Authors: Christopher Moore
Me pregunto cómo lo hará. Más le vale que sea indoloro o lo primero en mi lista de cosas pendientes como no muerta será darle una tunda de hostias a mi hermanita.
Katusumi Okata llevaba cuarenta años viviendo entre los gaijin. Un vendedor de arte norteamericano que recorría Hokkaido buscando grabados japoneses del periodo Edo llegó al taller del padre de Katusumi, vio su trabajo y se ofreció a llevarlo a San Francisco para hacer grabados para su galería de la calle Jackson. Desde entonces había vivido en ese mismo apartamento de la planta baja. Una vez tuvo una esposa, Yuriko, pero la mataron delante de él en plena calle, cuando él contaba veintitrés años, así que ahora vivía solo.
El apartamento tenía el suelo de cemento cubierto por dos grandes esteras, un banco de trabajo con sus herramientas para imprimir, una cocina con dos quemadores, una tetera eléctrica, sus espadas, un futón, tres mudas de ropa, un fonógrafo viejo y, ahora, una mujer blanca quemada. No combinaba con nada, por mucho que la cambiara de postura.
Pensó en hacer una serie de grabados de ella, haciendo que su forma esquelética y ennegrecida posara por el apartamento como un espectro demoníaco salido de una pesadilla shinto, pero no encontraba la composición adecuada. Se acercó a Chinatown y compró un ramo de tulipanes rojos que puso en el futón, a su lado, pero la imagen seguía sin funcionarle pese al nuevo elemento de diseño y el añadido de color. Y ella hacía que el futón oliera a pelo quemado.
Okata no estaba acostumbrado a tener compañía, y no estaba seguro de cómo llevar su parte de la conversación. En una ocasión había hecho amistad con dos ratas que entraron por un agujero de la pared de ladrillos. Les había hablado y alimentado a condición de que no llevaran más amigas, pero no le hicieron caso y se vio obligado a tapar el agujero con mortero. Supuso que no hablaban japonés.
Pero, para ser justos, tampoco ella llevaba muy bien su parte de la conversación, allí tumbada, como un cadáver encontrado en una ciénaga y empapado en creosota, con la boca abierta como en un grito agónico. Él se sentaba en un taburete junto al futón, con un cuaderno y un lápiz, y la dibujaba para hacer un grabado de ella. Cuando la vio en la calle, había admirado la capa de rizos rojos que flotaba tras ella, y lamentaba que el sol le hubiera quemado todo el pelo menos algunos mechones sueltos. Una pena. Igual podía añadirle de todos modos los rizos rojos. Hacer que se enroscaran alrededor de su rictus ennegrecido, como una de las olas de Hokusai.
Sabía lo que era ella, claro. Aún se estaba curando de su encuentro con los gatos vampiro, y no había necesitado esbozar mucho para adivinar el resto, y menos con sus colmillos apuntando prominentes al techo, demasiado largos y afilados para pertenecer a una blanca quemada normal. Había llenado tres páginas de bocetos, experimentando con el ángulo y la composición, pero a la cuarta se sintió invadido por una tristeza de la que no pudo deshacerse con el impulso creador de hacer un dibujo.
Katusumi cogió su espada corta wakizashi de su sitio en la mesa de trabajo, la desenvainó y se arrodilló junto al futón. Hizo una profunda reverencia, puso la punta de la espada en la yema de su pulgar derecho y cortó. Mantuvo el pulgar sobre la boca abierta de ella y la sangre oscura goteó sobre sus labios y dientes.
¿Sería como los gatos? ¿Salvaje? ¿Un monstruo? Su mano derecha no soltó la afilada wakizashi por si lo que despertaba era un demonio. Pero de haber podido resucitar a su amada Yuriko, incluso como un demonio, ¿acaso no lo habría hecho? ¿Acaso todos los años pasados, entrenándose en kendo, dibujando, tallando, meditando, paseando sin miedo, solo, no habían sido para eso? ¿Para mantener viva a Yuriko? ¿Para no vivir sin ella?
