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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Patente de corso (26 page)

Que me perdonen los que tanto se la cogen con papel de fumar; pero al arriba firmante le parece de perlas que jóvenes en edad de formarse revivan lo que otros jóvenes tuvieron que afrontar, juguetes de los poderosos, de las banderas y de las fanfarrias, o peleando honrosamente -una cosa no excluye la otra- por una fe o una idea. Que aprendan lo que otros dejaron de bueno y de malo, y a menudo de ambas cosas a la vez. Que pisen los inmensos cementerios que hay al final de caminos alegremente abiertos por bocazas y miserables, dispuestos a abrir la caja de Pandora en su propio beneficio mientras se llenan el morro con palabras como patria, nación, idea, lengua, raza, dios o rey. Pero también que aprendan que los estados, y las naciones, y el ser humano, se han hecho con lucha y con sangre. Que el acontecer de los siglos y sus sobresaltos desataron unos lazos y anudaron otros. Que no somos islas ni pueblos extraños, sino gentes cuyos abuelos, y bisabuelos, y architatarabuelos, compartieron sueños, miedos, lluvias y sequías, amores y batallas; acuchillándose unas veces sin piedad, y enamorándose otras de lado a lado del río que algunos pretendían consagrar frontera. Y que de toda esa terrible y maravillosa saga de semen y sangre nacimos siendo lo que somos, fruto de una Historia de la que a veces debemos horrorizarnos y otras sentirnos orgullosos. Pero que es la nuestra.

La visita a un campo de batalla puede ser mala, o puede ser buena. Depende de quién te guíe por él.

El Semanal, 15 Octubre 1995

Los riñones de miss Marple

Estos días andan hechos polvo en la Pérfida Albión porque les acaban de poner patas arriba todo el sistema de pesos y medidas de la Rule Britannia para sustituirlo por el métrico decimal. Los telediarios de allí van trufados de miss Marples que acuden a la charcutería a comprar riñones para el pastel de riñones del desayuno de su Harry, y se quejan de que eso de los kilos y los gramos es un lío espantoso. Su Harry también sale en las gasolineras, lamentando que entre los galones y los litros se monta un cirio importante a la hora de llenarle el depósito al Rover. No es para eso para lo que derrotamos a Hitler, proclaman. Y unos y otros echan de menos sus libras, pies, onzas y cosas así, y dicen que esto de cambiar las costumbres de toda la vida no puede ser bueno, y que esa murga extranjera de Europa no la ven muy clara. Que el precio es demasiado alto.

La verdad es que no sé de qué se quejan, porque si alguien va a salir beneficiado de la homologación métrico decimal van a ser los súbditos de Su Graciosa. El arriba firmante está de acuerdo en que las tradiciones, el cumpleaños de la Reina, los soldados gurjas y demás, son cosas muy bonitas y muy emotivas, y que no hay nada más conmovedor que Lady Di dándole la sopa a un abuelito jubilado que lleva la gorra de los Fusileros Reales del Lago Ness, con su Cruz Victoria ganada liquidando argentinos de dieciocho años en las Malvinas. Pero el abandono de ciertas tradiciones también trae ventajas. A partir de ahora, sin ir más lejos, el joven Tom, hijo de miss Marple y de su esposo Harry, podrá saber exactamente cuántos litros de cerveza se bebe con sus amigos hooligans mientras destroza la plaza mayor de Bruselas en vísperas de que juegue el Manchester, o en cada noche de esas vacaciones Sun and Sex que pasa rompiendo bares y apaleando guardias municipales en Benidorm, en vez de hacer el arduo esfuerzo mental que hasta ahora le suponía transformar los hectolitros a pintas y galones.

Tampoco a los jubilados les irá mal, pues a los ingleses que compran casas y terrenos en la Costa del Sol a través de sociedades de Gibraltar para no pagar impuestos al fisco español, les resultará más fácil redactar los contratos en metros cuadrados que en acres o en yardas; que luego se lía uno y tiene que andar gastándose el dinero en traductores jurados, en vez de utilizarlo para pagar la cuota mensual del campo de golf o el club náutico de Sotogrande para coincidir con Andrés y Fergie. Sobre este particular pueden preguntarle a los llanitos del Peñón, que llevan tiempo sacándole viruta al asunto, y la cuestión no es ya que se nieguen a ser españoles, sino que los españoles de la zona y aledaños empiezan a exigir ser gibraltareños. Y yo también, si me dejan.

Se me ocurre un mazo más de ventajas homologatorias. Ahora, por ejemplo, cada vez que Harry y miss Marple viajen en automóvil al continente, cuando vayan por la carretera con él al volante por el lado de la cuneta, con menos visibilidad que un topo con orejeras, y ella sacando el cuello por la ventanilla de la izquierda para ver si pueden adelantar al camión sin romperse los cuernos, la legítima podrá decir: «Oh, querido, hay una gasolinera a un kilómetro», que es más conciso, en lugar de decir: «Oh, querido, hay una gasolinera a media milla, doscientas trece yardas, dos pies y cero coma cero seis pulgadas, o inches». Que me parece una gilipollez, y además cuando haya terminado de decirlo seguro que se han pasado la gasolinera y varios pueblos.

