Read Misterio de los mensajes sorprendentes Online
Authors: Enid Blyton
—Bien, pues vaya y procure que pare de gritar —contestó enojado el policía, viendo el cielo abierto cuando la señora Hicks desapareció con sus bufidos.
El señor Goon estudió nuevamente las tres notas tratando de adivinar el enigma que entrañaban las palabras recortadas y pegadas sobre el papel. ¿De qué periódico habían sido recortadas? Ésta sería una buena pista, pero el señor Goon no veía la posibilidad de descubrirlo. ¿Quién las había enviado y por qué? Por otra parte, en Peterswood no había ningún sitio llamado «Las Yedras».
Comprobó, una vez más, la guía de carreteras y domicilios; después llamó por teléfono a la oficina de Correos.
—Aquí el policía Goon —dijo dándole importancia, y cuando le pasaron la comunicación al departamento principal, preguntó:
—Señor jefe de Correos: deseo una información, por favor. ¿Hay aquí en Peterswood, alguna casa, probablemente de reciente construcción, llamada «Las Yedras»?
—¿«Las Yedras»? No, no existe ninguna. Hay una que se llama «Los Álamos»; quizá podría ser ésta...
—No, no; no se trata de «Los Álamos» —asintió el señor Goon—. También estoy interesado por alguien cuyo nombre es Smith, quien...
—¿Smith? ¡Oh!, puedo darle por lo menos quince direcciones de «Smiths» en Peterswood —dijo el jefe de Correos—, ¿las quiere usted ahora?
—No, gracias —contestó el policía desabridamente colgando al propio tiempo el teléfono con enfado.
Volvió una vez más a examinar detenidamente las tres notas. Ninguna dirección ni nombre alguno. ¿De dónde vendrían? ¿Quién las había enviado? ¿Se trataba de algo importante o era, simplemente, una broma de mal gusto?
—¿Una broma? ¿Quién se atrevería a bromear con el Policía Goon, Comandante de puesto y representante de la Ley en Peterswood?
Pero, un hormigueo se apoderó de todo su cuerpo, al venirle a la memoria la figura de un muchacho rollizo de sonrisa abierta.
—¡Este muchacho regordete, Federico Trotteville! —dijo en voz alta—. Ha venido a pasar las vacaciones en su casa y todavía sigue aquí. ¿Se tratará de ese renacuajo? Será capaz de enviarme estas cartas anónimas para que obtenga pistas falsas y haga indagaciones sobre cosas que se llamen «Las Yedras». ¡Bah!
Se puso a trabajar, pero en el fondo de su cerebro empezaba a bullirle el convencimiento de que el bromista podría ser Federico Trotteville y esta idea obsesionante hacía que su trabajo cotidiano resultara más lento que de costumbre.
Cuando estaba a la mitad de un informe, la señora Hicks irrumpió corriendo en la habitación.
—¡Señor Goon, señor Goon! ¡Acabo de encontrar otra de esas notas! —exclamó, respirando aceleradamente como si hubiera corrido un kilómetro, al mismo tiempo que dejaba encima de la mesa otro sobre cuadrado, cuyo aspecto ya resultaba familiar al señor Goon.
El policía dirigió una mirada a la misiva; efectivamente, su nombre venía escrito en el sobre: «señor goon», como las anteriores. Tampoco esta vez estaba escrito en mayúscula, lo cual indicaba, sin duda alguna, que procedía del mismo individuo.
—¿Vio usted a alguien? ¿Dónde lo encontró? —preguntó el policía, abriendo el sobre cuidadosamente.
—Pues había acabado de lavar la ropa y me disponía a tender el mantel, que, dicho sea de paso, está hecho jirones —expuso la señora Hicks— cuando, al meter la mano en la bolsa de las pinzas, encontré la carta.
—¿Había alguien por allí cerca?
—No; la única persona que ha venido esta mañana a casa es el chico que hace de repartidor de la carnicería y que trajo unas chuletas para su almuerzo.
