El Semanal, 08 Agosto 1993
Son los dinosaurios de una era en extinción. Algo así como los últimos de Filipinas en versión nacional y castiza. Se los puede uno encontrar hacia el mediodía, a la hora del aperitivo, en cualquier bar de esos baratos que hay cerca de las plazas de toros, las estaciones de ferrocarril y los muelles de los puertos de mar, con restos de gambas y servilletas de papel arrugadas al pie de la barra de zinc, entre fulanos que venden lotería, bidones de cerveza a presión, tapas del día anterior y moscas de toda la vida. A menudo van vestidos con excesiva corrección para los tiempos que corren, incluso con cierta elegancia entre hortera y tierna. Se les reconoce, con frecuencia, por su forma de beberse el vino o el botellín mientras echan un tranquilo vistazo alrededor, con la discreta y atenta mirada del cazador profesional al acecho, como ellos dicen, de un julai al que darle la castaña, o de un policía -un madero- de cuya trayectoria hay que apartarse discreta y rápidamente, como quien no quiere la cosa.
Sus fotos y huellas dactilares están en los archivos de todas las comisarías: piqueros, trileros, timadores, expertos en colocar el anillo de oro chungo que esconden en un pañuelo. Tipos capaces de darle todavía, a estas alturas, el tocomocho al patán sin escrúpulos o a la jubilada ambiciosa. Son la aristocracia de la vieja España cutre, ahora circunscrita a las películas en blanco y negro de Pepe Isbert y Tony Leblanc. Tramposos que ejercieron, con virtuosismo y cierta peculiar ética, un oficio que ahora se extingue esa forma de buscarse la vida cuyo secreto se basaba en vocación, dotes naturales, habilidades, experiencia y cara dura. Algunos de ellos, los mejores, llegaron a ser clásicos en la vida entre sus pares, como Luisa, alias Celia -era clavadita a Celia Gámez-, que inventó el beso del sueño hace cuarenta años, cuando narcotizaba a sus conquistas para aligerarles la cartera en las pensiones de las Ramblas. O Pepe el de la Venta, especialista en hacerse pasar por apoderado de toreros famosos, que dejaba pufos de miles de duros en los hoteles baratos. O el legendario Paco El Muelas, hoy jubilado en Burgos, que además de inventar el timo del telémetro fue autor de la más espectacular y limpia obra de arte que recogen los archivos policiales: la venta de un tranvía municipal, el 1001, a un paleto forrado de pasta que quería invertir en Madrid.
Eran otros tiempos. Hoy, los paletos conducen Mercedes y Audis y Bemeuves, son diputados o concejales de Cultura, y son ellos los que tienen peligro y te dan el tocomocho a poco que te descuides. En cuanto a los timadores de antaño, su edad media se establece ya, como en las reservas apaches, sobre los cincuenta años. Las generaciones jóvenes carecen de paciencia para aprender cómo utilizar el pico -dedos índice y medio- para hacerse con la cartera, o cómo abordar a un matrimonio portorriqueño en la plaza del Callao o las Ramblas de Barcelona y convencerlos para que se jueguen cinco mil duros a los triles o los inviertan en estampitas. Ahora, se lamentan los artistas finos, cualquier yonki hecho polvo, cualquier inmigrante ilegal en paro, puede dar un tirón o una siria en una esquina y hacérselo mejor que un timador o un carterista honrados de toda la vida en una tarde de trabajar la feria de Sevilla o la cola de un cine de Valencia. Asco de tiempo en que la violencia es más rentable que la habilidad, el pundonor profesional y la vergüenza torera, y donde la chuli, el fusko y la recorta son herramientas de trabajo más rápidas y eficaces que los dedos hábiles y el talento.
