Authors: Christopher Moore
—Está bien. Haga lo que pueda. Todo lo que recuerde. —Rivera le entregó una tarjeta—. Llámeme directamente si sucede algo nuevo, ¿quiere? A no ser que le esté pasando algo en ese mismo momento, llamar primero a los uniformados solo conseguiría retrasar innecesariamente la investigación.
—Claro, claro —dijo el padre Jaime, guardándose la tarjeta—. ¿Qué crees que está pasando?
Rivera miró a su compañero, que no alzó la mirada de los polvorientos zapatos que estaba examinando.
—Estoy seguro de que hay una explicación. No estoy al tanto de que haya alguna relocalización generalizada de los sin techo, pero ha pasado antes. No siempre nos informan.
El padre Jaime miró al policía con sus ojos de sacerdote, esos ojos que descubrían la culpa que Rivera siempre imaginaba al otro lado del confesionario.
—Inspector, aquí servimos cuatrocientos o quinientos desayunos diarios.
—Lo sé, padre. Hacen un gran trabajo.
—Hoy hemos servido ciento diez. Y se acabó. Los que están en la cola son los últimos.
—Haremos lo que podamos, padre.
Salieron de nuevo por el comedor sin mirar a nadie a los ojos. Una vez de vuelta en el coche, Cavuto dijo:
—Esa ropa estaba destrozada por garras.
—Lo sé.
—No cazan solo a los enfermos.
—No —dijo Rivera—. Van a por cualquiera que pillen por la calle. Supongo que van a por todo el que encuentren solo.
—Algunos de los que estaban en el comedor habían visto algo. Lo noté. Deberíamos volver y hablar con alguno de ellos cuando no estén delante el cura y sus voluntarios.
—La verdad es que no hace falta, ¿no crees? —Rivera estaba haciendo números en su libreta.
—Hablarán con la prensa —dijo Cavuto, poniéndose detrás de un tranvía en la calle Powell, para lanzar entonces un suspiro y resignarse a conducir a una velocidad del siglo
XIX
durante varias manzanas hasta llegar a la cima de Nob Hill.
—Bueno, primero lo considerarán algo gracioso que dicen los chiflados que viven en la calle, entonces alguien se fijará en la ropa ensangrentada y todo saldrá a la luz.
Rivera añadió otra cifra y escribió algo con una floritura.
—No tiene por qué repercutir en nosotros —dijo Cavuto esperanzado—. Bueno, en realidad no es culpa nuestra.
—Me da igual si nos echan la culpa o no. Es nuestra responsabilidad.
—¿Qué estás diciendo?
—Estoy diciendo que vamos a tener que defender la ciudad de una horda de gatos vampiro.
—Ahora que lo has dicho, es real —gimoteó Cavuto.
—Llamaré al chico Wong a ver si ya tiene mi cazadora ultravioleta.
—¿Así como así?
—Sí —dijo Rivera—. Si lo del padre Jaime es un ejemplo, se han comido como las tres cuartas partes de los sin techo de Tenderloin en, pongamos, una semana. Si calculas que hay como tres mil mendigos en la ciudad, eso son dos mil doscientos muertos. Alguien lo notará.
—¿Es eso lo que calculabas?
—No, intentaba calcular si tenemos bastante dinero para abrir la librería. —Ese había sido el plan. Jubilarse pronto y vender libros raros en una bonita librería en Russian Hill. Aprender a jugar al golf—. Y no lo tenemos.
Empezó a marcar el número de Perro Fu cuando su teléfono pió, un sonido que nunca había hecho antes.
—¿Qué coño es eso? —preguntó Cavuto.
—Un mensaje de texto —dijo Rivera.
—¿Sabes enviarlos?
—No. Nos vamos a Chinatown.
—Es un poco pronto para tomar rollitos de primavera, ¿no?
—El mensaje es de Troy Lee.
—¿El chino de los reponedores del Safeway? No quiero tratar con esos tíos.
—En una palabra…
—No me lo digas.
—Gatos.
—¿No te he dicho que no me lo digas?
—Al campo de baloncesto de Washington —dijo Rivera.
—Haz que el chico Wong me haga una de esas chaquetas solares. Cincuenta grande.
—Llevarías tantas luces encima que te harían volar sobre los estadios y proyectarían en ti anuncios de Goodyear.
El Emperador
La llamaban la región del vino. Y en realidad era una zona al sur de la calle Market, junto a Tenderloin, donde las tiendas de licores vendían gran cantidad, pero poca variedad, de vinos generosos como Thunderbird, Richard’s Wild Irish Rose y MD-20-20 (conocido en el mundo del vino como Mad Dog, por la propensión de sus bebedores a orinar en público y a girar tres veces sobre sí mismos antes de desmayarse en la acera). Aunque la región del vino era técnicamente parte del SOMA, o del vecindario «de moda» que era el sur de la calle Market, aún no había atraído a los jóvenes profesionales que lo salpicaban todo con su brillante pátina de cafés con leche y dinero, como le había pasado a su vecino del puerto. No, la región del vino consistía sobre todo en apartamentos destartalados, sórdidas pensiones, vulgares cines porno y viejas naves industriales que ahora funcionaban como guardamuebles. Ah, y en un enorme edificio federal que parecía estar siendo acosado sexualmente por un pterodáctilo gigante de acero, pero era evidente que solo se trataba del gobierno intentando huir de su habitual arquitectura de refugio atómico y buscando algo estéticamente más atractivo, sobre todo si te gusta el porno de Godzilla.
