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Authors: Espido Freire

Melocotones helados (7 page)

—Nunca pensé, ni por un momento, que hubieras muerto —dijo ella, llorosa.

—Entonces —añadió él, en voz baja— tenías más confianza que yo.

Se casó con ella porque era lo que debía hacer. Para las bodas que siguieron a la guerra la gente desenterró sus tesoros, las cuberterías de plata escondidas, un broche antiguo, latas de melocotones en almíbar y tabletas de chocolate. Antonia logró comprarse un vestido muy sencillo de lino claro, que fue confeccionado para una mujer más gruesa, y un sombrero adornado con violetas. Usó el sombrero durante muchos años, y la niña Elsa, de pequeñita, jugaba con las violetas supervivientes. El vestido, sin embargo, no volvió a lucirlo jamás. Antonia era una sentimental.

Juntos tuvieron seis hijos, de los que entonces sobrevivían dos. Se entendieron sin problemas, y nunca hubo malas palabras entre ellos. Esteban se portó bien con ella, y Antonia pareció ser feliz. Treinta y seis años más tarde, cuando la enterró ante los dos hijos, y los tres nietos, y los vecinos, que lloriqueaban o atendían nerviosos, aburridos, su mujer no había cambiado: en el ataúd la boca se le arrugaba en una sonrisa triste, y continuaba con el mismo pelo jugoso y el vestido sobrio, enternece-dor, de sus veinte años.

Porque Antonia, a los veinte años, cuando Esteban apareció, bien vestido y con dinero en el bolsillo, creyó que, definitivamente, la vida era justa; desde hacía algún tiempo había comenzado a rondarle la idea de que era una novia de guerra, una de aquellas mujeres melancólicas que lucían luto por el novio y debían esforzarse en rehuir la mirada del resto de los hombres ansiosos. Y, francamente, la situación no le hacía ninguna gracia.

—Pero… ¿dónde has estado? Tantas noches sin dormir.» tantos malos ratos que me tengo pasados… ¿Qué has hecho? ¿Dónde te habías metido? Todo este tiempo, por ahí perdido…

Esteban no aclaró del todo su ocupación durante los primeros meses de paz. En un principio, Antonia no quiso remover recuerdos acaso dolorosos.


La guerra —
pensaba—
hiere a los hombres en más sitios que en el cuerpo. Dejémosle olvidar… ya hablará de ello cuando le parezca adecuado.

Pero bien porque Esteban no olvidara, bien porque no le pareció nunca el momento apropiado, no volvieron a tocar el tema. Más tarde, cuando debieron mudarse a Virto y vio la facilidad con la que su marido se movía para encontrar suministros y materias primas, le rondó de nuevo el interés, pero el trabajo intenso y el nacimiento de la niña Elsa enterró definitivamente la curiosidad.

No relacionó nunca aquellos meses en los que Esteban desapareció después de la guerra con su insistencia para que ella, en la pastelería, lograra descubrir la receta de los melocotones helados. Muchos trucos se habían perdido en aquellos años, muchas recetas y cocineros habían desaparecido para siempre. De los platos que figuraban en aquellos menús que Elsa grande leía tanto tiempo después, no podrían componerse ya ni la mitad. Y eso con la mejor voluntad.

Quizá en algún lugar de Desrein podría encontrarse alguien que supiera darle el toque necesario al Solomillo Besra, sangrante, con la Salsa Victoria que se popularizó tan rápidamente después de la guerra; pero, por desgracia, se perdió el modo de preparar los Melocotones helados, casi crujientes, como si la pulpa se hubiera convertido en hebras de caramelo muy finas.

Luego, cuando la cuchara llegaba al interior perfumado, al secreto hueco del hueso, brotaba un hilillo de chocolate caliente, que se abría camino entre la carne helada e inundaba finalmente el plato. Pese a sus esfuerzos, y ante la resignación de Esteban, ni Antonia ni nadie en la pastelería lograron nunca dar con el modo de inyectar el chocolate en el fruto limpiamente, sin quebrarlo, o de congelarlo sin que los dientes se estrellaran luego contra un bloque rígido o pajizo. El secreto de los melocotones se había esfumado.

Era el postre preferido de Silvia Kodama, muy capaz de comerse tres o cuatro de una vez, sin importarle los problemas que luego le traería la gula. Sufría del estómago, y el dulce del melocotón le amargaba terriblemente esa noche, hasta que se purgaba y concillaba el sueño; pero en la siguiente ocasión caía de nuevo, y se chupaba los dedos y se manchaba el velo del sombrero al comerlos. De modo que cuando Esteban deseaba seducirla la llevaba al hotel Camelot, cuyas cocinas misteriosas producían el codiciado postre.

Y Silvia, aunque torcía el gesto y se mostraba despectiva, incluso desagradable, con Esteban, corría a vestirse para la ocasión; cuando aparecía en el salón de té del Camelot nadie la hubiera distinguido de una niña de buena familia. Llevaba las medias zurcidas y limpias, el abrigo dado vuelta y un anillo de oro muy fino, con una perla, en el dedo índice, idéntico a uno que Antonia lucía en el anular. Y aunque Silvia, a diferencia de aquellas jóvenes, poseía un par de medias buenas, y descaro suficiente como para escandalizar a todo el salón, echaba mano de sus recursos, de su actitud de buena chica, y se dedicaba, durante una hora, a comportarse como era debido y a comer melocotones.

