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Authors: Espido Freire

Melocotones helados (11 page)

—Tú elegiste el nombre de los chicos —se defendía ella—. Déjame al menos escoger los de las niñas.

Como Antonia, Esteban creyó que vendrían más hijas. No fue así. Los dos lo lamentaron. Para Antonia, se hubiera llamado
Palmira.
Para Esteban,
Silvia.

De modo que los nombres hermosos que Antonia anotaba en las libretas acabaron en los pasteles a los que dedicó el tiempo. Ocurrió por casualidad, cuando miró un merengue cubierto con caramelo y la asaltó una idea repentina.

—Se parece a Elsita.

Porque Elsita era rubia, pese a que su madre se lamentaba de que no hubiera heredado los ojos azules y alabados de su padre, y redondita y dulce como el merengue. De modo que sin más pensamiento surgieron las
elsas,
y luego unas golosinas de crema pastelera y nata a las que llamó
astrids,
e incluso, pese a la vulgaridad del nombre, unas tortas de anís a las que conocían como
victorias.
Antonia copiaba la receta con letra primorosa, por partida doble, porque Esteban siempre quería conservar un recetario de reserva, y luego, con el gozo de un nacimiento, tachaba de sus cuadernos el nombre escogido, una hija menos.

Comenzó vendiendo rosquillas de vino y unos pastelitos con frutas, muy sencillos, en los que aprovechaba las sobras de la masa. En su casa, de soltera, había aprendido a hacer dulces, y cuando se vio que la gente repetía, que pedían pastas para la merienda y bollos para el desayuno, se sentó despacio con Esteban y comenzó a trazar números.

—¿Quién va a querer comprar dulces, cuando no hay dinero para otra cosa?

Esteban entrecerró los ojos.

—Así es la gente. Comprarán los pasteles, aunque no les quede el dinero para lo que realmente importa.

La tahona era grande, y le envidiaban la posición; ocupaba los bajos de una vivienda, y daba a la plaza. En la parte posterior, la puerta de las calles olvidadas, estaba el obrador. Con el tiempo, allí llegarían las furgonetas clandestinas con las que César hacía negocio. En la parte delantera se vendían los panes: roscas, panes altos, bajos, barras, panecillos de salvado, otros preñados, con la roja huella del chorizo delator, y otros más sin sal, para los enfermos del riñon.

En Virto quedaban otras dos panaderías: un horno mísero, que antes de la guerra había empleado a cinco personas, pero al que golpeó la mala suerte, y otra tahona, en la calle Nueva, que pertenecía a una familia relacionada, al menos de lejos, con el alcalde. Esteban, que observaba el negocio a distancia y con ojos críticos, trazaba planes y armaba estrategias.

—Aquí alguien debe hundirse —reflexionaba, a media voz—. Con todos, el barco no puede.

A los de la otra tahona, la de la calle Nueva, no había ni que hablarles. Lo arrojarían de allí a patadas. Pero los otros tal vez le escucharían. Una tarde se puso un traje y contempló con disgusto que le venía pequeño. Caminó hasta el hornillo de pan, dándose tironcitos en las mangas, y llamó en la puerta abierta antes de entrar.

—Venga a hablar de dinero —dijo, ante el sorprendido patrón—, aunque la hora de la siesta sea mala consejera.

Fuera por el letargo de la siesta o por su endiablada labia, el horno quedó cerrado, y el dueño, con el aprendiz que le quedaba, un muchacho listo llamado César, pasaron a trabajar para la tahona de Esteban.

—Uno de los pasos está dado —le dijo a su mujer, y a los dos niños que enredaban, metiendo las narices en todo—. Demasiada gente cuece en casa… por el pan no podremos hacer competencia. Vayamos a por los pasteles.

La familia vivía en una casita cercana, con dos mirtos en la entrada y un porche sombreado. Una casa muy bonita, con su escudo labrado en el frontal y unos arcos caprichosos en el piso alto. Sobre la tahona quedaban unas habitaciones, que arreglaron para que vivieran en ella los obreros. Para casi todos, aquello era de lo más práctico; para la competencia de la calle Nueva, los de Esteban daban muestra de una arrogancia, de un afán de esclavitud que los trabajadores no debían tolerar.

Si algo amaba Antonia en el mundo, aparte de a su marido, era la tahona. Un poco más atrás estaba la niña, y a distancias mínimas, los dos hijos. De habérselo preguntado, lo hubiera negado, y hubiera antepuesto a su familia; pero a menudo, en mitad de la noche, se levantaba y se acercaba a la ventana. Allí estaba la confitería que ella había encontrado como tahona, con su letrero granate y dorado, el gran espejo en la entrada, y dos mesitas diminutas con su mármol y sus patas de bronce. Miraba a su marido, hacia el pasillo donde sus hijos dormían.

—Amor mío… —murmuraba, al aire, en general.

Luego regresaba bajo las mantas.

