Misterio de los mensajes sorprendentes (4 page)

—¡En un carretón! —dijo Fatty—. ¿Quieres decir que he de pedir prestado al jardinero su viejo carretón y que me he de pasear con él por las calles del pueblo? No, gracias.

—Larry puede ayudarte. Es una buena obra, de manera que yo espero que lo harás.

—Tú siempre haces buenas obras, madre —dijo Fatty—. De todas formas me gustaría tener una madre que hiciera menos, mejor dicho, ¡que no hiciera ninguna! Bueno, de todos modos, lo haré por ti, madre. Larry y Pip me ayudarán.

—Volveremos esta tarde y limpiaremos el desván —prometió Larry—. ¿A qué hora? ¿A las tres y media, es buena hora?

—Sí —contestó Fatty—, y al terminar nos iremos a merendar a la mejor cafetería del pueblo, ya que tendremos mucha hambre después de nuestro trabajo.

—Muy bien, os pagaré una buena merienda —dijo su madre riéndose—. Pero me doy cuenta de que olvidas de que deseas adelgazar, Federico.

—No me lo recuerdes, madre, ahora que ya estoy relamiéndome por los pasteles que me comeré esta tarde —gimió Fatty.

Por la tarde, los cinco, con «Buster» cruzándose continuamente entre sus pies, trasladaron una enorme cantidad de trastos del desván y, cuando estaban en lo mejor de su trabajo, un penetrante silbido se oyó desde el final de las escaleras.

—¿Quién es? —dijo Fatty, asustado.

—¡Caramba!, si es Ern —dijo mirando hacia la planta baja—. Ern, ¿qué haces tú por aquí?

—Baja —contestó Ern—. Tengo que decirte algo. Vivo con mi tío; vino a buscarme esta mañana.

—¡Que vives con Goon! —dijo Fatty, como no dándole crédito—. Pero tú... Ahora bajo y me lo contarás. Palabra, Ern, que esto sí que es una sorpresa. Estamos todos contigo en un segundo.

CAPÍTULO IV
UN NUEVO EMPLEO PARA ERN

Los cinco muchachos se asombraron al oír decir a Ern que había venido a vivir con el señor Goon. A toda velocidad bajaron las escaleras del ático. Ern estaba muy complacido de volverles a ver.

—¡Bien! —dijo Fatty, dándole unas palmadas en la espalda—. ¡Siempre el mismo nuestro simpático Ern!

Y efectivamente, Ern aparecía exactamente igual que cuando les dejó ya algún tiempo, aunque quizás había crecido algo. Estaba rollizo como antes, sus mejillas eran como siempre, brillantes y sonrosadas y sus ojos un poco saltones recordaban los de su tío. El joven recibió a todos sonriéndoles con su mueca característica, que dejaba ver todos los dientes.

—¡Oh, estáis todos aquí! Esto es una suerte y estoy muy contento de veros —dijo.

—Vámonos ahora a mi cobertizo —dijo Fatty cautelosamente—. Allí podremos hablar sin que nos oigan. ¿No os parece que ya hemos bajado bastantes trastos y que mamá quedará satisfecha? El garaje estará pronto tan lleno de chismes, que no sé dónde va a poner papá su coche.

—Sí; ya hemos trabajado bastante —asintió Larry, que se encontraba realmente cansado después de haber estado bajando por la empinada escalera del ático una serie de trastos ciertamente pesados. Y añadió—. Yo por lo menos necesito un descanso.

Esto decidido, salieron todos por la puerta lateral y tomaron el sendero que conducía al fondo del jardín, donde Fatty tenía su cobertizo muy bien escondido entre árboles y arbustos.

La tarde, tan corta en invierno, tocaba a su fin y como ya anochecía, encendió un quinqué y una estufa, pues el cobertizo estaba muy frío. Pronto el calor de la estufa atemperó la estancia y reconfortó al grupo de los seis muchachos y al inseparable «Buster», sentados todos muy juntos y contentos de tener un descanso después de haber trabajado de firme.

