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Authors: Espido Freire

Melocotones helados (5 page)

Ella le miraba, estupefacta.

—¿En una situación…?

—Ahora, en el verano, todo el mundo encuentra cosas más importantes que hacer. Precisamente cuando la temperatura sube, y hacen falta más voluntarios para llevar a pasear a los residentes y gente que esté pendiente de ellos…

—No es algo que yo haya elegido.

—No, por supuesto —dijo el director, en el mismo tono de voz desabrido—. Si tienes que irte, tienes que irte. Pero todos tenemos problemas. Todos vivimos situaciones difíciles. Sólo que unos nos enfrentamos a ellas, y otros nos escondemos.

Elsa grande no encontró nada más que hacer allí. Se sentía tan furiosa que le hubiera estampado contra la pared. Bajó la escalera y se marchó sin despedirse de los tres ancianos con los que tenía más trato: María Segura, Juan Bastían y Melchor Arana. No hubiera soportado que ellos también la acusaran de abandonarlos. Como si ella tuviera la culpa. Como si la culpa no fuera de la irresponsable, la cabeza loca, la caprichosa y consentida de Elsa pequeña, que jamás, en toda su vida, había pensado en algo que no fuera ella misma.

2

Cuando Elsa pequeña nació, Elsa grande tenía cuatro años, y daba saltos con los pies juntos por los pasillos de la maternidad, entusiasmada con la nueva primita, que luego sería la única.

—¿Prefieres niña o niño? —le habían preguntado los mayores.

—Niña —contestó ella sin dudar.

No tenía las ideas demasiado claras, pero suponía que habían ido al hospital a comprarla, por lo que se quedó bastante decepcionada cuando no le dejaron llevársela a casa. Ya allí, su madre describió a la nena mientras cenaban.

—Es rubita, como nuestra Elsa, pero no la he visto despierta, de modo que no sé cómo tiene los ojos. Gordita, con unas piernitas… Loreto dice qué se pasa el día durmiendo.

Miguel, su padre, no dijo nada. Parecía concentrado en Antonio, que tomaba su biberón pacíficamente.

En el mundo de Elsa grande, lo que importaba, lo que hacía que una fuera respetada y considerada en el parvulario, eran los bebés y un pañuelo bonito. En los recreos, las niñas se juntaban y enseñaban su pañuelo bien planchado; quedaban excluidos de la competición los viejos o los de colores apagados; se preferían los bordados a los estampados, sobre todo los que lucían flores o muñequitos antes que los de iniciales. Elsa había quedado entre las tres primeras durante un par de semanas, con un pañuelo rosa lleno de payasitos.

Los domingos por la noche, cuando su madre le preparaba las cosas para el colegio, ella la observaba sin perder detalle.

—El pañuelo de payasitos, mamá.

Pero en aquella rígida clasificación, todos los pañuelos del mundo desaparecían ante un hermanito nuevo. Su prima recién estrenada supuso una gran baza para Elsa, en una época especialmente rácana en nacimientos, en la que ningún hermano se dignó aparecer.

Más adelante, cuando todos los niños de la clase comenzaron a tener hermanos, las cosas importantes cambiaron: importaba hacer bien los deberes, ser escogido para la fiesta de final de curso, ser rubio, tener un coche. Lo esencial para las chicas no tenía nada que ver con lo que preocupaba a los chicos: el disco nuevo, tener pechos, el lápiz de labios rosa, conseguir permiso para quedarse hasta la una, un novio agradable, entrar en la universidad, salir con honor de la universidad, lograr ese empleo, casarse, continuar trabajando, continuar casada. Tener un bebé a quien enviar a la escuela con un bonito pañuelo bordado. Hubo que luchar vehementemente por lo que importaba.

Entonces, cuando nació la prima Elsa, el bebé regordete y dormilón que le hizo llamarse de ahí en adelante Elsa grande, las cosas que contaban, los hermanitos, los fragantes pañuelos, se conseguían sin esfuerzo: llegaban de los ángeles, del cielo, de mamá.

De las conversaciones quincenales con la tía Lóreto mamá regresaba grisácea y malhumorada. Elsa grande y Antonio procuraban rehuirla, porque ni siquiera sabían cómo tratarla. Si se colgaban de ella y le daban besos, los: apartaba, molesta.

—¿No tenéis nada con qué jugar?

Si se mostraban cautos y silenciosos, ella irrumpía en la habitación.

—¿Ya ni siquiera le dais un beso a vuestra madre?

Cuando la irritación cesaba, la madre comenzaba a preguntarse cosas: primero para sí misma, mientras limpiaba el polvo, mientras ordenaba distraídamente él salón. Luego a media voz, en un murmullo que subía poco a poco de tono. Por fin, se enfrentaba a su marido.

Se preguntaba, por ejemplo, cómo era posible que Carlos y Loreto compraran un coche nuevo; cómo conseguía vestir siempre a la última y llevar a la niña de punta en blanco; cómo era que pensaban comprar uña casita junto a la playa.

—Una casita en Lorda, en primera línea de playa, con tres habitaciones. Me ha enseñado los folletos. Con fotos y todo.