Aún faltaba para que se cumplieran sus objetivos: quería ganar espacio al obrador y meter en el hueco cinco o seis mesitas. Quería colgar una araña con arabescos complicados, ahora que había logrado convencer a Esteban y cubrir el techo con una moldura con flores y vegetales. Quería comprar manteles de hilo y una cubertería con las iniciales de la familia, y colocar vitrinas por todas partes, para que los bombones envueltos en cajas con flores de papel y churriguerías lucieran como joyas. Y, sobre todas las cosas, quería que una de las princesas, a las que había seguido en las revistas desde niñas, entrara en su confitería, probara uno de los pasteles y la felicitara; a ella. Ya que los demás no lo hacían.

Esteban no era goloso, y probaba los dulces por deferencia hacia su trabajo, o para darle una opinión. Nunca demasiado fiable, todo fuera dicho.

—Demasiado dulce —decía, aunque fuera naranja amarga, o pasteles de hiél.

Miguel prefería también una manzana a las golosinas, y su madre procuraba tentarle, en vano, con trufas y bollitos. Su sospecha, silenciosa y perturbadora, era que si los niños no perdían el seso por los pasteles, algo les absorbería la atención, y el preciado negocio podría terminar en manos ajenas, en las de algún golfillo que apretaba la nariz contra la puerta nueva de la confitería. Encontraba un débil consuelo en que Carlos sí que parecía haber salido a ella; se subía a sus rodillas, y mendigaba continuamente.

—Otra rosquilla, mamá.

Carlos los engañaba. Arrojaba entre las piedras los dulces, desmigados, o los comía cumpliendo con un deber. Pero había observado, desde la impunidad de sus pocos años, que su madre le trataba con más cariño si él la miraba con la boca llena, y empleaba ese recurso sin rubor.

—Otra trufa, mamá.

Cuando Elsita, la rubia y blanca, la golosa sin imposturas, la que caminaba por la casa a pasos breves con las piernas atadas, le quitó la ventaja, se olvidó sin pesares de galletas y confites. Como su padre, Carlos tenía los ojos azules. Como su padre, inspiraba confianza a primera vista, y ocultaba una cobardía profunda, dolorosa, que le quemaba la garganta.

El caballero de la armadura reluciente se embarcaba en discusiones interminables con los monjes de la abadía para conseguir el chocolate en ladrillos, oscuro, amargo, y regresaba cansado y con un mal humor que disimulaba ante la dama del castillo con mirtos. Los niños hacían mohines ante los postres, y se molían las piernas a patadas bajo la mesa. La nenita, aún muy tierna, sufría cólicos agudos y lloraba continuamente, e incluso la tata y los mozos de la pastelería no la trataban con la consideración que hubiera deseado. La dama, la desventurada dama Antonia, acariciaba las yemas de leche y los huesos de santo, los hacía rodar sobre el mármol para darles forma y se empeñaba en vivir en un cuento de hadas.

No hubo funeral por la niña Elsa: su nombre, una lápida en mitad del olvido, no habitaba en el cementerio. Cuando Antonia murió, dudaron en inscribir los dos nombres: la princesa madura, vestida con su traje de novia y la sonrisa cansada, y la damita desaparecida, arrebatada por un dragón cruel. Pero el padre negó con la cabeza.

—Dejemos estar las cosas —dijo, con la boca seca.

—Puede estar viva en alguna parte —añadió Miguel, cautelosamente—. Nunca puede saberse.

Carlos volvió la cara. Él sabía, desde un principio, que no se añadiría el nombre en la tumba. Escondía una historia que no había sido contada. Sabía, también, que el fantasma de la niña revoloteaba cerca de la superficie, entre las lagartijas y las hormigas, y las raíces de la retama, apenas cubierta por una capa de arena. Y que un viento enfurecido podría desenterrarla y traerla de vuelta entre ellos. Sólo un momento, un viento, y estaría de nuevo entre ellos. ¿Y pensar en ello, en la fragilidad de la muerte y del descanso de los muertos, le aterrorizaba. Eso, y no otra cosa, era el miedo.

4

Para la niña Elsa, en cambio, el miedo era rojo y palpitante, el miedo de la fiebre y la enfermedad, y se encontraba en muy pocas cosas. En la lepra, quizá, o en la peste. No le daban miedo los muertos. Ni los sapos, ni las ratas, ni las salamanquesas que de vez en cuando se encontraban entre las piedras húmedas. Ni la oscuridad ni las alturas la hacían llorar. Tampoco encontraba nada repulsivo en las babosas y los limacos que sus hermanos se empeñaban en pisotear.

—¡Dejadlo! —lloraba—. ¡Dejadlo!

Pero ellos no le hacían caso, de modo que si Elsita se encontraba uno cruzando el camino, cogía un palito y lo empujaba persuasivamente hasta la cuneta con hierba. Una vez observó un limaco negro que avanzaba con toda tranquilidad sobre la vía del tren; con el sol, la vía brillaba entre las flores amarillas, y el bicho pareció por unos instantes casi hermoso. Movía la delicada cabeza mientras tanteaba el terreno sobre el metal recalentado.

