- También un día te tocará a tí -añadí-. O a mí.
-¡No digas barbaridades!
No digas barbaridades. Me quedé dándole vueltas al comentario y, como ven, todavía sigo haciéndolo. Mi amigo, el del comentario, es un hombre culto, con sentido común. Con esa cierta madurez que dan los años y la vida. Y, sin embargo, la posibilidad de palmar de un infarto se le antoja una barbaridad. Mi amigo tiene una casa, un BMW y una carrera, un par de cuentas bancarias en condiciones, una mujer muy guapa y dos hijos adolescentes con toda la vida por delante. Todos irreprochablemente sanos y felices, dichosos por vivir sumidos en un mundo confortable y en colores suaves. Dolor, muerte, son palabras lejanas, distantes, escritas en otro idioma. Sólo pueden -deben- pronunciarse respecto a otros.
Es curioso. Estamos en un tiempo y unos hábitos en que nos comportamos, vivimos y conversamos entre nosotros igual que si nunca fuese a cogernos el toro. Atrincherados en una barricada de eufemismos, miramos reflejados en el espejo nuestros cuerpos Danone como si éstos tuviesen la perennidad del bronce. Términos como fragilidad, provisionalidad, sufrimiento están desterrados del vocabulario oficial. Vamos por el mundo y por la vida sin moneda para el barquero Caronte en el bolsillo, como si nunca tuviésemos que acercarnos a la orilla de ese río de aguas negras que todos hemos de franquear tarde o temprano. El dolor, la vejez, la muerte, no tienen que ver con nosotros. Parecen exclusivo patrimonio de tipos distantes, más o menos exóticos, de esos que salen en el telediario: los chinos, los maricones con sida, los negros de Somalia, los moros que se ahogan en pateras cruzando el Estrecho. Esos desgraciados bosnios de los Balcanes. Nosotros no. Nosotros somos guapos, fuertes, sanos. Inmortales.
Uno lo piensa a veces, cuando ve a un descerebrado adelantando en zigzag a bordo de un frágil cochecito al que cualquier fabricante canalla y sin escrúpulos le ha instalado un motor de dieciséis válvulas. Cuando observa a Borja Luis engominado, con elegante atuendo y carísima cartera de piel, enarcar una ceja en su asiento de primera clase mientras, cosmopolita, le pide champaña a la azafata del vuelo Madrid-Londres. Cuando ve a Rosamari con ese cuerpazo de veinte años que Dios le ha dado pasar por la calle haciendo temblar los vidrios de los escaparates, convencida de que va a seguir así toda la vida. O al ministro, al director gerente, al fulano o fulana de moda, posando ante los fotógrafos como si Dios acabara de darle una palmadita en el hombro.
Voy a confiarles algo: la vida es un cartón de bingo en el que siempre nos cantan línea antes de tiempo. Felipe González va a morirse un año de éstos. Y Carlos Solchaga. Y Marta Chávarri. Y Mario Conde, Isabel Preysler y el que suscribe. Ninguno de los citados estará vivo, seguramente, para el 2043, que se encuentra, prácticamente, a la vuelta de la esquina. Tampoco -no crean que van a escaparse- ustedes mismos, porque ésa es una rifa en la que todos llevamos papeletas. Pero eso, que parece tan obvio, vivimos sin asumirlo, sin reconocerlo. Desterramos lejos a los ancianos, a los que sufren, a los enfermos y a los muertos. Vivimos en un mundo analgésico, tranquilos, seguros. Somos guapos e inmortales, drogados con lo mucho que nos queremos a nosotros mismos. Somos la biblia en verso, a cámara lenta y con música de anuncio de ron Bacardí. Du-duá. Du-duá.
