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Authors: Espido Freire

Melocotones helados (12 page)

Por el día observaba a los empleados de la pastelería, a César sudando ante el horno con las manos llenas de quemaduras. Se preguntaba qué mal había hecho él para que le condenaran a una vida allí, amasando panes y soportando las llamas del fuego, mientras sus hermanos, el señor médico, la señorita maestra, marcharían a la ciudad y regresarían ricos, respetados.

Como no dormía bien, a veces le vencía el sueño en la escuela, y el maestro le dejaba dormir sobre el pupitre. Ya habían decidido que no era un niño listo, que no, valía para estudiar. Leer, escribir, las cuatro reglas, poco más, como la mayoría de los del pueblo. Suerte que tenía la pastelería como soporte. Suerte que sus padres velaban por él.

Al principio, cuando Elsita comenzó a ir a la escuela, la tata le tomaba las lecciones; luego, cuando se hizo amiga de Leonor, la del maestro, no hizo falta. La propia maestra se encargaba de ello. Por las tardes leía historias a su hija y a Elsita, y se aseguraba de que las dos tomaran la delantera al resto de las niñas. Se dolía de que Leonor tuviera la memoria tan flaca.

—Es aplicada, ya lo sé, es muy obediente… Pero ¿de qué sirve que quiera hacer las cosas si luego no se acuerda de hacerlas?

Ellos eran gente de posibles. El maestro, antes de serlo, había estudiado en el seminario, pero se arrepintió antes de cantar misa. Durante la guerra sirvió de enfermero en el hospital militar, en Duino, y muchas veces, el médico, el mismo que luego rondaría a la tata, le consultaba casos dudosos; esa deferencia ufanaba mucho al maestro, que tenía sus pequeñas vanidades ocultas.

—La guerra —concluía, mientras se tomaba algo con los amigos—, la guerra tiene muchas cosas malas. Pero tiene también su parte buena, A ver si no dónde hubiera aprendido yo todo lo que sé.

 
Había terminado en Virto porque le detectaron un pulmón un poco picado; algo que, sin cuidados, podría terminar en tuberculosis. Aire libre, sol, buena comida. Su mujer, que enseñaba francés en un colegio de señoritas, sintió miedo de quedarse sola, y vendieron a toda prisa lo que tenían para escaparse al sol.

El hombre sabía que tenía prohibido fumar, pero se le escapaban unas miradas tan elocuentes ante un cigarro de picadura que los fumadores sanos carraspeaban y terminaban por apagarlo. Por un buen puro hubiera vendido hasta a su hija. Pero se sobreponía; la salud era la salud. A sus pupilos les hablaba de la importancia de la higiene, de lavarse las manos hasta la exageración, de la gimnasia. Era un fanático del alcohol y la desinfección.

—Durante la guerra —decía, ante los niños calladitos y asustados— más de uno salvó una pierna, o un brazo, gracias al alcohol.

También les hablaba de las vacunas, de los microbios malignos o bondadosos que libraban batallas dentro de su cuerpo.

—Las vacunas han terminado con enfermedades que eran el azote de la humanidad. La peste, la lepra, la rabia, la viruela. De haber vivido en otra época, ni la mitad de nosotros estaríamos ahora aquí.

Era tan elocuente, que despertó en Elsita un miedo atroz a la lepra y a la viruela. Cada vez que se acatarraba, lloriqueaba y se quedaba en cama, bien abrigada bajo tres mantas, convencida de que se iba a morir.

Además, el maestro se preciaba de que sus alumnos destacaban siempre en Historia Sagrada. Al contrario que otros en su misma situación, recordaba con agrado los años pasados en el seminario, y sabía contar a los niños las historias de la Biblia como si fueran ocurrencias graciosas. Los judíos del Nuevo Testamento tenían enormes narices y barbas de cabra, y andaban siempre tramando maldades y frotándose las manos. Los del Antiguo Testamento, en cambio, poseían actitudes dignas, cientos de hijos, cabras y camellos, y eran otra cosa.

En su casa guardaba muchos libros, y le regaló a Elsita una enciclopedia escolar que él ya no utilizaba. Allí se enseñaban matemáticas y geometría, lengua, botánica, geografía, todo lo que un bachiller debía conocer, Incluía láminas de colores, y unos dibujos en blanco y negro muy aparentes. La niña de Esteban se enamoró de la Historia Universal. Allí aparecía la malvada Cleopatra, con su serpiente y todo, griegos y romanos vestidos con faldas, como las mujeres, y caballeros medievales que mataban a dragones en cuanto una doncella se encontrara en peligro.

Allí leyó que las grandes princesas de sangre real de los tiempos legendarios recibían como regalo de nacimiento una cadenita de oro que usaban cuando comenzaban a caminar. Al llegar a los nueve o diez años, la cadena no se ensanchaba más. Así las jóvenes se acostumbraban a caminar con elegancia y mesura, y mientras permanecieran solteras, no se libraban de la cadena que, además, era garantía de que preservaban su pureza.

Elsita pasó por alto la mención a la pureza, que no entendió del todo, pero se entusiasmó con la idea de la cadena. Al fin y al cabo, era hija de Antonia, y si no se dedicaba a leer novelas sentimentales era porque no las había encontrado a mano.


