Read Misterio de los mensajes sorprendentes Online
Authors: Enid Blyton
—¡Yo no necesito que me den consejos! —dijo Goon, enfadado—. Llevo los bastante años en las fuerzas de la policía para saber cuál es el camino que se debe seguir.
Fatty les dijo ¡adiós!, y se fue. A Ern se le ordenó que fuera a hacer su vigilancia desde la ventana de su habitación, para el caso de que alguien compareciera con alguna otra nota. Goon terminó algunos informes y luego decidió ir a entrevistarse con el señor Smith de la firma Smith y Harris. ¡Buena cosa ha sido que ese gordinflón haya tenido el buen sentido de informarme sobre el asunto! ¡Y extraordinario que el pequeño Ern descubriera la casa! Goon caviló sobre los cinco chelines que había tenido que soltar.
«No sería una mala idea el ir a pedírselos —pensó—. Pero, si tampoco puede devolverlos, porque los ha entregado a aquel muchacho para que se los guardara. Será mejor ir a la calle Haylings y ver a ese señor Smith.»
Fue en busca de su bicicleta atravesando la cocina donde la señora Hicks estaba leyendo otra vez sobre las hojas de su té.
—¡Usted siempre con sus hojas de té! —exclamó—. ¡Siempre perdiendo el tiempo con esas tonterías! —Y salió de la cocina dando un portazo—. Vaya una mujer holgazana y descuidada, siempre rompiendo cosas y tomando tazas de té siempre... —y las ideas del señor Goon se paralizaron de súbito al ver una cosa que le produjo realmente un achaque.
¡Otro anónimo! Sí, lo debía ser. Estaba colocado en el marco de la ventana de la cocina. Un sobre cuadrado, como siempre, y de ínfima calidad, como siempre también, y su sobre él un «sr. goon» al igual que en veces anteriores con su apellido con letra minúscula. Le clavó la vista encima, bien aturdido.
Ern debe de haber visto quién lo ha puesto aquí. ¡Oh, y también la señora Hicks! ¡Nadie puede haber venido por el jardín hasta el marco de la ventana sin que alguien le haya visto! Y a grandes zancadas retrocedió para entrar de nuevo en la casa.
—¡Ern! —vociferó—. ¡Ern! ¡Baja en seguida! Y usted, señora Hicks, todavía está sentada. Tengo que hacerles a los dos algunas preguntas. ¡Sí, tengo que hacérselas!
Ern, que había oído muy bien la estentórea llamada de su tío, dio un salto, atemorizado. «¿Qué es lo que ocurre ahora? —pensó—. Menos mal que ya he entregado los cinco chelines a Fatty.»
A todo correr bajó los escalones de dos en dos e irrumpió en la cocina. La señora Hicks estaba sentada en una silla, muy asustada y con la mirada puesta en el señor Goon.
—Ven aquí, Ern —exclamó el señor Goon con voz de trueno—, y mira esto. Se trata de otro de los anónimos de que te he hablado. Estaba colocado en la parte exterior del marco de la ventana de la cocina. ¿Cuánto tiempo estuvo usted aquí, señora Hicks, sentada de cara a la ventana?
—Unos tres minutos —contestó la señora a quien la pregunta cogió de improviso—. Hice la limpieza y después me senté a tomar mi segunda taza de té. Estuve sentada a la ventana unos tres minutos.
—Durante este tiempo, ¿vio usted a alguien en el jardín? —preguntó el señor Goon.
—Ni a un alma —contestó la señora Hicks—. Dios nos bendiga a todos si es que se trata de otra de esas cartas «anémicas», o como ustedes las llamen. ¡Y depositada sobre el marco de la ventana! ¡Qué valor!
—¡Pero usted tiene, forzosamente, que haber visto al que lo puso ahí! —inquirió, exasperado, el señor Goon.
—Le aseguro que hace diez minutos no estaba ahí —replicó la señora Hicks—, porque he abierto la ventana para tirarles algunas migas de pan a los pájaros. De estar ahí la carta la hubiera visto. ¡No soy ciega! Y no me mire de esa manera, señor Goon, que me hace sentir escalofríos.
—Pero forzosamente alguien debe de haber saltado la valla, cruzando el jardín y colocado la nota en el marco. Si usted no lo advirtió, debió verlo Ern. —Y dirigiéndose al muchacho, le espetó—. ¿Viste tú a alguien?
—En absoluto —contestó Ern, aturrullado—. No vi absolutamente a nadie.
—Esto indica que no estabas vigilando —dijo Goon perdiendo la paciencia.
—¡Sí que estaba vigilando! Estuve sentado frente a la ventana durante un buen rato —exclamó Ern, indignado—. Y le repito a usted, que nadie ha entrado en el patio ¡¡¡NADIE!!!
—Entonces ¿cómo ha venido a parar hoy esta nota aquí? —dijo Goon—. La señora Hicks se hallaba aquí en la cocina y tú vigilando arriba y en vuestras mismas narices alguien se cuela en el patio, coloca impunemente una carta en el marco de la ventana y luego, tan tranquilo, se vuelve a marchar otra vez.