Grave error. En realidad, nuestro certificado de garantía es tan frágil que no duramos nada. Deténganse un momento a leer la letra pequeña: basta saltarse un semáforo, bajar al cajero automático y tropezarse con un navajero de pulso alterado por el mono. Basta que al mecánico de vuelo se le olvide apretar una tuerca, que un virus nos roce la piel, que un cortocircuito incendie de noche la cortina o que un tipo al que acaban de despedir de su empresa entre en la pizzería donde estamos con los niños, empuñando una escopeta del doce cargada con posta lobera. Uno puede bajar de la acera y no ver un coche, resbalar bajo la ducha, tener un trombo juguetón haciendo turismo por el corazón o por el cerebro, y entonces va y se muere. O sea, fallece. Palma. Desaparece. Pasa a mejor vida o no pasa a ninguna en absoluto. Y entonces va un amigo y le dice a otro: «¿Sabes que Fulano se ha muerto?». Y el otro, que acaba de tomarse una copa con el extinto, o que ayer, sin ir más lejos, lo vio con un aspecto estupendo, va y responde: «¿Fulano? ¡Imposible!». Eso es lo que dice, el muy cretino. Absolutamente seguro de que esa vulgaridad no puede ocurrirle a él.
El Semanal, 18 Julio 1993
Hay cosas que no termina uno de tragarle a los franceses. Los camiones de fruta quemados en las carreteras, por ejemplo. Los Cien Mil Hijos de San Luis, la fuga de Villeneuve en Trafalgar, la política proserbia en Yugoslavia o esa forma que tienen de enarcar los labios, así, para pronunciar las oes con acento circunflejo. Sin embargo, París lo reconcilia a uno con todo eso. Basta darse una vuelta por los buquinistas de la orilla izquierda, sentarse a tomar algo en Les Deux Magots, leer a Stendhal, calentar un cuchillo y cortarse una rebanada de foie gras regado con Cháteau Margaux, para que todos los prejuicios se diluyan en el aire e incluso ese retrato de Francisco I que hay en el Louvre, de perfil, le caiga a uno simpático. Que ya es caer.
Uno está en ello y se pasea por la plaza de los Vosgos mirando los escaparates de los anticuarios, cuando de pronto va y descubre una bandera francesa que ondea en un edificio, al fondo. Se acerca con la cautela de quien conoce la desmedida afición de los franchutes a ponerle una tricolor a todo lo que no se mueve, y descubre que se trata de la casa donde, según reza la correspondiente placa conmemorativa, vivió Víctor Hugo, patriarca de las letras galas y autor, entre otras cosas, de Los miserables y de Nuestra Señora de París. La visita se vuelve obligada -los niños no pagan- y el visitante deambula con absoluta libertad por estancias llenas de recuerdos, grabados, muebles y fotografías que guardan la memoria del gran hombre. Todo conservado con devoción perfecta, con respeto minucioso que incluye hasta unas flores secas cogidas por Hugo en el campo de batalla de Waterloo, durante la visita que realizó a Bélgica para escribir los dos capítulos sobre esa batalla en Los miserables. Después, en la calle, uno se apoya en cualquier pared, junto a cualquiera de las 85.000 lápidas conmemorativas de franceses que lucharon por la liberación de la Patria existentes en la ciudad -no comprendo cómo tardaron tanto en irse los alemanes, con toda Francia en la Resistencia-, enciende un cigarrillo si es que fuma, y mueve la cabeza reflexionando. Son muy suyos desde luego. Chauvinistas y todo lo que ustedes quieran, con el corazón en la izquierda y la cartera a la derecha. Pero convierten la casa donde vivió Víctor Hugo en monumento nacional con bandera incluida. Y el taller de Delacroix, por ejemplo. O la tumba de Chateaubriand en su isla, frente a Saint-Malo. Y llevan a los niños de los colegios para que lo vean. Y les enseñan, desde pequeñitos y con la letra de La marsellesa, que eso también es Francia. Su orgullo y su memoria.
