Authors: Christopher Moore
Y Jody hace una pausa y me mira, con ojos que son todo esmeralda porque, menos por el pelo, no tiene nada de color en la cara y va y dice: «Tommy no sabe convertirse en niebla, Abby. No tuve oportunidad de enseñarle antes de que nos broncearas. Lleva cinco semanas atrapado ahí dentro, completamente consciente».
Y yo como que retrocedo porque ya he visto antes a la condesa cabreada, cuando los Animales secuestraron a Tommy y tuvo que machacarlos para recuperarlo, y ahora aprieta los dientes como si se contuviera para no arrancarme los brazos o algo por el estilo. Así que palpo el botón en el puño de mi chupa solar. No es que vaya a freír a la condesa, porque yo no haría eso, sino para sentirme más segura.
Y ella alarga la mano y antes de que pueda moverme me quita las pilas del bolsillo interior y me arranca los cables. O sea, más rápido de lo que puedo pestañear.
Y yo digo: «No iba a encenderla».
Y ella: «Para mayor seguridad».
Pero yo no me siento segura. Y puedo ver que Jared tampoco se siente seguro porque está sorbiendo como si fuera a echarse a llorar.
Y Jody sierra como una loca el bronce por la parte en que ella solía estar para no cortar a Tommy, y por fin consigue cortar lo bastante como para apartar un trozo y mirar dentro.
Y dice: «Vamos a sacarte de ahí,Tommy. Debo hacerlo con cuidado, pero te sacaré enseguida».
Y Jared dice: «¿Necesitas una linterna?»
Y Jody: «No, puedo ver».
Y Jared: «¿Está muerto?».
Y en ese momento a Jody se le rompe la hoja y exclama: «Claro que está muerto, es un vampiro».
Y yo le suelto: «¿Lo pillas? Retrasado», mientras le paso otra hoja a Jody.
Tengo que decir que, para ser alguien con superpoderes e inmortalidad, la condesa es un asco del culo con las herramientas. Parece que el don oscuro no incluye habilidades para hacer chapuzas caseras.
Pues eso, que al cabo de una hora la condesa saca un gran pedazo de la estatua, descubriendo el torso y la cara de Tommy y eso, y él sigue allí metido, sin moverse, sin abrir los ojos, y hasta más pálido que la condesa, con un color como azul moratón claro.
Y Jared suelta: «¿Está muerto?».
Y Jody está entre gritar y echarse a llorar, y dice: «Dame otra bolsa de sangre, Jared. Y Abby, ¿dónde está mi puta ropa?». Y una lagrimita de sangre le corre por la mejilla.
Y yo suelto «Oh, oh», porque me doy cuenta de por qué lleva mi ropa. Cuando Fu y yo nos mudamos allí metimos bajo la cama toda la ropa de Tommy y Jody en bolsas al vacío. Así que le digo: «¿Qué deseas ponerte, condesa? Lo traeré. O sea, puedes llevar mis cosas siempre que quieras, porque soy tu fiel esbirra, pero tu creador te ha dotado en forma notable de más tetamen y de más carne en el tronco que a mí, sin ánimo de ofender, y no se puede decir que mis cosas te vayan. Sin ánimo de ofender».
Y Jared dice: «Encima de eso llevaba tu sudadera Emily the Strange con capucha, pero la manchó toda de sangre», y no me ayuda en nada. «Eh, ¿quién quiere un café con leche?»
Y la condesa le ruge a Jared, enseñándole los colmillos completamente extendidos y todo. Y Jared salta hacia atrás y se tuerce el tobillo. Y yo pienso: Ay, mierda.
Y ella ladra: «¡Sangre!».
Y Jared y yo a la vez: «Enseguida. Ay, mierda. Ay, mierda. Ay, mierda».
