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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Patente de corso (42 page)

Lo grave no es que los Dalton lo entendieran, porque son chicos listos y lo cazaron en cuanto abrí la boca. Lo grave es el reflejo automático que les hizo escribir como harto natural una zafiedad que sólo es posible aquí y ahora, en España. Somos el único país de Europa donde entras en un restaurante con tu legitima y el camarero pregunta «¿qué vais a tomar?», el cliente te dice «dame el Marca», la dependienta aconseja «pruébatelo», el mendigo sugiere «colabora, colega», y el niño vestido de rapero dice «dime la hora, subnormal» o se refiere al cura de su parroquia como Paco. Toda España es un inmenso tuteo; hasta el punto de que algunos, que fuimos cuidadosamente educados por nuestros papas para hablarle de usted a todo el mundo yo, hasta cuando insulto-, nos sentimos bichos raros cuando gente con canas presuntamente respetables dice: «pero no me hables de usted, hombre, que me haces muy viejo», el mozo de hotel al que das propina lo agradece con un «gracias, Reverte», o después que el taxista ha preguntado «¿dónde te llevo?» tú vas y contestas, muy serio, tras un «buenos días» que nadie responde: «Pues me va a llevar usted, por favor, a la calle Leganitos».

Todo eso, que parece anecdótico, no lo es. Supone un síntoma evidente de la degradación del respeto entre los españoles, del escaso aprecio en que nos tenemos a nosotros y a nuestras instituciones, y de la peligrosa facilidad con que confundimos cordialidad y grosería. No hay que remontarse a la España de mi amigo el capitán Alatriste, cuando tratar a alguien no ya de tú, sino de vos en lugar de vuestra merced podía terminar a estocadas. Mi generación ha conocido hijos que llamaban a los padres de usted, y mi abuelo utilizó hasta su muerte ese tratamiento con algunos de sus mejores amigos. Lo que no es tan extraordinario, si tenemos en cuenta que en Francia, sin irse muy lejos, varios matrimonios conocidos míos se hablan entre sí de usted con la más natural cordialidad del mundo.

En fin. Volviendo a la España de ahora, mucho me temo que, por más que nos empeñemos, ni todos somos compadres ni vamos a serlo en nuestra puñetera vida; por mucho que finjamos -que esa es otra- darnos palmaditas en la espalda y nos tuteemos como si hubiésemos frecuentado la misma casa de putas. Así que conmigo no cuenten: seguiré llamando de usted a quien me dé la gana, y eligiendo cuidadosamente los amigos a quienes tuteo. Y más en este país de soplapollas donde lo único que falta por normalizar es "oye, rey"; que suena más moderno, y menos formal, y más campechano que el copón de Bullas. Pero todo se andará, y ese día me nacionalizaré mejicano. Allí todavía te pegan un tiro hablándote de usted.

El Semanal, 10 Agosto 1997

El faro de la Nao

Cuando la luz del faro aparece por proa, hay un levante suave, de ocho a doce nudos; y el velero, amurado a babor, se desliza en la oscuridad con el único ruido del agua que corre por los costados del casco. La luz está donde debe estar: donde calculaste ayer que estaría, mientras trazabas rumbo, bordos y abatimiento. Y cuando con los prismáticos en la cara y el cronómetro en la mano cuentas los destellos, sonríes para tus adentros. Es el faro del cabo de la Nao. Luego bajas a la camareta y, sobre la carta náutica, confirmas la posición y trazas el nuevo rumbo. Y al subir otra vez a cubierta el faro sigue ahí; un poco más cerca, con su presencia en la oscuridad que indica tierra, peligro, mantente lejos, cuidado. Buena travesía y buena suerte, compañero.

Tienes en la cabeza, de tanto mirar la carta preparando la arribada, los perfiles de tierra, los veriles de profundidad, la gama de azules, la escala de millas en latitud y en longitud. Y apoyado en la regala húmeda, esperando que amanezca, piensas en los hombres que durante siglos navegaron, observaron, anotaron esa y otras costas. Gentes de mar y de ciencia que lenta, minuciosamente, marcaron cada escollo en una carta, cada peligro con una baliza, cada ruta o punta de tierra con un faro, una luz. Fueron siglos de intuiciones, de trabajos. Así, poco a poco, en el mar y tierra adentro, el hombre convirtió paisajes hostiles en lugares habitados, más seguros y cómodos. Eliminó obstáculos, construyó faros, puertos, canales, carreteras. Pobló el paisaje de luces, y de vida, venciendo la batalla de su piel desnuda.