La segunda parte de la reflexión es descorazonadora porque uno se pregunta, acto seguido, dónde estarían la casa y los recuerdos de Víctor Hugo si en vez de ser hijo de un general de Napoleón hubiera nacido en España. Un país el nuestro donde el que suscribe, por ejemplo, ignora en qué lugares vivieron Lope de Vega, Calderón, Bécquer o Pío Baroja, y aunque lo supiese iba a dar lo mismo. Un país donde creo recordar vagamente que un tal Quevedo estuvo preso escribiendo sonetos en lo que hoy es un hotel de lujo, de acceso restringido a los que pueden pagarlo. Un país donde aquel viejo y buen soldado Miguel de Cervantes, Saavedra por parte de madre, está enterrado detrás de una siniestra y anónima pared de ladrillo en un convento olvidado de Madrid, con una placa de mala muerte apenas visible en un callejón oscuro. Donde la casa donde se imprimió el Quijote no es más que eso, una casa donde algunos pocos saben que se imprimió el Quijote. Donde lo que encuentran los que viajan por La Mancha son, molinos aparte, tascas de carretera anunciando vinos y quesos bautizados como personajes de Cervantes, y -sutil concesión poética- durante mucho tiempo, en forma de enorme cartel a la entrada de Las Pedroñeras, los siguientes versos inmortales:
En un lugar de la Mancha
don Quijote una mea echó
y salieron unos ajos gordos.
Por eso, andes arriba o abajo
de Pedroñeras son los ajos.
Es mejor no imaginar siquiera qué habrían hecho los franceses, chauvinistas y patrioteros como son, si en vez de nacer en España Cervantes hubiera aterrizado al norte de los Pirineos. A estas alturas tendríamos Cervantes hasta en la sopa, aborrecido de tanto restregárnoslo nuestros vecinos por las narices: casa natal, casa mortuoria, cárceles diversas, imprenta y posadas varias serían, sin la menor duda, santuarios inviolables y de peregrinación obligatoria, con muchas mayúsculas en cualquier guía Hachette o Michelin. Con el dineral que cuesta mantener todo eso, tanta bandera y tanta lápida. Además, ¿imaginan a los turistas japoneses con la efigie del Divino Manco en sus camisetas, visitando Pigalle…? Sudores fríos dan, Sólo de pensarlo.
Claro que, a lo mejor, por mucha casa y mucho museo que le consagrasen, un Cervantes francés tampoco habría escrito el Quijote, cuyo protagonista tan acertadamente refleja la esencia del alma española -Jesús Gil, Ruiz Mateos, Hormaechea, Rappel-Igual hubiera escrito A la recherche du temps perdu. Que como todo el mundo sabe, es una perfecta mariconada.
El Semanal, 25 Julio 1993
A veces en cualquiera de esas guerras donde hay bombas, tiros, muertos y cosas así, uno se encuentra reflexionando, sin querer, sobre la extraordinaria capacidad de hacer daño a base de perforar, desgarrar y romper que tienen unos pequeños y simples fragmentos de metal. Una guerra es el intento de varios seres humanos por matar o mutilar a otros seres humanos con artilugios que van desde la contundente sencillez de una bala hasta el alarde tecnológico de una bomba guiada por láser. En general, podría definirse un campo de batalla como un lugar donde se utilizan una serie de instrumentos que, a su vez, hacen volar por el aire innumerables fragmentos de metal de diverso tamaño, con resultados más o menos desagradables.
Sorprende lo ingenioso que puede llegar a ser el comportamiento de alguno de esos trocitos de metal. Desde la mina saltarina, que en vez de estallar en el suelo cuando se pisa -efecto cónico, efectividad letal del 60 por ciento- lo hace en el aire -efecto paraguas, efectividad del 85 por ciento-, hasta las granadas de carga hueca o la munición de calibre 5,56. Eso de la 5,56 tiene su chispa, porque pesa menos y posee, además, una ventaja: al dispararse, viaja en el límite de su equilibrio, de forma que, al encontrar un obstáculo, por ejemplo la carne humana, altera la trayectoria y en lugar de salir en línea recta, tuerce, zigzaguea, sale por otro sitio y, de camino, provoca la fractura de los huesos y el estallido de los órganos. La muy picarona.
