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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Patente de corso (4 page)

Durante algún tiempo, uno creyó a pies juntillas que los españoles de Goya y del abuelo estaban congelados en el tiempo y la memoria, colgados en su tremenda foto hecha de pasión y brochazos en las paredes de los museos, en las estampas de los libros de Historia y en las leyendas negras de la pérfida Albión y la taimada Galia. Pero no. Resulta que basta dar un paseo por el Museo del Prado estos días, en plena resaca postelectoral, todavía con los ecos de la reciente escabechina impresos en los tímpanos, para comprobar que hay óleos de aquel fulano, don Francisco, que parecen imágenes de ahora mismo, estampas que servirían para ilustrar, mejor que el trabajo de los reporteros gráficos, hechos, situaciones, protagonistas, estados de ánimo de una actualidad inquietante.

En el fondo tiene gracia, aunque maldita sea la gracia. Y el experimento está al alcance de cualquiera que se acerque a las salas goyescas del museo. Es suficiente con echarle un poco de imaginación al asunto: sustituyan las fisonomías al óleo, las caras de los individuos de los garrotes y las navajas, por otras más actuales. No se corten, que es grato e instructivo. Recreen sus propios personajes sin reparos, apropiándoselos de la más flamante modernidad, de las páginas de los diarios y revistas, de los informativos de la tele, y verán, oh prodigio, cómo individuos y situaciones, padres de la patria, vencedores y vencidos, hombres imprescindibles, comparsas, jaques, alfiles y esforzados peones, cada uno con su nombre, apellidos y documento nacional de identidad, se apalean y acuchillan concienzudamente ataviados con simpáticos trajes regionales, con ese particular esmero de carnicería para el que tan dotados seguimos estando en esta tierra bendita de Dios.

No es cierto, como aseguran algunos cenizos de mala ralea, que los españoles estemos perdiendo las esencias de la raza. La sociedad de consumo, el barniz de la civilización, la cosa europea, la antena parabólica y Mundicolor Iberia pueden inducirnos a error; hacernos injustos con nosotros mismos, desconfiar de nuestras posibilidades, perder la esperanza. Infundimos una errónea sensación de modernidad, de cambio en lo sustancial de nuestra esencia torera, tan castiza siempre. Tan viril y tan simpática. Cierto es que apenas se lleva la faja y las patillas en boca de hacha, que el Célica o el Bemeuve no tienen grupa donde colgar una manta jerezana, que los fines de semana empujamos el carrito del híper en chándal de cinco mil duros y Ribuks, arreglaos, pero informales, y que ahora nos llamamos Vanessa, Jenifer y Borja Luis en vez de Engracia, Paca o Manolo. Pero no hay peligro. Situaciones providenciales como una discusión de tráfico, una bronca de bar, un sálvese el que pueda, una campaña electoral como la que estamos enterrando, aún calentita, han puesto las cosas en claro: aquí seguimos mentándonos los muertos como nadie, solidarizándonos sólo en materia de linchamientos, haciendo capitán general al maestro armero, pidiendo una docena de cafés distintos -solo, cortado, doble, corto, largo, americano, expreso, con leche fría, en vaso, en taza pequeña, en taza grande, para mí un poleo- cuando entramos doce a tomar café. Todo lo otro, eso del usted primero y el eufemismo bonito, está muy bien de puertas afuera, ahora que somos políglotas, tenemos un piso en Aquisgrán, cascos azules en los Balcanes y Superlópeces marcando paquete en esa Europa que nos envidia. Pero dentro, en casa, en la cocina que sigue oliendo a aceite frito y a mala leche, la capacidad de convertir cualquier controversia en riña de gañanes, resuelta a golpe de trabuco y navaja de siete muelles, resulta infinita. A fin de cuentas, mi abuelo tenía razón. Aquel jodío sordo nos pintó bien el alma.

El Semanal, 13 Junio 1993

Asesinos de libros

Ver matar a un hombre, escuchar los gritos de una mujer violada o ver cómo arde una biblioteca son tres experiencias dudosamente recomendables. De todas ellas ostento el dudoso honor de haber sido testigo. Mencionadas aquí, en frío, tan bárbaras actividades parecen propias, en exclusiva, de escenarios brutales y distantes. Ya saben, tipos barbudos y sanguinarios. Y, sin embargo, todas pertenecen a la historia de la Humanidad hasta el punto de que a menudo se dan juntas en el mismo tiempo y lugar, a modo de manifestaciones de un horror idéntico y común: el que late en la condición humana.

Dejaré el tiro en la nuca y las mujeres que gritan para otra ocasión. A fin de cuentas, los libros que arden son síntoma de lo mismo, y arrancan del impulso infame que pinta la angustia indeleble en los ojos de una mujer o siembra los maizales de hombres con la garganta abierta y las manos atadas a la espalda. Todo es el mismo horror. Todo es la misma guerra.

Hace unos meses vi arder una biblioteca. Ardió durante toda una noche y una mañana, con los papeles y libros como pavesas, volando entre las paredes en llamas en todas direcciones, cayendo sobre la ciudad convertidos en cenizas. La ciudad se llama -todavía- Sarajevo.