Fue a la sombra de esa abominación arquitectónica donde el Emperador buscó al gato vampiro alfa. Sus compañeros y él no se habían demorado mucho en la región del vino, ya que ya habían perdido una década con la botella, por lo que habían renunciado a la uva. Pero esa era su ciudad y la conocía tan bien como los arañazos de gato en el hocico de Holgazán.
—Deprisa, caballeros, deprisa —dijo el Emperador, mientras empujaba con el hombro un contenedor, en la parte de atrás de un edificio centenario de ladrillo. Holgazán y Lázaro habían empezado a gruñir en tono bajo desde que entraron en el callejón, como si tuvieran aparcados en el pecho pequeños remolcadores yendo al ralentí. Estaban cerca.
El contenedor se desplazó sobre sus ruedas oxidadas, descubriendo la ventana de un sótano condenada con un tablero de contrachapado. El edificio fue en tiempos una destilería, pero lo habían reformado para usarlo como almacén, exceptuando el sótano, la mitad del cual estaba tapiado por dentro. Pero se habían olvidado de esa ventana, que conducía a una cámara subterránea completamente desconocida para la policía, donde se refugiaban de la lluvia o del frío William y todos los demás que sucumbían a los encantos de la región del vino. Por supuesto, había que estar borracho para pensar que ese era un buen lugar donde estar. El sótano estaba completamente a oscuras menos la parte de al lado de la ventana, además de lleno de humedades, infestado de ratas y apestando a orines.
Al apartar el contrachapado, el Emperador oyó un siseo y por la ventana se escapó un tufo a pelo quemado. Holgazán ladró. El Emperador apartó la cara y tosió, moviendo la mano para apartarse el humo, y miró dentro del sótano. Por todas las partes visibles del suelo había cadáveres de gato humeando, ardiendo y reduciéndose a cenizas en cuanto los tocaba el sol. Los había por docenas, y esos solo eran los que podían verse a la luz de la ventana.
—Parece que este es el lugar, caballeros —dijo, dando unas palmaditas a Lázaro en el costado.
Holgazán bufó, meneó la cabeza y ladró rápido tres veces, que se traducía como: «Creí que disfrutaría más con el olor a gato quemado, pero, extrañamente, no es así».
El Emperador se puso a gatas y se introdujo a través de la ventana, de espaldas. Se pilló el abrigo en el antepecho y eso le ayudó a bajar su gran volumen hasta el suelo.
Lázaro asomó la cabeza por la ventana y gimió, lo cual se traducía por: «Me preocupa un poco que estés ahí abajo tú solo». Midió la distancia entre la ventana y el suelo del sótano y retrocedió, preparándose para saltar al abismo.
—No, quédate ahí, buen Lázaro —dijo el Emperador—. Temo no poder subirte una vez estés aquí abajo.
Las cenizas crujieron bajo sus zapatos mientras cruzaba la habitación hasta llegar el confín de la luz directa que se proyectaba en el suelo como una lúgubre alfombra gris. Para seguir avanzando tendría que pisar el cuerpo de los gatos dormidos —bueno, muertos—, ya que incluso en las sombras podía ver que el suelo estaba cubierto de cadáveres felinos. El Emperador se estremeció y combatió el impulso de salir corriendo hacia la ventana.
No era un hombre especialmente valiente, pero tenía muy desarrollado el sentido del deber hacia su ciudad, y se sentía impelido a ponerse en peligro para protegerla, pese a los escalofríos que le recorrían la columna como un enorme ciempiés.
—Debe de haber otra entrada —dijo, más por calmarse que para impartir información—. Quizá no lo bastante grande para un hombre, o la conocería.
Empujó a un lado un gato muerto con el pie, encogiéndose al hacerlo. La imagen de los gatos vampiro cubriendo al espadachín samurái le llenaba la cabeza y tuvo que quitársela de encima antes de dar otro paso.
—Habría sido buena idea traer una linterna —dijo.
Pero no tenía linterna. Lo que tenía eran cinco librillos de cerillas y un cuchillo de cocina barato y mellado que había encontrado en un cubo de basura. Esa era el arma que utilizaría para matar al gato vampiro. En los días en que era joven e ingenuo, el mes pasado, llevaba una espada de madera, pensando en clavarla en plan estaca en el corazón de los vampiros, como en las películas, pero había visto al viejo vampiro casi destrozado a base de explosiones, disparos y arpones de los Animales cuando estos destruyeron su yate, y nada de eso le había parecido tan efectivo como lo que hizo el pequeño espadachín del SOMA. Aun así, habría estado bien tener una linterna. Encendió una cerilla y la sostuvo brevemente ante él mientras se internaba en la oscuridad, pisando entre los cuerpos de los gatos. Cuando la cerilla le quemó los dedos, encendió otra.
