Read Melocotones helados Online

Authors: Espido Freire

Melocotones helados (4 page)

Las mujeres sobrevivieron mejor a la quema. Se vieron de pronto solas, con hijos y sin dinero que entrara en casa. Fregaban suelos, cosían en casa, lograban que las contrataran de tapadillo las mismas fábricas que las despidieron. Aun así, también ellas se daban por vencidas. Nadie cuidaba de los más jóvenes, de los niños que ya habían nacido en Desrein pero que no habían llegado a pertenecer a la ciudad. Se los veía sentados en las plazas, con rostros hostiles, casi siempre con algún perro, y resultaba imposible distinguir a unos de otros.

Cuando cundió la desesperación en sus padres, los muchachos se sintieron vacíos y tristes: las antiguas creencias no bastaban. Tampoco les bastaba el alcohol; llegó la droga. En las plazas, en las esquinas, en las zonas más apacibles de los parques, aparecían jeringuillas, algodones sucios, muchachos dormidos de pómulos aguzados, con el rostro azulado, que no despertaban. Y más adelante, aparte de los paraísos imaginarios que ofrecía la droga, necesitaron un tablón al que aferrarse, un símbolo, un ídolo. Importaba poco que fuera un político, un cantante, un actor o la última reina de la belleza. Los héroes habían muerto, y habían dejado el mundo desolado y negro. En la crisis económica y la lenta conciencia de su pequeñez, les era imprescindible creer en algo.

—Y los jóvenes —refunfuñaban las mismas señoras, aterradas ante su aspecto—, ¿quién sabe qué caminos seguirán?

—Habría que limpiar la ciudad de esa gentuza. Mendigos, miserables, basura.

No todo el mundo opinaba lo mismo. Frente a la indiferencia de las autoridades y de los bien pensantes, algunos supieron ver más allá de la pobreza, y adivinaron que la rabia y el resentimiento podrían ser armas poderosas si se sabían utilizar. Especialmente, entre los jóvenes, los más débiles y desencantados. Cuando los traficantes de drogas habían exprimido ya todo el dinero y la vida que les podían ofrecer, aparecieron mesías y líderes dispuestos a guiar a los extraviados. Se parecían a los héroes, y ocuparon su lugar. Llegaron las sectas.

Entre ellas, destacó una. Un pequeño grupo, que luego fue creciendo. Tímidos primero, más adelante hinchados por el miedo y el gran descubrimiento que suponía el poder. Defendían unas creencias místicas y una vida de guerreros. Con su ideología atraían a los ansiosos y a los desesperados; había adeptos que no llegaban a comprobar más que la cara dulce. Pero junto a la ayuda a los drogadictos, la defensa de una vida sana y estoica, el cuidado de los más débiles, también eran capaces de rastrear a una persona que los traicionara con el empeño de perros de caza. Defendían su reino con sangre, a capa y espada, y si era preciso atentaban contra los bienes de los que consideraban enemigos —quemaban sus casas o sus negocios, propinaban palizas, mataban—; ya se preocuparían de la justicia y las justificaciones más tarde. Al fin y al cabo, eso se esperaba de los héroes.

Al principio eran pocos. Luego aumentaron. Se hacían llamar la Orden del Grial.

Por supuesto, los comportamientos heroicos de la Orden del Grial constituían un delito. Nadie debía destrozar un coche, o un piso recién amueblado, por muy interesantes que fueran sus creencias religiosas, y mucho menos en la parte nueva, en la que los edificios de cristal y diseño novedoso eran presa fácil para el vandalismo. La policía los perseguía. Los jueces dictaban sentencias. Sorprendentemente, los grialistas no se resistían a ello. Callados y dóciles, cumplían sus penas y fingían una humildad propia de los injustamente acusados. La cara dulce.

Se volvieron más cautos, aprendieron a elegir a sus enemigos, y después de las primeras detenciones, los tribunales no dispusieron de suficientes pruebas contra la Orden del Grial. ¿Cómo acusar a aquella gente que se preocupaba por los desprotegidos, que acogían en sus casas a enfermos terminales, a madres solteras, a niños que nacían ya adictos a las drogas? Quienes los denunciaran debían de ser resentidos, locos, gente que disfrutaba causando problemas a los demás.

Las víctimas sintieron miedo, y en muchos casos, ni siquiera denunciaban los ataques. Era preferible perder un coche que el dolor de una costilla rota. Resultaban menos onerosas las reparaciones en la casa que los gastos de un funeral.

Como oficialmente los grialistas se dedicaban a la caridad y a la ayuda social en las zonas más conflictívas de la ciudad, las pruebas eran siempre escasas. Las muertes se producían después de una pelea callejera, o durante un atraco. Delincuencia propia de las grandes ciudades: habitualmente, reducida a los extrarradios. Allí no se alzaban altas torres de vidrio y acero, sino pisos baratos con paredes endebles. Lo que allí ocurriera, mientras sólo ocurriera allí, no importaba a nadie.

Pero no se limitaban a eso. Cortejaban también a otros ciudadanos, gentes que podrían aportarles más ingresos que los desdichados a los que ayudaban. Sus métodos eran siempre los mismos: se alimentaban de personas desorientadas a las que ofrecían auxilio.

