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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Patente de corso (29 page)

En cuanto dispone de cinco minutos de calma, Antonio se encierra en su reducto -el pequeño cuarto de la fotocopiadora- y allí lee incansable, libro tras libro. Es un lector patológico, insaciable. Atrincherado allí, entre el humo de la pipa, con su pelo negro y rizado, ya canoso, y la barba semítica que le da un aire venerable de sabiduría mediterránea, acentuado por las gafas sobre la punta de la nariz, impone tal respeto que a veces las secretarias jóvenes no se atreven a interrumpirlo para la banalidad de una fotocopia. Parece un ulema musulmán, un rabino hebreo, un sabio griego, un estudioso veneciano inclinado sobre los textos donde están las claves de la vida, de la muerte y de las palabras capaces de desvelar cualquier misterio. Y es que Antonio es la leche. Igual le da por cascarse a Paul Auster que por leerse el Quijote, y un mes de agosto con poco trabajo se calzó a Faulkner de cabo a rabo, con un par.

Y cuando a las nueve de la mañana alguien se entera de que ha aparecido una crítica o un comentario sobre una novela de la casa en un suplemento literario o unas páginas culturales, puede dar por seguro que a esas horas él se la ha leído ya. Es más: es quien la recorta y te la manda para el desayuno.

Pero lo que de verdad te deja hecho polvo es su olfato para los buenos y malos libros, así como para prever con antelación lo que será un éxito de ventas y lo que no. Cómo será la cosa que Juan Cruz, el baranda de la editorial, con todo su golpe de alto ejecutivo de la literatura, a veces le pasa las galeradas de ciertos libros y después va a pedirle opinión. Él se las lee muy serio, emite veredicto sin darle mayor importancia, y no falla ni una sola vez. Amaya Elezcano, mi editora-machaca favorita, dará testimonio de con cuánto respeto y preocupación le sometió el arriba firmante a Antonio el ordenanza el manuscrito de La piel del tambor, y de cómo aquél nos pronosticó, con muy escaso margen de error, el número de ejemplares que íbamos a colocar en un mes. Incluso, su juicio técnico me hizo suprimir dos líneas de un final de capítulo donde se detallaba cierto acto íntimo de un personaje de la novela. «De masturbarse -dijo Antonio, muy serio- sé más que nadie. Y te digo que en esa postura es imposible». Aquello dio lugar a un animado debate en el que intervino media editorial, analizando pormenorizadamente los detalles técnicos del asunto. Al final, por supuesto, le hice caso a Antonio.

La otra cosa que más le gusta en el mundo, libros aparte, son las mujeres. Es enamoradizo, pero sin suerte, y eso lo convirtió hace tiempo en un solitario que mira los toros desde la barrera, con la leve sonrisa tranquila del que sabe y comprende. Hace algún tiempo ya que dejó de irse de putas porque se aburre: «Las de ahora suelen tener poca conversación -me dice mientras pasa una página de Cuando fui mortal, de aquí mi vecino Marías, el gentleman que tenía todas las almas tan blancas-. Retirado de las lumis, Antonio prefiere, entre el humo de su pipa, recorrer páginas de libros donde puede vivir historias maravillosas con mujeres de bandera como esa que tiene en la cabeza: su mujer ideal. Una hembra, confiesa, con el cuerpo de Almudena Grandes y el coco de Erica Jong.

El Semanal, 03 Marzo 1996

Morir como un cerdo

Al arriba firmante suelen caerle bien los defensores de los animales, y comparto con buena parte de ellos la idea de que casi todas las bestezuelas son, a menudo más dignas de salvación que muchos de los seres humanos que vamos por ahí marcando paquete. He hecho mío en esta misma página aquello de que cuanto más conozco a la Humanidad más quiero a Sombra, mi perro; y tengo la absoluta certeza de que si la especie humana se extinguiera sobre la Tierra y sólo quedaran animales, ésta seguiría girando sobre sí misma como si tal cosa, con vida a bordo, más feliz y sin problemas, durante una buena porción de siglos.

