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Authors: Christopher Moore

¡Muérdeme! (19 page)

Fu se miró abajo. Sí, su protuberancia le traicionaba.

—Deberías ir más despacio, Abby.

—¿Ah, sí? Mira esto.

Un instante después estaba al otro lado del loft, en la encimera de la cocina, y al instante siguiente atravesaba el salón corriendo para embestir el contrachapado que cubría las ventanas.

Fu no pudo hacer nada. Ella podía haber levantado el sofá, dar un salto de cinco metros para cogerse a las vigas del techo o incluso convertirse en niebla de haber sabido cómo hacerlo, pero lo que había decidido hacer para demostrar sus poderes era atravesar el contrachapado de medio centímetro de grosor y aterrizar felinamente en la calle de abajo. Seguro que habría resultado impresionante.

Lo que Abby no sabía era que el de las ventanas había llamado en su ausencia para decir que aún tardaría dos semanas en pasar a arreglar las ventanas, así que Fu había sustituido el contrachapado de medio centímetro por uno de centímetro y medio, y en vez de sujetarlo por las esquinas con clavos pequeños, lo había unido a la pared con tornillos de acero para que no quedaran fisuras por las que pudieran escaparse las ratas.

Fu se estremeció y se tapó los ojos.

Ella era rápida y preternaturalmente fuerte, pero cuarenta kilos de vampiro siguen siendo solo cuarenta kilos.

Chocó al estilo del Coyote para luego resbalar hasta el suelo. «Wah-wah-wah.» Oh, no.

Golpeó el contrachapado, que se combó peligrosamente, astillándose un poco antes de enderezarse y proyectarla a través de todo el loft hasta la pared del fondo, donde dejó una pequeña silueta gótica en el muro antes de caer hacia delante y decir «Mierda puta» de cara a la alfombra.

—¿Estás bien? —preguntó Fu.

—Rota —dijo Abby en la alfombra.

Él se arrodilló junto a ella, temiendo darle la vuelta a la cabeza y ver el daño que podía haberse hecho.

—¿Qué se te ha roto?

—Todo.

—Traeré algo de sangre de la nevera. Te curarás enseguida.

—Vale —repuso Abby, todavía boca abajo, sin haberse movido desde el impacto inicial—. Pero no me mires, ¿vale?

—Para nada —dijo Fu, ya en la cocina. Cogió una de las bolsas de sangre de la nevera mientras se movía a uno y otro lado—. Un segundo. No te muevas,Abs, podrías tener algún hueso roto.

Entró en el dormitorio, cogió una jeringuilla tapada del armarito donde guardaba los productos químicos, la destapó e inyectó el sedante en la bolsa de sangre.

—Aquí tienes, pequeña. Bébete esto y te pondrás bien.

Diez minutos después oyó subir a alguien por las escaleras y se dio cuenta de que a Abby se le había olvidado cerrar la puerta.

Jared entró en el loft, se paró al ver a Fu arrodillado junto a la postrada Abby, con un considerable charco de sangre alrededor de la cabeza, y se puso a gritar.

—¡Deja de gritar! —ladró Fu—. La sangre no es suya.

Jared dejó de gritar.

—¿Qué le has hecho?

—Nada. Está bien. ¿Quieres quitar el laberinto de la cama y ayudarme a ponerla sobre ella?

A Abby se le había levantado la falda en algún momento de la debacle y Jared señaló al bulto oblongo que partía de su trasero y recorría parte de la pierna bajo las mallas negras.

—¿Qué es eso? ¿Se ha hecho caca?

—No —dijo Fu, deseando no saber lo que era, pero ya lo había comprobado por sí mismo—. Es una cola.

—Uau. Qué rarito.

—Sí —dijo Fu.

17
Velando en ciudad Sin Chupópteros

Okata rebañó las últimas gotas de sangre del contenedor haciéndolas caer en la boca de la chica blanca. Aún le quedaban dos de los ocho recipientes de litro, pero veía que no serían suficientes, y, tras la pelea y huida de la carnicería, no estaba lo bastante fuerte como para darle su propia sangre. Necesitaba más, y tendría que empezar a pensar en ella como en algo más que «la chica blanca quemada». Empezaba a parecer una persona, en vez de un carbón con forma de persona. Bueno, de persona muerta, muy vieja y que daba mucho miedo, sí, pero aun así de persona. Su pelo rojo ya casi cubría la almohada, y se movió un poco cuando cerró la boca tras recibir las últimas gotas de sangre. Al moverse no se le había desprendido más ceniza. Okata se alegró. Los expuestos colmillos le ponían algo nervioso, pero ahora tenía labios, más o menos.

Cogió el cuaderno de dibujo del suelo, se movió hasta el otro extremo del futón para tener un ángulo diferente y empezó a dibujarla, como había hecho cada hora o así desde que volvió del carnicero. Seguía manchado con la sangre salpicada de la pelea, pero se le había secado y se había olvidado de ella, salvo cuando se lavó las manos para poder trabajar. Acabó el boceto y fue a su banco de trabajo, donde calcó una versión más acabada del dibujo en una hoja de papel de arroz tan fina que era casi transparente. Copiaría el dibujo cuatro veces más, pegando cada copia a un trozo de madera que luego cincelaría para crear una plancha por color o línea.

