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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Patente de corso (13 page)

El Semanal, 22 Mayo 1994

Los del dieciseisavo

No recuerdo, o quizá no lo supe nunca, quién fue el ministro que, con la complicidad de sus colegas y su presidente de gobierno, puso en marcha la reforma educativa que en este país llamamos LOGSE. Ni sé quién fue ni conozco su paradero; y eso es lo grave de este tipo de asuntos: que los ministros, y los gobiernos, y los presidentes de gobierno, llegan, te lo ponen todo patas arriba y luego se jubilan sin que nadie les exija responsabilidades por dejarte el patio hecho un erial. Y claro, con impunidades como ésas se embaldosan los suelos de las casas de putas.

¿Recuerdan aquel poema de Bertolt Brecht o de no sé quién, sobre el fulano al que le van trincando vecinos mientras él pasa de todo, y después, cuando le llega el turno, ya no tiene a nadie que lo ayude?. Pues eso ocurre en este país: que nos estamos quedando solos en la escalera mientras los chicos del brazalete -los brazaletes cambian según la época, pero los chicos no- se pasean por nuestras vidas y por nuestro futuro como Pedro por su casa. Y no me refiero en exclusiva a los cien años de honradez; ciertos polvos y lodos vienen de antes, y los personajes cambian de ideología, pero no de métodos ni de talante. Recuerden, si no, la gracia de aquel ministro -la sonrisa del Régimen- al que los amigos llamaban Pepito Solís Ruiz: Más deporte y menos Latín.

Pero vamos al grano, que llevo ya un folio en prolegómenos. Les estaba hablando de la LOGSE, y resulta que ahora uno echa cuentas -el arriba firmante tampoco se asomaba al oír gritos en la escalera- y cae en el detalle de que, con la actual política educativa respecto a las Humanidades, un alumno puede perfectamente terminar su carrera sin haber estudiado nunca. -insisto: nunca- ni Historia de la Literatura, ni Filosofía, ni Latín, ni por supuesto, Griego. Dicho en corto: sin saber quién fue Cervantes, ni Platón, ni de dónde vienen la mayor parte de las palabras y conceptos que maneja a diario y conforman su mente y sus actos. Salvo que tenga la suerte de tropezar con profesoras o profesores que posean iniciativa, redaños y vergüenza torera, cualquiera de nuestros hijos puede salir al mundo convertido en un bastardo cultural, en un huérfano analfabeto, en una calculadora ambulante sin espíritu crítico, sin corazón y sin memoria, clavadito a muchos de quienes nos gobernaron, nos gobiernan y nos gobernarán.

Vivimos, en este siglo XX, a merced de quienes controlan los medios de comunicación de masas, los profetas y los cruzados de salón, los que diseñan banderas, himnos nacionales, ideologías, narcóticos, o simplemente diseñan. Náufragos de nuestro fracaso espiritual, somos cada vez más corchos a merced del primero que llega con labia o con recursos suficientes para llevarnos al huerto. Frente a eso, la Cultura con mayúscula, la Literatura, la Historia, las humanidades en general, son la única arma defensiva. De ellas obtenemos aplomo, ideas, intuiciones y certezas, coraje para defendernos y sobrevivir. Las humanidades nos cuentan de dónde venimos y cómo hemos llegado a ser lo que somos; hacen que nos comprendamos a nosotros mismos y a los demás. Nos sitúan, confortan y fortalecen, permitiéndonos asumir nuestra condición de eslabones en una cadena interminable, trágica y maravillosa al mismo tiempo. Nos hacen más fuertes, más sabios. Más libres.

No comparto la infantil teoría, sostenida por algunos, de la conspiración. En realidad, los responsables de todo esto son demasiado mediocres como para actuar de acuerdo a consignas o a un plan establecido. También ellos son víctimas de sí mismos, de sus propias limitaciones, de su estrecha visión del mundo. En el indocumentado con cartera de ministro que pretende convertir las mentes de sus futuros conciudadanos en mecanismos de piñón fijo hay, incluso, buena voluntad: proporcionar a los jóvenes una especializaron que les permita abrirse paso en un mundo técnico donde la palabra humanidades suena a sarcasmo. Pero ni el antedicho fulano ni sus alegres cacheteros -los del dieciseisavo- caen en la cuenta de que tan absoluta claudicación no hace sino ahondar el foso donde se entierra el espíritu del hombre y donde se nos entrega, maniatados, a los tiburones y a los mercachifles.

Asuntos como el de la reforma educativa no traslucen maldad, sino estupidez. De buena fe, supongo, unos cuantos compadres decidieron bajar el listón para colocar el futuro a su nivel. Y han hecho un pan con unas hostias.

El Semanal, 05 Junio 1994

Mujeres de armas tomar

Ocurrió el otro día, en una conferencia, cuando uno de los asistentes preguntó por qué el arriba firmante asignaba a menudo virtudes masculinas a las mujeres en sus novelas. Tras un intercambio de aclaraciones, las mencionadas prendas masculinas resultaron ser el valor físico, la independencia y la agresividad. Al interlocutor le chocaba sobremanera que mis hembras de ficción fuesen capaces de empuñar un florete, una pistola, pelear por su vida o por la de otros, conspirar e incluso asesinar, bajo palabras como amistad, amor, lealtad a un hombre o a una idea, e incluso honor personal.