Habitualmente, mamá no sacaba el tema delante de los niños, que jugaban en su cuarto, pero cuando las preguntas conseguían sacarla de quicio, las paredes no ocultaban su furia. Ella utilizaba los zapatos hasta que se deformaban y parecían bolsas viejas, y se arreglaba el pelo en casa.

—¿Cómo logra administrarse Loreto con un solo sueldo? La maldita tienda…

La maldita tienda. En lugar de aportarles un mínimo de holgura, absorbía todo, devoraba todo, hasta su sueldo, el que lograba después de ocho horas clavada a una máquina de escribir, descuidando para ello a los niños. O bien Miguel era un inepto, un completo negado para los negocios, o un estúpido: se aprovechaban de su buena fe, de su ingenuidad. Iba siendo hora de que se diera cuenta de que el mundo no se movía por pactos entre caballeros.

Mamá no callaba, y no se conmovía ni siquiera cuando Miguel comenzaba también a gritar y abandonaba la cocina. Al contrario, le seguía por la casa, y terminaba en la habitación de los niños, a los que abrazaba como consuelo, en compensación por haberles buscado un padre inepto o estúpido.

—No llores, mamá —decía Antonio, haciendo pucheros.

Su madre le sonreía valerosamente.

—No estoy llorando, tesoro.

Cuando la tienda de muebles se transformó y comenzó a vender sanitarios, las quejas de la madre disminuyeron. Ella abandonó su trabajo, y se dedicó también a la tienda. Preparaba el escaparate, redactaba cartas y preparaba facturas. Cuando se hartaba de un par de zapatos, los escondía en el fondo del armario y se olvidaba de ellos, con obvia satisfacción, pero no llegaba a arrojarlos por la ventana. Una cosa era cumplir los sueños tanto tiempo anhelados y otra muy distinta derrochar.

Después de saber que su sobrina Elsa no estudiaría en la universidad, porque no había conseguido notas altas, sus protestas cesaron definitivamente. Con toda atención siguió los altibajos y los tumbos que fue dando, una niña tan inteligente, tan sensible, echada a perder por los mimos y la excesiva protección de sus padres.

—¿No lo crees? —le decía a su marido—. Han sido Loreto y Carlos los que no han sabido criarla. Parece mentira, con lo que se parecían las dos niñas de pequeñitas, y lo que las ha alejado el tiempo.

Y suspiraba aliviada, ante lo distinta que era su sensata, reposada y laboriosa hija de aquella niña atolondrada. Para entonces, Elsa grande terminaba Bellas Artes, y Antonio planeaba continuar la carrera en el extranjero. Aunque se guardó mucho de comentarlo con nadie, y menos con su cuñada Loreto, mamá sentía que la vida le devolvía con generosidad los sacrificios pasados; para desquitarse, comenzó a declarar, a diestro y siniestro, que los estudios de sus hijos habían resultado su mejor inversión.

La modesta venganza de su madre alcanzó tarde a Elsa grande y a Antonio, a los que ya no abandonaría la idea de la riqueza de sus tíos. Incluso cuando supieron que la prima Elsa trabajaba de cajera en un supermercado, y que el puesto del tío Carlos dentro de la compañía no era tan gran cosa como les habían hecho creer, la impresión continuó. A ellos les tocaba luchar y permanecer todo el año en la tienda, mientras sus tíos veraneaban en su casita junto al mar. Ellos eran los culpables de que mamá tuviera que vestirse con harapos, mientras la tía vestía como una duquesa. En algún lugar, por mucho que trataran de ocultarlo, los tíos debían de guardar enterrado un cofre con monedas de oro.

Su pobreza no les impedía ser los favoritos de su abuelo: Elsa porque era la mayor, la que más se parecía a él; Antonio, ahijado de los abuelos, porque como único varón transmitiría el apellido. Elsa pequeña recibía los mimos de los otros abuelos, los padres de la tía Loreto, y un cortés interés por parte del abuelo Esteban. No hacía distinciones con el dinero, ni con los regalos, pero Elsa pequeña presentía muy bien su situación en la casa, y nunca se mostró tan afectuosa como en otros ambientes. Además, ella era la única a la que la abuela Antonia no había conocido.

—¿Puedo irme? —preguntaba apenas había dado un beso al abuelo, cuando los mayores amenazaban con enfrascarse en las terribles conversaciones de adultos: muertes, bodas, salud, negocios.


Vete, vete. Corre a jugar con los primos.

Y la tata les daba a las niñas la muñeca con el pelo natural, para que se turnaran y fueran sus mamas.

Si hacía dos años que el abuelo no veía a Elsa grande, su otra nieta dejó de visitarle en la adolescencia. Aquello había decepcionado a mamá, que disfrutaba íntimamente al presenciar el desapego del abuelo, y también a la tía Loreto, que nunca había perdido la esperanza de que aquello cambiara.

—Qué duro que continúen su camino —suspiraba Loreto, que se guardaba para ella los disgustos con su hija.

