el apartado profesión no figuraba nada, su origen era extremeño y andaba por los cuarenta años. La ficha llevaba grapado un papel que le habían hecho firmar a su viuda cuando fue a visitarlo y le dijeron que su marido estaba muerto.

El café me supo amargo, como a menudo le sabe a uno el café cuando hurga en los rincones más sombríos de este país desgraciado, donde durante siglos y siglos tanta pobre gente se ha estado fugando de cuarenta en cuarenta. Miraba nombres e imaginaba rostros quemados por el sol y arrugados de miseria, sin afeitar, con el miedo y la resignación que a un hombre, acostumbrado a sufrir desde que nace, se le pone en los ojos cuando mira el cañón negro de un máuser. Después, mi amigo reordenó el mazo de fichas y se lo metió en el bolsillo.

-¿Qué vas a hacer con eso? -pregunté.

-Nada -se encogía de hombros-. Devolverlo a su sitio, supongo. Intentar olvidarlo.

-Pero alguien firmó esas órdenes -protestó mi viejo instinto de periodista-. Detrás de cada una de esas fichas hay una mesa de despacho, un escritorio, un asesino. Igual anda todavía por ahí, viejecito honorable, flaco de memoria.

Mi amigo el boqui se echó a reír:

-No seas idiota. Los asesinos somos tú y yo. Es este país. Somos todos nosotros.

Después cogió sus fichas y se fue, y me dejó sabiendo cosas que habría preferido no saber. Cada uno tiene sus propios agujeros negros, sus personales fantasmas que vienen de noche a tirarle de los pies; y a partir de cierto momento, maldita la falta que hace aumentar el peso de la mochila. En cuanto al boqui, nos hemos visto en alguna ocasión después de aquello, y nunca volvimos a mencionar el tema. Pero por su culpa, en esos ratos que te quedas mucho tiempo despierto en la oscuridad, veo ahora a veces el rostro de un aprendiz de alpargatero, o el de un pobre hombre sin oficio que quemó una imagen sagrada cuando la República, o el de una viuda obligada a firmar el expediente de su marido muerto, o las sombras de treinta o cuarenta infelices a los que alguien, hace cuarenta y tres años,decidió aplicar silenciosamente la ley de fugas, en Talavera. Y nunca le perdonaré a mi amigo haber unido sus fantasmas a los míos.

El Semanal, 16 Abril 1995

La bandera de Annecy

Hay un lugar en Francia, en el valle de la Lozere, con una placa que contiene los nombres de noventa y tres maquisard franceses y veintitrés guerrilleros españoles que murieron el 28 de mayo de 1944 combatiendo contra tropas de élite alemanas. Como ese lugar hay cientos repartidos un poco por aquí y por allá, con placa o sin ella, en la Europa que ardió de punta a punta hace cincuenta años, A estas alturas, el bando en el que lucharon me da lo mismo. Hubo aragoneses defensores de Stalingrado con el Ejército Rojo, andaluces de la División Azul peleando en las orillas heladas del lago limen, legionarios gallegos y asturianos que murieron en los fiordos de Narvik o entre los pedregales de Bir Hakeim, anónimos voluntarios de las Waffen SS entre los últimos defensores de Berlín, guerrilleros catalanes y valencianos exterminados en el maquis, vascos asesinados en Mathausen. No hubo vencedores en los combates que libraron al morir, porque en cualquier guerra los muertos son siempre los vencidos. Y sobre sus huesos indiferentes pasan ahora carreteras, crecen campos y ciudades, languidecen viejos cementerios de una Europa siempre egoísta, desmemoriada e ingrata.

De todos ellos, que eran compatriotas, paisanos o parientes, tal vez sean nuestros republicanos los que más me conmueven, pues son los que más sufrieron. Pelearon tres años por sus ideas o porque no les quedaba más remedio y luego, derrotados y exhaustos, cojeando de sus heridas, temblando bajo mantas raídas y a veces llevando con ellos a sus viejos, sus mujeres y sus zagales, se internaron en Francia con un poco de tierra española en el puño que llevaban en alto hasta que los gendarmes de los campos de concentración les obligaron a soltarla a culatazos. Pasaron miseria en Argeles, construyeron fortificaciones o se alistaron en la Legión Extranjera y los batallones de marcha. Luego vinieron los alemanes y toda Francia se fue a tomar por saco y se encontraron fugitivos, entre dos fuegos, sin otra salida que echar mano a los fusiles que tiraban los soldados en retirada y vender cara su piel. Lucharon en el maquis, escaparon a Inglaterra cuando Dunker que, fueron detenidos por los alemanes o entregados por los mismos franceses, murieron en los campos de exterminio nazis, liberaron Francia y combatieron en suelo alemán, y algunos, una pequeña parte de los que cruzaron los Pirineos en 1939, aún quedaron para contarlo.