Le respondí que allá él con sus mujeres, pero que uno se honra con el trato de varias que son de armas tomar. Y que muchos nos negamos a aceptar que, por culpa del ridículo concepto medieval de la frágil dama como devocionario caballeresco, la mujer se perpetúe, en los relatos de ficción escrita o cinematográfica, reducida al papel de compañera o comparsa del viril protagonista. Échenle, si no, un vistazo a las películas o a los libros de acción y aventuras. En ese contexto, las mujeres -incluso las que van de duras o fatales- se limitan a dar grititos cuando las cosas vienen mal dadas, y a refugiarse en el sudoroso y fornido hombro del macho que, a lo sumo, las gratifica con un revolcón en condiciones o permite, sólo cuando él está herido y a punto de perecer bajo los mandobles del malvado, que ella, con las dos manos temblorosas en torno a la pistola que empuña casi al revés, le pegue de pura casualidad un tiro al malo por la espalda.

Y resulta que no. Que de virtudes masculinas y femeninas podríamos hablar un rato largo sin necesidad de irnos a Hollywood. Sin ir más lejos, esa mujer que madruga cada día y después de hacer la casa se va a la compra y vuelve para la comida y se sienta un rato a ver el culebrón y luego prepara la cena y deja, todavía, que el sábado el pariente le dé un asalto, es más dura de pelar, tiene más valor y más entereza que el animal de bellota que, en teoría, la mantiene.

Hagan memoria. Nadie resiste como una mujer la enfermedad, o el sufrimiento propio o ajeno: cuida a los enfermos, se crece en la adversidad, pare hijos -y a veces los concibe- con dolor; y sobre lealtades y sentidos del deber podría dar lecciones a muchos maridos. En cuanto a hacer daño, cuando una mujer abre la navaja no es, como la mayor parte de los hombres, para montar bulla y que nos vean, sino para matar de verdad. En el otro extremo, enamorada, es capaz de amar con más entrega y pasión, y de hacer cosas, tomar decisiones, que los hombres, tan razonables y formales que somos, ni soñaríamos siquiera. No hay quien detenga a una mujer -ni familia, ni marido, ni convenciones sociales- cuando decide liarse la manta a la cabeza; y como adversario, nada más corrosivo para nuestra fatua virilidad que el odio o el desprecio de una hembra inteligente.

Pero, aparte ser más consecuente y valerosa que los hombres, la mujer también es más culta. No se trata de más tiempo libre, como dicen algunos simples, sino de menos egocentrismo: curiosidad por el mundo exterior. La mujer posee mucha información global, porque ve más televisión, más cine. Lee más. Cualquier librero sabe que el setenta por ciento de sus clientes son jóvenes y mujeres. Los hombres estamos demasiado ocupados haciendo números, tomando decisiones fundamentales, endureciendo el gesto ante el espejo, pobres desgraciados, alardeando de un temple que se derrumba en cuanto nos tocan la nómina o el estatus, mientras ellas parecen poseer una reserva secreta de entereza para sobreponerse, aunque caigan chuzos de punta.

Échenle un vistazo a las estadísticas. Además de su presencia en otros sectores, las mujeres copan las carreras de humanidades, o al menos lo que va quedando de éstas. Así, en este final de siglo que termina de tan mala manera, en la confusión que caracteriza a esta especie de noche que se nos viene encima, tan fría como esos ordenadores que engendran los hombres con microchips en lugar de espermatozoides, las mujeres pueden terminar siendo para la cultura lo que los monjes medievales fueron en la trinchera de sus monasterios mientras el mundo se desplomaba alrededor. Y ésa será su venganza, su revancha histórica sobre nuestra estupidez y nuestra injustificada autocomplacencia.

Virtudes masculinas, decía aquél. Permita que me ría, respondí. Ya quisiéramos nosotros, los hombres, poseer ciertas virtudes.

El Semanal, 12 Junio 1994

Una de horteras

Estaba el arriba firmante sentado hace un par de días en una terraza de Sevilla, tomando horchata y viendo pasar mujeres guapas, cuando sorprendí en la mesa vecina una discusión sobre la palabra hortera, término que los españoles usamos con frecuencia, incluidos los horteras mismos. No intervine en la conversación porque nadie me daba vela en aquel entierro; pero me quedé con ganas de hablar del asunto.

Según el diccionario de la Real, amén de mancebo de comercio en las novelas de Galdós, hortera se usa para definir a la persona o cosa vulgar o de mal gusto. Lo que pasa es que eso del mal gusto resulta muy relativo. Los Chunguitos a toda pastilla en la radio de un BMW de quince kilos con alerones y pegatinas puede resultar de pésimo gusto en las carreras de Ascot, por ejemplo; pero en la Atunara de La Línea y conducido por un contrabandista de tabaco con gafas de sol y tatuajes, resulta algo precioso, conmovedor, estéticamente irreprochable.

