Y es así como mi amigo retornó al hogar; a unos hijos para los que era un extraño, a una ciudad desconocida, a la soledad de veinte años de desarraigo, y a una oscura mesa de despacho donde los jóvenes espías lo miraban, ingenuos ellos, como se mira a una leyenda; y los viejos supervivientes -los que tuvieron tiempo y ocasiones para agarrarse bien y decirle al jefe muy bueno lo suyo, qué bonita corbata lleva hoy, general-, todos esos, digo, lo observaban de reojo, molestos con la presencia de aquel fulano que hablaba idiomas, leía en los diarios algo más que las páginas deportivas, se había jugado la vida y también había levantado señoras estupendas. Y ahora estaba allí, callado, en su inútil mesa del rincón, recordándoles con su presencia que ser espía fue una vez algo más que fabricarle dossieres a Narcis Serra para que éste y su baranda pudieran chantajear a España.
Y un día, hace como unos seis meses, mi amigo el espía los mandó a todos a mamarla a Parla. Después fue a un armario y allí, entre bolas de naftalina, estaba su viejo uniforme, lleno de medallas que nunca pudo lucir, y al que entre tanto le habían salido las estrellas de teniente coronel. Y dijo, bueno, hay que saber irse. Y pidió el reingreso en la cosa normal de la milicia, o sea, volvió al caqui discretamente, sin armar ruido, dispuesto a ser un soldado honrado como toda su vida fue un espía honrado. Y allí anda, en su nueva existencia, tras algún tiempo con su teléfono y el de sus amigos pinchado por si también se le ocurría largar. -idiotas, él no es de esos-, rumiando nostalgias mientras sigue por los periódicos todo el pifostio de su ex jefe, y los ajustes de cuentas y todo lo demás. Y de vez en cuando nos vamos a tomar una copa, recordando viejos tiempos. Y él comenta: hay que ver. Veinte años espiando como Dios manda para mandarles informes a vida o muerte: que si el narcoterrorismo o que si la amenaza integrista. Y resulta que, a éstos, lo que de verdad los ponía cachondos era el color de la lencería de Nati Abascal, o si el Rey prefiere las Hondas a las Yamahas. Cómo lo ves.
Mi amigo el ex espía se llama Charlie. Y le dedico esta página, por segunda vez, porque es de justicia no mezclar las churras con las merinas. O sea.
El Semanal, 20 Agosto 1995
Esta semana me toca hacer de Celestino, pero B. tiene dieciséis años, es un lector y por tanto es un amigo. El caso es que su profesora de inglés, me cuenta B. en la carta, tiene treinta años, es morena y está tremenda. Y vive enamorado de ella como un becerro, hasta el punto de que, la última vez que la profesora lo llamó a su despacho para echarle un chorreo porque anda fatal en la anglosajona parla, él ni siquiera oyó la bronca porque no hacía más que mirarle los labios, que los tiene -asegura- como las cerezas picotas. Cuando me escribió, hace casi cuatro meses, B. estaba seguro de que iba a catear la asignatura. «Cosa que no me importa -matizaba- porque así al año que viene volveré a verla». El caso es que me pedía ayuda, porque, apuntaba: «Los hombres tenemos que ayudarnos. Yo no sé qué pensará usted de las mujeres, pero yo creo que nos tienen cogidos por los huevos (sic), y que si entre nosotros no nos echamos una mano, ya me contará».
Ante tan demoledor argumento, el arriba firmante -que una vez tuvo dieciséis años y, en su caso, una profesora de Griego que también lo llevaba por la calle de la amargura- no puede hacer otra cosa que ponerse a disposición del joven corresponsal con armas y bagajes. Vaya por delante que estas cosas casi nunca resultan; pero no se sabe. Además, como apunta B. en su misiva, una vez, después de echarle la bronca por vago y por inútil, ella le dijo que cuando sonríe está muy guapo. Y B., que salió flotando del despacho, sostiene con cierta lógica que si yo escribo este artículo él sonreirá más y ella lo verá más guapo aún. Además, en septiembre -fíjense cómo afina a medio plazo, el tío- «estaré más moreno, y seguro que hasta crezco un poco, así que le pareceré mayor».
Así que aquí me tienen, en septiembre, cumpliendo de hombre a hombre, y dispuesto a decirle a la profesora que, bueno, pues eso, lo que B. quiere que le diga. Que la diferencia de edad en la cosa del hola que tal es una milonga, y que a fin de cuentas vamos a vivir cuatro días. Y que en el juramento hipocrático, o presocrático, como se llame el que hagan los profesores, estará, supongo -supone B.- el de enseñar al que no sabe. Y a él hay cantidad de cosas que le gustaría aprender. Como, por ejemplo, de qué color se le ponen a ella los ojos con poca luz. O cómo suena su voz cuando habla en un susurro. O a qué saben las cerezas picotas que tiene en la boca y que a B. -y por el entusiasmo casi contagioso de su carta, a este paso, hasta a mí mismo- le gustaría comerse despacito.