—¡El chico de la carnicería! —exclamó el policía, levantándose como un resorte y asustando a la señora Hicks, que dio unos pasos atrás—. ¡Ah!, por fin empezamos a saber dónde estamos. ¿Vio usted a ese muchacho?
—No, señor. Yo estaba arriba haciendo la cama —explicó la sirvienta alarmada por la cara pálida del señor Goon—. Sólo le dije que dejara el paquete de la carne encima de la mesa y así lo hizo porque lo encontré allí; el muchacho se fue silbando y...
—Bien, eso es todo. Ya tengo cuanto quería saber —dijo el señor Goon—. Ahora voy a salir, señora Hicks; atienda al teléfono hasta mi regreso y no se preocupe que esta es la última de esas notas. ¡El chico de la carnicería! ¡Lo voy a desollar vivo! Le voy...
—¡Pero si Carlos Jones es un buen chico! —replicó la señora Hicks—. El carnicero dice que el mejor que ha tenido hasta ahora.
—No estoy pensando en Carlos Jones —dijo el policía poniéndose el casco y ajustándose el cinto del uniforme—. ¡Se trata de otra persona! ¡Una persona que va a tener una sorpresa desagradable!
La señora Hicks estaba intrigada y llena de curiosidad, pero se abstuvo de hacer preguntas porque sabía que el señor Goon no soltaría prenda.
El policía salió de su casa a escape, montó en su bicicleta y se alejó a toda velocidad. En su bolsillo llevaba las cuatro cartas anónimas. Mientras pedaleaba, el policía reflexionaba sobre el contenido de la última nota recibida. La componían nueve palabras recortadas, igual que las veces anteriores, de un periódico y pegadas sobre una hoja de papel. «LO SENTIRÁS SI NO VAS A VER A SMITH.»
—Tiene que ser ese regordete de Federico Trotteville. Estoy seguro. —Repetíase el señor Goon, pedaleando con rapidez—. Pero esta vez no me engañas, renacuajo. Tu estratagema de hacerte pasar por el chico del carnicero de nada te servirá. Ya no me harás perder más tiempo con notas estúpidas. Ahora no te escapas. ¡Vas a ver la que te espera!
Llegó a la verja de la casa de Fatty y, cuando la hubo franqueado se dirigió a la casa. De repente un pequeño «scottie» salió de entre unos arbustos y, ladrando alegremente, mordisqueó los tobillos del policía.
—¡Lárgate! —gritó el señor Goon arreando una patada al pobre chucho—. ¡Tienes tan malas ideas como tu amo! ¡Lárgate, he dicho! —exclamó una vez que el policía reconoció al perro como de Federico Trotteville.
—¡Hola, señor Goon! —dijo Fatty—. Ven aquí, «Buster». No trate así a su mejor amigo —añadió el chico dirigiéndose al señor Goon—. ¿Parece que tiene usted prisa?
El policía bajó de su bicicleta; tenía la cara colorada después del pedaleo furioso que había llevado.
—Aparta al perro lejos de mí —dijo—. Tengo que hablar contigo, señorito Federico Trotteville; quiero hablar contigo largo y tendido. ¿De forma que te creías muy listo enviando esas notas, no?
—Palabra que no sé de qué me habla —contestó el muchacho intrigado—. Pero, entre, por favor. Dentro hablaremos mejor y más cómodamente.
Federico Trotteville, familiarmente conocido por Fatty acompañó al señor Goon a través del recibidor hasta la sala de estar.
—¿Están tus padres en casa? —preguntó Goon, pensando que sería mucho mejor que los padres del muchacho estuvieran presentes durante la reprimenda que iba a propinar a su querido hijo.
—No; no están —contestó Fatty—. Pero los otros, sí que están aquí. Estoy seguro que a todos ellos les agradará oír su pequeña historia o lo que sea. Durante estas vacaciones —prosiguió Fatty— hemos estado bastante inactivos, respecto a resolver misterios, señor Goon, y nos gustaría que usted nos planteara alguno para ayudarle a resolverlo.