Piensas en todo eso mientras el faro va desplazándose lentamente hacia la aleta de estribor, y sientes gratitud por quienes hicieron posible que estés aquí, mirando la luz del faro y vivo, en vez de hecho astillas contra los rompientes. Pero luego, aún con ese pensamiento, recuerdas la mancha de petróleo del día anterior, larga de una milla, que tu roda estuvo cortando durante largo rato con una suavidad densa, siniestra, porque a un capitán desaprensivo le trajo cuenta limpiar tanques o achicar sentinas en alta mar. Y recuerdas ese pesquero de hace cinco días en treinta metros de sonda, barriendo toda vida con las redes tan pegadas a tierra que ya sólo le faltaba llevarse las lapas de las piedras. O identificas otras luces que empiezas a adivinar como bloques inmensos de pisos, cemento, urbanizaciones, cloacas vertiendo toneladas de suciedad a las playas y al mar. Paisajes, ecosistemas rotos para siempre.

Y malditos seamos, te dices. Después de siglos luchando por sobrevivir a la naturaleza, el hombre ha logrado imponer sus reglas. Ya es el más fuerte. Donde antes costaba décadas acarrear piedras, trazar caminos, ahora dinamita, arrasa, remueve la tierra con máquinas poderosas y la rehace con estéril cemento. Todo es demasiado fácil: absurdas colmenas de hormigón, playas artificiales, autopistas, ciudades desaforadas, campos devastados y estériles. Ya no hacemos caminos para ir a sitios, sino autovías para llegar lo más pronto posible; y arrancamos los árboles para que los cretinos con mucha prisa no se rompan los cuernos en ellos. No satisfecho con haber vencido a la Naturaleza, el hombre la humilla. La destruye y la adapta a sus más ridículas pretensiones.

Piensas en todo eso allí, diez millas al sudeste del cabo de la Nao. Pero de pronto se agita el mar, y una manada de delfines se pone a nadar junto a tu proa, con los reflejos del faro y de la luna en sus lomos al cortar la superficie del agua; las crías, más pequeñas, acompasando su movimiento al de las madres. Y tú les gritas: "Buena suerte", y piensas que a lo mejor no todo está aún perdido, y ni siquiera la maldad y la estupidez y la ceguera bastan para destruir todas las cosas hermosas. Y luego, rompiendo el alba, casi entre dos luces, te cruzas de vuelta encontrada con otra vela que navega fanales apagados, a menos de un cable, silueta oscura indefinida entre mar y cielo. Y cuando pasa a tu altura, en ese velero desconocido brilla la luz de una linterna, una, dos, tres veces. Y tú respondes con otros tres destellos idénticos mientras la silueta del velero se aleja en la oscuridad, hacia la línea clara que empieza a insinuarse en el horizonte. Allí donde todavía están a salvo los delfines y los hombres que sueñan con ser libres.

El Semanal, 24 Agosto 1997

Budistas de pastel

Hay en las Alpujarras, o en Pamplona, o no sé dónde -igual no es uno sino que son varios- un centro budista que se ha convertido en una especie de chichi de la Bernarda en papel couché. Y cada equis tiempo una u otra revista sacan un reportaje con alguien conocido en plan místico, sentado en la postura Sisevananda número ocho, o como se llame, con mucha foto en colorín y el titular invariable «Fulanito -o Fulanita- se ha ido a vivir a un monasterio budista». El penúltimo, creo recordar, era Domingo Torroba, aquel fascinante novio, o ex novio, o lo que fuera, que tuvo Karina. Lo que da cierta idea del nivel de la cosa. Por lo general, el sujeto o la sujeta en cuestión acompañan los afotos con declaraciones del tipo «aquí he encontrado la paz que tanto anhelaba», o «aquí me he reconciliado con mi misma mismidad»; edificantes confesiones que invitan, sin duda, a la serena reflexión y al ejemplo.