Tengo delante, en el momento de escribir estas líneas, un mazo de viejas fotografías. El cadáver del jefe de la 15ª brigada de guerrilleros franceses, el español Miguel López, fusilado en Baradoux. Los vehículos blindados Madrid, Teruel, Belchite, Guadalajara y Don Quijote de la División Leclerc entrando en París. José Crespillo, piloto de la aviación soviética, derribado sobre Rusia en agosto de 1944. El capitán Dronne con dos oficiales españoles. Granell y Bernal, preparando el asalto a una central telefónica ocupada por los alemanes. Los legionarios Salvador Gutiérrez y Manuel Sánchez, que sonríen a la cámara horas antes de morir en la toma de Colmar. Tres guerrilleros, dos soviéticos y uno español, del destacamento Medvédev. Américo Brizuela y Facundo López, partisanos españoles muertos en el combate del río Drave, en Yugoslavia. Y dos anónimos guerrilleros españoles con armas capturadas a los alemanes, arrastrando una bandera nazi por las calles de Annecy.

No hay nada glorioso en la guerra. Sólo dolor, sangre y mierda. Los monumentos y los homenajes y las banderas y las fanfarrias los barajan aquellos hijos de puta que nunca estuvieron en un agujero lleno de barro, con el miedo en los ojos y la boca seca, ni jamás tuvieron que salir de allí para correr ladera arriba en nombre de vaya usted a saber qué, con la metralla zumbando por todas partes, cuando no te importa ni el lugar de dónde vienes ni el lugar adonde vas, y sólo ansias correr, y correr, y correr hasta que todo termine de una puñetera vez. Pero, incluso sabiendo todo esto, cuando repaso las fotos de esos fulanos bajitos, morenos, mal afeitados, que me miran desde el papel amarillento y la distancia de cincuenta años, no puedo evitar un estremecimiento, y que me venga a la boca una sonrisa agridulce, quizá tierna. Una sonrisa instintiva, de orgullo solidario. A fin de cuentas eran mis paisanos, y no se dejaron degollar por ahí afuera como borregos. Estaban solos, abandonados, fugitivos, nadie daba un duro por ellos, y España y el resto del mundo miraban hacia otro lado. Ya no tenían ningún sitio adonde ir, así que se quedaron de pie y pelearon. Con la colilla en la boca y un par de cojones.

El Semanal, 30 Abril 1995

Vergüenza torera

Estaba el arriba firmante viendo pasar la vida en una terraza de la esquina de la calle Sierpes de Sevilla, frente a la Peña Bética y el puesto de periódicos de Curro. El limpiabotas que había enfrente era flaco, agitanado, pasada ya la cincuentena larga. Un fulano de esos muy patanegra, con brazos chupaillos y morenos llenos de tatuajes, un laucados en la oreja y rizos de caracol bajo un sombrero cordobés donde lucía una insólita insignia metálica de la Legión. Ya se pueden imaginar la firma: ceceo cerrado y voz rota de aguardiente, todo el día arriba y abajo por la calle, el banco de betunes y cepillos bajo el brazo, con parada y fonda puntual en todos y cada uno de los bares del barrio. Que si una coñás aquí, que si vaya una caló que base, que si un sigarrito allá, maeztro, O sea. Hecho polvo total.

EI caso es que estaba yo tomándome un café en La Campana sin quitarle ojo al personaje. En ese momento, el limpia se secaba con el dorso de la mano manchada de betún el sudor que le caía por la nariz mientras lustraba los zapatos de unos guiris, ingleses me parece que eran, que estaban allí, todos rubios y eso, abrevando en grupo y con la mesa llena de botellines de cerveza vacíos. Para ser exactos le limpiaba los zapatos a dos de ellos, porque los otros tres llevaban zapatillas de tenis y uno iba en bañador, detalle simpático e informal que aprovechaba para rascarse cómodamente la entrepierna. La cosa no dejaba de tener su aquel simbólico, pues precisamente en el periódico que yo tenía sobre la mesa había una foto del ministro Solana, ese tigre de Bruselas, bajándose los calzones en lo del fletan negro (bueno, los calzones no se veían porque la foto era un primer plano; pero la sonrisa y el gesto eran de bajárselos). Y uno pensaba hay que ver, para eso nos van a dejar aquí, mis primos, antes de irse. Para limpiarle los zapatos a los holligan de Manchester o de donde sean, a toda la chusma de Europa cuando vengan a ponerse ciegos de cerveza, a romper bares y discotecas, a jalear a sus equipos de fútbol, o a rascarse. Y nosotros, reconvertidos en putas, limpiabotas y camareros. (Dicho sea con todo el respeto que me merecen los camareros, los limpiabotas y las putas, a quienes he tratado mucho en el ejercicio de su actividad profesional y de la mía).

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