¡Llevo nueve años de retraso!
—pensó, desalentada—.
Debo remediarlo inmediatamente.

Probó con la cadena de la medalla, pero no era suficientemente larga, y si la rompía, su madre la mataría. Los hilos se rasgaban fácilmente, y las cuerdas acababan por hacerle daño en los tobillos.

Al fin encontró un cordelito embreado que había venido con uno de los paquetes que enviaban los tíos de Duino. Lo cogió con entusiasmo, y se lo ató. Cuando su madre la vio quiso quitárselo, pero se agarró un berrinche tal que la dejaron tranquila.

—No es propio de ella ponerse así —dijo Antonia, preocupada.

La tata le restó importancia.

—Todos los niños tienen sus rarezas. Demasiado normal es ésta. Ya se le pasará. Además, dice que lo leyó en la enciclopedia del maestro.

Antonia sonreía, orgullosa.

—Lo que no lea esta niña…

Aquella enciclopedia reconcilió a Elsita con el maestro y le hizo olvidar que él fue el primero que les había hablado de la peste; en las páginas que dedicaba a la Edad Media, describía los horrores de las plagas con tanto detalle, que tenía pesadillas con ellas, y su madre, o su hermano el mayor, el futuro médico, debían acudir a consolarla.

—No te preocupes —le decía la madre entre besos—. Ya no hay peste, ni lepra. Era un castigo que Dios enviaba a los herejes, a los malos cristianos. De eso hace ya mucho tiempo.

Y, según Antonia, los castigos de Dios habían terminado.

A los niños, en cambio, Antonia les dedicaba menos atención y los vestía de igual modo. Pantalones cortos, color mostaza, una chaqueta de lana azul marino, primorosamente tejida por la tata, una camisa blanca. Para los domingos, la chaqueta era granate. Con la ropa idéntica, Carlos parecía menor y más rollizo. Llevaba casi siempre la peor parte en las peleas, y el pantalón mostraba las rodillas desolladas y unos moratones impresionantes.

Sin embargo, Miguel raramente iniciaba una riña; mucho más pacífico, confiado en su estatura y en su fuerza, se limitaba a defenderse de los ataques ciegos de su hermano.

—¿Es que no podéis jugar sin pelearos?

—¡Ha sido él! —gritaban los dos.

Sus tíos, los de Duino, les habían regalado una bolsa llena de canicas; no las brillantes bolitas metálicas que recordaba Esteban de su infancia, sino unas perlas de vidrio, con láminas de colores dentro, que los chavales contaban una y otra vez, y miraban al trasluz. Habían adjudicado un precio a cada una.

—Ésta, dos.

—Esta otra, cuatro.

Miguel peritaba las bolitas de vidrio con ojo experto.

—No, no creo que nadie te dé cuatro por ella. Tres, como mucho.

—Voy a pedir cuatro —insistía Carlos.

El hermano mayor se encogía de hombros.

—Tú sabrás.

Algunas tardes se juntaban con los otros niños a organizar una subasta en la plaza frente a la pastelería: sus canicas por las bolas metálicas de los demás. Los chicos, acostumbrados a acompañar a sus padres a los mercados de ganado, regateaban duramente, y adoptaban los mismos gestos de los adultos: las piernas separadas, la cabeza ladeada en una mirada astuta.

—Por ésta me daban tres.

—¿Quién te las ha ofrecido?

—Manuel.

Y el aprendiz de comerciante marchaba donde Manuel a iniciar otra negociación… Tal vez si los dos se aliaban…

Los niños de Esteban nunca cedían al trato. Sabían muy bien que su poder radicaba en poseer las canicas nuevas. Tampoco los otros niños se hacían ilusiones, pero por un rato podían sopesar las preciadas bolitas, sorprendentemente ligeras.

—Si yo tuviera las canicas de Miguel —solían decir—, ibais a saber vosotros lo que era jugar.

Porque tal vez como consuelo para los demás, los dos hermanos tenían fama de no ser demasiado diestros con las canicas. ¿Qué más pruebas se querían de que el mundo era injusto?

Ajenas a los avatares caniqueros, las niñas tomaban el banco bajo los árboles, el que quedaba más a la sombra, y se ocupaban en sus juegos. Marcaban una rayuela en las losas y saltaban del cielo al infierno. Como ninguna de ellas tenía una muñeca, escogían a la niña más pequeñita para cuidar y jugar a las mamas.

—Siempre me toca ser el padre —se quejaba una de las chicas, la más alta, pero permanecía inmóvil mientras le colocaban un bigote hecho con pelo de caballo.

Algunas veces, cuando había suerte y la mayor parte de los niños debían ayudar en el campo, quedaba un niño solitario que accedía a jugar con las chicas y a ser el padre. Niños y niñas guardaban en absoluto secreto esa concesión. Los que poseen tesoros aprenden pronto a ser discretos. Carlos se ufanaba al pensar que era mejor padre que su hermano, a quien las chicas, por verlo demasiado mayor, no se atrevían a pedirle nada. Si no se encontraban con ánimos para los papas y las mamas, jugaban al pañuelito, o a brincar a la comba.