Muy lejos están, se lamentan los clásicos cuando los invitas a una caña, aquellos filigranas capaces de quitarle las herraduras a un caballo al galope. Esos años heroicos en que Amalia La Verderona cobraba cinco duros por matricularse en su pintoresca academia de Chamberi, donde impartía clases a niños para hacerse los subnormales en el tocomocho, o practicar de piqueros con un maniquí lleno de cascabeles que sonaba al primer error. Ahora no hay lugar para eso, y resulta más cómodo un navajazo entre dosis y sobredosis, en un cajero automático. Y es que, como dice Paco el de la Venta, que fue watermanista -ladrón de estilográficas-, timador con relojes chungos y trilero, «ya no se respeta ni lo más sagrao».
A veces uno paga unas cañas y los escucha en silencio mientras desgranan el rosario de sus recuerdos y sus nostalgias, viejos triunfos que rememoran con sonrisa contenida y chulesca, orgullo legítimo por lo que fueron y ya no son. Están acabados y lo saben, porque nada tiene que ver este mundo con aquel otro que conocieron. Sin embargo ahí siguen, manteniendo el tipo acodados en la barra, fumando rubio al acecho de un incauto que todavía entre a por uvas y les devuelva fugazmente su talento y su autoestima. En esas tascas de barrio convertidas en trincheras donde libran su última batalla contra el tiempo, condenados a extinguirse, fieles a sus retorcidos códigos de honor y de conducta, incapaces de adaptarse y sobrevivir. Sin seguridad social a la que nunca cotizaron, con hijos enganchados a la droga y las mujeres que los desprecian en su fracaso. Lamentando haberse equivocado en la vida porque el timo, la estafa chachi que pudo jubilarlos para toda la vida, no se ejecuta dando el careto en la calle con talento y sangre fría, sino en los despachos de los bancos y transfugándose en las listas electorales, con corbata y una estilográfica. Pero esa lección la aprendieron demasiado tarde.
El Semanal, 03 Octubre 1993
Ocurrió en Mostar, una de esas mañanas tranquilas en que hasta los más canallas se cansan de darle al gatillo y entonces, como un milagro, durante unas horas dejan de caer bombas. Cada vez que eso ocurre, el silencio se extiende como algo extraño, inusual, y entre las ruinas que bordean la calle principal de la ciudad emergen sucios y pálidos fantasmas que se mueven sin rumbo fijo junto a los escombros de las que fueron sus casas. Desde hace meses viven en los sótanos sin comida ni luz, bebiendo agua contaminada que, en los momentos de calma, recogen del Neretva. Cuando los bombardeos cesan durante un rato, se les ve asomar entre las derruidas escaleras que vienen del subsuelo, igual que topos parpadeando ante la luz exterior de la que desconfían y bajo la que dudan en aventurarse. Por fin uno de ellos, una mujer desesperada cuyos hijos se hacinan en el miserable refugio, reúne valor suficiente y sale a la calle, en busca de algo de comida que llevarles, con un patético recipiente de plástico que espera llenar con agua sucia del río. Poco a poco, la calle principal de Mostar se llena de otros espectros como ella, escuálidos y exhaustos.
Era una mañana de ésas en Mostar, con el sol tibio recortando los esqueletos ennegrecidos de los edificios y aquel olor peculiar de las ciudades en guerra, a piedra y madera quemadas, cenizas y materia orgánica -basura, animales, seres humanos-pudriéndose bajo los escombros. Ese olor que no encuentras en ninguna otra parte y que te acompaña durante días pegado a tu nariz y a tus ropas, incluso cuando te has duchado veinte veces y hace mucho tiempo que te has ido. Era una de esas mañanas sin muerte inmediata, y durante unas horas la expresión de la gente que se movía por la calle no era de temor, sino sólo de cansancio, con esa mirada vacía y distante que se les queda a quienes viven, día tras día, en la antesala del infierno.
