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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Patente de corso (9 page)

Lo que me deja atónito es la cantidad de gente que permite que ocurran esas cosas y no reacciona. Los respetables líderes del ejercicio intelectual, por ejemplo, que tan agudamente explican y justifican. Los jueces que consideran el asunto poco importante para sus togas. Los cagamandurrias que salen por la radio, o por donde sea, diciendo que sí, que claro, que hay muchos tipos de cultura. Y los cómplices pasivos: quienes vemos a Manolo manejar el rotulador o el spray, y no se lo quitamos de las manos con buenas razones o con una buena estiba de palos, por miedo a que nos llamen entrometidos, intransigentes o violentos. Éste es el país del miedo a que te llamen algo. Como si fuera lo mismo confundir la velocidad con el tocino.

No se trata de que le pidan a uno el carnet de identidad cuando va a comprar un bote de pintura, ni de que la Benemérita aplique la ley de fugas a los virtuosos de la rotulación callejera y clandestina. Pero sí me encantaría, por ejemplo, tropezarme un día a Manolo con lejía y estropajo de alambre, dale que te pego a la fachada de El Escorial. Sentenciado a un mes de trabajos forzados en una imaginaria -y deseable- brigada de limpieza por haber sido sorprendido, in fraganti, en el acto de comunicar al mundo que acababa de honrar el lugar con su presencia.

El Semanal, 26 Diciembre 1993

1994
Carta a un imbécil

Querido imbécil: No llegarás a comerte las próximas uvas, porque de aquí a un año estarás muerto. Y cuando digo muerto quiero decir muerto de verdad, criando malvas para los restos. No palmarás, te lo comunico, de forma heroica, ni útil, ni siquiera natural. Habrás fallecido estúpidamente, a ciento ochenta y en un cambio de rasante, o una curva, justo cuando pongas para ti mismo cara de duro de película y des gas, intrépido, jaleado por música imaginaria o real, creyéndote el rey del mambo.

Lo peor del asunto, discúlpame, no será tu pellejo; que al fin y al cabo -salvo para ti mismo y algún familiar- no valdrá gran cosa al precio a que lo vas a vender. Lo malo es que te llevarás por delante, quizás, a gente que ningún interés tiene en acompañarte en el viaje: acompañantes incautos, la familia que vaya de vacaciones en el coche opuesto, el peatón, el camionero que trabaja para ganarse la vida. Sería más práctico y más limpio, ya puestos a eso, que acelerases hasta doscientos y te estamparas en bajorrelieve contra una pared, que es un gesto más íntimo y considerado. Pero sé que no lo harás así, porque en lo tuyo no hay voluntad de hacerte pupita. Cuando llegue será de forma imprevista, y aún tendrás tiempo de poner ojos de esto no me puede ocurrir a mí antes de romperte los cuernos y quedarte, como dicen los clásicos, mirando a Triana para los restos.

Llevo varios años viéndote pasar a mi lado por carreteras y autovías, abonado al carril izquierdo, dándome las luces para que te deje, en el acto, franco el paso. A veces te pegas a un palmo del parachoques trasero, confiando siempre, ante mi posible frenada, en la sólida mecánica de tu sangre fría. En la intrepidez de tu golpe de vista y en el valor helado, sereno, que tanta admiración despierta a tu alrededor y, en especial, en tí mismo. Guapo. Machote. Que eres un virtuoso.

Mira, voy a confiarte un secreto. Somos tan frágiles que te temblarían las manos si lo supieras. Todo cuanto tenemos, que parece tan sólido y tan valioso y tan definitivo, se va al carajo en un soplo, en un segundo, al menor descuido nuestro y al menor guiño del azar, la vida, la condición humana. Basta un insecto, un virus, un trocito de metal en forma de metralla o bala, una gota de agua o aceite sobre el asfalto, un estornudo, una cualquiera de esas bromas pesadas con las que el Universo se complace en pasar el rato, y tú y todo lo que tienes, y todo lo que representas, y todo lo que amas, y todo lo que fuiste, lo que eres y lo que podrías haber sido, se va al diablo y desaparece para siempre sin que vuelva nunca jamás.

Así nos iremos todos, claro. Pero unos se irán antes que otros. Y a ti, querido, te toca en 1994 la papeleta. Claro que a lo mejor me mato yo antes. O a lo mejor me matas tú. Pero yo sé que eso puede ocurrirme cualquier día, en cualquier sitio, porque mi condición es mortal. Mientras que a ti ni siquiera se te ha pasado por la cabeza. Lamento no poder comunicarte las circunstancias exactas en que efectuarás -afortunadamente- tu último adelantamiento. Ignoro si tu nombre quedará sepultado en las estadísticas de operaciones retorno, puentes o fines de semana, o si merecerás tratamiento individual, tal vez con foto de hierros retorcidos y pies asomando bajo una manta -siempre se pierde un zapato, recuerda, no uses calcetines blancos- en las páginas de un diario o, incluso, con suerte, en un informativo de la tele. Pero las circunstancias de tu óbito me traen al fresco. Como ya sabes que no suelo cortarme en esta página, diré que ni siquiera me importas tú. Hay quien afirma que toda vida humana es sagrada, y puede que sea cierto. Pero no resulta menos cierto que ya he visto desaparecer unas cuantas vidas, y que algunas me parecen menos sagradas que otras.