Y yo le llevo la bolsa de sangre y ella la abre con los dientes y la vacía sobre los labios y dentro de la boca de Tommy y no pasa nada. Y Jody llora cada vez más fuerte y Jared y yo nos asustamos cada vez más y hasta las ratas en sus jaulas se asustan y corren en círculo y eso. Y por fin Tommy abre los ojos, y son como de cristal azul, como de hielo, no como ojos, y grita, y juro por el puto Jesús zombi que todas las ventanas de la pared del loft se hacen añicos en sus marcos.
Así que Jared y yo nos encogemos en un rincón tapándonos los oídos y Tommy sale de la estatua de un salto. Y puedes oír que los huesos de las piernas le crujen al sacarlas como pretzels rompiéndose, pero él se arrastra sobre las manos, derribando muebles y ratas por todas partes, y viene directo hacia mí, con los colmillos por delante.
Y yo busco el botón de la manga, pero ya lo tengo encima, mordiéndome el cuello. Es tan fuerte que es como luchar contra una estatua, y oigo a Jody gritar y la piel de mi cuello se desgarra a jirones. Y mi visión es como un túnel y se oscurece, y pienso: ¿Me estoy muriendo? ¿A qué coño viene esto?
Entonces oigo un ruido metálico, como una campanada, y siento que apartan a Tommy de mí. Y como que vuelve la luz. Puedo ver a la condesa de pie, sosteniendo como si fuera una lanza la lámpara de suelo de acero inoxidable de Fu, y es evidente que ha sacudido a Tommy con fuerza suficiente para apartarlo de mí. Pero, en vez de atacarla a ella, vuelve otra vez a por mí, arrastrándose y manchando de sangre el suelo y todo lo demás.
Y la condesa lo coge desde atrás por el cuello y lo lanza a un lado, contra las ventanas rotas, y cae por el hueco arrastrando el marco metálico y todo lo demás.
Entonces volvemos a oír el grito y yo me agarro el cuello y me arrastro hasta el enorme agujero que solía ser la pared frontal del loft, y Tommy está abajo en medio de la calle, en medio de una salpicadura de metal y cristal, y se arrastra apoyándose en un coche para ponerse en pie.
Y Jody está a mi lado y grita: «¡Tommy! ¡Tommy!».
Pero él se aleja cojeando por el callejón que hay enfrente, caminando como si aún tuviera las piernas rotas, y puede que se le estén curando o algo mientras avanza, pero doliéndole de la hostia.
Así que Jody me coge la cabeza y la aparta a un lado y quita mi mano de la mordedura. Y siento como si me fuera a desmayar. Pero ella se inclina y me lame el cuello, como tres veces, y luego vuelve a poner mi mano en la herida.
«Aguanta así. Se curará en un momento.» Y Luego me coge de los hombros y me sacude y dice: «Y ahora, ¿dónde coño está mi ropa?».
Y yo le digo: «Bajo la cama. En bolsas al vacío».
Y creo que entonces me desmayé, porque lo siguiente que recuerdo es a la condesa de pie ante mí llevando vaqueros y botas y la chaqueta de cuero roja, y metiendo bolsas de sangre en mi bolsa de mensajero de peligro biológico.
Y va ella y dice: «Me llevo esto».
Y yo: «Vale». Y luego: «Me has salvado».
«También me llevo la mitad del dinero», dice.
Yo le digo: «No puedes irte. ¿Adónde vas a ir? ¿Quién cuidará de ti?».
«¿Como has hecho tú?», dice.
«Lo siento mucho», digo.
Y ella: «Lo sé. Tengo que encontrarlo. Yo le metí en esto. Nunca quiso nada de esto. Solo quería alguien que lo amara».
Así que empieza a irse, sin siquiera despedirse, y yo le suelto: «Condesa, espera, hay gatos vampiro».
Y Jody se para en seco. Y se vuelve en plan «¿quéeeeee?».
Y Jared asiente con la cabeza y dice: «Es verdad. Es verdad».
Y yo: «Chet convirtió a un montón de mininos en mininos vampiro. Anoche atacaron al Emperador y se comieron a una controladora de la hora».
