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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Patente de corso (22 page)

-«Te voy a descomulgar, Antonio», me decía el jodío.

Sin embargo, después era el propio Antonio quien practicaba la censura por su cuenta. Mesas separadas resultaba muy larga para su gusto, así que la aligeró sin consultar con nadie, acercando un poco las mesas. En cuanto a Guerra y Paz, la retirada de Rusia se le hacía interminable, de modo que le pegó un tijeretazo, haciendo que Napoleón pasara directamente de Moscú a París, ahorrándole el paso del Beresina y 300.000 muertos. Pero su obra maestra fue El peñón de las ánimas. Cuando Antonio vio que aquella película no tenía final feliz, se llevó un disgusto. Jorge Negrete y María Félix no podían morir, porque el público iba a salir del cine hecho polvo. Así que metió cuchilla, eliminando la última escena, cuando el abuelo les dispara, y dejó a la pareja cabalgando hacia el horizonte antes de la palabra Fin.

Ya ven lo que son las cosas. Vas y lo atribuyes todo a la censura franquista, por ejemplo, o al arcipreste de guardia, y resulta que al proyeccionista no le gustaba que mataran a Jorge Negrete. Así se escribe la Historia. De todas formas -le digo siempre a Antonio-, qué suerte, compadre, poder escoger final. Y que todos los recuerdos de uno sean hermosos.

El Semanal, 11 Junio 1995

JASG

Me gusta ver los anuncios de la tele. A menudo hay en ellos más talento que en la mayor parte de los programas, o en las comedias de situación, o en lo que sea. Al fin y al cabo, tras la publicidad se adivina a un montón de inteligentes hijos de puta calentándose la cabeza para hacerte comprar tal o cual cosa, y si mantienes cierto distanciamiento crítico siempre terminas aprendiendo cantidad de trucos útiles. No sobre lo que anuncian, que eso es lo de menos, sino sobre por qué lo anuncian, cómo lo hacen y a quién se dirige el intento de comerle el tarro.

Hay, sin embargo, una variedad publicitaria que al arriba firmante le quema la sangre. Me refiero a esos anuncios que, como muchos de los políticos de este país, se empeñan en venderte una España irreal, ficticia, que sólo existe en su manipulación canalla de los hechos, y que nada tiene que ver con la otra, la de la calle, la realmente real. Existen perlas legendarias en este registro. Desde la taimada infiltración de marcas de tabaco en anuncios deportivos hasta la felicidad cifrada en bonolotos, cupones, cuerpos danone, compresas que ni se notan ni traspasan, Lulú semuá, o ese putón verbenero que iba por las carreteras en descapotable, buscando a Jack's. Pero mi Oscar del cinismo galopante se lo llevan las campañas destinadas a convencer a los jóvenes de la necesidad absoluta, vital, que tienen de comprarse tal o cual marca de automóvil. Eso es que ya es la leche.

Lo que más me fascina de tales anuncios es la verosimilitud con que sus creadores trazan el retrato, clavadito, del joven español medio. Llevo doce años trabajando como un hombre de color, dice el apuesto guaperas. Curro veintitrés horas diarias en el periódico sin cobrar. Estudio Económicas e Historia de la Filosofía. En los ratos libres hago ala delta en los Alpes, windsurfing en Florida, y toco el clarinete en un club de jazz de Manhattan. Además he escrito Historias del Kronen II, y leo a Heidegger, Peter Handke y Adorno. Soy un JASG -Joven Aunque Sobradamente Gilipollas- preparado para la vida moderna, y usted va y me dice que aún estoy verde para hacer un programa como el de Isabel Gemio. Como dijo Kant, hay que joderse. Y por cierto, la cita no es de Kant. Es de Marcial Lafuente Estefanía.