Por lo general se recurre al término hortera a la hora de definir a dos clases de personas: las que pretenden parecer algo y ni lo son ni lo parecen, y las que son, o parecen serlo, pero al menor descuido se les ve el plumero. Unas y otras tienen algo en común: su culto a determinados símbolos externos, como si al apropiarse el símbolo se apropiasen el contenido. Igual que si, por ejemplo una bandera inglesa te convirtiera en inglés, un libro en intelectual o un traje de Armani en triunfador dinámico, como parecen creer esos ministros y subsecretarios mireusté a los que aún les canta, después de doce años largos el complejo de maestro de escuela o de fontanero con carnet -profesiones, por cierto, mucho más dignas que la de mangante uniformado por Armani-. Ser un hortera, entre otras cosas, es no estar a gusto en la propia piel, aparentar otras de las que el símbolo, la marca, tranquilizan y consuelan.

En cuanto a las fronteras, a los limites entre la horterada y el buen gusto, son tan móviles como cada cual. Hay quien considera el faro de Moncloa una maravilla arquitectónica y quien fusilaría -yo mismo- a los responsables de lo que les parece una aberración estética. Hay quien considera una barbacoa dominical como algo humeante y ruidoso, y quien la estima colmo de la sofisticación social y la vida moderna. Ahí, como en algunos locales, sólo puede sernos útil la tarjeta de «Reservado el derecho de admisión». Allá cada quisque con sus gustos, su vida privada, su calzón corto y sus náuticos, su barbacoa, sus bermudas de capitán de yate, su Mercedes para ir a Pryca con chándal, tacones y gorrita de béisbol.

A quien eso no le guste, puede perfectamente no practicarlo. Es decir, absteniéndose de ir a Pryca, de veranear en la playa o de relacionarse con sus vecinos. El problema es que a veces la vida no se mantiene a raya tan fácilmente. Comer en un restaurante, por ejemplo, y que entren fulanos en bañador y rascándose la entrepierna, puede bastar para que deje de apetecerte, de pronto, el solomillo poco hecho. O puede cabrearte mucho y sin remedio que desgracien lugares hermosos y a los que amabas tal y como fueron. Y es que la horterez tiene un paso adelante, una faceta muy desagradable, que es cuando se vuelve molesta o agresiva. Cuando ya no es cuestión de buen o mal gusto, sino de que te impidan vivir en paz.

Hace unos días, a punto de embarcar en un vuelo transatlántico, me tocó facturar equipaje tras un individuo que, como su esposa, vestía un cómodo chándal con el logotipo de una conocida marca deportiva. Nada tengo contra el chándal, sobre todo cuando se utiliza para el deporte. Quizá por eso atribuyo a esa prenda -sin duda de modo injusto- determinadas connotaciones olfatísticas, sudoríparas y desagradables. Sin duda el chándal de aquel digno pasajero estaba impecablemente limpio; no me cabe duda. Pero lo mío era psicológico, y no tenía maldita la necesidad de pasarme doce horas psicológicamente incómodo. Así que le pedí a la azafata que no me sentase a su lado. Lo pedí con toda cortesía, pero el individuo lo oyó y no vean cómo se puso.

-Y para que se entere -dijo-, este chándal vale ocho mil duros.

Después miró con desprecio mis téjanos, mi camisa de algodón y mis zapatos con calcetines.

-Hortera -añadió.

Y se fue tan campante hacia el control de pasaportes, del brazo de su legítima, tras haber puesto las cosas en su sitio. Cómodo y deportivo el hombre. Arreglao pero informal.

El Semanal, 31 Julio 1994

Nos queman la vida

Acabo de viajar en coche a Madrid por un paisaje todavía humeante, de troncos calcinados y colinas negras de cenizas, con esa sensación incómoda, siniestra, que un viejo amigo mío, vagabundo profesional de la barbarie humana, llama el instinto de la catástrofe. Se trata de una especie de lucidez, de conciencia gris e incómoda; la sensación de que las cosas cambian de forma irreversible y trágica, para siempre jamás, mientras la vida -esa vieja zorra- aparenta seguir su curso normal y nosotros hacemos planes como si esto fuera a durar siempre y fuésemos inmortales y con recursos ilimitados en vez de los perfectos capullos que solemos ser, en general.

Estuve el coche a un lado de la carretera, en la linde de aquel lugar arrasado hasta las raíces, y durante un buen rato estuve allí, solo, maldiciendo en voz alta como si me hubiera vuelto majara. Durante toda mi vida, cada vez que viajé a Madrid desde Levante, mi camino pasó por ese bosque. Allí me detuve con frecuencia a descansar, a leer a la sombra. Esos árboles fueron muchas veces el paisaje de mis sueños, cuando el horizonte era grande, ancho y maravilloso, y todo estaba por descubrir, y uno era joven, enamorado del mundo y de sí mismo. Hasta una vez que tenía veinte años y me creía muy machote y muy intrépido, me pegué en ese bosque un sartenazo con la moto, y fui a apoyar mis huesos doloridos en el tronco de uno de sus árboles, a la sombra, mientras esperaba que alguien me echara una mano.

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