Eso es lo que hay, B., colega. Y yo he cumplido, como ves; y ya no me queda sino desearte suerte, buen viento y buena caza. De todas formas, de ti para mí, tampoco te vayas a hacer muchas ilusiones sobre el efecto que esta página que tú y yo llevamos hoy a medias pueda hacer en su ánimo. Las profesoras, cuando como la tuya son treintañeras jóvenes y guapísimas, suelen tener bicho. Quiero decir novio, amigo o marido. Y cuando no, pues resultan menos receptivas a la sonrisa de un alumno que al maduro aplomo de un jefe de estudios cuarentón o a los armónicos dorsales de un profesor de Gimnasia (la mía de Griego, lo que es la vida, se casó con el de Gimnasia; y los once que estábamos en su grupo de Letras estuvimos una semana borrachos de desesperación y de vino de Jumilla, hechos polvo, tirados por todos los bares de Cartagena, buscando una espada amiga que nos diera piadosa muerte a los once).
En fin. Tú dale caña, compadre. Dásela dentro de un orden. Lo bueno que tienen tus dieciséis tacos es que en ese tipo de cosas puedes equivocarte o meter la pata ochocientas mil veces y no pasa nada. A fin de cuentas, lo peor en la vida no es decir: «aquella vez hice el panoli», sino: «si yo me hubiera atrevido». Así que haz el panoli, atrévete a decírselo -hoy o te lo he desgraciado o te lo he puesto a punto, colega- y que luego salga el sol por Antequera. Pero no dejes que ese pedazo de mujer se te escape viva por cortao. Eso sí que no se lo perdona uno nunca. Porque a veces pasan, te lo juro, esas cosas. Una señora estupenda rodeada de musculitos y cuarentones apuestos y chulos de discoteca, y de pronto ves que llega un tiñalpa escuchimizado que le dice hola, buenas.
Y ella le mira el careto y piensa: anda tú. Este sonríe como sonreía mi papi.
Y se va con él, y viven una loca pasión de años. O de un par de horas, que dura menos, eso sí, pero también tiene su intríngulis.
Ah. Y a ver si estudias un poco más el inglés. Porque lo cortés no quita lo caliente. O viceversa.
El Semanal, 10 Septiembre 1995
La autovía es más aburrida que la doctora Quinn, de esas en las que no hay ni un maldito bar donde uno pueda pararse a beber café. Y la gasolinera parece la Estación Espacial Zetna o algo así, muy ultramoderna, con luces verdes y toda la parafernalia. Por supuesto, no hay gasolinero de turno, sino un fulano a lo lejos, tras una mampara de cristal blindado, y tú descuelgas la manguera y pegas un salto porque del techo ha salido una voz que te dice: «Ha elegido usted gasolina sin plomo». Miras a un lado, miras a otro, no ves a nadie, murmuras «me alegro» por si acaso, y llenas el depósito. Al terminar, la misma voz dice «Gracias por elegir gasolina sin plomo» y tú, un poco mosqueado, murmuras «de nada» mientras vas a pagar. De camino a la caja, pasas junto a un lorito metido en un artilugio expendedor de bolas de plástico para estafar a críos y papas incautos, a veinte duros la bola con chucherías dentro, y el loro te dice «Hola, soy Paco. ¿Quieres jugar conmigo?», con voz del Coche Fantástico. Respondes que no, gracias, y entregas tu tarjeta de crédito al fulano que lee el Penthouse al otro lado de la mampara.
A través del intercomunicador, la voz metálica del empleado te dice que no aceptan esa tarjeta y que si tienes otra u otras. Tú dices que sí, vuelves al coche, el loro -que parece un chapero en su esquina- vuelve a hacerte proposiciones indecentes tanto a la ida como a la vuelta, tú le das la tarjeta al del Penthouse, la pasa por la máquina, y de la máquina sale otra voz electrónica masculina que dice: «Tarjeta denegada» en tono conminatorio, de te vas a enterar cuánto vale un peine, como si tuviera un guardia civil enano escondido dentro igual que los aparatos esos de los Picapiedra. ¿Cómo que denegada, te preguntas, si El Semanal acaba de pagarte los cuatro Sangrefrías del mes? Ya que el asunto se debate entre la máquina y tú, el empleado se encoge de hombros, a lo suyo, atento a las tetas de Miss América 95. Lo convences de que se frote la banda magnética en la manga y lo intente de nuevo, y la voz del picolete electrónico dice ahora: «Tarjeta aceptada» como si en el fondo le fastidiara admitirlo. Suspiras aliviado, firmas el recibo ante la indiferencia del gasolinero, y como necesitas cambio para unas llamadas telefónicas vas a la máquina de chocolatinas y metes una moneda de quinientas.
Ahora es una voz femenina, seca y desabrida como la de un robot, la que te dice: «En este momento no disponemos de cambio».
Vuelves con el gasolinero. Le juras que tu madre agoniza en la UCI. Consigues cambio, vas al teléfono, y te ha descompuesto todo tanto que debes de haber marcado mal, porque otra voz de mujer, con muy mala leche enlatada, te dice: «El número marcado no existe», y no añade «imbécil» por un pelo, Tú cuelgas, respiras hondo y marcas de nuevo con mucho cuidado. Ahora es la V02 de una nueva señorita Rottenmeyer la que te dice: «Por sobrecarga, llame pasados unos minutos». Los minutos los empleas en darte una carrera hacia el centro de la explanada y maldecir en arameo de las gasolineras, la Telefónica y ¡a madre que las parió. Después, más desahogado, vuelves al teléfono y, bajo la atenta mirada del loro, que está esperando a que te descuides para insinuarse de nuevo, marcas otra vez el número.