Lo de menos es que luego, al leer el texto, se entere uno de que en realidad vivir, lo que se dice vivir, el antedicho o la antedicha no viven en el monasterio, sino que están pasando allí tres días de vacaciones, igual que podían habérselos tomado en un hotel de ¡Marbella. Y tampoco importa mucho el hecho insólito de que, pese al retiro espiritual y el aislamiento rural que uno imagina en este tipo de centros, en mitad de breñas, peñascos y altas cumbres de solitaria paz, los fotógrafos de la revista o la agencia de turno localicen con tanta facilidad imagino que quebrando brutalmente la armonía de su éxtasis místico- al individuo o individua en cuestión. Eso es lo de menos, insisto. Como dirían, y dicen, algunos de los interesados, eso resulta irrelevante. Incluso anecdótico. Porque lo bonito, lo realmente positivo del asunto, la jugosa almendra del mándala, o la mandorla, o como carajo se llame, viene cuando el Siddhartha en agraz explica en profundidad lo que el budismo ha aportado a su vida; y matiza que el hecho de que muchos artistas y muchos famosos como él se hayan apuntado al asunto no es una moda, no, sino una casualidad. Y sí, afirma, en efecto, el budismo aporta una filosofía a la vida que, bueno, ya saben. Es, ¿cómo diría yo? O sea. No hace falta ser famoso para practicarlo. Y no, él o ella no han estado todavía en el Tíbet; pero proyectan visitarlo en breve, para intensificar la experiencia. Sí, también han pensado ir a visitar a los refugiados del Nepal. Y a los niños de Bosnia. ¿O lo de ahora es Chechenia?

Así que me han convencido. Si, por señalar sólo tres ejemplos, Amparo Muñoz logra encontrarse a sí misma a base de Karmapa pamplonica, Penélope Cruz consigue mediante el accésit budista de su anterior etapa mística darle ahora un braguetazo al niño jinete -Gigí- del millonario Sarasola, y si Domingo Torroba consigue llenar en las Alpujarras el árido vacío espiritual en que se vio sumido tras su separación de Karina, yo también quiero ver la luz; así que voy a buscarme un monasterio a toda leche. Una vez allí, rapado y con un camisón de color azafrán, meditando por aquellas cumbres y pastos verdes sin más compañía que la vaca Milka y la Vaca que Ríe, me dedicaré a hacer el pino como en la penitencia de don Quijote. A meditar en la lentitud de los crepúsculos y a darle vueltas a la carraca recitando los nueve mil millones de Va a ser un flipe que te cagas, Manolín. Y ya estoy viendo los titulares: «Quiero ser lama, advierte Reverte»… «Aquí he encontrado mi yo y mi circunstancia»… «Nacho Cano y Richard Gere me enseñaron el camino»… «Entre la civilización y Buda, elijo a la más tetuda».,, Y etcétera. Igual hasta me salen adeptos, y formo la secta de la Perfecta Tolerancia Infinita, y nos pasamos así los días, transidos en la posición Ramachandra y mirando para Triana, y gracias a eso me hago un hombre de bien, y dejo de escribir tacos los domingos, y me regenero, y digo Girona, y voto al Pepe. O por lo menos, voto.

Y es que la luz siempre es la luz. Y por cierto, hablando de luces, y de flashes, espero que el ¡Hola" el Diez Minutos, el Semana y el Lecturas se porten como suelen y permitan, cuando los fotógrafos pasen casualmente por allí y den con mi oculto paradero, que el reportaje lo coordine Nati Abascal con viajes Gavilán o Paloma, y se me permita lucir túnicas de bonzo estilo Rappel, diseñadas por Giuliano y Piolino para El Corte Inglés.