Elsita las miraba a distancia, mientras jugaba en otra esquina al sol con Leonor. Las dos niñas sudaban y se acercaban continuamente a beber a la fuente, pero las órdenes eran que debían jugar allí para que a Leonor le diera el sol, y obedecían heroicamente. La mayor parte de las veces, Elsita se aburría. Leonor era lenta para aprender reglas, y no tenía imaginación, de modo que a ella le tocaba siempre todo el esfuerzo.

—Vamos a inventar un juego nuevo.

Y Leonor la miraba interesada, con su mejor intención, pero no iba más allá de obedecer lo que Elsita proponía. Otras veces, cuando la maestra creía que hacía frío, o mucho calor, o que Leonor debía saberse mejor la lección, Elsita tenía que jugar sola. Echaba de menos a la niña del maestro, que era buena amiga en el fondo. Durante el invierno no había mucho problema, porque podía leer su enciclopedia, o jugar en casa con sus hermanos, y, si no, estaban los amigos invisibles, pero con el buen tiempo esos consuelos se acababan.

Miguel y Carlos continuaban cuidándola, pero como se consideraban ya mayores para jugar con una nena, se limitaban a echarle uña ojeada de vez en cuando y a que no se alejara mucho de ellos; el sol invitaba a abandonar los libros, y Elsita salía a la plaza a probar suerte. Si se lo pedía con educación, con buenos modales, como decía su madre, tal vez Patria le permitiera entrar en el juego de la comba.

Patria, una de las niñas mayores, tenía la boca torcida y las manos grandes. No había visto en su vida todo junto el dinero que le daban a Elsita para que lo metiera en su hucha. En la escuela se sentaba en las últimas filas, porque era alta, y aprendía muy poco, de modo que contaba a quien quisiera oírla que al año siguiente se iba a colocar de criada en Duino.

—Criada… —murmuraban las niñas, admiradas.

A todas les parecía algo muy distinguido.

Detestaba a Elsita tanto como adoraba a Miguel. Con él se mostraba discreta y sonriente, muy pronta a darle la razón.

—Hola, Miguel…

—Adiós, Patria.

—¿Adonde vas?

—Al río, a pescar.

—¿Con este calor?

—Es que me están esperando.

—Ah… —decía ella, y hacía un esfuerzo por sonreír.

Miguel, que cuando hacía calor aún echaba mano de los pantalones cortos, le devolvía la sonrisa, pero ni siquiera se había dado cuenta de que existía. Pese a que albergaba la convicción férrea de que algún día Miguel y ella se casarían, Patricia se llevaba sus chascos y sus malos ratos. No era mala chica; jamás dejaba sola a su madre cuando el padre, un borracho, regresaba bebido. Si tocaban palos, apretaba los dientes y callaba. Ella sabía que no se marcharía de criada a menos que pudiera llevarse también a su madre y a sus hermanos.

—¡Cerdo! —le gritaba, y por dentro pensaba en palabras mucho más horribles que no se atrevía a decir—. ¡Marrullero! ¡No la toques! ¡No la toques! ¿Quién te cuidará cuando seas viejo? ¿Eh? ¿Quién te va a cuidar, si nadie te quiere?

Cuando Elsita, con su vestido bordado con pájaros rojos, pasaba ante ella, la contemplaba como a un ser de otro planeta, entrecerraba los párpados y se burlaba de ella.

—¿Puedo jugar? —preguntaba Elsita, después de reunir el valor suficiente.

Una de las niñas que agitaba la comba se encogía de hombros.

—Pregúntale a Carmen. La cuerda es suya.

Elsita comenzaba el peregrinaje.

—Pregúntale a Patria —terminaba por ser la respuesta.

Patria sonreía.

—No.

—¿Por qué no? —preguntaba ella, que nunca se acostumbraba al rechazo.

—Porque ya somos muchas.

Cuando Elsita, cabizbaja, se alejaba del grupo, Patria murmuraba maldades.

—Hala, hala, a presumir por ahí. La muy boba.

Antonia, alborotada, siempre con algo pendiente y urgente, prestaba poca atención a las penas de la niña.

—¿Quién no te deja jugar?

—Patria.

—Bueno, pues pídeselo otra vez con educación y de buenos modos.

Ella movía la cabeza. Antonia, que manejaba la manga pastelera a toda velocidad, ni siquiera la miraba.

—Entonces vete a jugar con Miguel y Carlos.

—No me dejan. Están con los chicos.

—Hija, no sé. Entretente un ratito sola, y luego, cuando saquemos las pastas del horno, me ayudas a envolverlas —recordaba de pronto—. A lo mejor César está libre y puede jugar contigo.

A veces César no tenía nada que hacer y jugaba al escondite con Elsita, o le enseñaba cómo hacer bailar una moneda sobre el suelo durante mucho tiempo. Otras, César andaba atareado, avivando el fuego de los hornos, y la niña Elsa se quedaba sola. Se sentaba a leer, se ataba las piernas o, sencillamente, pensaba que el día se había enfurruñado.

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