La primera respuesta es: «Hola, no estoy. Deja tu mensaje al oír la señal». Contrariado, marcas el segundo número de tu lista, y ahora es una voz infantil la que te dice: «Mizpapaitoz no eztán en cazita… Deja tu nombre y tu menzajito cuando oigaz la zeñalita». Cuelgas el auricular, das un par de vueltas alrededor del poste de gasolina más cercano, golpeas once veces la frente contra el canto de la puerta -«Soy Paco», insiste el loro mientras tanto- y apelando a toda tu sangre fría marcas otro teléfono. «El número marcado no existe», te informa la misma tipa de antes, pero esta vez andas bien de reflejos y te da tiempo a decirle: «Tú eres la que no existe, cacho zorra», antes de que la voz electrónica se despida con un chasquido. Como sólo te queda para una última llamada, marcas el número de Javier Marías para preguntarle si esta semana piensa escribir algo al respecto, para no coincidir, y la voz enlatada de tu vecino de página informa: "Éste es un mensaje que responde inicialmente a su demanda. Deje el suyo al oír la señal o calle para siempre».
Llevas media hora discutiendo con todo cristo, y aún no has conseguido hablar con nadie. Así que te vas camino del coche, dispuesto a suicidarte poniendo la cinta de El vals de los locos de Nacho Cano -es mano de santo- hasta que la muerte se apiade de ti. Al pasarle por delante, el loro vuelve a poner en tu conocimiento que se llama Paco.
El Semanal, 01 Octubre 1995
Cada vez que el trabajo o lo que sea me llevan a Bruselas, el arriba firmante aprovecha para darse una vuelta por el cercano campo de batalla de Waterloo, donde los días 16, 17 y 18 de junio de 1815 un soldado de diecisiete años llamado Jean Gall, que luego sería abuelo de mi bisabuela, combatió contra ingleses y prusianos. Los belgas han tenido el buen gusto de conservar intacto el campo de batalla donde él y 300.000 hombres más se acuchillaron concienzudamente, de modo que hoy es posible visitarlo con un libro de Historia en la mano, paso a paso. Así, cada vez, puedo acompañar al fantasma del abuelo desde Hougoumont al asalto de las alturas de la Haie Sainte, y seguirlo después en su terrible retirada por la misma carretera de Quatre Bras y Charlcroi, perseguido por la caballería inglesa y los húsares prusianos que, exasperados por la carnicería, negaban cuartel y no hacían prisioneros. A veces llueve, y camino con el abuelo bajo la lluvia, empapado como él, pasando junto al monumento del águila herida donde, ya al anochecer, la Vieja Guardia formó el último cuadro.
Con frecuencia, visitando el museo y las placas conmemorativas repartidas por el campo de batalla, encuentro grupos de colegiales franceses, belgas, alemanes e ingleses, a quienes sus profesores explican, sobre el terreno, las circunstancias de la última batalla del Emperador. Y no es el único lugar. En Normandía, Poitiers, Solferino, Crecy, Verdun, las Termopilas y muchos otros sitios marcados en los atlas históricos, he visto grupos de estudiantes cuya formación y planes de estudio incluyen, también, este tipo de visitas.
En todos los países, salvo en España. Resulta curioso que un lugar cuya geografía cuenta con nombres como Calatañazor, Sagrajas, las Navas de Tolosa, Belchite, El Jarama, los Arapites o el cabo Trafalgar, apenas conserve referencias locales de esos acontecimientos. Uno pasa por los desfiladeros a cuyos pies se abre Bailen, por ejemplo, y no encuentra constancia de que, en ese mismo lugar, veinte mil soldados imperiales muertos de sed y acosados por partidas de guerrilleros se rindieran a las tropas españolas cuando Napoleón era amo de Europa, Quizá se deba al pseudopatriótico uso que de tales asuntos se ha hecho siempre aquí para tapar los agujeros de la alfombra; pero lo cierto es que España parece avergonzarse de sus campos de batalla. Como si nos dieran mala conciencia, o nos importase un bledo que miles de seres humanos mataran o se hicieran matar sobre ese suelo.
Y creo que es un error, porque un campo de batalla no resulta malo ni bueno. Sólo es el lugar donde rodaron los dados que utiliza la Historia. Un campo de batalla es la barbarie y la sangre y la locura; pero también la abnegación, el coraje y todo aquello de que es capaz el contradictorio corazón humano. Si olvidamos la demagogia patriotera y ultranacionalista que manipula hasta la sangre honrada de los muertos, y también la otra demagogia estúpida que se niega a aceptar los ángulos de sombra que existen en la Historia y en la condición del hombre, un campo de batalla puede convertirse en una extraordinaria escuela de lucidez, de solidaridad, y de tolerancia.