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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Patente de corso (39 page)

Y mientras tanto, Aznar haciéndose fotos con la gorra. Ande y tóqueme la flor, corneta.

El Semanal, 20 Abril 1997

Una mujer de bandera

Era grande, morena y guapa. Se llamaba Eva y se había comido a pulso tres años en Carabanchel. Tenía un aspecto estupendo, y de no empeñarse en ir como una choriza, muy a lo taleguero, habría podido pasar por lo que mi abuelo llamaba una mujer de bandera. Conocí a Eva y a sus amigas cuando unos colegas y el arriba firmante aún hacíamos La ley de la calle: aquel programa de radio de los viernes por la noche a base de presidiarios, y yonquis, y lumis, que estuvo cinco años en antena hasta que unos individuos llamados Diego Carcedo y Jordi García Candau se lo cargaron de la forma miserable en que solían cargarse en RTVE todo lo que no podían controlar.

Eva y sus troncas nos habían estado oyendo desde el talego, mandaban cartas pidiendo discos dedicados, y cuando salieron iban a visitarnos cada viernes por la no che, sumándose a la variopinta tertulia que allí teníamos montada con lo mejor de cada casa: Ángel, el ex boxeador, manguta y rey del trile; Manolo, el pasma simpático; Ruth, la puta filósofa y marchosa; y Juan, mi choro favorito, el ex yonqui pequeño, bravo, pulcro y rubio, que montaba unos jaris tremendos cuando discutía con algún oyente, y con quien estuve a punto de acuchillarme una noche, en directo.

Había otros invitados eventuales: amigos salidos del talego que iban a seguir el programa, taxistas, chuloputas, chaperas y varios etcéteras más. Éramos una basca curiosa, y nos íbamos por ahí después, de madrugada, y nos echaban de los tugurios cuando Juan se liaba canutos enormes como trompetas y había que decirle: oye, colega, córtate un poco, o sea. Eva era asidua con su amiga Elvira, que tenía el bicho -el sida-, y un novio, Luis, el raensaka honrado y tranquilo que la abrigaba con su chupa de cuero a la salida de los bares para evitar que cogiera un catarro que podía dejarla lista de papeles. Como Elvira, Eva tenía a la espalda una historia nada original: familia humilde, pocos estudios, un trabajo precario abandonado para irse con un tiñalpa que la metió de cabeza en la mierda, el jaco y el infierno. Se había desintoxicado en los tres años de talego y era una mujer sana, espléndida. Siempre bromeábamos con la promesa de que yo iba a invitarla con champaña a una cena en un restaurante muy caro de Madrid, y ese día ella cambiaría los téjanos ajustados, las silenciosas y la camiseta negra de heavy metal por un vestido elegante y unos zapatos de tacón alto, prendas que no había usado, decía, en su puta vida. Una vez me habló de su padre, al que quería mucho aunque la había echado de casa cuando empezó a robarle dinero para la heroína. Y cuando cumplí cuarenta brejes, ella y sus amigas me llevaron una tarta al programa, y me cantaron cumpleaños feliz, y esa noche con Juan, Ángel, Ruth y los otros, nos fuimos de copas y agarramos una castaña, con pajarraca y estiba incluidas, que tembló el misterio. Hasta el punto de que no fuimos al talego porque a los policías les sonaba mi careto y porque Manolo -de algo tenía que servir que fuera madero- tiró de milagrosa y nos avaló ante la autoridad.