Para nuestra vergüenza, los siglos de la Humanidad están oscurecidos -valga el dudoso retruécano- por las llamas de bibliotecas que arden: Alejandría, Constantinopla, Córdoba, Cluny, Heidelberg, Zaragoza, Estrasburgo. Uno conocía todo eso por las lecturas, por la historia. Muchas veces había imaginado a los soldados con antorchas, las llamas iluminando los estantes, las piras de libros ardiendo. Pero jamás, hasta Sarajevo, pude imaginar qué impotencia, qué desolación puede sentir un ser humano ante el espectáculo de la destrucción de la memoria de su raza. Destrucción siempre absurda, infame. Irracional. Tengo la imagen grabada, imborrable. Esta vez no fueron soldados con antorchas, sino modernos prodigios de la tecnología. Artefactos diseñados por ingenieros competentes, de esos que tras delinear planos y bocetos se van a casa donde les espera su Maripuri con la cena, satisfechos por haberse ganado el jornal. Aquella noche, en Sarajevo, los cañones no apuntaban a la carne humana sino a la materia que conforma su alma y su inteligencia. Ya durante la anterior campaña de Croacia -¿recuerdan una ciudad llamada Bukovar?-pude comprobar que en el conflicto de los Balcanes las primeras bombas serbias siempre eran para la iglesia, los archivos, el museo de turno. Y Sarajevo no podía ser la excepción.

Manual de instrucciones de uso: primero, desde las colinas cercanas, cañonéense los tejados de la biblioteca. Mejor si es un edificio magnífico, triangular, con atrio en forma de octógono rodeado de columnas de mármol. Después, mientras el fuego prende en los cientos de miles de libros, en las colecciones enteras de publicaciones, manuscritos y ediciones únicas, dispárese con morteros y francotiradores contra los equipos de rescate. Después déjese quemar en su propio fuego hasta que todo arda. Como ven, está tirado de puro fácil. Al alcance de cualquier hijo de puta.

Equipos de rescate. Eso suena organizado, eficiente. En realidad eran los vecinos del viejo Sarajevo, los infelices muertos de hambre, flacos y agotados, que salían de sus casas, desafiando el fuego, intentando salvar los restos de su biblioteca… Corrían bajo las balas y las bombas, entrando en el edificio y saliendo con manuscritos y libros en brazos. Los filmamos llorando sobre páginas hechas cenizas, inútiles y patéticos en su esfuerzo. No había agua con que apagar las llamas. Y todo ardió hasta los cimientos. Como ardió también el Instituto Oriental, con mil años de trabajo caligráfico reunidos desde Samarcanda hasta Córdoba, desde El Cairo hasta Sarajevo. Ediciones únicas de incalculable valor. El esfuerzo, la vida de miles de hombres que dejaron en ellos sus pestañas, su inteligencia, sus sueños. Todo fue borrado en una sola noche, y ya no existe. Ya nadie podrá volver a leerlo nunca. Jamás.

Déjenme contarles un secreto. Cuando un libro arde, cuando un libro es destruido, cuando un libro muere, hay algo de nosotros mismos que se mutila irremediablemente, siendo sustituido por una laguna oscura, por una mancha de sombra que acrecienta la noche que, desde hace siglos, el hombre se esfuerza por mantener a raya. Cuando un libro arde mueren todas las vidas que lo hicieron posible, todas las vidas en él contenidas y todas las vidas a las que ese libro hubiera podido dar, en el futuro, calor y conocimientos, inteligencia, goce y esperanza. Destruir un libro es, literalmente, asesinar el alma del hombre. Lo que a veces es incluso más grave, más ruin, que asesinar el cuerpo.

Hay homicidios conscientes, voluntarios, ejecutados con plena conciencia. Crímenes que pueden resultar, tal vez, explicables o discutibles en un momento de pasión, de ignorancia, de ira, de patriotismo, de odio, de celos, de utopía. Pero rara vez la muerte de un libro, la destrucción de una biblioteca, puede beneficiarse de atenuante o explicación alguna. Por el contrario, éste suele ser un acto voluntario, consciente y cruel, cargado de simbolismo y maldad. Ningún asesinato de libros es casual. Ningún asesino de libros es inocente.

El Semanal, 04 Julio 1993

Un héroe de nuestro tiempo

El término técnico es hacker: algo intraducible al castellano, pero a él le trae sin cuidado que se traduzca o no. Tiene dieciséis años y lleva fatal los estudios, aunque no es un chico conflictivo. No lo es, al menos, en el sentido convencional. Resulta tranquilo y retraído, casi tímido con su aire absorto, distante. Lejos de ser un prodigio de simpatía, se relaciona poco, no sale con amigos ni con chicas y pasa la mayor parte de su tiempo libre encerrado en su habitación: un televisor portátil, cajas de disquetes, libros, herramientas y manuales de informática. Presidiendo el panorama, un ordenador PC de esos muy potentes, con modem telefónico e impresora. Según cuenta su preocupado padre, desde que le regalaron su primer PC hace cuatro años ahorra como un avaro para modernizar el equipo, que completa con los últimos avances técnicos. Su sueño ahora es un 486. Ignoro por completo qué diablos es semejante artilugio, y su padre lo ignora también. Pero por la expresión que el chico pone al referirse a él, su forma de entornar los ojos y esbozar una media sonrisa, de esas que no llegan a definirse del todo, íntimas y frías, eso del 486 tiene que ser la leche.