Otro ejemplo. Bella joven, elegante, con clase, prototipo de la veinteañera española media, reflexiona sobre un hecho terrible: llega un momento en la vida en que tienes que elegir entre trabajar en la empresa de papá o hacer un máster en Harvard. Usar vaqueros Liberto o minifalda de Versace. Vivir con tus padres en el chalet de la Moraleja o mudarte sola a un apartamento del Barrio Latino de París. Salir en el Hola como candidata al príncipe Felipe, o en el Diez Minutos jugando al golf con Alessandro Lecquio, Lo único que tienes claro es que te acabas de comprar un GTI de 16 válvulas. Que mola un pegote.

La verdad es que echo en falta una tercera versión en ese tipo de anuncios. Cualquier joven de cualquier sexo que llega a casa a las tantas de la noche, hecho polvo después de haber estado ocho o doce horas de pie tras el mostrador, o en la gasolinera, o la moto de mensaca, o en la cola del paro, y pone un rato la tele, y zapea, y se encuentra a San Lobatón, o a Nieves Herrero, o a Jesús Puente ganándose el dinero más vergonzoso que ha ganado en su vida, o a Felipe González con esa cara que se le ha puesto -a cierta edad todos tienen la cara que se ganan a pulso-, o al otro mienteusté prometiendo atar los perros con longaniza con su programa, programa, programa. Y de pronto llega la publicidad y a nuestro exhausto joven se le llena la pantalla de JASG sobradamente preparados, vestidos como él tiene que vestirse, con las maneras y aficiones que él, o ella, tienen que tener. Con unos coches que te cagas, como el que él o ella tienen que comprarse pero ya mismo, si no quieren ser unos mierdecillas y unos matados y tipos desgraciados de la vida.

Entonces, él, o ella, miran a la cámara, y dicen: Hay un momento en la vida en que tienes que elegir entre el desempleo o trabajar diez horas diarias en el mostrador de una charcutería. Entre salir a bailar el sábado por la noche o quedarte en casa estudiando hasta las cuatro de la madrugada. Entre despreciar a tus padres o compadecerlos. Entre ayudar a tu hermano yonqui o pasar mucho de él. Entre dejar que el jefe te mire las tetas o irte a la cola del paro. Entre maldecirlo todo y pegarle fuego a la vida, o apretar los dientes y luchar por salir adelante y tener una casa, y una familia… Y por cierto: ¿Cómo se las habrán arreglado los del anuncio para que sus padres les firmen el aval y las letras del puto coche?

El Semanal, 18 Junio 1995

Cuestiones de honor

Hace un par de semanas puse la tele y me encontré al ex presidente Suárez acudiendo a un juzgado, porque alguien dijo que trincó trescientos kilos de Banesto, cuando Mario Conde y todo eso. Suárez llegó, dijo que eso era una bola como el sombrero de un picador, miró al soslayo, fuese y no hubo nada. Supongo que a estas alturas todo habrá quedado en eso. Algo de lo que el arriba firmante se alegraría infinito; pues la persona de Adolfo Suárez, Ucedés aparte, me cae bastante bien. Tanto por esa pinta que tiene, con su perfil de torero grave y veterano, como por los morlacos que lidió, como por ese silencio magnífico en el que ha sabido atrincherar, cual muy pocos en este país, su digna salida del Gobierno y su decoro como político jubilado.

Y pensaba yo: ojalá que no. Deseo que éste de verdad no tenga nada que ver, y que en tal caso no me lo llenen de mierda como a los demás, porque no sé qué carajo iba a quedar entonces como referencia política decente de los últimos veinte años. Y en ésas me decía: hay que fastidiarse. En un país donde los partidos de oposición ganan esgrimiendo titulares de periódicos en vez de programas de gobierno, donde tantos jueces se acojonan o se muestran implacables según el tipo de repercusión social del asunto, donde todo el mundo tiene una piedra en la mano para el linchamiento previo, cualquiera puede permitirse acusar a otro de cualquier cosa, mentarle la madre o llamarlo maricón de playa, así, por el morro, y si cuela cuela. Y si no, oye, pues vale, pues me alegro. Pero empuerca, que algo queda.