Según se alejaban de la infancia, los primos encontraban menos que decirse: jugaban al parchís sobre la mesa camilla, hundiendo los dedos en el terciopelo verde que la cubría, o inventaban adivinanzas hasta morirse de aburrimiento. Era una casa sobria, de techos altísimos, sin juguetes: una muñeca descacarillada y dos barajas de cartas. Un lugar en que las tardes de domingo recalaban sin atreverse a marchar. Cuando llegaban las siete, las madres recuperaban sus paraguas, sus abrigos y a sus hijos y se despedían del abuelo. Las dos mujeres modernas se movían sin sus maridos, conducían y se pintaban las uñas de rojo encendido. Cuando la habitación quedaba en silencio, la tata se apartaba de la ventana y suspiraba: deseaba haber sido más joven, haber nacido quince, al menos diez años más tarde.

Sólo Antonio mantuvo cierto trato con su prima cuando los niños crecieron y los demás comenzaron a envejecer. Elsa pequeña se había ganado ya fama de rebelde, una muchachita inquieta que fumaba compulsivamente, bebía café a todas horas y ocultaba el resto de sus vicios a la familia. Pero no a Antonio, que comprendía la desesperación vital de su prima, y la compartía. Se entendían bien casi sin hablar, y alguna vez habían salido juntos, en la misma cuadrilla. Las dos Elsas se saludaban con cariño si se encontraban por casualidad, y prometían estrechar el contacto. Luego se olvidaban. Los años de su amistad habían quedado en la casa de Duino, la casa del abuelo, en las tardes aburridas de la muñeca descascarillada, cuando eran niñas, y rubias, y tan parecidas.

A Elsa grande la sorprendió el tremendo desorden de la casa cuando llegó. Pese al cuidado, pese a la limpieza de la tata, nada continuaba en el lugar en el que lo había dejado en la memoria: para los nietos, aquélla era una casa en formol, un piso inamovible y congelado. El abuelo sonrió mientras raspaba con la uña una maderita que había arrancado de una silla.

—Tuvimos termitas. Una plaga de termitas. Comenzaron en el barrio viejo, y saltaron luego de casa en casa. Durante varios días llegaron los empleados de plagas y fumigaron la casa. Llenaron los desagües de un líquido oloroso, nos avisaron por si veíamos cucarachas, y nos recomendaron que nos deshiciéramos de los muebles viejos. Por las termitas.

Ella quiso saber qué fue de las cortinas con flores que separaban el pasillo en dos estancias orientales y del tapete de la mesa camilla, con sus flecos de seda, con el que jugaba a disfrazarse. El abuelo se encogió de hombros.

—La tata, la tata sabe. Total, eso de poco servía. Acumulaba polvo, y si no eran las termitas, pronto les entraría la polilla. Compra tú cosas nuevas, busca telas que te gusten. Llévate a la tata.

—Podría dar una mano de pintura a algunos muebles…

—Como tú veas. Lo que tú quieras.

La sorprendía esa despreocupación del abuelo, que hubiera vivido muy bien con la mitad de las cosas qué poseía; se había resignado a la ausencia de sus recuerdos como a las arrugas que le oxidaron la piel, a la progresiva huida de la juventud. Para ella, en cambio, la casa que recordaba intacta había sido saqueada, y echaba en falta una enorme caja de música con una bailarina que giraba sobre un lago de espejo y la muñeca descascarillada, con expresión atónita y un fastuoso vestido de gasa violeta y rosa. Una muñeca con pelo auténtico.

—¿Qué fue de aquella muñeca, tata?

—Ay, hija. Cualquiera sabe. A lo mejor está en la pensión.

Junto a su cama, la tata le había colocado una mesita panzuda, con un cajón y una portezuela, que durante muchos años estuvo en la habitación de los abuelos. Cuando, ya más descansada, la abrió para guardar en ella su neceser, encontró papeles viejos, y unos tarjetones impresos en papel satinado, apenas envejecido. Encontró también un trozo regular de tela fina, que debió de ser rosa y que había amarilleado. Se sentó en el suelo y comenzó a rebuscar. Acarició una astilla que había saltado en la madera, junto a la cerradura. La puerta de su habitación permanecía entreabierta, y ella estaba dispuesta a abandonar su curioseo si el abuelo se lo pidiera. No hacía nada malo, pero el corazón le palpitaba como si fisgoneara cartas de amor.

Eran menús, invitaciones a banquetes de bodas y a festejos de postín. Elsa sabía que los pasteles de la abuela habían sido muy apreciados en su tiempo, pero los tarjetones parecían anteriores; tal vez la abuela Antonia los hubiera tomado como referencia para componer sus propios platos, o tal vez fueran fiestas a las que asistió después de la guerra, cuando aún mantenía sus antiguas amistades de altos vuelos. La enumeración de exquisiteces continuaba inacabable, como si hubiera sido planeada para resarcirse de una larga hambruna.

Enlace de la señorita

Pilar Sádaba De Prada

con el señor

Ignacio Álvarez Y Triguero

Aperitivos varios

Entremeses reales

Berenjenas a la imperial

Filetes de merluza verde

Perdices al jerez con patatas canasta

Melocotones helados

Tarta remilgada

Café, copa y puro

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