—Conque, ¿tus compañeros están aquí? —dijo el señor Goon—; entonces diles que pasen, que les conviene oír lo que voy a decir.
Fatty fue a la puerta y dio tal grito, que el señor Goon se sobresaltó y «Buster» salió como una exhalación de debajo de la silla empezando a ladrar fuertemente y el señor Goon le echó una mirada furiosa, tanto al perro como a su amo.
—¡Aparta de aquí a este maldito perro! —dijo—. Federico, ¿por qué no sacas a este animal de la habitación? ¡Si se me acerca, le doy una patada!
—No. Espero que no lo haga —contestó Fatty—. ¿Le gustaría que le denunciase a la policía por crueldad hacia los animales, señor Goon? ¡«Buster»! ¡Cállate!
De pronto, una gran algarabía se oyó en la escalera y precipitadamente, entraron en la habitación Larry, Daisy, Pip y Bets, ansiosos de saber por qué Fatty había lanzado aquel grito. Los muchachos se quedaron sorprendidos al encontrarse con el fornido policía.
—Hola, señor Goon —dijo Larry—, ¡qué sorpresa más agradable!
—De forma que estabais aquí reunidos —comentó el señor Goon, observando al grupo—. ¿Supongo que estaríais maquinando alguna travesura, como siempre tenéis por costumbre?
—Exactamente no —dijo Pip—. La madre de Fatty está haciendo limpieza general en el desván y nosotros la ayudamos, si bien, al mismo tiempo, tratamos de encontrar alguna cosa que sirva para nuestras diversiones. Señor Goon, ¿tiene usted alguna cosa que le sobre? Por ejemplo: un par de cascos viejos que ya no use.
Al oír las palabras de Pip, Bets se echó a reír maliciosamente y se escondió detrás de Fatty para evitar la mirada severa del policía.
—Sentaos —ordenó el señor Goon—. He venido para hablaros de un asunto muy serio. Tengo que enviar un informe a la Jefatura de Policía sobre un asunto que está relacionado con alguno de vosotros y he pensado que antes de enviarlo convendría que me dijeseis si tenéis alguna cosa a objetar sobre el mismo.
—Esto es muy interesante —dijo Fatty sentándose en el diván. Y añadió—: Siéntese usted también, señor Goon; pongámonos cómodos y escuchemos la historia que va a relatarnos.
—Federico, no me gusta en absoluto tu aire descarado, te lo aseguro —empezó por decir el señor Goon, sentándose ampulosamente en la butaca más confortable de la estancia—. Dime ante todo y antes de que empiece nuestra charla: ¿Por qué cuando yo llegué, no estabas en el desván con tus amigos?
Algo sorprendido por la inesperada pregunta del policía, Fatty replicó:
—No estaba arriba, porque había bajado algunos trastos que debía amontonar en el garaje. Entonces, oí ladrar a «Buster» y, salí a ver a qué obedecían aquellos ladridos. ¿Por qué me pregunta todo eso?
Sin contestar a la pregunta, añadió el policía:
—En primer lugar te diré que estoy enterado de lo que has estado haciendo esta mañana. Te has disfrazado y hecho pasar por el mozo de la carnicería poniéndote un delantal a rayas, una peluca roja y...
—Siento decirle que todo esto no es verdad atajó —Fatty—. Creo en verdad que hubiera sido más divertido pasearme disfrazado de mozo de carnicería, en lugar de estar trajinando estos viejos y malolientes cacharros, pero ante todo, debo de decir la verdad, señor Goon. No querrá usted que mienta para complacerle. Lo siento, pero yo no he actuado esta mañana como mozo de carnicería.
—Conque, ¿afirmas que no es verdad lo que digo? —continuó el policía alzando la voz—. Entonces, ¿tampoco será cierto que dejaste una nota en la bolsa de las pinzas de tender la ropa y otra en la carbonera cuando viniste a casa? y que...