—No os voy a ofrecer nada para comer —dijo Fatty—, porque nos vamos a ir todos a merendar a una granja. Mi madre es la que paga y esto nos permitirá tomar cuanto nos plazca. Tú, Ern, puedes venir con nosotros y despachar lo que gustes.

—¡Encantado! —dijo Ern—. Y gracias, muchísimas gracias, Fatty.

—¿Qué pretende tu tío —preguntó Fatty— al pedirte que vengas a vivir con él, así, de forma tan súbita?

—Pues veréis; a la hora de la comida estábamos todos sentados a la mesa: mi madre, mis dos hermanos gemelos, Sid y Perce, y yo, cuando oímos decir a mamá: «¡Mirad quién viene por aquí!» Nos volvimos y vimos con sorpresa que se trataba de nuestro tío Teófilo que entraba en el jardín cabalgando pesadamente sobre su bicicleta.

—¡Caramba! Es verdad, ya se me había olvidado de que el señor Goon se llama Teófilo —dijo Bets con su sonrisa burlona.

—Sid y Perce —continuó Ern, muy contento de haber atraído la atención de todos sus compañeros—, salieron pitando escaleras arriba hacia los dormitorios, echando el cerrojo tras de sí, pues los pobres están obstinadamente intimidados porque el tío es policía. Yo, la verdad, también me disponía a escapar cuando el tío me gritó: «Eh, jovencito, quédate aquí que tengo un trabajo para ti. Te necesito para que ayudes a la Ley».

Ern dijo esto imitando magníficamente la voz ampulosa del señor Goon y sus solemnes gestos.

—Sigue, sigue —dijo riéndose Fatty celebrando el acierto con que Ern remedaba al policía.

—Entonces mi tío —continuó Ern—, dándome unas palmadas en la espalda, dijo: «¡Qué tal! ¿Cómo está el distinguido muchacho de la familia?» Este preámbulo nos hizo sospechar tanto a mi madre como a mí. Luego nos explicó que necesitaba que yo fuera a vivir con él y que mi misión era olfatear algunas cosas raras que estaban ocurriendo a su alrededor. Sin vacilar ni un momento le iba a contestar que no, cuando él me dijo que me pagaría buenos honorarios por mi trabajo.

—¿Eso dijo? —preguntó Fatty—. ¿Qué te ha ofrecido?

—Pues media corona por día —contestó Ern—. ¡Repato! En mi vida he tenido yo tanto dinero junto. Con todo, me hice el remolón y le pedí más diciéndole. «Trato hecho, tío, pero, además de la media corona, me has de dar un plus para comprar un helado cada día.» Y me contestó: «Conforme, pero con la condición de que has de venir conmigo ahora mismo.»

—Espero que esta vez esté complaciente contigo —dijo Daisy recordando lo muy brutal que había estado con el muchacho en otras ocasiones en que habían vivido juntos.

—Eso espero yo también, pues ya le he advertido que regresaré a casa tan pronto como el trabajo no sea de mi gusto —replicó Ern en tono jactancioso—. ¡Trabajo! No sé por qué le llaman trabajo a lo que en realidad no es más que un asunto casi cómico. Se trata, simplemente, de vigilar si alguien merodea por los alrededores de la casa e intenta dejar alguna nota por los escondrijos, pues cuando mi tío tiene que salir no puede hacer la vigilancia. Y si llego a ver a alguien y sé explicarle bien y con todo detalle la persona de que se trata y cómo viste, etcétera, me dará un extra de cinco chelines.

—Por lo visto ya se ha convencido Goon de que no soy yo el depositante de las tales notas —dijo Fatty—. ¿Te ha dicho algo más, Ern?

—Sólo me ha dicho —contestó el muchacho—, que esta tarde la podía pasar aquí con vosotros por si queríais facilitarme algún detalle. Añadió que os dijera que ya podéis quemar aquellas notas que os dejó y que no os preocupéis más de ellas.