Miró a la chica por encima del hombro y se estremeció avergonzado de sí mismo. Sí, parecía una persona, una abuela vieja y reseca, y no podía dejarla así. Cogió un bol del estante que había sobre el fregadero, lo llenó de agua caliente y se arrodilló junto al futón para quitarle suavemente del cuerpo la última pátina de cenizas usando una esponja, descubriendo la piel blanquiazulada de debajo. La piel era lisa como papel de arroz satinado, pero se iban formando poros y folículos a medida que le limpiaba las cenizas.

—Perdón —dijo en inglés. Y añadió en japonés—: No he sido diligente mi
gaijin
quemada. Lo haré mejor.

Se acercó al armarito que había bajo el banco de trabajo y sacó una caja de cedro que parecía hecha para contener una cubertería de plata. Abrió la tapa y sacó un cuadrado de seda blanca, se puso en pie y dejó que la prenda se desplegara en toda su extensión. Era el kimono de boda de Yuriko. Olía a cedro y quizá un poco a incienso, pero felizmente no olía a ella.

Depositó el kimono al lado de la chica quemada y lo colocó muy lentamente debajo de ella, metiendo con delicadeza los brazos esqueléticos dentro de las mangas, para luego cerrarlo y atarlo, sin apretar, con un obi blanco. Le puso los brazos a los costados de modo que pareciera cómoda y le limpió del pecho una escama de sangre seca que se le había caído a él de la cara. Ahora tenía mejor aspecto. Seguía pareciendo un espectro, y monstruosa, pero estaba mejor.

—Aquí tienes. A Yuriko le habría gustado que su kimono sirviera para cubrir a quien no tiene nada.

Volvió a su banco de trabajo y empezó el dibujo del bloque que imprimiría la tinta amarilla del futón, cuando oyó movimiento detrás de él y se volvió.

—Vaya, qué pinta más apetitosa tienes —dijo Jody.

Tommy

Tommy pasó las primeras horas de la noche en la biblioteca, leyendo
The Economist
y
Scientific American
. Se sentía como si las palabras lo arrancaran del reino animal para convertirlo en un ser humano, y en esas revistas había muchas palabras. Quería recuperar todo el habla y el pensamiento humano antes de ver a Jody. También esperaba que las palabras lo ayudaran a recordar lo que había pasado, pero no parecía estar funcionando. Recordaba un velo rojo de hambre, el ser arrojado a través de una ventana y aterrizar en la calle, y muy poco entre eso y el momento en que las palabras volvieron a él en aquel sótano donde estaba el Emperador. Era como si todas esas experiencias (cazar, encontrar un refugio en la oscuridad, recorrer la ciudad dentro de una nube de depredadores convertidos en niebla) hubieran quedado archivadas en una parte de su mente que se cerró en cuanto recuperó la habilidad de nombrar las sensaciones con palabras. Sospechaba que podía haber ayudado a Chet a matar gente, pero, de ser así, ¿por qué había salvado al Emperador?

Afortunadamente, no había perdido la habilidad de convertirse en niebla, que era como había conseguido la ropa que llevaba puesta. Todo el conjunto (pantalones caqui, camisa oxford azul, chaqueta de cuero y mocasines marineros de cuero) estaba en el escaparate de una tienda de moda masculina de Union Square, suspendido por sedales que le daban la forma de un fantasma de algodón que asustaba a otras marionetas igualmente elegantes y sin sustancia, recostadas en tumbonas y paradas sobre arena artificial. Tommy se había filtrado bajo la puerta justo después de la hora de cenar, cuando más llena estaba la tienda, y se volvió sólido dentro de la ropa. Se agachó con rapidez, rompiendo todos los sedales y salió de la tienda completamente vestido, arrastrando tras de sí los hilos rotos. Le pareció que, de no ser por los alfileres que sujetaban la camisa a los pantalones, habría sido la cosa más audaz y guay que había hecho nunca. Recuperó el aspecto de vampiro tranquilo y vestido de algodón al que aspiraba, tras un pequeño ataque epiléptico en la acera mientras se arrancaba los alfileres de la espalda, las caderas y el abdomen, al tiempo que canturreaba rítmicamente «Ay, ay, ay, ay». Esperó a estar dentro de la biblioteca, entre estantes, para quitarse el cartón del cuello de la camisa y arrancarse los diversos hilos y etiquetas. Afortunadamente, el traje no tenía ninguna etiqueta antirrobo.

Ya estaba preparado, o todo lo preparado que podía estar, para reunirse con Jody, abrazarla, decirle que la quería, besarla, follarla hasta romper todos los muebles y que se quejaran los vecinos (sería un depredador no muerto, pero seguía teniendo diecinueve años y estaba cachondo) y luego pensar en cuál sería su futuro.

Mientras caminaba por el Tenderloin, con su traje de chico blanco de «por favor, robadme», un drogata tembloroso, vestido con una sudadera con capucha que una vez fue verde pero que ahora estaba tan sucia que brillaba, se le acercó para atracarlo con un destornillador.