También es cierto que mata menos, por ejemplo que un calibre 7,62; pero todo está estudiado, porque en esto de las guerras muy pocas cosas resultan casuales hoy en día. Los muertos enemigos están muertos y ya está. Lo verdaderamente eficaz en la doctrina bélica al uso es que el enemigo tenga, más que muertos, muchos heridos graves, mutilados, y cosas así. Eso hace necesario dedicarles esfuerzos de evacuación, cura y hospitalización, entorpece la logística del adversario y le causa graves complicaciones organizativas y de moral. Matar al enemigo ya no se lleva. Ahora lo moderno es hacerle muchos cojos y mancos y tetrapléjicos, y dejar que se las arregle como pueda.
A esa conclusión, imagino, han llegado los estados mayores después de leer el informe -las estadísticas de Vietnam cruzadas con las campañas napoleónicas, o vaya usted a saber- que algún calificado especialista redactó en su ordenador tras analizar vectores, factores, tendencias y parámetros. Pueden imaginarse al susodicho en mangas de camisa, llamándose Mortimer, o Manolo, con la secretaria trayéndole café, gracias, cómo van las cosas, bien, muy bien, siete mil muertos por aquí, diez mil por allá y me llevo cinco, diablos, este café está ardiendo, oye, preciosa, si eres tan amable tráeme los porcentajes de quemaduras de napalm. No, éstas son las quemaduras en población civil, me refiero a las de soldados de infantería. Gracias, Jenifer, o Maripili. ¿Tomas una copa a la salida del trabajo? No fastidies con eso de que estás casada. Yo también estoy casado.
Les parecerá insólito, pero que el artillero serbio dispare la granada de mortero PPK-S1A en lugar de la PPK-S1B contra la cola del agua en Sarajevo puede su poner la diferencia entre que Mirjan, o Jasmina, vivan, mueran, reciban heridas leves o queden mutilados para toda la vida. Y la existencia o disponibilidad de la PPK-S1A o la PPK-S1B dependen menos de las ganas del artillero serbio que de los cálculos estadísticos realizados por nuestros amigos Mortimer o Manolo mientras, entre café y café, intentan llevarse al huerto a la secretaria.
La bala retozona del 5,56 -esa misma que hace zigzag y en vez de salir por aquí, como Dios y la balística mandan, sale por allá o hace estallar el hígado- se comporta así porque, en algún climatizado estudio de proyectos, un brillante ingeniero, hombre pacífico donde los haya, católico practicante, aficionado a la música clásica y a la jardinería, pasó muchas horas diseñando el asunto. Quizá hasta le dio nombre -Bala Louise, o Pequeña Eusebia- porque el día que se le ocurrió el invento era el cumpleaños de su mujer o de su hija.
Después, una vez terminados los planos, con la conciencia tranquila y la satisfacción del deber cumplido, nuestro amigo ingeniero apagó la luz de la mesa de diseño y se fue a Disneylandia con la familia.
Lo terrible del asunto es que si alguien le dijera a Mortimer, o a Manolo, al marido de Louise o al papá de la pequeña Eusebia que son responsables de los crímenes de guerra del artillero Nico Pavlovic allá arriba, junto a su cañón del monte Ingman, o de la barbarie del francotirador Zoltan Monfilovic, emboscado con su 5,56 en un ático de Sarajevo, lo negarían en el acto con sincera indignación. Ellos son técnicos, profesionales de manos limpias. Conciencias tranquilas y transparentes. A ver por qué iban a ser más responsables, o culpables, que un honesto fabricante de coches -de esos que diseñan ataúdes de dieciséis válvulas y los promocionan en la tele bajo el lema: Sé libre, llévalo a tope- pueda serlo de los hierros retorcidos y los muertos estúpidamente tirados, cada fin de semana, en la cuneta de las carreteras.