—Me supongo que él se imagina que nosotros vamos a abandonar este misterio de los mensajes extraños —dijo Pip—. Pues, no señor, no lo abandonaremos, ¿verdad Fatty?,

—No, no lo abandonaremos —replicó Fatty—. Sin duda hay algo sospechoso en las tales notas y por eso no las quemaremos; es más, insistiremos en desentrañar el asunto. Propongo que mañana por la mañana celebraremos reunión para analizarlos cuidadosamente.

—¿Puedo darles un vistazo? —preguntó Ern lleno de curiosidad.

—Las tengo en casa —contestó Fatty—. De todos modos, es ya hora de ir a merendar. ¿Has traído tu bicicleta, Ern?

—¡Claro que sí! —replicó el muchacho. Y después de una pausa añadió confidencialmente—: ¿No creéis que he tenido suerte? Pagar todos los helados que nos tomemos y así os compensaré en parte de los muchos que me habéis pagado en otras ocasiones.

Al decir esto miró a todos con su característica sonrisa, que parecía la mueca de un mono, y que, como tal, le hacía enseñar todos sus dientes. Ellos sonrieron también a su vez, complacidos al verle tan bonachón. Y es que Ern era, en verdad, un bendito de Dios.

A fin de cambiar de conversación, Pip se decidió a preguntar a Ern por su familia.

—Dime, Ern, ¿qué hacen tus hermanos? ¿Sigue Sid tan aficionado a chupar aquellos horribles caramelos tan pegajosos?

—No, ahora se ha aficionado a los «chiclets» —contestó Ern en tono burlón—, y es que el pobre tuvo un jaleo en la escuela por culpa de esos dichosos caramelos. Son, en verdad, tan pegajosos, que un día en clase, el profesor, de pronto, le hizo unas preguntas cuando él menos lo esperaba. En aquel momento Sid tenía en la boca uno de esos pegajosos caramelos y no le fue posible escupirlo con la rapidez suficiente para que el profesor no se diera cuenta de ello. Total, que resultó atrapado. Ahora se ha pasado a los «chiclets». Dice que son más «manejables» y que no quiere que vuelvan a pescarlo. En cuanto a Perce también está bien —siguió diciendo—. Si le hubierais visto a él y a Sid largarse a todo correr, esta mañana cuando vino el tío. ¡Os aseguro que ni una bomba atómica les hubiera hecho correr más de prisa!

Todos rieron la ocurrencia. Luego Fatty se levantó para decir:

—¡Vámonos! Y tú, Ern, en caso de que tu tío se quede en casa por la mañana, puedes venir a nuestra reunión. Por lo que veo estás más o menos metido en este asunto y, por lo tanto, puedes conocer también nuestros planes.

—¡Oh, sois admirables! —dijo Ern con gran alborozo—. Además, yo podría traer mi «POSIA» para leérosla. No está totalmente terminada pero trataré de acabarla esta misma noche.

Todos rieron a gusto. ¡Vaya chifladura la de Ern con sus «posías»! No había manera de que el muchacho dijera «poesía» de manera correcta. Para él eran «posías» y nada más. Y lo bueno era que al pobre chico después que le costaba muchos esfuerzos para escribirlas, casi siempre se atascaba a la mitad y no había manera de seguir adelante.

Uno tras otro salieron del cobertizo de Fatty, que cerró cuidadosamente la puerta tras de sí. A ninguna persona mayor le estaba permitida la entrada en el chamizo y menos ver la cantidad de tesoros que Fatty guardaba allí dentro. Allí estaban todos sus disfraces, sus coloretes de maquillaje, sus dientes postizos, bigote y patillas. Al señor Goon le habrían saltado los ojos de gozo, si hubiera visto todo aquello.

Alegremente encendieron los faroles de sus bicicletas y se dirigieron a la granja para merendar. «Buster» saltó a su sitio de costumbre: la cesta de la bicicleta de Fatty. Entraron en una granja muy surtida con el perro pegado a sus tacones.

—Una mesa para seis —encargó Fatty cortésmente.

Pronto estuvieron todos acomodados alegres y bulliciosos ante la perspectiva de una buena merienda. La madre de Fatty les había dado diez chelines como recompensa por su trabajo; esa cantidad bastaba para pagar una merienda abundante, pero no alcanzaba para costear, además, un helado para cada uno.