Era uno de esos días en que la guadaña, embotada, descansa mientras la afilan de nuevo, y tú estabas sentado en los escombros de un portal, aprovechando la tregua, con ese consuelo egoísta que proporciona el hecho de ser testigo y no protagonista, y llevar en el bolsillo un billete de avión que, tarde o temprano, te permitirá decir basta y largarte de allí. Era un día de ésos, y tú pensabas escribir este artículo sabiendo de antemano que podrías teclear durante horas, días y meses seguidos, sin parar, y nunca lograrías transmitir, a quien te leyera, el inmenso desconsuelo y la soledad que sentiste momentos antes, visitando las ruinas de una casa abandonada, destrozada por las bombas, en cuyo salón de muebles astillados, cortinas sucias hechas jirones, un cuadro en la pared atravesado por impactos de metralla, estaban por el suelo, pisoteadas entre cenizas y deformadas por el sol y la lluvia, docenas de fotos de un álbum familiar. Una pareja joven que se abraza sonriendo a la cámara. Un anciano con tres niños sobre las rodillas. Una mujer aún joven y guapa, de ojos fatigados, con una sonrisa lejana y triste como un presentimiento. Niños en una playa, con salvavidas y una caña de pescar. Y un grupo en torno a un árbol de Navidad donde reconoces a los niños, al anciano y a la mujer de los ojos tristes mientras te preguntas dónde están todos ellos y cuántos sueños, cuánto amor y cuántas ilusiones deshechas, asesinadas, yacen ahora en esas fotos ajadas y sucias, entre las cenizas que manchan tus botas al caminar sobre ellas evitando pisarlas como quien evita pisar la losa de un sepulcro.
Era -es- un día de ésos. Y tú estás sentado entre los escombros del portal pensando en las fotos. Y entonces llega un hombre en camiseta y zapatillas, un anciano que camina despacio, con dificultad, y se sienta a tu lado a descansar un momento. Tiene el pelo gris y va sin afeitar, con barba de cuatro o cinco días. En las manos sostiene un pequeño mazo de tarjetas postales, y al principio crees que pretende cambiártelas por un cigarrillo o una lata de conservas, pero pronto descubres que no es así. Habla un poco italiano, y al cabo de un instante desgrana su historia, que tampoco es una historia original: un hijo desaparecido, una mujer inválida en un sótano, la casa en el otro sector de la ciudad, perdida para siempre. Te caen bien su gesto resignado y la dignidad con que relata sus desdichas. Después te enseña las postales, una a una. Postales manoseadas de tanto repasarlas una y otra vez. Mira, amigo, así era Mostar, antes. Mira qué hermosa ciudad. El puente medieval, las calles en cuesta. Las dos torres antiguas. Ya no están las torres, finito. Terminado. Tampoco este edificio existe ya. Kaputt, ¿comprendes? Mira, aquí estaba mi casa. Bonita plaza, ¿verdad…? El anciano señala al otro lado del río. Estaba allí, en esa parte. Vieja de cinco siglos, mírala en la postal. Ya no existe, no queda nada.
Por fin suspira, se levanta y, antes de alejarse, reordena cuidadosamente, con extraordinaria ternura, ese mazo de postales que es cuanto le queda de su ciudad y de su memoria.
-¡Barbari! -murmura-. ¡Nema historia! Y aún reúne valor suficiente para esbozar una sonrisa.
El Semanal, 10 Octubre 1993
Una vez conocí a un héroe. No era alto ni apuesto, ni le pusieron medallas, ni salió en primera página de los periódicos, ni en el telediario. Nadie aplaudió su hazaña, y ni los políticos ni los generales ni los mangantes que explotan en su provecho las virtudes ajenas hicieron discurso al respecto. Se llamaba -espero que se llame todavía- soldado Vladimiro. Tenía veinte años y se ocupaba de la ametralladora de 12,70 de un blindado de los cascos azules españoles en Bosnia central. De soldado tenía lo justo: no le gustaba la guerra, ni la vida militar. Se había alistado por si se presentaba la ocasión de ver mundo. Después pensaba regresar a la vida civil y estudiar idiomas. Eso, precisamente, lo convertía en un elemento valioso para sus jefes y compañeros legionarios: hablaba un poco de ruso, que es al bosnio lo que el castellano al portugués. Por eso estaba asignado al BMR del coronel Morales, el jefe de la agrupación Canarias.