Cuando la chica quemada se estremeció con una brusca, ronca, inhalación de aire, de sus costillas se desprendieron cenizas que mancharon el futón amarillo y el agua empezó a fluir por los ojos del espadachín.
Rivera y Cavuto
Marvin, el perro de cadáveres, los llevó a la región del vino. Allí encontraron a Holgazán y a Lázaro, los perros del Emperador, protegiendo un contenedor en un callejón tras un edificio abandonado. Marvin tocó el contenedor con la pata e intentó mantenerse firme en su tarea mientras el terrier de Boston le olfateaba el aparato y el golden retriever miraba a otro lado un poco avergonzado.
Nick Cavuto sujetaba la tapa, dispuesto a levantarla.
—Igual deberíamos llamar al chico Wong por si tiene listas las cazadoras solares, y abrirlo luego.
—Es de día —dijo Rivera—. Aunque hubiera, eh, criaturas dentro, estarían inmóviles. —Seguía teniendo dificultades para decir en voz alta la palabra «vampiros»—. Marvin dice que aquí hay un cadáver, tenemos que mirar.
Cavuto se encogió de hombros, alzó la tapa del contenedor y se preparó para recibir una vaharada de peste a carne podrida, pero no la hubo.
—Vacío.
Holgazán ladró. Marvin tocó con la pata el costado del contenedor. Lázaro resopló, lo que en perro era: «Anda, mira detrás».
Rivera miró dentro. No había nada aparte de un par de botellas de vino rotas y el arroz de un plato combinado de tacos, pero Marvin seguía tocando el contenedor, que era la señal que le habían enseñado a hacer cuando encontraba un cadáver.
—Igual deberíamos darle una galleta a Marvin a ver si eso lo resetea o algo —dijo Rivera.
—No hay cadáver, no hay galleta, es la regla —dijo Cavuto—. Tenemos que vivir con ella.
Ante la mención de la galleta tanto Holgazán como Marvin dejaron lo que estaban haciendo, se sentaron, se pusieron muy serios y contritos y le dirigieron a Rivera una mirada de «Necesito y me merezco hondamente una galleta». Frustrado ante la manera en que sus cohortes se dejaban prostituir por una galleta, Lázaro fue hasta el lateral del contenedor y empezó a arañar el espacio que lo separaba de la pared, y luego intentó meter el hocico tras él.
Cavuto se encogió de hombros, se puso unos guantes de mecánico ajustados que sacó del bolsillo de la chaqueta y apartó los bloques de cemento de las ruedas del contenedor. Rivera miró horrorizado al darse cuenta de que probablemente iba a mancharse su caro traje italiano con porquería de contenedor o algo peor.
—Reponte, Rivera —dijo Cavuto—, que tenemos un trabajo policial por hacer.
—¿No podríamos llamar a los de uniforme para que lo hagan ellos? Que somos detectives.
Cavuto se incorporó y miró a su compañero.
—¿Tú te crees de verdad esas películas en las que James Bond mata a treinta tíos en un combate cuerpo a cuerpo, vuela la guarida secreta, le prenden fuego y después escapa bajo el agua sin que se le arrugue el esmoquin?
—Es que esos no se compran en las tiendas —dijo Rivera—. Son de tela de alta tecnología.
—Anda, échame una mano con esto, ¿quieres?
Una vez estuvo el contenedor en medio del callejón, los tres perros se amontonaron ante la ventana tapada, Marvin arañando con su muy entrenado gesto de «Aquí hay un muerto, dame una galleta», Holgazán ladrando como si anunciara rebajas en Casa Ladridos y debiera ir todo el mundo, y Lázaro emitiendo un triste y largo aullido.
—Debe de estar ahí dentro —dijo Cavuto.
—¿Tú crees? —dijo Rivera.