El Semanal, 31 Agosto 1997

Ellos nunca son

No sé cómo se lo montan los guiris, pero aquí somos maestros en el arte de escurrir el bulto. En ese difícil encaje de bolillos, España ha sido siempre el país del yo no he sido y del no quería pero me obligaron. Y tengo, voto a tal, verdaderas ganas de que en alguna ocasión, cuando sale el tiro por la culata, alguien se asome donde corresponda y diga en voz alta y clara: «Es cosa mía, y asumo la responsabilidad». Este verano, dándole a la tecla, anduve a vueltas con libros y revistas sobre los últimos cien años. Y les juro a ustedes que, viendo largar a la gente de la época, parece que no haya pasado el tiempo. Todo igualito que ahora. Al día siguiente de los desastres de Cuba y Filipinas, non plus ultra de la ineptitud y la poca vergüenza, aquí ni había pasado nada ni nadie tenía la culpa. Y hasta la prensa de entonces, que con su frívola irresponsabilidad estuvo alentando aquella guerra suicida y absurda, miraba para otro lado y hablaba de otra cosa, como sí se hubiera limitado a pasar por allí.

En 1921, calcado lo mismo. Todo un ejército se desmoronó en Annual, los moros nos mataron en un par de días a 8.000 hombres, cogiendo prisionero a un general -otro se suicidó- y a un centenar de jefes y oficiales, que salvaron la vida mientras a los soldaditos los degollaban ante sus ojos como si fueran corderos. Y como de costumbre, salvo un expediente y un par de destituciones de chichinabo, nadie asumió la responsabilidad ni dijo oigan, es cosa mía. Tendrían ustedes que ver a mis primos, en las fotos de las revistas ilustradas, con sus chaqués y sus chisteras y sus honorables bigotes, mirando muy serios a la cámara en el veraneo de San Sebastián, o en la exposición de automóviles inaugurada por su majestad el rey. El hato de irresponsables y de sinvergüenzas.

En fin. Basta recorrer el último siglo hacia adelante o hacia atrás, para encontrar ejemplos a mogollón: aceite de colza, Matesa, el Barranco del Lobo, Sofico, Ifhi, lapresa de Tous, la quema de conventos, el Sahara, Gibraltar, nuestra segunda pérdida de Hispanoamérica, la reforma educativa, Casas Viejas, Paracuellos, el desmantelamiento industrial, el cultural o el del lucero del alba. Aqui siempre es lo mismo: llega un fulano, o una fulana, pone patas arriba el cotarro, trinca -a veces es tan imbécil que ni siquiera pretendía eso-, dice adiós muy buenas y se larga, y las reclamaciones al maestro armero. Después nadie sabe nada, ni ha visto nada, ni les suena su cara. Y la factura la pagan los de siempre, mientras los golfos apandadores que hacen experimentos con vidas y haciendas -mejor los harían con la gaseosa de su puta madre- no reconocen jamás un error, una responsabilidad, una firma. Puestos a no asumir, ni siquiera las malas bestias de la dirección de ETA asumen cuando la cagan.

Todo eso deriva, a mi juicio, de la inseguridad y la propia certeza de la chapuza. Alguien seguro de lo que hace, convencido de que su actuación es la correcta y dispuesto a asumir con honradez las consecuencias, enfrenta la cara o la cruz de modo distinto al que va de soslayo, rumiando ya cómo quitarse de en medio si las cosas salen mal, o cómo llevarse cruda la pasta que genere el negocio. Y si esa inseguridad, esa mala conciencia, esa falta de convicción personal se alía con la ausencia de coraje, entonces apaga y vámonos. Porque, salvo contadísimas excepciones, los políticos son cobardes. Son muy cobardes, y por eso sobreviven a veces tanto tiempo, agazapados en su ángulo de la foto, con esas caras que algunos tanto se curran ellos mismos a pulso, y que suelen ser elocuente espejo de sus almas. A una viejecita, por ejemplo, la flambean en Lequeitio al ir a la compra, los colegios públicos se van a tomar por saco, Cuba se pone a hablar inglés, los integristas proclaman la república islámica de Melilla, y aquí nadie tiene la culpa de nada, o se le echa con hábil presteza al vecino más próximo, a Felipe II, a la devaluación del dólar, a la prensa canallesca o al Rh de Indíbil y Mardonio. Otro verbigracia tonto: se imaginan lo mucho que nos habría evitado don Felipe González si hubiera salido hace unos años en la tele, diciendo: «Lo del GAL lo asumo yo, por razón de Estado»?… Pero órdagos como ése son inimaginables, porque no resultan propios de su bonito oficio. Que es el oficio más viejo del mundo.

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