Fatty estaba tan atónito que no podía articular palabra lo mismo que sus compañeros. Se miraban unos a otros pensando que el señor Goon se había vuelto loco. «Bolsa de pinzas», «Carbonera». ¿Qué significaban estos enigmas?
—También debiste creer que eras muy inteligente al pegar otra de estas notas a mi cubo de la basura —siguió el señor Goon.
El señor Goon hizo una pausa, dirigió una desafiante mirada a los muchachos, que le escuchaban en silencio, atónitos, y prosiguió en tono sarcástico, dirigiéndose a Federico:
—¿Dónde pondrás la próxima nota? Vamos, dímelo. Me gustaría saberlo, porque así iría directamente a cogerla.
—Pues le diré a usted —contestó Fatty con el ceño fruncido, aire de reto y tono zumbón poniéndose en la misma postura que el policía—. ¿Qué le parece si la próxima se la coloco en la regadera, si es que tiene usted alguna?, o ¿mejor en la cesta de ir a la compra?
—¿O en su mesita noche? —añadió Larry metiéndose en la conversación y dirigiéndose a Fatty—. De esta manera el señor Goon no necesitaría preocuparse en buscarla porque la tendría delante de sus narices.
El aludido se puso pálido y miró alrededor severamente y Bets pensó que en aquel momento le gustaría estar muy lejos de aquella habitación. No tenía nada de agradable el señor Goon cuando miraba de aquella manera.
—Esto no tiene ni pizca de gracia —dijo el policía enfadado—, no la tiene en absoluto y vuestra actitud me hace creer más firmemente que nunca que estas notas, tan tontas, las habéis escrito vosotros.
—Señor Goon, le aseguro formalmente que no tenemos la menor idea de lo que está usted hablando —dijo Fatty seriamente, viendo que el policía estaba realmente preocupado por las notas aludidas—. ¿Por qué no nos aclara a qué ha venido exactamente y nosotros le diremos, con toda sinceridad, si sabemos algo de ello?
—Yo lo que sé es que tú, Federico, estás mezclado en este asunto —dijo Goon—. Esto «huele» a una jugarreta tuya para que sirva de diversión a los demás. Pero enviar notas anónimas no es una diversión; ¡es una acción castigada por la ley!
—¿Qué es una nota anónima? —preguntó Bets—, no lo acabo de entender.
—Son cartas enviadas por alguien que, por alguna razón, teme el poner su nombre al final de las mismas —explicó Fatty—. Normalmente las cartas anónimas no llevan ni remitente, ni firma y sólo las envían las personas falsas y cobardes. ¿No es así, señor Goon?
—Así es —contestó el policía— y la verdad es que tú mismo te has definido muy bien si eres precisamente el que ha enviado estas notas.
—Pero, ¡si no he sido yo! —protestó Fatty, empezando a perder la paciencia—. ¡Por el amor de Dios!, señor Goon, vamos al grano y díganos qué ha ocurrido. Estamos completamente a oscuras.
—A ver si conoces todo esto —dijo Goon, sacando de su bolsillo las cuatro notas—. Voy a leer estas cartas a ver si refresco tu memoria. Aquí está la primera: «PREGUNTA A SMITH CUÁL ES SU VERDADERO NOMBRE.» Y la segunda dice: «ÉCHALE DE «LAS YEDRAS».» Esta nota reza: «¿CREES SER UN BUEN POLICÍA?» «SERÁ MEJOR QUE VEAS A SMITH», y la última: «LO SENTIRÁS SI NO VAS A VER A SMITH.» Como podéis ver se trata de unas notas muy raras, mirad, ni siquiera están escritas a mano.
Seguidamente tendió los escritos a los muchachos, que los examinaron con curiosidad.
—El autor de estas notas recortó las palabras de un periódico y las pegó sobre una hoja de papel —dijo Larry—. Esto es un truco muy viejo empleado por los chantajistas, para que no se pueda identificar su letra.
—Este asunto es realmente muy interesante —comentó Fatty—. ¿Quién es Smith y dónde está la casa llamada «Las Yedras»?