Me quema la sangre la barbarie pueblerina de los mozos borrachos que torturan a una vaquilla o una cabra, entre vómitos de vino, so pretexto de la tradición y de la fiesta. Mataría con mis propias manos, en caliente, a los miserables que organizan peleas de perros para cruzar apuestas. No me gustan la caza ni la pesca; detesto a quien dispara sobre un animal indefenso por otro motivo que la necesidad urgente de zampárselo, y desprecio sobre todo al imbécil con mala puntería que deja vivo a un animal herido. En las corridas de toros, que -todos tenemos nuestros rinconcitos oscuros y nuestras contradicciones- ésas sí me gustan muchísimo, no veo con malos ojos que el morlaco empitone de vez en cuando a un torero, porque tales son las reglas del juego; y los toros traen muerte en los cuernos pero también gloria, cortijos y fotos en el Diez Minutos. Y si no, de qué.

Lo que pasa es que todo tiene un límite. Uno de ellos es ese punto, no siempre bien definido socialmente, donde empieza a deletrearse la palabra estupidez. Quizá por eso no me quitó mucho el sueño, e incluso -soy cruel, lo confieso- me arrancó una perversa carcajada aquel episodio de hace un par de años, cuando una guiri defensora de los animales, que protestaba contra las corridas en España, se fue a un encierro con una pancarta, se plantó delante del toro y se puso a acariciarlo, bonito, chiquirritín; y el marrajo, tras alucinar unos segundos con la prójima, la puso mirando a Triana de una cornada. Y es que hay que ser gilipollas. O haber visto muchos dibujos animados.

Uno creía que ése era el limite, pero resulta que no. Que el otro día pongo el arradio y me sale la presidenta de una asociación española de defensa de animales -cuyo nombre no cito por no escarnecer en demasía-, protestando, muy seria, sobre el hecho de que a los cerdos se los cuelgue de las patas traseras y se los degüelle en las matanzas tradicionales de los pueblos. Es necesario, afirmaba convencida la antedicha, que se haga algo para frenar esa barbarie y esa crueldad. El cerdo, sostenía, debe anestesiarse previamente o aturdirse mediante electrocución, para ahorrarle la penosa agonía. Y etcétera.

Yo, lo confieso, tuve dos reacciones al oír aquello. La primera, instintiva en un individuo de mi brutal calaña, fue tirarme al suelo y revolearme de risa durante hora y media. Después, más calmado, vi la luz. No todo está podrido en mi interior -las oraciones de mi madre y del obispo de su diócesis, sin duda- y me dije que, después de todo, las morcillas, la longaniza y el mondongo van a saber lo mismo. ¿Por qué no hacer feliz al cerdo, dulcificándole el sacrificio…? Así que he decidido respaldar a la dama. Y aún diría más. No sólo creo que el cerdo debe ser drogado y electrocutado parcialmente para que sufra menos, sino que además propongo se le transporte al lugar de martirio con gafas de sol para que la claridad diurna no hiera su retina, después de haberle hecho pasar la última noche, tras una buena cena a base de bellota selecta, retozando con una cerda de pata negra, que tengo entendido son insaciables y no te dejan ni para un cortado. Ya en el lugar de autos, al guarro se le dará a fumar un canuto de ketama pura, acompañado por un whiskito, un valium y, a ser posible, una trufa. Y cuando esté por fin espatarrado panza arriba, alucinando en colores y más feliz que la leche, el matarife pro-cederá a degollarlo con toda delicadeza. Y mientras, el tío Nicasio, Ceferino el Insumiso y Mariano Cascorro, concejal de Cultura, le cantarán a coro, imitando a Los Del Río, aquello de cuando un amigo se va, cuando un amigo se va, algo se muere en el alma cuando un amigo se va.