En cuanto a la tuya, y me refiero a tu vida personal e intransferible -salvo que creas en la reencarnación-, allá cada cual si quiere pagar tan caro el dudoso placer de cabalgar caballos de hojalata que devoran a su jinete. Y no vengas con eso del amor al riesgo y el vivir peligrosamente. Conozco a mucha gente que sabe perfectamente, de grado o por fuerza, lo que es riesgo y la vida peligrosa. Gente que sí merece que derramen lágrimas por ella cuando le pican el billete, en lugar de lamentar la desaparición de fulanos como tú; de tipos incapaces de valorar la vida que poseen y que por eso la malgastan. Qué sabrás tú del riesgo, capullo. Y de la muerte. Y de la vida. Que tengas buen viaje.

El Semanal, 02 Enero 2004

Conozco al asesino

Es rubio, con ojos claros, bien parecido. Tiene nueve años y es muy posible que su padre, un querido y viejo amigo, me retire el saludo después de leer esta página. La última vez que lo vi -al hijo- estaba arrodillado sobre la alfombra, con el mando de la videoconsola en la mano, pendiente de la pantalla del monitor como si le fuera la vida en ello. Y estoy seguro de que, para su percepción del mundo exterior, lo que le iba en ello era, sin duda, la vida.

Jugaba serio, concentrado, prieta la mandíbula, con un rictus de tensión acumulada que de vez en cuando liberaba con una inclinación de hombros, hacia adelante, coincidiendo con la pulsación de cada disparo. Me impresionó la seriedad, la concentración profunda con la que encaraba el juego. Pero sobre todo me impresionaron sus ojos. Tenían una expresión helada, fija; una determinación homicida que ni siquiera se alteraba cuando, en la pantalla del monitor, un enemigo saltaba en pedazos. Realizaba su labor de exterminio con sistemática aplicación, y ésta no parecía responder al placer de jugar, sino a un impulso interior, a una necesidad más oscura y profunda.

En la pantalla, siguiendo los mandatos electrónicos que el niño le enviaba, el trasunto virtual del pequeño luchador, una especie de Rambo cruzado con guerrero ninja, daba saltitos por un estrecho túnel lleno de trampas mortales, esquivaba barriles que rodaban hacia él, disparaba con un arma contra enemigos que brotaban de innumerables puertas, lanzaba patadas y golpes de kárate contra sus enemigos al compás de una música monótona y obsesiva, una especie de tirurirulí que se aceleraba en los momentos de peligro y bajo cuya cadencia el niño inclinaba más los hombros y disparaba con mayor celeridad, con letal eficacia.

Lo estuve mirando largo rato, fascinado por la situación. Recuerdo que en un aeropuerto, observando a una especie de energúmeno corpulento de cinco o seis años, pelo cortado a cepillo, cuello de toro y manos como pequeños jamones, que empujaba haciendo caer al suelo una y otra vez a un hermano algo más pequeño, me dije que algunos tiernos infantes ya anuncian, desde niños, la futura mala bestia que serán con el paso del tiempo. Pero si en el pequeño monstruo italiano -el aeropuerto era el de Roma- el anuncio era de simple, directa brutalidad, el caso del hijo de mi amigo y su videoconsola resultaba más inquietante. En su gesto obstinado, en el pulso firme con que pulverizaba cualquier obstáculo que se interpusiera en la pantalla, no había pasión, ni odio. Ni siquiera brutalidad. Apretaba el gatillo, los botones del mando, y mataba -eliminaba electrónicamente- con tan intensa concentración, que me pregunté si para él habría diferencia entre el mundo ficticio de la pantalla y el mundo real en que respiraba.

Se lo hice notar a mi amigo. «Tienes un exterminador nato», le dije. Respondió casi halagado, con una broma, y ambos seguimos observando al crío que continuaba su juego ajeno a nosotros y a cuanto le rodeaba. Pero al cabo de un instante vi que el padre encendía un cigarrillo y me miraba de soslayo, incómodo.

Me pregunté qué ocurriría si en ese instante pusieran un arma real en las manos del niño y le dijesen: «Adelante, continúa. Es sólo un juego». Ahora que la guerra se lleva a cabo por control remoto y medios electrónicos, si sentaran a niños ante pantallas de ordenador y los invitasen a disparar sobre tanques, aviones y hombres de verdad, es muy probable que los jovencísimos artilleros no fuesen capaces de notar la diferencia. Resulta extraño que en estos tiempos de eficacia y bajos costos, a nadie se le haya ocurrido todavía utilizar a niños para operar ordenadores en la guerra real, pues su capacidad de reflejos y de aprendizaje los hace superiores a los adultos en el manejo de este tipo de armas. Aunque todo llegará, sin duda. Por muy estremecedor que sea, todo llega.