—Todo lo que usted quiera, pero yo no vi a nadie —replicó Ern, aturdido—. Y si yo no he visto nada y la señora Hicks tampoco, no puede haber sido nadie. A menos que fuera una persona invisible.
—No digas sandeces —replicó el señor Goon—. ¡Cómo va a haber personas invisibles! Desde luego, no me extraña que la señora Hicks no advierta nada, pues cuando está leyendo en sus hojas de té...
—¡No, no me saque usted de quicio! —replicó la señora, muy enfadada.
—Por lo que se refiere a Ern —añadió dirigiéndose a su sobrino—, debes de haber estado leyendo una de esas tonterías que tú mismo escribes. Dime la verdad. Tú no vigilabas, ¿no es eso?
—Sí, tío, sí —contestó atemorizado el pobre muchacho retrocediendo a medida que su tío avanzaba hacia él—. Yo cumplí mi cometido a conciencia. Usted me paga para que yo vigile y no hago otra cosa cuando estoy arriba, de forma que le aseguro que no ha entrado nadie desde que usted me envió al piso.
Goon fue a soltarle un manotazo, pero Ern se escabulló y la punta de los dedos del policía dieron contra el borde de la mesa, lo que le produjo verdadero dolor. Ern salió enfurecido de la casa y, cogiendo a toda prisa su bicicleta, se largó. No quería estar ni un minuto más con su tío. ¡Desconfiar de este modo de él y quererle abofetear sin haber cometido ninguna falta! Si la señora Hicks no había visto a nadie, ¿por qué tenía que verlo él?
El señor Goon abrió precipitadamente el sobre cuadrado, pero al ver que la señora Hicks le estaba mirando atentamente, se marchó a su despacho. Una vez allí sacó la carta y la desdobló observando que estaba escrita, como las anteriores, con recortes de periódicos. La leyó ávidamente. Era todavía más embrollada que las anteriores:
«CUANDO VEAS A SMITH, HÁBLALE DE SECRETOS. LUEGO VIGÍLALE PUESTO QUE PONDRÁ PIES EN POLVOROSA.»
—¡Bah! —exclamó el policía verdaderamente disgustado—. ¿Qué quiere decir todo esto? ¿A qué secretos se referirá? ¡Ya me va cansando todo este asunto! Y pensar que ese pícaro de Ern estuvo vigilando en las habitaciones altas y dejó entrar impunemente a ese individuo y le permitió colocar la nota en el marco de la ventana de la cocina ¡Ante sus propias narices! ¡Tonto de mi por haberle pagado los cinco chelines!
Se disponía de nuevo a salir cuando se detuvo de repente. ¿No sería mejor telefonear a Fatty y decirle que había llegado otra nota y lo mal que había procedido Ern al tomar los cinco chelines para luego no hacer su trabajo?
Así, pues, telefoneó a Fatty, que se quedó bastante sorprendido, y le expuso que había recibido una nueva carta cuyo contenido le leyó. Fatty la copió seguidamente: «CUANDO VEAS A SMITH, HÁBLALE DE SECRETOS. LUEGO VIGÍLALE, PUESTO QUE PONDRÁ PIES EN POLVOROSA.»
Goon le contó luego que Ern no había sido capaz de localizar a nadie en el jardín que llevase la nota. «Sin duda estaría pensando en las musarañas en lugar de prestar atención a su trabajo, para lo cual yo le pagaba. No puedo dejar a Ern después de haber cobrado dinero por un trabajo que no ha hecho. Haría bien en devolverme los cinco chelines.»
—Lo siento, señor Goon, pero usted pagó a Ern por un trabajo que ya había hecho, y no por uno que iba a hacer —observó Fatty—. Aquellos cinco chelines son de Ern. ¿Y ahora que va usted a hacer? ¿Se propone visitar a los señores Smith y Harris?
—Sí —contestó Goon—. Pero respecto a los cinco chelines, si ve usted a Ern dígale que me devuelva por lo menos media corona, ¿entiende?
Fatty colgó el auricular para no oír todo cuando quería explicar el señor Goon en su enfado.
Oyó el timbre de una bicicleta en el sendero y miró a través de la ventana. Era Ern, jadeante por el esfuerzo hecho para llegar a casa de Fatty lo antes posible.
—¡Hola, muchacho! —le dijo Fatty—. Tu tío me acaba de llamar ahora mismo por teléfono y ha dicho que ha recibido otro anónimo, y que lo encontraron en el marco de la ventana de la cocina, y colocado allí, según él cree, por alguien que ha pasado por delante de vuestras propias narices. ¿Es posible que no pudieras localizar a quien lo trajo? Por lo visto, el hecho ocurrió mientras tú estabas vigilando.