No es grave que durante una temporada los súbditos de la Invicta se espabilen un poco y anden por ahí contando con los dedos o recurriendo a la calculadora de bolsillo. A fin de cuentas, no se puede ser europeo cuando conviene, e insular numantino cuando a uno le sale del morro. Y quienes estos días se andan quejando del duro precio que supone estar en la comunidad europea, y cómo eso erosiona las rancias tradiciones británicas, pueden consolarse echándole un vistazo a España. No te fastidia. Allí se quejan de que la mermelada tienen que comprarla ahora por gramos y no por onzas, y aquí llevamos una década matando vacas, cerrando altos hornos y astilleros, arrancando vides, quemando trigales, pudriendo pesqueros, importando el aceite de oliva, con el país viviendo de los fondos de caridad -o como se llamen- de la UE. Esos que cada vez que nos los conceden, los sacan en los telediarios a bombo y platillo, que parece que el ministro Solana y sus tigres negociadores los consigan cada vez tras dura pugna. Que encima, igual sí.

De modo que, por mí, le pueden ir dando morcilla a miss Marple. Y que se la den en kilos y gramos, para que se joda.

El Semanal, 22 Octubre 1995

No quiero ser jurado

Discúlpame, Celedonio, pero ni hasta arriba de jumilla. Alegaré objeción de conciencia, insumisión o lo que haga falta. Pagaré la multa correspondiente si tengo viruta; y si no, iré al talego. Eso, salvo que decida echarme al monte con una escopeta del doce y una canana de postas, que también puede ser. Pero puedo asegurarte que el arriba firmante nunca estará en el jurado que te juzgue, aunque salga mi nombre en esa bonoloto judicial que se avecina. Te lo juro por mis muertos más frescos.

A ver si nos entendemos, Cele, colega. Lo del jurado está muy bien, entre otras cosas porque la aplicación de la Dura Lex sed Lex en España mediante el sistema de un juez en plan Juan Palomo se parece bastante al cara o cruz. Es decir: yo consigo asesinar al novio de Claudia Schiffer e irme con ella un mes a Corfú, por ejemplo, en plan crimen perfecto y sin una sola prueba en mi contra, y según se le ponga al magistrado pueden caerme treinta años, o, en cambio, salir a hombros de la sala. Tú dirás que lo mismo ocurre con el jurado; pero en tal caso, arguyo, no dependes del capricho, antipatía, senilidad o mala digestión de un solo fulano, sino de doce. Y la cosa se equilibra.

Con esto quiero decirte que nada tengo contra el invento. Así que no confundas mis escrúpulos con el plantel de capullos en flor que se rasgan la toga propia o ajena alegando que los ciudadanos carecen de conocimientos técnicos. Y tampoco quiero verme incluido entre quienes sostienen que doce fulanos presuntamente justos son el bálsamo de Fierabrás. Ni considero la figura del Su Señoría como socialmente de derechas y la del jurado de izquierdas -importante gilipollez que he leído hace poco no sé dónde-, o viceversa. Pasa, Celedonio, que a uno no le apetece mezclarse en ciertos números de circo. Y, tal como está el patio, ser jurado en España lleva todas las papeletas.

Imagínate el panorama; tú, Celedonio Sánchez Machuca, te levantas mañana con los cables cruzados y le das matarile con un hacha a tu foca, a tu suegra, a tres vecinos y a un cobrador de la ORA que pasaba por la calle, y luego vas y te fumas un puro. La justicia procede con su celeridad habitual, y para cuando por fin llega el juicio, tu caso ha sido ya juzgado, condenado y/o absuelto doscientas veces en los diversos medios de comunicación, radios, periódicos y televisiones varias. Nieves Herrero, San Lobatón, Isabel Gemio, las Virtudes, Farmacia de Guardia, Al Filo de lo Imposible, amén de todos los telediarios y los informativos locales por cable, han sacado a tus vecinos diciendo que a Celedonio se le veía venir y que la culpa la tiene el PSOE. Por su parte, las tertulias radiofónicas habrán analizado profunda y pormenorizadamente tus mecanismos psicológicos presuntos, emitiendo inapelable veredicto los sociólogos habituales, los eximios juristas de plantilla y el Pato Lucas. Incluso las implicaciones políticas (el vigilante de la ORA estaba sindicado en CCOO), étnicas (tu suegra era de Oyarzun) y lingüísticas (un vecino se llamaba Jordi) habrán sido planteadas con el rigor habitual en estos casos. Y por supuesto, el jurado no tendrá necesidad de la vista oral para enterarse de los hechos, pues todas las diligencias y declaraciones de los testigos habrán sido previamente publicadas en los periódicos pese al secreto del sumario, filtradas por tu abogado, por la acusación particular, por el secretario del juzgado o por la madre que te parió. Con lo que convendrás conmigo, Celedonio, el trabajo del jurado -el juicio, incluso- se simplifica un huevo.