Duerme poco, cuatro o cinco horas al día, nutriéndose durante sus largas veladas nocturnas de coca-cola y aspirinas. Cuando baja la escalera y se relaciona con el resto de su familia lo hace entre nieblas, como desde el interior de una nube. Al filo de la madrugada, cuando los otros duermen, él teclea inclinado en el tablero de su ordenador, en silencio, viajando a través de la línea telefónica conectada a éste. Se mueve como Pedro por su casa entrando en las centrales de teléfonos, a través de las líneas internacionales por las que se introduce de modo subrepticio, pirata, falseando impulsos para que le salgan las llamadas gratis, rebotándolas de Madrid a Barcelona, de México a Buenos Aires por Londres, vía satélite. Por la inmensa tela de araña que constituyen los sistemas informáticos entrelazados a las redes de comunicaciones internacionales, ese chico de dieciséis años viaja con una audacia increíble, que nadie que conozca la pinta que tiene podría imaginarle nunca.

Deberían observarlo. Con la certera frialdad de un experto se infiltra en los sistemas de las empresas, de los bancos, curiosea los ficheros informáticos, hace saltar claves de seguridad, penetra en áreas restringidas, echa una ojeada a las agendas privadas de los altos ejecutivos o comprueba las cuentas y las tarjetas de crédito de los clientes en las entidades bancarias. Todo eso lo hace por puro placer, por la emoción del juego. Por rizar el rizo, desafiándose a sí mismo en un más difícil todavía. Podría manipular esas cuentas en su beneficio, infiltrar virus informáticos que paralicen los sistemas o destruyan archivos. Pero a él -quizá sea demasiado joven- sólo le interesa mirar. Se limita a ser un turista fascinado, un pirata informático inofensivo y misántropo.

A veces, a esa hora de la madrugada cuando el silencio es absoluto, perfecto, se cruza en el curso de sus viajes con hermanos de culto, con camaradas lejanos que deambulan, como él, por los fríos caminos de las líneas telefónicas y las comunicaciones por satélite. Fantasmas que sólo se materializan bajo la forma de impulsos electrónicos, y con quienes su único contacto consiste en unas palabras escritas en la pantalla del ordenador, en breves diálogos, a menudo llenos de referencias técnicas. Mensajes que van y vienen entre Toledo, Ohio, y Sofía, Bulgaria. Entre Yakarta y Rotterdam, firmados Mad Hacker, o Viajero de la Noche, o Captain Crispis, del mismo modo que él firma los suyos Lonesome Hero: Héroe Solitario. Héroes de las sombras que cabalgan la soledad y descienden al abismo de la noche informática en busca de un sueño, de una confusa quimera hecha de bytes y de RAMS, recreando y recreándose a sí mismos con ese mundo virtual donde pueden instalarse en pocos segundos pulsando las teclas de un ordenador. Un mundo a su medida, que cabe en un teclado y una pantalla, y que al mismo tiempo extiende sus tentáculos por el planeta, incluso por el universo como una droga cósmica. Son adictos, yonquis de la informática y el ordenador.

Después, al alba, Lonesome Hero se frota los ojos enrojecidos, y tras beber el último sorbo de coca-cola apagará el ordenador con la presión del dedo índice. Y se irá a dormir sin franquear el umbral difuso del sueño real y del mundo soñado donde se mueve como a cámara lenta, amortiguados los sonidos del exterior. Extranjero de dieciséis años, ajeno a cuanto no sea esa leyenda tejida por él y para sí mismo, ese mundo hecho a medida, cierto y ficticio al mismo tiempo, donde es único dueño de su destino y donde vive la única aventura que le interesa, la única aventura posible en su edad y su tiempo. Pobre, triste y terrible héroe solitario. Y ya de día, cuando acuda a despertarlo para el colegio, su madre permanecerá inmóvil e inquieta unos segundos junto a la cama, con indefinible angustia, preguntándose en qué se equivocó; Observando el rostro de ese extraño al que ya no conseguirá reconocer jamás.

El Semanal, 11 Julio 1993

Sin moneda para Caronte

Me sorprendió la cara de estupor de mi amigo: desencajada, incrédula. Como si le estuvieran gastando una broma pesada.

-¿Muerto…? ¿Que P. ha muerto? ¡Eso es imposible!

Insistí en el asunto. No sólo es posible que la gente se muera, sino que ocurre con lamentable frecuencia y puntual seguridad a más o menos largo plazo. El común amigo acababa de fallecer de un infarto. Algo muy penoso, en efecto. Triste e inesperado. Pero en cuanto al hecho, al suceso concreto, resultaba real e inapelable.

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