Un día Eva desapareció de nuestras vidas. Alguien dijo que de nuevo coqueteaba con el jaco, que tenía problemas. Y pasó el tiempo. No volví a saber de ella hasta hace cosa de mes y medio, cuando me la crucé en la plaza Tirso de Molina de Madrid. La reconocí por su estatura, y porque conservaba algo de su antigua belleza. Pero ya no era una mujer de bandera, sino flaca y como con diez años más encima. Y sus ojos, que antes eran negros y grandes, miraban al vacío, apagados, mientras discutía con un fulano con pinta infame, de hecho polvo. Ella le decía: vale, tío, pero luego no digas que no te lo dije. Le repetía eso una y otra vez muy para allá, con voz adormilada e ida, y le agarraba torpe un brazo; y el otro se lo sacudía con muy mala leche y levantaba la mano para abofetearla, sin terminar el gesto. Y yo pasé a medio metro, y por un momento no supe si calzarle una hostia al fulano y buscarme la ruina, o decirle algo a ella, o yo qué sé. Y entonces Eva deslizó su mirada sobre mí, o sea, me miró un momento con los ojos vacíos, sin verme, sin reconocerme para nada; y luego fijó la mirada turbia en el jambo y de nuevo volvió a decirle no digas que no te lo dije, tío. Y yo seguí calle abajo, pensando en aquella botella de champaña que nunca llegamos a beber. Y en aquel vestido y aquellos tacones que Eva no se había puesto nunca, decía, en su puta vida.

El Semanal, 27 Abril 1997

«Quins pecats tens?»

Tengo en un libro una foto de unos cuantos obispos hacia el año cuarenta, saliendo de una misa o un tedeum o algo por el estilo, todos con el brazo en alto, muy serios, en plan saludo vencedor de las hordas rojas y demás. No sé si los obispos eran catalanes, que a lo mejor hasta lo eran; pero de lo que estoy seguro es de que, cuando la foto, ninguno de ellos estaba exigiendo a nadie que la única lengua oficial que se hablara en Cataluña fuese el catalán, como hicieron no hace mucho en uno de esos comunicados que los obispos, catalanes -o no, suelen difundir cuando el panorama táctico aconseja una de cal y otra de arena.

No es difícil comprenderlo. Cada uno tiene sus puntos de vista y su memoria personal, sus filias, fobias, intereses y sueños en la cabeza. Y comparto el desprecio de muchos catalanes, sean obispos o no, por esa España demagógica, folletinesca y cutre, que durante varios siglos se nos estuvo metiendo con calzador. Una España que mi viejo amigo y compadre Raúl del Pozo define, gráfica y acertadamente, como una matrona con un laurel en la mano, un león a los pies, una bandera roja y gualda y un rey reinando sobre un país de abanicos a las cinco de la tarde.

Uno comprende todo eso. Y comprende también que, desaparecidos el viejo argumento de la opresión centralista, los virreyes castellanos y los culatazos de la Bene mérita, la lengua sea a veces la única bandera que queda para convocar a la gente a toque de corneta, so pena de que se dispersen las ovejas y se desbarate el negocio. Todo eso es, tal vez, legítimo. El problema surge cuando, con los obispos haciendo de palmeros finos y ante el rechinar de dientes de un Gobierno agarrado por las pelotas, se procura no ya establecer el bilingüismo, sino borrar del mapa el castellano, o el español, o como carajo se diga. Y los obispos, que igual se apuntan a un cocido que a un estofado, bendicen ahora esa represión lingüística como antes bendecían la otra, los piquetes de fusilamiento o a los generalísimos bajo palio: sin el menor pudor, la menor memoria ni la más mínima vergüenza, en vez de dedicarse a salvar almas, que es lo suyo.

Porque los obispos, sean catalanes o malgaches, lo que tienen que hacer es cuidar la diócesis y el latín, que es una lengua preciosa y con mucha solera eclesiástica, y dejarse de fornicar la marrana. Y ese comunicado exigiendo que sólo se hable catalán en su cotarro me plantea graves dudas que, a falta de director espiritual próximo, me atrevo a plantear aquí, por si alguien es capaz de serenar mi atribulado ánimo.