Mas no para ahí la cosa. En cuanto a las pruebas periciales, por ejemplo, y para mostrar su eficacia, la Policía habrá difundido en rueda de prensa cómo recurrió a técnicas alemanas para probar tu autoría evaluando el grado de afilamiento, o como se diga, del hacha; de modo que la próxima vez descartas el hacha y te cargas a la prójima con el rodillo de amasar, que es menos evaluable. A todo eso añádele cámaras de televisión retransmitiendo el juicio en directo, tu careto en Lo que necesitas es Amor, el telediario, los nombres, apellidos y domicilios de los jurados publicándose en la prensa, los flashes de las fotos, el mogollón de periodistas a cada entrada y salida. Y las declaraciones de cada jurado pormenorizando qué es lo que votan los otros once, en este país donde la justicia se ha convertido en un cachondeo moruno, en un descontrol informativo, radiofónico y audiovisual con más agujeros que la ventana de un bosnio.

Así que lo siento, Celedonio, pero no cuentes conmigo. Me declaro objetor de conciencia judicial para los restos. Y que te sea leve.

El Semanal, 29 Octubre 1995

Un par de zapatos

No sé si a ustedes les interesan los zapatos de la gente, pero el arriba firmante cree que lo dicen casi todo de sus propiciarios. Estoy seguro de que es posible establecer una zapatología científica basada en elementos como limpieza, modelo y tipo de calcetines que los acompañan. En España, por ejemplo, las mujeres van mejor calzadas que los hombres, y hay una relación directa entre la marca de automóvil que uno se compra y el tipo de zapatos que usa. Pero ésa es otra historia.

Lo que quiero contarles ocurrió hace un par de semanas, cuando me hallaba en la terraza del café Central de Málaga, viendo pasar gente. Como mediterráneo que soy, mi afición a ver pasar la vida desde las terrazas de los cafés y los bares roza lo patológico. Y allí estaba yo, haciendo prácticas de zapatología comparada. El asunto consiste en no levantar la vista y mirar sólo los pies que pasan por delante, hasta que un par de zapatos atraen la atención. Entonces, tras estudiarlos rápida y minuciosamente, uno efectúa un retrato robot mental del propietario/a, y acto seguido levanta con rapidez la vista para mirarle el careto antes que desaparezca. Después se puntúa del uno al tres y se establecen reglas.

Identificar los dos pares de calcetines blancos con zapatos mocasín y uno con zapatillas de deporte que caminaban juntos no tuvo mucho mérito: soldados de paisano. Tampoco hubo dificultad en identificar al jubilado en los zapatos de lona gris, cómodos, con elásticos a los lados del empeine, que avanzaban despacio calle arriba. Un par cosido a mano, con calcetines ejecutivo, me hizo aventurar que el propietario llevaba corbata y se peinaría con brillantina. Sólo me equivoqué en la brillantina. En realidad, sobre un muestreo de treinta y tres personas, obtuve cincuenta y dos puntos; lo que no estaba mal, y me permitió establecer que, al menos en Málaga, quien mejor se calza son los matrimonios mayores de cincuenta años que se pasean a la hora del aperitivo. Dirán ustedes que la cosa no tiene rigor científico, e incluso que es una gilipollez. Pero todos los días estamos oyendo en la radio y leyendo en los periódicos sondeos, encuestas y gilipolleces con un rigor científico parecido, y nadie dice nada.

El caso es que en ello estaba cuando vi venir calle arriba, lentos, indecisos, dos zapatos viejos, muy castigados. Habían sido marrones y ahora tenían un tono mate, de cuero gastado por el uso. Eran zapatos de derrota total, absoluta, y ese carácter venía acentuado por los bajos de los pantalones que caían sobre ellos. Unos pantalones tan descoloridos como los zapatos, muy rozados y sucios en los dobladillos, cayendo con arrugas como si fueran excesivamente largos. Alcé la vista sabiendo lo que iba a encontrar: cuarenta y tantos años, tal vez más. Un rostro cansado, como el de los soldados que pegan el último tiro y levantan las manos, vencidos, hartos, indiferentes a que los fusilen o no. Tenía el pelo gris, despeinado, y llevaba dos o tres días sin afeitar. Contra la chaqueta, tan ajada como el pantalón y los zapatos, sostenía una bolsa de plástico llena de espárragos trigueros, de los que llevaba un manojo en la mano.

Titubeaba, buscando algo con la mirada. Entró en el café con sus espárragos y al minuto lo vi salir despacio, todavía con el manojo y la bolsa, aún más indeciso. Que, supongo, el profundo suspiro que exhaló a mi lado el que me hizo seguirlo con la vista. Lo observé mirar alrededor, caminar de nuevo calle arriba, pararse y volver sobre sus pasos, vuelta la cara con desesperanza a uno y otro lado. Por fin se paró en la acera, torpe, como si hubiese agotado todas las posibilidades de algo y ya no supiera qué hacer. Parecía muy perdido, y me pregunté cuántas cosas que yo ignoraba dependerían de aquellos miserables espárragos. Puse unas monedas sobre la mesa y anduve hasta el.

- ¿Qué pide por eso, jefe?

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