Cavuto consiguió meter los dedos entre el contrachapado y la ventana y tirar. Antes de que pudiera dejarla a un lado, Holgazán ya había saltado por la ventana desapareciendo en la oscuridad. Lázaro arañó el antepecho y saltó tras su compañero. Marvin, el perro de cadáveres, retrocedió, ladró dos veces y apartó la cabeza, lo cual se traducía como «No, yo estoy bien aquí, bajad vosotros, y dadme mi galleta. Yo estaré aquí, vaya, mira esto, estas pelotas necesitan cuidados de mi lengua. No, no pasa nada, seguid sin mí».
Marvin tenía un olfato que podía distinguir tantos olores como el ojo humano colores, alrededor de dieciséis millones de olores diferentes. Desgraciadamente, su cerebro canino tenía un vocabulario mucho más limitado para nombrar esos olores, y procesaba lo que olía como: gatos muertos, muchos, humanos muertos, muchos, ratas muertas, muchas, caca y pis, muchos olores, ninguno reciente, y hombre viejo que necesita ducharse. Ninguno de ellos le habría importado. El olor que no podía clasificar, para el que no tenía una respuesta y que lo había detenido en la ventana, era uno nuevo: muerto, pero no muerto. No muerto. Le daba miedo, y el lamerse las pelotas lo tranquilizaba y alejaba de su mente la galleta que le debían.
Rivera paseó la linterna por la habitación. El sótano parecía vacío aparte de los montones de escombros y la espesa capa de polvo y cenizas del suelo estampada con las huellas de un centenar de gatos. Podía ver a Holgazán y Lázaro moverse en el borde de la luz de la linterna. Arañaban una puerta metálica.
—Necesitamos coger la palanca del coche —dijo Rivera.
—¿Te vas a meter ahí? —preguntó Cavuto—. ¿Con ese traje?
Rivera asintió.
—Ahí hay algo, y uno de los dos tiene que hacerlo.
—Eres un puto héroe, Rivera, eso es lo que eres. Un verdadero héroe vestido con una mezcla de seda y lana de estambre teñida.
—Sí, eso y que tú no pasas por esta ventana.
—Sí que paso.
Cinco minutos después, los dos estaban de pie en medio del sótano, paseando por el polvo el haz de sus linternas Surefire como si sostuvieran silenciosos sables láser. Rivera se adelantó hasta la puerta de acero que los perros atacaban como si alguien hubiera atado un zorro a ella.
—¡Queréis callaros! —exclamó Rivera, y, para su gran sorpresa, Holgazán y Lázaro se callaron y se sentaron.
Rivera miró a su compañero.
—Eso ha sido espeluznante.
—Sí, y da gracias a Willie Mays de que sea lo único espeluznante de este sitio.
Cavuto era un fan profundamente religioso de los Giants de San Francisco y hacía una genuflexión cada vez que pasaba delante de la estatua de Willie Mays que había ante el estadio de béisbol.
—Bien visto —dijo Rivera. Intentó abrir la puerta, pero esta no se movió, aunque el arco trazado en el polvo y la ceniza indicaban que se había abierto recientemente—. Palanca —dijo, alargando la mano hacia atrás.
Cavuto le pasó la palanca al tiempo que sacaba su arma de la cartuchera del hombro, una automática Desert Eagle de calibre 50 ridículamente grande.
—¿Desde cuándo vuelves a llevar esa cosa?
—Desde que dijiste en voz alta la palabra que empieza por uve en el Sagrado Corazón.
—No los detendrá y lo sabes.
—Me siento mejor con ella. ¿Quieres sostenerla mientras yo abro la puerta?
—Si hay… uno de ellos ahí dentro, estará dormido o como se diga. Es de día. No pueden atacar.
—Sí, bueno, por si acaso no se han enterado.
—Ya lo hago yo.
Rivera encajó la palanca en la jamba de la puerta y arrojó su peso contra ella. Al tercer empujón, algo se rompió y la puerta se abrió unos dos centímetros. Holgazán y Lázaro se pusieron en pie al instante, metiendo el hocico por la abertura. Rivera miró a Cavuto, que asintió, y procedió a abrir la puerta del todo y apartarse.