Supongamos que yo, notorio pecador, descreído y castellanohablante, estoy un día de paso en Cataluña. Y como soy torpe y de pocas luces -amén de mis repugnantes resabios españolistas- resulta que, aparte el francés y algo de inglés, de lenguas peninsulares sólo hablo la que don Xabier Arzallus llamaría, o llama, la lengua de Franco: o sea, ese instrumento abyecto de represión y vileza que tanto daño ha hecho al mundo. Y puestos a imaginar, imaginemos que llega mi última hora, y que Dios, en su infinita bondad, me llama al seno de Abraham en tierra catalana. Y yo, debatiéndome en los estertores de la agonía, veo de pronto la luz y reclamo a gritos confesión, confesión, traedme un cura, voto a tal. Y mis amigos y deudos corren raudos en busca de alguien que me garantice el tránsito. Y acude un párroco. Y entonces, oh desdesdicha, cuando abro la boca para aliviar mi alma pecadora, resulta que el dómine, que se llama Manolo Sánchez pero, por la cuenta que le trae, habla un catalán de la hostia y no sabe decir en español más que buenas tardes y hasta luego Lucas, me pregunta: «Quins pecats tens, fill meu?». yo le digo: mande, páter? Y él me responde: «Penedeixes, pecador?». Y yo, que aunque moribundo no estoy para coñas, ya no pido a gritos confesión, confesión, sino traducción, traducción; y luego intento confesarme por señas pero mis pecados son innúmeros -alcohol, palabrotas, mujeres malas- y no nos da tiempo. Así que al final agarro al dómine por la estola, le mentó a todos sus muertos en la lengua de Cervantes y luego a san Apapucio, el copón de Bullas y el Chápiro Verde, y muero inconfeso y blasfemando en ara-meo. Y me condeno por no hablar catalán, que tiene cojones.

El Semanal, 04 Mayo 1997

Revistas para la nena

A ciertas revistas de las llamadas juveniles, dedicadas sobre todo a chicas quinceañeras, les ha dado un toque de atención la autoridad competente, o sea, el Defensor del Menor, indicándoles que ya está bien de introducir en sus páginas pornografía encubierta para menores. Eso me parece de perlas, sobre todo a ver si terminan ya esas secciones en plan te invitamos a contarnos tu experiencia, cuéntanos tú misma cómo fue, etcétera, donde, entre una entrevista con Keanu Reeves y un reportaje sobre el tipo de bragas que hay que usar para parecerse a las Spice Girls, una supuesta Mariloli, o Vanesa, o como se llame, va y te cuenta con profusión de afotos cómo hay que hacérselo con el novio para que se quede tope guay y no te la pegue con tu mejor amiga; o cómo aquel día inolvidable Elisabet se enrolló con el chico que le gustaba, y éste, con mucha delicadeza y ternura aunque también era su primera vez, la hizo sentir un orgasmo de flipe. Sin olvidar, por supuesto, el preservativo que toda chica moderna y madura debe llevar en el bolso cuando sale de marcha un sábado por la noche.

A mí, francamente, eso de que no metan carnaza de contrabando en revistas que son leídas por menores me parece muy bien; sobre todo porque nadie cuenta que quienes escriben esas espontáneas confesiones y consejos entre coleguillas no suelen ser precisamente jovencitos, sino curtidos periodistos/as cuarentones que se ganan el jornal como pueden, y que lo mismo narran la primera experiencia sexual de Toñi con su maromo que te aconsejan sobre la manera de ligarte al chico que te gusta de la pandilla o el modo de conseguir que Nick, de los Backstreet Boys, te firme un autógrafo en una teta y alucines mogollón, tronca. Y a eso último es a lo que voy. porque resulta que, orgasmos aparte, ese tipo de revistas contiene otra pornografía mucho más inmoral y abyecta; pero ésa no parece importarles tanto a quienes ponen el grito en el cielo ante la explicitez -o como cono se diga- del intercambio carnal.

A mí, la verdad, me parece mucho más grave que una revista para niñas entre los trece y los diecipocos años sugiera imitar a la fabulosa Geri, de las Spice, por su simpatía, su estilo sencillo y su ropa deportiva, o proponga realizar el sueño de tu vida ganando un concurso cuyo premio es pasar un día junto a Mark Owen, o te diga las marcas de ropa imprescindibles si quieres ser modelo, o te invite a compartir las profundas inquietudes culturales de No Doubt, o te cuente lo que según Damon, de los Blur, deberían hacer las chicas españolas para resultar más atractivas, o que un pretendido reportaje suministre consejos para engañar a tus padres y vestirte con ropa sexy en casa de una amiga antes de ir de copas, o te dé superideas fabulosas para que ese chico tímido se arranque de una vez, o para cortar con él e irte con su mejor amigo sin herirlo demasiado, etcétera. Y, bueno. Qué quieren que les diga. Todo eso me parece, aparte de una sarta de estupideces, una canallada como la copa de un pino.

