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Authors: Espido Freire

Melocotones helados

 

Elsa, una joven pintora, se ha visto obligada a abandonar su casa ante unas amenazas de muerte de las que desconoce la razón, y marcha a otra ciudad a vivir con su abuelo. En esa suerte de exilio que nadie desea tomar en serio, Elsa se adentra en las intrincadas relaciones humanas, que había descuidado para dedicarse a la pintura, y se mueve entre la propia historia de su familia y, sobre todo, la de una prima con la que comparte nombre y apellidos. De ese modo se enfrenta a su fragilidad, a los errores, a la mezcla de identidades, a vivir una vida equivocada sin saberlo. ¿Es posible que incluso al morir se produzcan confusiones?.

Espido Freire

Melocotones helados

ePUB v1.0

Polifemo7
23.12.11

© Espido Freire, 1999

© Editorial Planeta, S. A., 2001

Córsega, 273-279. 08008 Barcelona (España)

Diseño de la cubierta: adaptación de la idea original del Departamento de Diseño de Editorial Planeta

Ilustración de la cubierta: «Dos muchachas junto a la ventana», de George Schrimpf, Nationalgalerie, Berlín (foto © AKG Photo)

Foto de la autora: © Elena Claverol

Primera edición en Colección Booket: abril de 2001

Depósito legal: B. 14.582-2001

ISBN: 84-08-03900-8

Impreso en: Litografía Roses, S. A.

Encuadernado por: Litografía Rosés, S. A.

Printed in Spain - Impreso en España

AM.

Escribiste: Voy a ir.

Pregunté: Para qué venir.

Dijiste: Para conocernos.

No hallaras otra tierra ni otro mar. La ciudad irá en ti siempre (...) pues es siempre la misma. No busques otra, no la hay.

No hay caminos ni barco para ti. La vida que aqui perdiste la has destruido en toda la tierra.

K. KAVAFIS

1

Existen muchos modos de matar a una persona y escapar sin culpa: es fácil deslizar una seta venenosa entre un plato de inofensivos hongos. Con los ancianos y los niños, fingir una confusión con los medicamentos no ofrece problemas. Se puede conseguir un coche y, tras atropellar a la víctima, darse a la fuga. Si se cuenta con tiempo y crueldad, es posible seducirla con engaños, asesinarla mediante puñal o bala en un lugar tranquilo, y deshacerse luego del cadáver. Cuando no se desean manchas en las manos propias, no hay más que salir a la calle y sobornar a alguien con menos escrúpulos y menos dinero. Existen sofisticados métodos químicos, brujería, envenenamientos progresivos, palizas por sorpresa o falsos atracos que finalizan en tragedias.

Existe también una forma antigua y sencilla: la expulsión de la persona odiada de la comunidad, el olvido de su nombre. Durante algún tiempo el recuerdo aún perdura, pero los días pasan y dejan una capa de polvo que, ya no se levanta. Todo el pueblo se esfuerza en dejar atrás lo sucedido con los puños apretados y la voluntad decidida, y poco a poco, el nombre se pierde, los hechos se falsean y se alejan, hasta que, definitivamente, llega el olvido.

Llega la muerte.

Es fácil. Una vez habituados a él, el olvido resulta sencillo. La mente, que flaquea con la edad, ayuda a enterrar el pasado. A veces las puertas se abren y surgen los antiguos fantasmas. Otras, la mayoría, permanecen cerradas, y los muertos no regresan de la muerte, ni del olvido.

Es fácil. Se olvida todos los días.

Olvidaron a Elsa. Juraron que jamás permitirían que eso ocurriera, que, pasara lo que pasara, Elsa continuaría entre ellos; lo que había sucedido con tantos no se repetiría. Elsa sobreviviría a través de la distancia, sobre el bosque de cruces del cementerio, entre las acequias con agua y la vía del tren que los llevaba a la ciudad.