Vladimiro era uno de esos soldados vivos y listos que se buscan la vida como nadie, que se esfuman de pronto y, cuando todos creen que han desertado, reaparecen con dos gallinas y una hogaza de pan para sus compañeros. Allí, en el valle del Neretva, Vladimiro llevaba niños en brazos, repartía tabaco a los ancianos, daba sus raciones de campaña a las mujeres que lloraban junto a los escombros de sus hogares. Y yo vi de noche, cuando se hallaba de centinela, acercársele la gente agradecida para traerle un trozo de pan, una taza de té, incluso una desvencijada hamaca para que pudiera hacer sentado su turno de guardia.
Una noche el soldado Vladimiro fue un héroe, aunque posiblemente ni siquiera él mismo lo sepa. Intenten imaginar el cuadro: oscuridad, disparos de francotiradores, trazadoras que pasan recortando esqueletos negros de edificios. Hay tensión en el ambiente, y por uno de esos azares de la guerra, aquellos a quienes los legionarios vinieron a socorrer se convierten, de pronto, en adversarios. El coronel Morales, que manda la columna, decide ir, solo, al puesto de mando bosnio para solucionar la crisis. Eso es meter la cabeza en la boca del lobo; en medio de enorme confusión, entre musulmanes armados y muy nerviosos, el coronel ordena por radio a su segundo, un comandante, tomar el mando si no regresa. Vladimiro se ofrece a acompañarlo, pero Morales le ordena permanecer a cubierto en el BMR. Después se aleja en la oscuridad, rodeado de amenazadores milicianos.
Y es entonces cuando el soldado Vladimiro se remueve inquieto, y en la penumbra interior del blindado nos mira a los que estamos dentro. Sus ojos reflejan un pensamiento: no se trata de que el coronel le caiga bien o mal. Simplemente es su coronel, y le avergüenza verlo irse solo.
De pronto, lo vemos mover la cabeza como si acabara de tomar una decisión. Precipitadamente, con nerviosismo, se mete dos granadas en los bolsillos. Requiere un Cetme y comprueba el cargador.
-No, si ya verás -murmura como para sus adentros, mientras amartilla el arma-, ¡Esta noche nos van a inflar a hostias!
Le tiemblan las manos y la voz. Pero aun así, con esas manos que le tiemblan, abre el portillo del blindado, se cala el casco, aprieta los dientes para morderse el miedo y echa a correr en la oscuridad detrás de su coronel. Cuando una hora más tarde Morales sale del puesto de mando de la Armija, lo encuentra sentado en las sombras de la escalera, con el Cetme en la mano, esperándolo. Entonces el coronel, que es un legionario bajito, duro y con mala leche, le echa una bronca tremenda por incumplir sus órdenes. Después se encamina hacia la columna de vehículos, siempre escoltado por su tirador, que le sigue cabizbajo.
-¡La próxima vez que desobedezcas una orden te voy a meter un paquete que te vas a cagar, Vladimiro! -le dice. Después, el coronel se detiene y, aún con gesto hosco, saca un paquete de cigarrillos y le ofrece uno. Y mientras lo hace disimula una sonrisa en un extremo de la boca.
Ocurrió exactamente así. No sé qué otras cosas buenas o malas hará Vladimiro el resto de su vida. Pero aquella noche, en Bosnia central, su coronel le ofreció un cigarrillo y yo me prometí dedicarle este artículo. Hoy, supongo, habrá regresado ya a España. Y tal vez, cuando entre en la discoteca de su pueblo -es flaco y con granos en la cara- las chicas, que prefieren a los guaperas apuestos, a los bailones que marcan paquete, ni siquiera se fijen en él.