Vayan y échenles un vistazo detenido a cualquiera de esas revistas que tienen sus hijas sobre la mesilla de noche, y verán cómo más de un progenitor se rila por la pata abajo. Sin ir más lejos, la revista para jovencitas más cara y considerada líder de sector entre las niñas pijas -revista cuyo nombre no cito aquí porque no me da la gana-, tenía estos titulares en su número de abril: Sexo. ir o no ir al huerto (ellas te lo cuentan). Blur… están que se salen. Superideas para cambiar de look. Buscamos la modelo para chica deportada. Especial Spice Girls. Vístete igual; te transformamos en una de ellas. Y la guinda: Todo lo que tienes que hacer antes de los 20 (pillarte un cogorzón, pirarte de casa, fumar un cigarrillo, hacer pellas, copiar, enamorarte, engañarle, enrollarte con un tío que no te gusta, estar toda una noche de marcha, etcétera, etcétera)… ¿Cómo lo ven? Personalmente, y con ese panorama, me parece una descomunal chorrada que al Defensor del Menor y a las asociaciones de papis y al sursumcorda les preocupe más lo otro, o sea, que les digan a las chicas cómo conseguir un orgasmo con sus deditos cuando el mozo no sabe, no contesta. Porque hay cosas mucho más inmorales que el sexo. Y puestos a elegir, menos debe preocupar que la hija de uno se lo pase bien en la cama que verla convertirse en una perfecta gilipollas.

El Semanal, 25 Mayo 1997

Aquellos viejos hoteles

Cada cual tiene su forma de ganarse el pan, y la mía incluyó la necesidad de vivir en hoteles durante la mitad de mi vida. Entrabas en tu habitación de Buenos Aires, Nairobi o Beirut, sacabas el cepillo de dientes y un par de libros de la mochila, y aquello se convertía en la propia casa. En ese tiempo hubo hoteles de toda categoría y pelaje: ultramodernos delirios de plástico y cemento, covachas infames, tristes fonduchos de estación o aeropuerto, pensiones, hostales, tétricos muebles de cinco mil y la cama aparte. También hubo hoteles agujereados a bombazos, donde extendías el saco de dormir en el cuarto de baño o en el pasillo porque parecían más seguros que la cama. Y hubo otros lugares razonables, con alfombras en el vestíbulo y porteros vestidos de almirantes: hoteles históricos donde habían dormido Stendhal, Hemingway, Nijinsky o Greta Garbo, y donde entraba de jovencito con mis tejanos, mis dos camisas sin planchar y mi bolsa de lona al hombro, con una mezcla de ensueño, timidez y respeto.

De todas mis viviendas provisionales, las favoritas fueron siempre los viejos hoteles; aquellos donde el eco de los pasos entre corredores, espejos y cuadros, traía rumores de las vidas que llenaron sus habitaciones y salones. Siempre que pude elegí alojamientos venerables que conocía de los libros o el cine; y una vez allí, leía sobre quienes los inscribieron en la Literatura o en la Historia. Con el tiempo, a fuerza de frecuentarlos, conocí también a algunos empleados supervivientes de décadas mejores. Viejos conserjes como Walter, el ex Waffen SS que llamé Grüber en El club Dumas, o tronados pianistas como Emilio Attilli terminaron, entre propias conversaciones y a veces alguna copa, refiriéndome anécdotas, confidencias y nostalgias. Contándome cómo fueron los últimos años de los grandes hoteles internacionales, cuando bastaba un gesto para verse atendido según los cánones, y todo era muy distinto a como es ahora: clientes chusma que, en vez de comportarse a tono con el lugar donde se encuentran, a menudo prefieren rebajarlo al nivel de su propia ordinariez, adecuándolo a las bermudas de colorines o al chándal, prendas emblemáticas del vocinglero ganado que protagoniza la actividad turística contemporánea.

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