Holgazán ladró, y el seco comentario despertó ecos en el sótano.
El Emperador se volvió y se dio cuenta de que en algún momento había doblado una esquina y la ventana ya no se veía. Metió la mano en la gabardina y palpó el mango del cuchillo de cocina, que llevaba metido en el cinturón por la parte de la espalda. Siguió andando hasta otra habitación, más grande por lo que podía intuir, pero seguía habiendo cuerpos de gatos cubriendo el suelo hasta donde llegaba la luz de la cerilla, la mayoría tumbados de costado como si se hubieran caído, o en montones desiguales, como si estuvieran jugando, o peleando, o copulando, justo en el momento en que algo los apagó de repente como dando a un interruptor.
Otro ladrido distante de Holgazán, y luego uno más grave de Lázaro.
—Estoy bien, muchachos, acabo con esto y vuelvo en nada de tiempo.
Cuando iba por el tercer librillo de cerillas, el Emperador vio una puerta de acero entreabierta. Se acercó hasta ella; había menos gatos muertos y un claro en la carnicería, aunque solo cosa de medio metro, como si hubieran abierto un paso, pero estrecho. Se paró y contuvo el aliento.
Oía voces, pero venían de la ventana, y había ladridos mezclados con ellas, y luego gritos de personas.
—¡Estoy aquí! —gritó el Emperador—. Estoy dentro. ¡Esos son mis hombres!
—¡Hay que tapar esto, mamones! —dijo entonces una voz lejana—. Si lo ven los de la ciudad lo taparán, ¿y adónde iremos cuando llueva?
Se oyó un golpe, seguido de un chirrido y un crujir oxidado, y el Emperador se dio cuenta de que era el sonido del contrachapado al ponerse en su sitio y del pesado contenedor al moverse para ocultarlo.
—¡Bloquead las ruedas! —dijo la voz.
—¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí! —gritó el Emperador.
Rechinó los dientes, preparándose para correr a través de la alfombra de cadáveres de gato hasta la ventana, pero dudó, la cerilla le quemó los dedos, y la oscuridad se abatió sobre él.
Los Animales
—Estoy seguro de que es el apocalipsis —dijo Clint, sin apartar la mirada de su Biblia del rey Jaime de letras rojas.
Los Animales estaban desperdigados en diversas posiciones del campo de baloncesto, lanzando tiros libres. Clint, Troy Lee y Drew estaban sentados apoyando la espalda en la verja metálica. Troy Lee intentaba leer por encima del hombro de Clint, Drew metía hierba en la cazoleta de una cachimba púrpura de fibra de carbono.
Cavuto y Rivera rodearon el campo por fuera.
—¿Qué pasa, negratas? —dijo una voz rota y anciana, completamente fuera de lugar en ese ambiente, que sonaba como si alguien hubiera golpeado con una raqueta de bádminton el pedo ardiente de un dragón pequeño.
Rivera se detuvo y se volvió hacia la pequeña figura parada en la línea de tiros libres vestida con unas playeras enormes y un chándal con capucha de los Oakland Raiders lo bastante grande como para pertenecer a un pívot profesional. De no ser por las gafas de pasta con forma de gato, habría parecido un Yoda gangsta, pero menos verde.
—Es la abuela de Troy Lee —dijo Jeff, el chico alto—. Hay que chocar puños con ella o seguirá diciendo eso.
De hecho, la mujer ya tenía el puño alzado, esperando la respuesta.
—Ve tú —dijo Cavuto—. Eres más étnico.
Rivera se acercó a la mujercita y, pese a sentirse completamente avergonzado por hacerlo, chocó puños con ella.
—Erdá —dijo la abuela.
—Verdad —dijo Rivera. Miró a Lash, que había sido el líder en funciones de los Animales desde que Tommy Flood fue convertido en vampiro—. ¿A ti te parece bien?
—¿Qué vamos a hacerle? —repuso Lash, encogiéndose de hombros—. Además, probablemente esto sea el apocalipsis. No hay tiempo para ponerse políticamente correctos ahora que estamos en el fin del mundo.
—No es el apocalipsis —dijo Cavuto—. En absoluto es el apocalipsis.
—Pues yo estoy seguro de que sí lo es —dijo Troy Lee, mirando la Biblia por encima del hombro de Clint.
Todos se congregaron alrededor de los Animales sentados. Rivera sacó su libreta, se encogió de hombros y la devolvió al bolsillo. Eso no saldría en ningún informe.
Drew encendió la cachimba, dio una chupada larga y se la pasó a Barry, el hombre rana calvo, que aspiró lo que ya salía por la boquilla.
—Somos policías, ¿sabéis? —dijo Cavuto, aparentando poca seguridad en sí mismo.
Drew se encogió de hombros y exhaló el humo.
—Da igual, es medicinal.
—¿Medicinal para qué? ¿Tienes la tarjeta del seguro? ¿Qué enfermedad tienes?