Así, todos los cerdos de Europa querrán palmar en España, y nosotros exportaremos tocino ecológico -Ecobacon- mientras comemos morcillas con la conciencia tranquila. No como ahora, que nos ponemos hasta arriba de gorrino y de jumilla, y luego los remordimientos no nos dejan dormir.

El Semanal, 10 Marzo 1996

Roberto, el escritor maldito

Es flaco, chupaillo, con ojeras; y en los días de frío en que va tieso de viruta y no tiene ni para tomarse un cortado, se pone su vieja gabardina y una boina negra, y entra en el café Gijón para quitarse el frío junto a la barra, mirando al personal, que es gratis, mientras Alfonso, el cerillero, le da conversación y algún pitillo suelto. El arriba firmante, a quien distingue con una de esas amistades que no elige uno, pero que te caen encima como cadena perpetua, tiene una foto suya donde sale con barba de dos días, desnudo salvo unos calzoncillos, con una funda sobaquera de pistola bajo la axila derecha, un Camel sin filtro en la boca y mirando a la cámara con la frente arrugada y jeta de chuleta guasón. La misma foto sale en la contraportada de una novela flamenca, violenta y con sexo duro Al sur de tu cintura, que le publicó hace meses una editorial de esas marginales; pero allí, en la contraportada, la foto va silueteada y con dianas de tirar al blanco: una en la frente, otra en el corazón, otra justo en la entrepierna, o sea, en la bisectriz del fulano. De momento ha vendido ciento tres ejemplares -«soy el rey del best-seller para minorías, dice- y todavía no le ha disparado nadie. Mas no pierde la esperanza.

Entre una cosa y otra, tiene un talento que le sale por los desgarros del alma, un buen humor inquebrantable y desesperado, y las trazas del perdedor que se mira el careto cada día en el espejo y lo sabe, pero no se resigna. Si un día canta bingo editorial, será famoso. Si no envejecerá entre nerviosas chupadas al pitillo, con ese talante resignado, sarcástico, teñido de mala leche, que trae la certeza de hundirse lastrado por la propia inteligencia mientras alrededor tanta mierda flota. Entre tanto, lee, escribe, y -como el conde de Montecristo- espera y confía. Lo de leer no siempre lo tiene fácil, porque ya les he dicho que suele andar tieso como la mojama; pero siempre hay amigos que le prestan un libro, o se lo regalan. O libreros que le fían, de grado o a la fuerza, que es más bonito. Y a veces no sólo los libreros, sino también los grandes almacenes y sitios así. Conservas, un champú, ya saben. Como él mismo suele decir, es dura la vida del artista.

Una de sus páginas empieza con la frase: «Dios mío, no me ayudes pero tampoco me jodas». Y hay días en que eso es lo único que le pide a la vida. Que no lo joda. Su novia, su chica, su mujer, es una belleza de piernas largas que trabaja como modelo, entre otras cosas porque alguien tiene que meter dinero en las buhardillas o pensiones que van recorriendo a modo de casa; y el problema es que a menudo, después de cada sesión de trabajo, Roberto tiene que ir a buscarla, o andar apartando buitres, o liándose a hostias -es chupaillo; pero si no hay más remedio, bravo- con los fulanos que ignoran que Clara está loca por él. Se la cameló hace cuatro años, cuando trabajaba de camarera en un bar de copas caras, la noche que ella le dijo qué vas a tomar, y él, que iba sin un duro, pidió agua del grifo. Con mucho hielo, si no te importa.

Claro que el sistema no siempre funciona. Le han roto la cara un par de veces, como cuando cierta paliza lo tuvo varios días en un hospital, en coma. Y es que su capacidad para verse acosado por matones, acreedores, caseros y cobradores de recibos resulta proverbial, inaudita. Mientras tecleo estas líneas anda mudándose de un sitio para otro, con un ojo en los cajones donde transporta sus libros y el otro en las esquinas, porque alguien que sale retratado con malas tintas en la novela -uno de sus ciento tres lectores, que ya es mala suerte- anda por ahí, tras el, con la intención de darle un par de mojadas en concepto de derechos sobre propiedad intelectual de su propio personaje. Son gajes del oficio, dice él, estoico. Riesgos del noble arte de la Literatura.