Fatty buscó en su bolsillo algún dinerillo más, y debió de encontrar lo que deseaba, porque dijo alegremente a sus amigos:

—Yo propongo unas tostadas con miel para empezar, luego pastelillos de nata, seguidos de chocolate con leche y para terminar: un helado. ¿Qué os parece?

—¡Repato! —exclamó Ern, admirado—. ¡Si esto es más abundante de lo que yo he tenido al mediodía para comer! ¿Y qué comerá «Buster»?

—Oh, «Buster», lo de siempre: las sobras y algún mordisquillo que alguien le eche —añadió Fatty mientras llamaba a una camarera para encargarle la merienda.

—¿Estáis seguros de que tendréis bastante merienda? —les dijo, sonriendo, la camarera.

—¡Oh!, no crea; no estamos muy seguros —replicó Fatty—; pero, para empezar, quizás habrá bastante.

Fue una merienda muy divertida y Ern, que siempre tenía algo que contar, les hizo pasar un buen rato refiriéndoles una equivocación que tuvo Sid con sus chiclets unos días antes.

—Pues el caso fue —empezó Ern— que Perce había sacado sus instrumentos para modelar en yeso algunas piezas y después de preparar la masa, empezó a aplanar algunos trocitos para trabajar con ellos. En ese momento mamá le llamó para salir juntos. Poco después llegó Sid y al ver aquellos trocitos de forma rectangular y tan blancos, creyó que eran chiclets y ni corto ni perezoso, se los metió en la boca para masticarlos pero, ¡cuál no sería su sorpresa al ver que no podía hincarles el diente! Además les encontró un gusto muy raro, tanto que estuvo por salir a reclamar a la tienda donde suponía que Perce podía haberlos comprado. Afortunadamente, llegó Perce a tiempo para impedirle que hiciera tal cosa. Imaginad ahora la zapatiesta que se armó después al advertir Perce, que su gemelo estaba masticando los rectángulos de yeso que él tenía preparados para sus trabajos de modelaje.

Con grandes carcajadas acogieron todos lo gracioso del caso y sobre todo lo peculiar manera que tenía Ern de contarlo.

—¡Muy chocante! —exclamó Fatty—; pero, por favor, no se te ocurra contarlo delante de mi madre.

—No temas, ni por casualidad me atreveré a abrir la boca delante de tu madre —añadió Ern poniendo una cara de asustado, sólo al pensar que le hicieran hablar delante de la señora Trotteville—. Figúrate que hasta mi tío se siente amilanado cuando tiene que hablar con tu respetable madre.

Hizo una pausa y cambiando de tono preguntó:

—¿Y bien, Fatty, qué hora es? Tengo que estar de regreso a las cinco y media en punto para empezar mi trabajo, porque a esa hora mi tío tiene que salir.

—Entonces, será mejor que te marches —dijo Fatty—. Desde el momento que te pagan para hacer un trabajo, querido Ern, es mejor llegar cinco minutos antes que con cinco minutos de retraso. Esta es, precisamente, la diferencia entre el hacer un trabajo de una manera honesta o de una manera desconsiderada. ¡Tenlo presente!

—Tienes razón, Fatty —contestó Ern levantándose de la silla—. Seguiré tus consejos: ¡Hasta la vista! Vendré mañana, si es que puedo.

Después de decir esto, despidióse de todos y se marchó.

—¡Es un buenazo este pobre diablo de Ern! —dijo Pip, viéndole franquear la puerta de la granja—. Es de esperar que el viejo Goon le trate bien. Y si no le paga como le ha prometido, nosotros tendremos que intervenir en el asunto.

—¿Queréis tomar algo más? —preguntó Fatty—. ¿No? Lo siento, «Buster», todos dicen que no; por la tanto, es inútil que menees la cola de esa forma. ¡Bien! Decididamente me encuentro mucho mejor ahora, aunque un poco más regordete. ¡Ah, si pudiera adelgazar! Decididamente tendré que volver a entrenarme para las carreras de «cross-county».

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