Y ella suelta: «Oh, por el amor de Dios».
Y yo suelto: «Lo sé, lo sé».
Entonces se fue. Y Jared estaba como tratando de coger algunas de las ratas que se habían escapado y va y dice: «De esta perdéis el mes de fianza».
Jody se ha ido. Se ha ido. Sola en la noche. Es como lo que dijo Lord Byron en su poema «Oscuridad»:
La oscuridad no necesitaba
que ellos la ayudasen…
Ella era el universo.
Creo que me apetece tirarme a mi hermana.
Estoy parafraseando.
En San Francisco, si buscas un buen taco, vas al barrio de Mission. Si quieres un plato de pasta, vas a North Beach. ¿Necesitas dim sum, vagina de tiburón en polvo o raíz de ginseng? Chinatown es lo tuyo. ¿Se te antojan unos zapatos estúpidamente caros? Union Square. ¿Quieres disfrutar de un mojito en compañía de gente joven, atractiva y profesional? Tienes que visitar Marina o el SOMA. Pero si buscas crac, una prostituta con una sola pierna o un tío durmiendo en un charco de su propia orina, nada mejor que el Tenderloin, que era adonde habían ido Rivera y Cavuto a investigar una denuncia de persona desaparecida. Bueno, personas.
—La zona de los teatros parece hoy algo desierta —dijo Cavuto al aparcar en zona roja el Ford sin marcas ante la misión del Sagrado Corazón.
De hecho, el Tenderloin también es la zona de los teatros, lo cual resulta de lo más conveniente si se quiere ver una función de primera mientras te tomas una botella de vino Thunderbird o te apuñalan repetidas veces.
—¿Tú crees que se habrán ido todos a sus chalets de Sonoma? —dijo Rivera, con una sensación de fatalidad dentro de él como si fueran náuseas.
A esas horas de la mañana, las aceras del Tenderloin solían estar llenas de riadas de indigentes buscando el primer trago del día o un lugar donde dormir. Allí se dormía de día. Era demasiado peligroso hacerlo de noche. La cola de gente esperando para desayunar gratis debería estar dando la vuelta a la manzana hasta el Sagrado Corazón, pero en realidad apenas cubría la puerta.
—¿Sabes? Es el momento ideal para que te agencies una de esas prostitutas con una sola pierna —dijo Cavuto cuando entraban en la misión—. Con el bajón en la demanda, seguro que te lo hace gratis por ser policía.
Rivera se detuvo, se volvió y miró a su compañero. Una zona de hombres andrajosos que hacían cola también miraron, ya que Cavuto bloqueaba la luz de la entrada como un enorme eclipse arrugado.
—Voy a llevar a tu casa a la niñita gótica y te filmaré cuando te haga llorar.
Cavuto se desmoronó.
—Perdona. Es que me está afectando esto. Y la única forma que tengo de quitármelo de la cabeza es poniéndome borde.
Rivera lo comprendía. Hacía veinticinco años que era un policía honrado. Nunca había aceptado ni un centavo en sobornos, nunca se había excedido en el uso de la fuerza y nunca había hecho favores a los poderosos, y por ello seguía siendo solo un inspector, pero entonces apareció la pelirroja, y todo eso que pasó que empezaba por uve, y el viejo con su yate lleno de dinero, y tampoco es que pudiera contárselo a alguien. En realidad, los doscientos mil dólares que se habían llevado Cavuto y él no eran un soborno, sino, bueno, una compensación por agotamiento mental. Resulta estresante cargar con un secreto que no solo no puedes contar, sino que nadie se lo creería si lo contaras.
—Oye, ¿sabes por qué hay tantas putas cojas en el Tenderloin? —preguntó un tipo que llevaba por capa un saco de dormir viejo.
Rivera y Cavuto se volvieron, como flores hacia el sol, esperanzados de encontrar algo de alivio en el humor.
—Putos caníbales —dijo el del saco de dormir.