Ella no tenía prohibido acercarse a las vías, porque a sus padres ni se les hubiera ocurrido que jugara por allí. Pese a que se mostraba obediente y buenecita, era incapaz de parar quieta un solo instante, y se escapaba de su madre y de la tata no bien volvían la cabeza. Cuando no estaba en casa, o en la plaza frente a la pastelería, bien a la vista, sus hermanos eran los encargados de cuidarla; una semana Miguel, otra Carlos. Elsita se sentía un poco humillada con aquellos chaperones.

—Pero si no quieren jugar conmigo —se quejaba.

Antonia no se dejaba conmover.

—Ya encontraréis algo a lo que jugar juntos.

Acababa de cumplir nueve años, y ya sabía cuidarse sola. Y habría cosas que sus hermanos, los chicos, jamás comprenderían.

Por ejemplo, que no había nada más femenino que atarse las piernas.

Antonia llevaba siempre a la niña muy arreglada, con unos vestidos festoneados y plisados y lazos a juego. Para los domingos le habían comprado unos zapatos de charol con una flor que parecía un repollo y una pamela de paja con dos cerezas en la cinta. Cuando los vestidos comenzaban a quedarle pequeños, les bajaba el dobladillo, les añadía un par de alforzas en los costados y le permitían que los usara a diario. Si encontraban tiempo por las mañanas, le marcaban tirabuzones con las tenacillas, en lugar de las dos trenzas.

Destocaba entre las otras de una manera casi impúdica, y aunque era simpática y sociable, sólo había logrado trabar amistad con Leonor, la niña del maestro. Salvo Patria, todas las otras la miraban sin envidia ni mala idea, pero como se mira a una santa en la iglesia, a alguien escasamente humano. Y ella se sentía cohibida porque las demás niñas se traían pan con tocino a la escuela, y a ella le daban mostachones y buñuelos. Su vestido favorito tenía unos pajaritos bordados en rojo en el cuerpo y el cuello.

Esteban no le veía el sentido a todo aquello,

—Vais a echar a perder a la niña con vuestros mimos. Anda, anda… ¿Es que no puede ir como las demás? ¿Tiene que llamar siempre la atención?

Pero la madre y la tata le hacían más bien poco caso.

—Va así porque podemos. Si los otros también pudieran, ibas tú a ver cómo miraban de humillarnos y de echarnos por la cara lo que tienen.

Le habían comprado una medalla de oro, y un collar de plástico rosa y verde, con pendientes, anillo, ajorcas y hasta una peineta a juego, para que jugara a ser gitana. Y le habían prometido que si llegaba al bachillerato le regalarían un reloj de verdad, un reloj dorado de señorita. De modo que Elsa soñaba con su reloj, y en cuanto se descuidaban, en la escuela, se pintaba con tinta azul la esfera con los dos bracitos, y una correa temblorosa en la muñeca. En él el tiempo no avanzaba, pero no importaba, porque Elsita aún no sabía leer la hora.

Había nacido después de dos partos malogrados de Antonia, y aún quedaba otro por llegar, cuando Elsita rio había cumplido el año; en esa ocasión la madre estuvo a punto de morir desangrada, y el médico aconsejó tajantemente que no tuvieran más hijos.

—Tenéis tres niños sanos. Otras familias no tienen tanta suerte. ¿O queréis que se queden sin madre, a esta edad?

Se resignaron. La niña era espabilada y muy bonita, y tan cariñosa que, después de los dos chicos hoscos y encerrados en su propio mundo, parecía un regalo por alguna cosa que hubieran hecho bien. En las noches en las que les costaba dormirse, en las que Esteban y Antonia permanecían tendidos, muy quietos, sin rozarse, los proyectos para los hijos tomaban forma.

Miguel aprendía rápido. El maestro hablaba maravillas de él, y si todo salía bien, lo mandarían a Duino para que estudiara. Médico.

—Médico… Si yo viviera para verlo…

En la rama familiar de Antonia hubo varios médicos con algún renombre, que murieron o se dispersaron en la guerra. Carlos era de otra manera: belicoso, hostil, aunque deferente con los mayores. Para él destinaban el negocio. En cuanto fuera un poco mayor, tal vez cuando Miguel se encontrara ya en la ciudad, le irían introduciendo en los misterios del pan y el azúcar.

—Mientras le quede la pastelería, siempre tendrá algo a qué agarrarse…

La pequeña… la pequeña podría hacer lo que le viniera en gana. Le sobraba ingenio. Esteban pensaba que sería una buena maestra. Un hijo médico y la otra maestra. ¿Qué más podían desear?

—Si yo llegara a verlo… —suspiraba Antonia.

Y Esteban asentía.

—Sí…

—¿Y por qué no va a poder ser así?

—Sí, mujer. Será lo que tiene que ser.

La habitación de Elsita quedaba enfrente del pasillo, y la de los chicos, junto a la de los padres. Miguel se dormía en seguida, sin cargos de conciencia ni nada que perturbara su descanso. Carlos daba vueltas en la cama y a veces se levantaba y pegaba la oreja a la pared contigua; conocía, de las noches en las qué el sueño tardaba, los planes de sus padres, los avances de la pastelería, los momentos de ternura. Regresaba al lecho tiritando.

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