—¡Y es verdad que estaba vigilando! —replicó Ern, indignado—. Tú me aconsejaste que cumpliera con mi deber de una manera honesta, y así lo he hecho. Te aseguro, Fatty, que tan pronto como mi tío me ordenó que fuera a vigilar me senté frente a la ventana de mi habitación y no deje de tener la vista pegada al patio. Sí; de veras que lo hice, como te lo digo. Vi cómo caían en el patio algunas migas de pan y me supuse que era la señora Hicks que las echaba para los pájaros, pero ella dice que la nota no estaba en el marco de la ventana cuando las tiró.
—¿Y después que ella hubo echado las migas continuaste teniendo la vista fija en el patio? —preguntó Fatty un poco receloso—. ¿Tampoco vio a nadie la señora Hicks?
—A nadie. Y si ella hubiera visto a alguien, yo también tenía que verlo —dijo Ern, un poco enfadado—. Ella estuvo sentada frente a la ventana, y a tan corta distancia que casi podía asomarse y tocar el marco. Pues bien, si ella no vio a nadie, ¿cómo había de verlo yo? No lo entiendo de ninguna manera, Fatty. Yo creo que la nota debía de estar allí cuando echó las migas, y ella no se daría cuenta. Esta es la única explicación que me parece lógica.
—Yo supongo lo mismo —asintió Fatty—. Realmente hay algo muy extravagante en este asunto, aunque no puedo poner el dedo en la llaga. Confiemos en que tu tío calmará su enfado y mientras tanto quédate aquí y merendaremos. No creo que sea necesario que vayas otra vez a montar nueva vigilancia, pues no es de temer que, por hoy, aparezca ninguna otra nota.
—¡Oh! Gracias, Fatty. Me gusta estar aquí contigo —exclamó Ern—. ¿Te puedo ayudar en algo?
—Pues sí; quisiera empezar a preparar las cosas que deben de llevarse a la Casa de la Ciudad para la Tómbola. Puedes ayudarme. Estoy deseoso de saber cómo le ha ido a tu tío con los señores Smith y Harris, pues cabe en lo posible que el tal Smith sea el que se menciona en los anónimos. Pronto lo sabremos.
Pero al señor Goon no le iba muy bien su trabajo aquella tarde. De hecho estaba teniendo muy poco éxito. Había llegado a la jardinería de muy mal humor por lo que él consideraba un fallo de Ern en localizar a la persona que había dejado el último anónimo.
Entró en la finca montado en su bicicleta y a toda velocidad, por lo que casi atropella a un hombre que iba por el sendero llevando una carretilla de mano.
—¡Mira por donde andas! —le gritó el desconocido viendo que el señor Goon había hecho caer un tiesto que se rompió contra el suelo.
El señor Goon, sin hacer caso desmontó de la bicicleta y en tono de suficiencia le dijo:
—Quisiera ver a los señores Smith y Harris.
—Pues está usted hablando con la mitad de ellos —le contestó el desconocido dejando descansar la carretilla sobre sus patas—. Yo soy Harris. ¿Qué desea? Tengo ya pagada la matrícula del perro, el permiso de la radio, el del coche de reparto y...
—No he venido por cuestión de licencias —dijo Goon temiendo que el buen hombre se disponía a tomarle el pelo—. Quiero ver al señor Smith.
—¡Oh! esto será un poco difícil, ahora —le dijo Harris frotándose la mejilla lo que le produjo el característico ruido que ofrece el frote de una barba de tres días—. Sí, bastante difícil.
—¿Está en casa? —preguntó el señor Goon impaciente—. ¿O en el jardín?
—No, no lo encontrará usted —le contestó el señor Harris a quien ya empezaba a desagradar los modales del engreído policía—. En este momento yo no podría ponerle ni un dedo encima.
—Pero es que tengo necesidad de verle —dijo Goon—. Es muy importante y le ruego que no me entretenga, por favor. Lléveme a donde se encuentra.
—¡Oh!, no tengo tiempo para ello —replicó el señor Harris—. Está demasiado lejos para llevarle donde él se encuentra y ahora estoy muy atareado. Dispongo solamente de un trabajador y el tiempo es precioso.
El señor Goon empezaba a sentirse exasperado. ¿Dónde estaba el evasivo señor Smith? Por lo que pudiera ser se decidió a hacer una pregunta sorda.
—¿Es Smith el verdadero apellido de ese señor? —preguntó bruscamente.
El señor Harris, muy sorprendido ante pregunta tan extraña, miró fijamente al señor Goon y se raspó de nuevo su poblada y descuidada barba.
—Por todo cuanto yo sé, ése es su apellido —contestó—. Le conozco de toda la vida y él siempre ha usado el apellido Smith, desde muy niño. ¿No será usted un bromista?
—Nada de eso —contestó Goon un poco desconcertado al oír que el apellido Smith aparentemente era correcto—. ¿No podría usted decirme si este lugar se llamaba tiempo atrás «Las Yedras»?
—¿Por qué debió de llamarse «Las Yedras»? —preguntó a su vez el señor Harris—. Ya era conocida por Jardinería Haylings cuando yo lo compré y por Jardinería Haylings antes de nacer usted, señor policía «Husmeador». ¿Qué quiere decir usted con eso de «Las Yedras»?