Se equivocaban. No fue culpa de nadie. Sencillamente, pasó el tiempo de Elsa y nuevas cosas los tomaron por sorpresa, nuevas cosas que ocuparon su lugar.

Se olvida todos los días. Todos los días llega la muerte.

Durante la mayor parte del año los cielos se mantenían azules en Duino, barridos a fuerza de viento y helada. El sol relumbraba sobre las cúpulas esmaltadas en dorado, añil y verde, y, a veces, las iglesias parecían esponjarse las plumas como pavos reales. Bajo los azulejos de colores, las paredes viejas mostraban el barro, y después de la lluvia el aire se llenaba de polvo rojizo: más bien después de las tormentas, porque en Duino nunca llovía de modo pacífico. Las nubes cargadas de agua se dirigían al mar, y dejaban de lado la zona, como si un hechizo antiguo les hiciera rehuir las torres refulgentes y la vida perezosa de la ciudad. Si llovía, el agua llegaba envuelta en truenos. Si nevaba, los copos se confundían con el pedrisco y el granizo.

Con ese clima las flores morían pronto, y en cuanto la primavera asomaba aparecían los surtidores. Los habitantes de Duino planificaron parterres bajo la sombra más tupida de los paseos, con la esperanza de llenar los parques con niños y perros que jugaran y dieran vida a Duino. Les aterraba volver la vista a las afueras, a las colinas áridas de los alrededores, y descubrirlas peladas y secas, con unos abrojos míseros y cuatro amapolas desangeladas y chillonas. Nadie se había repuesto aún de los estragos qué causó la gran sequía, cinco años antes, pero la escasez de agua había terminado, y las fuentes volvían a ser potables; el río había recuperado su caudal, y si el verano se mostraba clemente, Duino regresaría a la normalidad.

Elsa grande, que acababa de llegar a Duino, no se detuvo en esos detalles. Ni siquiera mencionó el viento frío cuando llamó a sus padres; aun con los calores de agosto, en medio del feroz ataque del sol, no había manera de librarse de las corrientes de aire en la nuca, de la sensación de hielo que venía de muy lejos, de las montañas. Tranquilizó a su madre.

—Sólo estoy un poco cansada.

—¿Les has dado los regalos al abuelo y a la tata?

—Aún no. Después de cenar.

—¿Y les has dicho algo de…?

—No.

Luego marchó a su habitación y se dejó caer sobre la cama, agotada y con los nervios de punta. En un vaso, sobre la mesilla, había colocado unas flores que días antes le había regalado su novio, y que se había traído consigo con los tallos protegidos por papel de aluminio. Se llevó la mano a la frente y escuchó en silencio. Después de abrazarla, el abuelo se había inclinado de nuevo sobre el periódico; la tata se había ofrecido para ayudarla a deshacer las maletas y, ante su negativa, salió de la casa a toda prisa, preocupada porque las tiendas cerraran. Había aguardado hasta el último momento para incluir en la lista de la compra algunas chucherías que agradaran a Elsa.

El detalle la conmovió casi hasta las lágrimas, y no se atrevió a pedir nada.

—Naranjas, cerezas, si las hay —apuntó tímidamente ante la insistencia de la tata.

El piso permaneció extrañamente silencioso cuando la puerta se cerró. El ruido quedaba atrapado en los techos, tan altos, y parecía estancarse durante mucho tiempo. También el olor a madera vieja, a barniz ardiente y a la colonia del abuelo flotaba en grandes vaharadas. A veces se hacía tan espeso que las cuchilladas de sol que se colaban entre las cortinas podrían cortarlo.

El abuelo se encontraba bien, y parecía soportar con facilidad los años nuevos y el calor. Elsa grande no le veía desde hacía dos años, pero no le notó envejecido. Se había recuperado de los achaques que sufrió al superar los ochenta, y mantenía la espalda recta y el pulso firme; mostró una alegría comedida al recibirla.

—¿No tienes calor, con la chaqueta puesta? —fue lo único que le dijo.