No tenía ninguna gracia. Los policías siguieron adelante.
—Si tú supieras… —dijo Rivera por encima del hombro.
—Eh, ¿dónde está todo el mundo? —preguntó una mujer con un abrigo anaranjado y sucio—. ¿Estáis de redada, mamones?
—Nosotros no —dijo Cavuto.
Pasaron junto a la cola de la cafetería y un joven hispano con alzacuello los miró por encima de las cabezas de los que comían y les hizo una seña para que rodearan las humeantes mesas y fueran a la parte de atrás. El padre Jaime. Se conocían de antes. Había muchos asesinatos en Tenderloin y solo un puñado de personas cuerdas que supiera lo que pasaba en el barrio.
—Por aquí —dijo el padre Jaime. Los condujo a través de la cocina y de un cuarto trastero hasta un pasillo de frío cemento que desembocaba en las duchas. El padre cogió un manojo de llaves que llevaba sujeto al cinturón con un cable y abrió una puerta con rejilla de ventilación—. Hace una semana que empezaron a traérmelas, pero esta mañana vinieron como cincuenta cargados con ellas. Están asustados.
El padre Jaime encendió la luz y se apartó. Rivera y Cavuto entraron en una habitación pintada de alegre amarillo, con las paredes llenas de estantes de color gris metalizado. Había ropa apilada en todas las superficies horizontales, toda cubierta en diferente medida de un polvo gris grasiento. Rivera cogió una chaqueta de nailon a cuadros parcialmente desgarrada y salpicada de sangre.
—Conozco esa chaqueta, inspector. Su dueño se llama Warren. Estuvo en Vietnam.
Rivera le dio la vuelta en el aire, intentando no hacer una mueca cuando vio la pauta de los desgarrones.
—Veo todos los días a esta gente, y siempre lleva la misma ropa —dijo el padre Jaime—. No tienen un armario lleno de ropa donde escoger. Si esa chaqueta está aquí, o a Warren le ha pasado algo o anda por ahí desnudo.
—¿Y no lo ha visto? —preguntó Cavuto.
—Nadie lo ha visto. Puedo contar algo sobre la mayoría de la ropa que hay aquí. Y el hecho de que me la traigan quiere decir que debe de haber mucha más en la calle. La gente de la calle no tiene gran cosa, pero no coge aquello que no puede llevar encima. Eso significa que esto es lo que no pueden aprovechar. Todos los que están en ese comedor buscan a un amigo que han perdido.
Rivera dejó la chaqueta y cogió unos pantalones de trabajo, sin desgarros, pero cubiertos de polvo y manchados de sangre.
—¿Dice que puede relacionar esta ropa con gente que conoce?
—Sí, eso es lo que le dije esta mañana al policía de uniforme. Conozco a esta gente, Alphonse, y ha desaparecido.
Rivera sonrió para sus adentros cuando el cura usó su nombre propio. El padre Jaime tenía veinte años menos que Rivera, pero a veces le hablaba como si fuera un crío. Se te sube a la cabeza eso de que te llamen «padre» a todas horas.
—¿Tienen algo en común todas estas personas, aparte de ser indigentes? O sea, ¿estaban enfermos?
—¿Enfermos? Todo el mundo de la calle tiene algo.
—Me refiero a si estaban terminales. O sea, si estaban muy enfermos. ¿Con cáncer? ¿Con el virus?
Casi todas las víctimas que se cobró el viejo vampiro resultaron ser enfermos terminales y habrían muerto pronto de todos modos.
—No. No hay más relación aparte de que todos vivían en la calle y han desaparecido.
Cavuto hizo una mueca y apartó la mirada. Empezó a buscar entre la ropa, apartándola como si buscara un calcetín perdido.
—Mire, padre, háganos una lista de las personas a quienes pertenece esta ropa. Y añada todo lo que recuerde de ellos. Entonces podré empezar a buscarlos en hospitales y en la cárcel.
—Solo conozco nombres de calles.