Insisto en que ignoro si Adolfo Suárez fue más o menos honrado que otras joyas del oficio. Pero, aparte la simpatía personal -que es asunto mío porque me da la gana que su careto me sea simpático-, mucho me guardaría de cuestionar su honorabilidad si no tuviera un buen legajo de papeles con todo allí, incluidos los afotos del antedicho en el momento de trincar. Y aún así, averiguaría antes en qué condiciones, y para qué. A fin de cuentas, con todos sus errores y todos sus defectos, que los tuvo, incluida la cuerda de mercachifles, correveidiles y meapilas que nutrió parte de sus huestes, don Adolfo Suárez hizo una transición que le salió bordada. Faena que remató levantándose a defender la democracia, encarnada en un anciano general a quien un torpe teniente coronel intentaba zancadillear y tirar al suelo. Y eso merece un respeto.

Yo, entre nosotros, a lo de Gutiérrez Mellado no le doy mucho mérito. Sospecho que más que impulso democrático, lo que lo cabreó y puso tan flamenco fue que allí entró un teniente coronel con escopeta y no se le cuadró. O sea, que al abuelo le saltó el automático. El mérito de verdad se lo adjudico al de Ávila. Y cuando los sesientencoño empezaron a agujerear el techo, don Adolfo se quedó erguido, chuleta, de perfil ante España y ante la Historia y ante los anales de la vergüenza torera, mientras todo el personal, incluido el actual presidente del Gobierno y numerosos prohombres de su partido y la actual oposición -salvo Carrillo, que fumaba allá al fondo, a lo suyo-, se lanzaba a bucear bajo la moqueta en plena cagalera. Y a mí, que soy muy primitivo, pues qué quieren que les diga. Esas cosas me impresionan.

Pues eso, dejando ya la anécdota de Suárez aparte, a veces uno lamenta que ciertas antiguas costumbres, como el duelo, hayan caído en desuso. Antes, alguien te miraba mal y podías mandarle los padrinos, y la cosa se solventaba a pistoletazos o sable, y al menos tenías una oportunidad real de volarle al otro los cuernos. Ahora, un fulano afirma, es un suponer, que lo que a ti te gusta es tocarles el culito a los nenes en las guarderías, y tú demuestras que es mentira, que lo que te gusta de verdad, por ejemplo, es ir los jueves a un meublé con la señora de ese fulano, y aquí no pasa absolutamente nada, ni nadie rectifica, y todo queda como así, en el aire. Si por una parte vas y planteas demanda judicial para recuperar tu honor, resulta que el honor anda muy devaluado -hasta los políticos juran por su honor, háganse idea- y el juez te toma a pitorreo. O, como en este país la Dura Lex Sed Lex (Duralex) a menudo se parece a la bonoloto, depende de qué juez te toque en suerte para que te restituyan la honra o, por el contrario, quedes como pedófilo para los restos. Y tampoco es cosa de que vayas y le des una estiba al otro fulano, pues no puedes andar a bofetadas, como los gañanes. Además, puedes romperle algo, y entonces sí que los jueces te empapelan vivo. O rompértelo él a ti. Con lo que, además de la fama, te llevas un par de hostias.

El Semanal, 25 Junio 1995

Él nunca lo haría

Un perro ovejero pequeño, feo y valiente, nos tuvo detenidos una vez a varios automóviles durante un rato, porque una oveja de su rebaño estaba rezagada, mordisqueando hierba en la cuneta. Y el chucho seguía quieto en medio de la carretera como un impasible don Tancredo, con un ojo en los automóviles y otro en la mala pécora, sin moverse hasta que la tipa cruzó por fin. Entonces le tiró una rutinaria dentellada a los cuartos traseros y se fue detrás, con un trotecillo chulito y la satisfacción del deber cumplido. Fueron dos o tres minutos en que no se oyó ni un solo bocinazo. impresionados a pesar nuestro, arrancados por un momento a la prisa y la impaciencia, ninguno de los diez o doce conductores detenidos pudo evitar rendir ese pequeño homenaje al valor concienzudo del animal. Aquel chucho era un profesional.