Reflexionaba sobre eso cuando de pronto, en la pantalla del monitor, el pequeño Rambo mezclado de ninja cometió un error, o quizá lo cometió el niño que manejaba los mandos de la videoconsola. El caso es que el héroe electrónico fue pulverizado a su vez, y el tirurirulí de la música se transformó en una melodía fúnebre. Entonces el niño crispó las manos sobre el mando y lo arrojó al suelo, sobre la alfombra, mientras sus ojos inexpresivos, claros y fríos se levantaban hacia su padre y hacia mí, como si buscaran un responsable.

Y yo pensé: hoy he visto a un asesino.

El Semanal, 09 Enero 1994

Los nuevos padrinos

He de confesar que me caían bien. Al principio llegué a atribuirles una especie de halo romántico, ya saben, hombres intrépidos al margen de la ley, burlando las tasas fiscales y la legislación establecida. Algunos de ellos se convirtieron en amigos míos, y era emocionante salir a cazarlos en noches sin luna con las turbolanchas o el helicóptero del Servicio de Vigilancia Aduanera por la bahía de Algeciras o las rías gallegas, conociendo, a menudo, los rostros y la vida de quienes pilotaban las pequeñas planeadoras que nos cegaban con el aguaje de su estela a cuarenta nudos sobre el mar.

Resultaba imposible evitar cierta retorcida admiración por su imagen de proscritos, o su valor. Eran como los herederos de aquella casta de hombres morenos de sol y mar, los contrabandistas de coplas y leyenda. Me hacía gracia su forma de vida, sus peculiares relaciones y el mutuo respeto que se detectaba entre ellos y sus adversarios de la Benemérita y de las lanchas fiscales. A fin de cuentas se trataba de matar el paro y el hambre dándoles una dentellada a los impuestos del Estado, que en sitios dejados de la mano de Dios no adopta la imagen de padre, sino de enemigo. Después de todo, se trataba de tabaco.

Pero de aquello hace diez años, y los tiempos han cambiado. Donde cabía una caja de rubio americano, cupieron muchos kilos de hachís y ahora cabe una fortuna en cocaína. Algunos, los más avispados o con menos escrúpulos, lo descubrieron pronto. Poco a poco todo se hizo más turbio, más sucio. Ya no eran familias que se buscaban la vida, sino traficantes en busca de amasar una fortuna. Ni siquiera daban ellos la cara, sino jóvenes mercenarios sin nada que perder y todo por ganar.

En las rías gallegas, el silencio de los bares se hizo hostil. En el campo de Gibraltar dejó de sonar la guitarra de la copla, y los viejos contrabandistas se bebieron el último carajillo con los viejos guardias civiles que los habían combatido y comprendido a un tiempo. Y llegó una nueva generación, y empezaron a circular los Porsches y los Mercedes con alerón deportivo y cristales tintados, y a los pueblos que habían vivido del contrabando con dignidad empezó a pudrírseles el alma.

Ahora, a pesar de las Nécoras y los Bogavantes, son ellos quienes mandan, o están en camino de serlo. Ahora son ellos quienes reparten dinero, dispensan favores, se ganan las voluntades y, poco a poco, tejen la tela de araña de los servicios mutuos y la interdependencia que es la madre de todas las mafias que en el mundo han sido. Ahora son ellos quienes compran las mejores casas, quienes blanquean el dinero en negocios de fachada respetable, quienes mandan a sus hijos a los mejores colegios para que de mayores sean abogados economistas, conozcan todos los trucos del oficio, y sigan imponiendo, a base de tener a sueldo a la escoria de la navaja y la paliza fácil, su ley ante la impotencia o la pasividad cobarde, interesada o cómplice, de no pocas fuerzas vivas locales.

Porque eso de las fuerzas vivas tiene su tela. Molestaban al principio sus aires de analfabetos ascendidos a nuevos ricos, sus mujeres de chándal, tacones y joyas caras, que iban a la compra del supermercado con el Bemeuve nuevo de trinca y sus Vanesas y Jonatanes cayéndoseles los mocos. Que si dónde vamos a parar, se decían de tienda a tienda. Quién ha visto a esta chusma y quién la ve, apedreando a los guardias y sin ningún respeto a la autoridad ni a la decencia. Y con esos aires que se dan en la peluquería, ellas que no saben ni deletrear el Diez Minutos.

Pero después llegó la crisis, y resulta que los clientes que tenían viruta de verdad, al contado, eran ellos. Y de pronto todo fueron pase usted por aquí, y sonrisas de directores de sucursal bancaria, y palmaditas en la espalda, y los gremios de comerciantes locales mirando para otro lado y poniendo el cazo. Y los vendedores de coches y de fuerabordas doblando el espinazo como si acabaran de ponerles bisagras en el lomo. Y ciertos prohombres y padres de la patria locales, por eso del paro, y los votos, haciendo la vista gorda y dando cuartelillo, y denunciando las pérfidas campañas de prensa contra la pacífica comunidad local, e insinuándoles a los delegados del Gobierno y a la Guardia Civil que, bueno, que vive y deja vivir. Que donde se mueve dinero, la economía funciona y mejor no meneallo.

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