Esteban la había visto también desmembrar el soporte helado y verterse el chocolate caliente por la boca y el pecho, tumbada boca arriba sobre la cama, medio desnuda y tensa.

—Más —decía—. Todo termina tan pronto… quiero más.

A veces le obligaba a vestirse, a recorrer media ciudad hasta el Camelot y regresar con dos melocotones envueltos en papel de estraza.

—Eso no te pasaría si…

—Ya, ya sé. Ya sé lo que vas a decir.

Silvia trataba de obligarle a que alquilara una habitación en el Camelot, una de las prestigiosas suites adornadas con flores y botellas de champán con las que ella soñaba y que pasaba horas describiendo. Pero en parte porque Esteban malinterpretaba el salvaje deseo de Silvia por el lujo y en parte porque eso le hubiera arruinado, nunca lo llevó a cabo.

Un día, cuando el sencillo aro con una perla fue sustituido por una esmeralda que le ocupaba toda la falange, conoció a la verdadera Silvia. Conoció las dimensiones de la ambición que escondía tras los labios desdeñosos y los ademanes de princesa vulgar, una ambición aún mayor que la suya propia. Y hubiera hecho cualquier cosa por alquilarle una habitación en el Camelot, una planta entera del sagrado hotel.

Por entonces, se conformaban los dos, él como si se dirigiera al paraíso, ella a regañadientes, con lugares más modestos, con tal de que las sábanas estuvieran limpias y planchadas, y no pusieran pegas porque se las dejaran arrugadas y llenas de manchas. El lugar natural de Silvia Kodama era el lecho: en él cantaba, ensayaba, comía. Sabía crear lindos chitones y peplos, y disponer las mantas delgadas en pliegues micénicos bajo su pecho. Se dejaba caer sobre los codos y se abstraía peinando su pelo con los dedos. Esteban la contemplaba, desesperado por su incesante actividad y por el interés superficial, momentáneo, que mostraba hacia las funciones propias de la cama. No dormía más de tres horas seguidas, y se escurría como un pez entre los dedos para huir de abrazos y carantoñas.

—Déjame. Hace calor. ¿No te he dicho que me dejes?

Durante los últimos meses Silvia y él ni siquiera salían del café en que vivían. Esteban había conseguido una radio que hipnotizaba a Silvia. Sin pestañear, escuchaba lo mismo música que noticieros, consejos de belleza y largos seriales sentimentales; y si Esteban ocupaba o no la misma cama, si introducía su pierna entre las de ella para obligarla a prestarle atención, ella ni siquiera lo notaba. Mujer pez; mujer anguila, había escapado de su lado definitivamente.

Pero si se veían fuera, regresaban por separado al café, inventaban tareas que los habrían ocupado la tarde entera y cenaban plácidamente con Rosa, la madre de Silvia Kodama. En la cocina, la lámpara de tres brazos se balanceaba con una sola bombilla, y si fijaban mucho tiempo la vista en un punto fijo se mareaban. En la parte pública, en el pequeño salón reservado del café, la iluminación no fallaba; pero ese saloncito, almohadillado con botónes de cuero rojo y dorados de brillantina, lo reservaba Rosa para Melchor Arana. Cuando terminaban de cenar, Esteban se quedaba leyendo un momento y le hacía compañía a Silvia, que fregaba.

—Déjame —gruñía ella—. ¿No ves que te voy a mojar? ¿Es que no puedes parar quieto?

A las diez se apagaban las luces. Alguna noche Esteban se había deslizado hasta el cuarto de Silvia, azuzado por el deseo, pero se había encontrado con una espalda gélida tercamente vuelta. En otra ocasión, no la encontró allí, y al regresar a su cama, iracundo y cabizbajo, había visto luces en el saloncito almohadillado.

Esteban las había buscado mediante indicaciones imprecisas, que había logrado rescatar de las conversaciones con José, el malhumorado hombre de Desrein. Sabía que el café de Rosa ocupaba todo el bajo de un gran edificio, construido por un arquitecto caprichoso que había pretendido imponer un estilo majestuoso, borrosamente egipcio, en los proyectos que había llevado a cabo. Él, Esteban, había conseguido un permiso por Navidad, y un plano antiguo en el que no figuraban los cambios que la guerra había infringido a Desrein.

Al fin, después de dar muchas vueltas, logró orientarse. Encontró el café cerrado, y tuvo que rodear todo el edificio antes de toparse con un vendedor de tabaco que le indicara una puerta medio desapercibida, una antigua portería, unas escaleras renqueantes, una puerta que se abrió tras alguna vacilación, Rosa Kodama.

—Me llamo Esteban… conocí a su marido… yo luché con él en el frente de Besra…

Rosa lloró a su marido con desesperación. Les había llegado la noticia de la muerte, pero se había aferrado a un error, a la imprecisión de la estadística arañando la esperanza y dejándose en ella las uñas. Esteban se sintió incómodo, con el sombrero en la mano y los ojos bajos, conmovido más por el dolor de la viuda que por el recuerdo de José.