Hay muchas historias propias y ajenas con perros como protagonistas. En un hospital de Lugo, por ejemplo, uno cuyo dueño murió hace siete meses sigue viviendo en la puerta, después de recorrer varios kilómetros persiguiendo la ambulancia en la que su amo agonizaba, llegó exhausto, con las patas heridas por la carrera, y allí continúa, esperando verlo salir. Las enfermeras y los vigilantes del hospital, que ahora le dan comida y lo cuidan, ignoran su nombre y lo llaman Calcetines. Esa es una historia con final feliz, pero otras no lo son tanto. En Borovo Naselje, en la antigua Yugoslavia, una mujer que fue violada por los chetniks serbios ante la pasividad de sus vecinos me contaba que el único defensor que tuvo al escuchar sus gritos fue su perro, un pastor alemán que estuvo peleando en la puerta de su casa y en el vestíbulo y en la escalera hasta que los agresores lo mataron de un tiro.

El mío es un labrador negro, macho, y se llama Sombra. Durante mucho tiempo, cuando el arriba firmante volvía de noche más ñaco y sin afeitar, con una mochila al hombro, de uno de esos territorios comanches donde se ganaba el pan, Sombra salía al jardín enloquecido de entusiasmo, moviendo el rabo y gimiendo complacido, a frotarse contra mis piernas y a tumbarse en el suelo, patas arriba, para que lo acariciase. Nunca tuvo un ladrido a destiempo, un gruñido ni un mal gesto. Se queda ahí, quieto y silencioso, mirándome con sus ojos oscuros y fieles, pendiente de una voz o una caricia. Incluso cuando alguna perra en celo o su instinto de libertad lo llaman lejos y se escapa, y vuelve al cabo de varias horas sucio, sediento y fatigado, con el rabo entre las piernas porque sabe que le espera una buena bronca o una zurra por golfo y por putero, lo hace humildemente, dispuesto a llevarse lo suyo, mirándome con esos ojos leales que te desarman. Ya es viejo -tiene doce años- y morirá pronto, supongo. Es un buen perro y lo echaré de menos. Y estoy seguro de que a mí, que no tengo precisamente una lágrima fácil, ese chucho puñetero me hará llorar.

En fin. Humedades sensibles aparte, todo esto viene a cuento porque hoy es el primer domingo de las primeras vacaciones de verano. Y porque a estas horas, estoy seguro, por las carreteras de este país vagan cientos de perros desconcertados, exhaustos, siguiendo la línea de asfalto por la que se fueron los dueños que los abandonaron. Pues el perro supone un incordio para las vacaciones. Una cosa es el cachorro gracioso para los niños, que se mete en cualquier parte, y otra el grandullón al que hay que vacunar, alimentar, albergar, y que te fastidia, con su presencia incómoda, el viaje en automóvil a la costa, o al pueblo. Así que al abuelo se le mete en un asilo -ya escribí de eso hace un par de años-, y al perro se le lleva a un paraje lejano, se abre la puerta y se le dice, sal, Tobi, juega un poco. Después, el propietario acelera y se larga, sin mirar siquiera por el retrovisor, libre del jodío chucho.

Se acuerdan de aquel anuncio estremecedor, un perro abandonado en mitad de una carretera, bajo la lluvia, sus ojos cansados y tristes, bajo el rótulo: Él nunca lo haría…? Es cierto. Él nunca lo haría, pero buena parte de nosotros sí. Igual usted mismo, respetable lector, que hojea El Semanal en este momento, acaba de hacerlo. ¿Y sabe lo que le digo? Pues que, de ser así, ojalá se le indigeste esa paella por la que van a clavarle veinte mil pesetas en el chiringuito, o se le pinche el flotador del pato y se ahogue, cacho cabrón. Porque ya quisiéramos los humanos tener un ápice de la lealtad y el coraje de esos chuchos de limpio corazón. No recuerdo quién dijo aquello de que cuanto más conozco a los hombres más quiero a mi perro; pero es cierto. Al suyo, al mío. A cualquier perro.

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