Un montón de estantes y de basura bloqueaba la entrada, pero Holgazán y Lázaro se las arreglaron para abrirse paso a través de ella y entrar en la habitación, ladrando de forma frenética y desesperada. Rivera pasó la linterna por un hueco entre la basura y su haz iluminó el pequeño almacén pasando sobre barriles, estantes y montones de ropa polvorienta.
—Está despejado —dijo.
Cavuto se unió a él en el umbral.
—Y un huevo está despejado.
El enorme policía se abrió paso atravesando a patadas la barricada, sosteniendo en alto la linterna con una mano y apuntando con la Desert Eagle a una hilera de barriles a la derecha de la habitación, donde Holgazán y Lázaro estaban teniendo una crisis canina de grado huracán.
Rivera siguió a su compañero y se acercó a los barriles mientras su compañero lo cubría. Por encima de los ladridos oyó un débil golpeteo metálico proveniente de uno de los barriles. El barril estaba boca abajo y había contenido algo sólido; la etiqueta decía algo sobre mineral para filtrar el agua. Estaba boca abajo sobre su tapa, que estaba mal puesta.
—Aquí hay algo.
—Tápate los oídos —dijo Cavuto, amartillando la Desert Eagle y apuntando al centro del barril.
—¿Estás pedo? No puedes disparar esa cosa aquí.
—No es lo mismo «no se puede» que «no se debe». Probablemente no debería disparar.
—Cúbreme, voy a volcarlo.
Antes de que Cavuto pudiera contestar, Rivera agarró el barril por el borde y lo empujó con todas sus fuerzas. Era pesado y cayó con fuerza. Holgazán y Lázaro corrieron hasta la tapa expuesta y se pusieron a arañarla.
—¿Listo? —dijo Rivera.
—Adelante —dijo Cavuto.
Rivera le dio una patada a la tapa y la arrancó, haciendo que cayera con un golpe sordo entre el espeso polvo del suelo. Holgazán se metió dentro como una bala mientras Lázaro daba saltos a uno y otro lado.
Rivera sacó el arma y se movió hasta donde pudiera ver el interior del barril. Lo primero que le recibió fue una revuelta mata de pelo gris y luego dos ojos azul claro en una cara ancha y curtida.
—Esto ha sido muy molesto —dijo el Emperador, rodeado por el baño de babas que estaba recibiendo de Holgazán.
—Seguro que sí —dijo Rivera, bajando el arma.
—Puede que requiera ayuda para sacarme de este barril.
—Eso podemos hacerlo —dijo Cavuto, que estaba combatiendo un caso muy grave de empatía, imaginándose lo que sería pasarse toda una noche, quizá más, boca abajo, dentro de un barril. El Emperador y él tenían la misma altura—. ¿Le duele mucho?
—Oh, no, gracias; hace tiempo que dejé de sentir algo en brazos y piernas.
—Supongo que no te metiste ahí tú solo, ¿verdad? —dijo Rivera.
—No, esto no ha sido obra mía —dijo el Emperador—. Me trataron con brusquedad, pero parece que eso me salvó la vida. En el barril no había espacio suficiente para que se volvieran sólidos. Estaba rodeado por centenares de esos villanos. Pero seguro que los han visto al entrar.
Rivera negó con la cabeza.
—¿Te refieres a los gatos? No, hay huellas por todas partes, pero esto está vacío.
—Pues eso no es bueno.
—No, no lo es. —Rivera estaba distraído. Había estado iluminando con el haz de la linterna todo el lugar, buscando algo que lo ayudara a sacar al Emperador del barril. Detuvo la luz en un lugar junto a los estantes donde el polvo no había sido afectado por su rescate. Allí, tan clara como si la hubieran hecho con un molde de escayola para enviarla a casa el día de la madre, había una única pisada humana—. Nada bueno.