—Dame la pasta, cerdo.

—Eso es un destornillador —dijo Tommy.

—Sí. Dame la pasta o te lo clavo.

Tommy podía oír los latidos del drogadicto, podía oler su peste acre a dientes podridos, a olor corporal y a orina, y podía ver el enfermizo aura gris oscuro que lo envolvía. En su mente de depredador se iluminó la palabra «presa».

Tommy se encogió de hombros.

—Llevo una chaqueta de cuero. No podrás atravesarla con un destornillador.

—Eso no lo sabes. Será un principio. Dame la pasta.

—No tengo dinero. Estás enfermo. Deberías ir al hospital.

—¡Te lo has buscado, cerdo! —El drogata intentó clavar el destornillador en el estómago de Tommy.

Tommy se apartó. Los movimientos del drogadicto parecían casi cómicamente lentos. Cuando el destornillador pasó por su lado, decidió que sería mejor cogérselo, así que se lo quitó. El ladrón perdió el equilibrio y cayó de cara, quedándose inmóvil en el suelo.

Con un movimiento de muñeca, Tommy lanzó el destornillador al techo de un edificio de cuatro pisos que había al otro lado de la calle. En un callejón a pocos metros de distancia había dos tipos esperando a adelantarse al drogata y robarle ellos, o robarle a él si tenía éxito, y en ese momento decidieron ir a la calle contigua a ver si allí pasaba algo.

Tommy ya estaba a media manzana de distancia cuando oyó las pisadas desiguales del drogata, que seguía tras él. Se volvió y el otro se detuvo.

—Dame la pasta —dijo el drogadicto.

—Deja de robarme. No tienes armas y yo no tengo dinero. Esto no te va a servir de nada.

—Vale, dame un dólar.

—Sigo sin tener dinero —dijo Tommy, sacándose los bolsillos. A la acera cayó una nota del inspector 18, que había dado el visto bueno a la prenda. Oyó movimiento en las alturas, garras sobre la piedra, y se estremeció—. Oh, oh.

—Cincuenta centavos —dijo el drogata. Se metió la mano en el bolsillo de la sudadera y le apuntó con el dedo como si fuera una pistola—. Te dispararé.

—Debes de ser el peor ladrón a mano armada del mundo.

El drogata hizo una pausa de un segundo y sacó del bolsillo la mano con el índice extendido.

—Quiero la pasta.

Tommy negó con la cabeza. Creía haber dejado atrás a los gatos, pero o los felinos seguían conectados con él de algún modo o había tantos que no podía ir a ninguna parte sin encontrar alguno de caza. No le apetecía nada explicarle a Jody lo que pasaba.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó al drogata.

—No te lo diré. Podrías denunciarme.

—Vale. Te llamaré Bob. Bob, ¿has visto alguna vez a un gato hacer eso? —repuso, señalando hacia arriba.

El drogata alzó la mirada para ver a una docena de gatos bajando hacia él, boca abajo, por el costado del edificio.

—No. Vale, ya no te robaré —dijo el drogadicto, fijando su atención en la manada de gatos vampiro que descendía a por él—. Que tengas buenas noches.

—Lo siento —dijo Tommy con sinceridad.

Se volvió y corrió calle arriba para poner cierta distancia entre los gritos y él, aunque solo duraron unos segundos. Volvió la mirada para comprobar que el drogata había desaparecido. Bueno, más bien había quedado reducido a un montón de polvo gris en medio de sus ropas vacías.

—Seguro que le habría gustado acabar así —se dijo Tommy.

Había supuesto que los gatos irían a por los dos del callejón, pero atacaban a los que estaban en plena calle. Tendría que convencer a Jody para abandonar la ciudad, como debían haber hecho desde el principio.

Corrió las doce manzanas que quedaban hasta el loft, procurando no correr tan deprisa como para que se fijaran en él. Intentó parecer alguien que llegaba tarde a reunirse con su novia, lo cual en cierto sentido era cierto. Esperó un momento ante la puerta antes de apretar el timbre. ¿Qué iba a decirle? ¿Y si no quería verlo? No tenía experiencias que le ayudaran. Era la primera chica con la que se había acostado estando sobrio. La primera chica con la que había vivido. La primera que se había duchado con él, que había bebido su sangre, que lo había convertido en vampiro, y que lo había arrojado lesionado y desnudo por la ventana de un segundo piso. Era su primer amor. ¿Y si lo mandaba a paseo?

Escuchó, miró el contrachapado que tapaba las ventanas, olfateó el aire. Podía oír gente dentro, al menos dos personas, pero no hablaban. Había máquinas en funcionamiento, luces zumbando, olor a sangre y a rata que le llegaba por debajo de la puerta. Se hubiera sentido mejor si hubiera percibido amor en el aire, pero, bueno, en fin.

Se pasó los dedos por el pelo, se quitó las últimas hebras de sedal que le colgaban de la ropa como si fueran vello púbico de cristal, y llamó al timbre.

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