De todas formas, lo que no mata, engorda. Y aunque es difícil que a ese tipo flaco y entrañable lo engorde algo, igual sobrevive a la mala ruina patatera y flamenca que se ha echado encima, y termina esa otra novela que está escribiendo entre fugas, esquinazos y sobresaltos. Una historia de las suyas: dura y negra, nerviosa, bronca, con sexo, humor y ritmo de música en la estructura. Una historia de la que, a veces, entre dos cañas, se inclina sobre la mesa y me susurra un párrafo corto y rotundo como un disparo, antes de quedárseme observando el careto para ver el efecto. Yo lo miro impasible, pido otras dos cañas y no digo nada. El hijoputa. Párrafos que a veces dan envidia, porque son de esos que salen cuando Dios o el diablo sonríen y te ponen la mano en el hombro. Líneas que desearía escribir uno mismo.

El Semanal, 17 Marzo 1996

La cuchara y el diablo

No sé si recuerdan ustedes aquella película, Atrapado en el tiempo, en la que un fulano se despertaba cada día para vivir siempre, una y otra vez, la misma historia en la misma jornada. Pues al arriba firmante le ocurre poco más o menos lo mismo. Sales de la ducha, preparas un café, pones la radio o abres las páginas de un periódico, y te sientes siempre en el amanecer del mismo día, en un país que diera vueltas dentro de un remolino; repitiendo idéntico movimiento día tras día, a dos dedos del desagüe y de la alcantarilla más próxima.

Estoy hasta arriba, con perdón, de tanta palabra inútil, tanto tertuliano radiofónico, tanto mercachifle de la política y tanta mierda. Es tan grave el desgaste que todo exceso de palabras, de sinvergonzonería y demagogia barata impone a los conceptos, que empiezo a preocuparme seriamente por el futuro de lo que en mis cuarenta y cuatro años de vida he venido llamando España. Me refiero a la tierra áspera y entrañable que me enseñaron a respetar desde pequeño: no cruz, ni espada, ni bandera, ni gloriosa unidad de destino en lo universal, sino lugar escogido por gente diversa como espacio de convivencia donde velar a sus muertos, su pasado y su cultura, y respaldar con eso el presente para hacer posible un futuro.

Nunca he visto a un francés, o a un alemán, o a un inglés, respetar tan poco a su patria como nosotros a la nuestra. Y sin embargo, a este país desgraciado nadie le regaló nunca nada. Aquí hubo que currárselo todo desde muy temprano, y hasta la maldita tierra que nos otorgó ese bromista llamado Dios hubo que regarla con sudor, a falta de agua, cuando no tuvimos que hacerlo con sangre. La convivencia que tan normal nos parece ahora cuando salimos a tomar unas cañas, costó crujidos terribles en los cimientos de la Historia, siglos de matanzas, expulsiones, injusticias y desafueros. Poco a poco, entre humo de incendios, lágrimas, cementerios, barricadas y trincheras, España fue conformándose tal y como es, con lo bueno y con lo malo. Nuestra Historia no es ejemplar. Pudo ser otra, pero es la que hay, y es la nuestra. Y nadie puede invertir el curso de los siglos.

No hace mucho, durante una conferencia en Viena, me felicitaron porque España, decían, ya es democracia y es Europa. Detesto hacer discursos patrioteros, pero tampoco me gusta que me perdonen la vida; de modo que repliqué que España existía ya hace cinco siglos, y ya entonces tenía a lo que ahora se llama Europa y entonces aún no lo era, bien agarrada por los cojones. De paso les recordé a mis interlocutores que Austria, sin ir más lejos, había pasado prácticamente del imperio austrohúngaro al nazismo, y que cuando yo nací los rusos todavía ocupaban Viena; así que no sabía -dije- de qué puñetas me estaban hablando.

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