Conocía a medias las razones por las que Elsa grande estaba allí; sabía lo justo, y no quería ir más allá. Lo único que para él suponía un cambio, una molestia amable, pero molestia, al fin y al cabo, era la presencia de su nieta mayor en la casa. Por lo demás, importaba poco si se recuperaba de un desaire amoroso, de una enfermedad grave, o si huía de algún peligro innominado.

El abuelo le había dicho que en la casa encontraría habitaciones de sobra: una grande donde dormir, y otra pequeñita y cuadrada, que la tata había librado de los útiles de planchar para que la empleara como estudio. Si Elsa grande se asomaba a la ventana, vería hileras de tejados con veletas; la calle era estrecha, y podía controlar sin esfuerzo lo que ocurría en las ventanas desprotegidas del edificio de enfrente. En el cuarto vivía un matrimonio anciano. En el tercero se balanceaba aún un letrero que anunciaba una pensión de huéspedes. Elsa sonrió: aquella pensión había sido de sus abuelos. Luego se propuso comprar tela un poco gruesa para la ventana del estudio. La luz se resentiría con ello, pero no podría trabajar si sabía que la miraban. De cualquier modo, al abuelo no le importaba una cortina de más, ni siquiera un tabique menos.

—Tú haz lo que te parezca. Esta casa es tuya —dijo, y le tendió un llavero de arandela con unas cuantas llaves—. Entra y sal cuando quieras, que ni a la tata ni a mí nos molestas. Ya eres mayorcita para vivir tu vida. ¿Cuántos años tienes? ¿Treinta, treinta y uno?

—Por ahí. —Elsa grande sonrió. El abuelo también sonrió.

Junto con las llaves, le había otorgado el poder sobre el espacio, sobre las habitaciones. Sin preguntas.

En el salón, que aún conservaba algún tapete de encaje y un sillón forrado de terciopelo rojo, el abuelo se humedeció los dedos y, con pericia de largos años, abrió el periódico exactamente por la página de necrológicas. Casi se había olvidado ya de Elsa grande. Luego echaría una ojeada a los sucesos: asesinatos, reyertas, palizas. Niños que desaparecían. Niñas que, a veces, aparecían. El resto del periódico guardaba entre las hojas sus historias no contadas.

Durante gran parte de su vida se había preocupado únicamente por los sucesos y las esquelas. También por los anuncios de espectáculos; en el momento en el que comenzaba la temporada en el teatro leía con avidez el programa, e incluso luego, cuando ya sabía que no sería así, que era imposible que fuera así, esperaba encontrarse por casualidad con la noticia de que la compañía de Silvia Kodama pasaría ese año por Duino. Silvia Kodama y su ballet, señoritas emplumadas y cuajadas de brillantina y lentejuelas.

Cuando Silvia murió, haría ya veinte o veintidós años, olvidó los espectáculos. Saltaba lo referente al teatro, que nunca podría ser ya lo mismo, y se refugiaba en sus páginas conocidas, los sucesos, las esquelas, las que ya de antemano le avisaban de que no esperara nada bueno.

La tata preparó la cena y repartió los platos como ofrendas sobre un mantel nuevo. Pescado blanco para el abuelo, que gustaba de las costumbres fijas. Un vaso de leche y unos dulces para Elsa, que se encontraba desganada.

—No he encontrado cerezas —dijo—, pero me he traído unas fresas.

Venían apiladas en un cajoncito de madera, y bajo la primera capa de frutos enormes y brillantes aparecían otros aplastados, de modo que la madera parecía salpicada con manchas de sangre. La tata se negó en redondo a que Elsa tomara naranja por la noche; se mostraba inflexible con ciertas manías alimenticias. A cambio, le colocó casi bajo la nariz el plato con pastelitos.

—Son de la pastelería de los abuelos —insistió, y a Elsa le quedó claro que su rechazo no afectaría solamente a los pasteles sino que se convertiría en una ofensa a la familia—. Los he traído de Virto. No has probado unos canutillos como éstos en tu vida.

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