En una silla baja, junto a la ventana, una muchacha se abrazaba las rodillas. Tenía el cabello rubio, casi blanco, muy largo y liso
,
y miraba a través de la ventana sin ocuparse de nada más. Rosa pidió disculpas y se acercó a la cocina a lavarse la cara. Esteban dio unos pasos hacia la muchacha por hacer algo; vestía una combinación vieja, con unas puntillas rosas muy gastadas. De vez en cuando se acercaba un tirante a la boca y lo mordía.

—De modo que realmente ha muerto —dijo.

—Sí —respondió él.

—¿Crees en Dios?

Esteban la miró, sobresaltado. Había vivido demasiadas atrocidades como para no creer en que existía y le protegía.

—Por supuesto.

—Yo ahora también. Dios es malvado —dijo la muchacha—. Es malvado y juega con nosotras.

No llegó a saber la diferencia de edad entre Silvia y su madre, pero debían de ser menos de quince años. Los rasgos aniñados y finos de Silvia habían perdido firmeza en el rostro de Rosa, hasta emborronarlos, pero algunas veces, cuando la chica se levantaba cansada, o cuando la atacaba súbitamente la melancolía, algún domingo ocioso y lento, el semblante de Rosa, el fantasma de los años venideros, aparecía en su piel.

Rosa había sido bailarína, como lo era Silvia; del desconocido padre, o el primer marido de Rosa, no supo nada. Parecía como si no hubiera dejado huella en las mujeres, gemelas en carácter y aspecto, como si Silvia hubiera nacido únicamente de Rosa y el aire. Cuando se referían a Jóse, las dos callaban. Dieron por hecho que Esteban se alojaría en su casa.

—Sobra tanto espacio… —se había lamentado Rosa, y le mostró con un gesto el gran café a oscuras, con las sillas patas arriba sobre las mesas, los coquetones apartes desiertos, la plataforma para las actuaciones y los jarroncitos con unas míseras flores de plástico. Más allá de los camerinos, tres salas amplias y llenas de cachivaches, se ocultaban las habitaciones de las Kodama: una cocinilla, un cuarto de aseo, dos dormitorios y el saloncito almohadillado, a medio camino entre los camerinos y la vivienda, el saloncito donde los caballeros que deseaban saludar a las artistas aguardaban a que éstas dieran su consentimiento.

—De ninguna manera —dijo Esteban—. No puedo aceptar…

Le cohibía la indiferencia, la brutal apatía de la muchacha, e hizo ademán de marcharse. Rosa no se lo permitió. Con dos patadas limpió de trastos el camerino más pequeño y metió allí a Esteban.

—Es lo menos que puedo hacer. Por su amistad con mi marido. Aunque no sea más que en memoria de mi marido.

Lo dijo como si la memoria de José fuera sagrada, pero escondía otra razón. Eran dos mujeres solas en una ciudad en guerra. Si hubieran podido, habrian mostrado a Esteban como objeto de su propiedad, como a un mastín guardián al que pasearan con correa por los callejones destartalados.

Esa noche, dos días antes de Navidad, la guerra terminó. Sin prestar atención al frío, en Desrein la gente salió a la calle y encendió hogueras para quemar los malos recuerdos.

—¡Victoria! ¡Victoria!

Desde muy lejos, algunos contaron que incluso desde mar adentro, pudo verse el resplandor de las fogatas, y muchos pensaron por un momento que los bombardeos enemigos habían prendido en la ciudad. Luego recordaban que habían entrado en el tiempo de la paz, y movían la cabeza, aún poblada de pesadillas.

—¡Victoria! ¡Victoria!

Durante esa noche las prisiones se abrieron, y los oscuros agujeros que habían ocultado a desertores y cobardes vomitaron hombres con uniforme: buscaban comida, tabaco, mujeres. Todo se les entregaba. La euforia revoloteaba como las chispas en el fuego y, para combatir la helada de la mañana, formaron largas hileras de bailarines, que serpenteaban por las calles y hundían los pies en las cenizas. En la ciudad con los cristales rotos, los hombres de pómulos marcados y la danza incesante parecían anunciar el fin del mundo.

Esteban se retiró de la ventana y volvió su mirada al interior del café; no sabía qué hacer, si debía regresar a su división o marcharse sin pensar hacia su antigua vida. Faltaba mucho por hacer: las fábricas estaban cerradas, los obreros habían muerto. En poco tiempo nacerían muchos niños, y la gente necesitaba ropa, comida, nuevas casas. Cuando todas esas cosas se necesitaran, él estaría allí para conseguirlas. En su ciudad, en Duino, con Antonia, no en la hostil y fría Desrein.

Había visto a mujeres que se vendían por un saquito de garbanzos, muchachos que formaban bandas para asaltar a otros más débiles, los ojos redondos de los niños cuando sus madres los lavaban en un cubo, a la vista de toda la gente, y sabía que la contienda borraba los restos de pudor y moral de muchos años. Muy lejos, el grito continuó toda la noche.

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