—Usted —decían— necesita ayuda. Yo estuve como usted. Necesitaba ayuda y la encontré. ¿Por qué no le va a ocurrir lo mismo?

Los invitaban a cursos de meditación, para que encontraran su auténtico ser. Luego llegaban clases teóricas sobre temas amenos: qué esconden los sueños, existe vida después de la muerte, qué significa realmente el Grial, quién puede llegar al Grial, cómo conseguir la vida eterna. Una vez superada esa fase, venían los Ayunos, después, las Reclusiones en sedes que pertenecían a la Orden, y por último, cuando se consideraba que el neófito ya era digno de ello, se le bautizaba.

Ése era el primer paso. Después, llegaban las Purificaciones: estancias al aire libre, en contacto con la naturaleza, largos paseos y convivencias siempre bajo la vigilancia de miembros de la Orden que habían conseguido un Rango superior. Y si se seguían con severidad y devoción todos los pasos y los mandatos de la Orden, podrían llegar a la pureza máxima. Alcanzarían el Grial.

Mientras la Orden del Grial escogió a sus adeptos éntre las capas más bajas de población, nadie se enteró del problema. Las señoras acaudaladas se habían cansado ya de renegar de la sociedad y de sus males, y comentaban otras cosas en sus meriendas. Incluso cuando sorprendieron a adolescentes de buenas familias matando a puntapiés a sus compañeros de colegio mientras jugaban a ser Caballeros del Grial, con las habitaciones plagadas de folletos y consignas de la secta, movieron la cabeza y renegaron de la violencia juvenil. No repararon en que los grialistas se habían extendido como las sombras con la noche, y se habían aposentado sólidamente en el cogollo de la buena sociedad. Los asesinatos existían, pero eran más numerosas las justificaciones.

Algunos se hartaron de callar, y un buen grupo de afectados, de familias que habían arrancado a sus miembros de la secta, respaldados por desreinenses influyentes y por organizaciones religiosas y caritativas, denunciaron la situación. Lograron publicar un periódico, fundaron una asociación de damnificados y armaron tanta bulla que consiguieron atraer la atención. Desrein, el coloso dormido, se volvió hacia ellos, los olfateó y les mostró su desprecio. Pero todo era confuso. Demasiados grupos empleaban las mismas técnicas, y los profesores de yoga y meditación se quejaban por encontrarse de pronto en el punto de mira por unas razones tan injustas. Un titular de prensa que habló de su misión se refirió a ella, a la asociación, como
La nueva Cruzada. Los cruzados.
El nombre se popularizó pronto.

Como era lógico, pronto se convirtieron en el objetivo de los grialistas.

Las amenazas no cesaron cuando Elsa grande cambió el número, ni siquiera cuando renunció definitivamente al teléfono. En una ocasión, al regresar a casa, encontró la ventana de la sala rota, y una lata llena de líquido sobre la alfombra salpicada de cristales. La arrojó a la basura. De la noche a la mañana, asaltaron el estudio y rociaron con pintura roja el interior: las paredes, las estanterías, dos cuadros inacabados, los caballetes viejos que Elsa conservaba, el interior del cuartito de revelado. Unos días más tarde estalló un pequeño artefacto en la tienda de Miguel, aunque apenas hubo daños, porque fue a parar dentro de una bañera, y el fuego no se extendió. Elsa palideció al verlo. Se trataba de una lata requemada similar a la que había encontrado en su piso.

Aun así, estaba dispuesta a quedarse.

—Aquí he nacido. En Desrein tengo mi negocio, a mi familia y a los amigos que conozco.

Fuera quien fuese el que la atacaba, con el tiempo y su indiferencia se aburriría y escogería otra víctima. De no haber sido por Antonio, hubiera permanecido allí alguna temporada, pero por esos días, después de dos meses sin acordarse de su familia, Antonio llamó, y Elsa grande le puso al tanto de la situación: le habló de las llamadas, de los ataques a las dos tiendas y de su decisión de no dar más importancia al asunto. Antonio, a través del teléfono y de los tres mil kilómetros de distancia, calló por un momento.

—Estás loca —dijo—. Te confunden con Elsa pequeña. Ella sí que está metida hasta el cuello en esa mierda de los grialistas.

Ella tardó en comprender. Cuando lo logró, pasó el teléfono a su padre y retrocedió hasta la pared. Dos días más tarde cenaba con su abuelo en Duino.

Les había parecido lo más adecuado. Elsa grande se notaba temblorosa; se le caían las cosas de las manos mientras hacía las maletas, a ella, habitualmente tan serena y dueña de sí misma. Estaba empaquetando las cosas que se llevaba, y su piso, que no había acabado de amueblar, parecía desangelado y frío. Su madre había ido a echarle una mano, y se sentó un momento en el borde de la cama.

—Con el abuelo estarás bien. Te quiere mucho, ya lo sabes. Y yo no me quedo tranquila si no sé que hay alguien de confianza contigo.

—Está bien —contestó ella, que hubiera respondido lo mismo a todo.

Al cabo de un momento, la madre entró de nuevo en la habitación.

—¿Quieres que vaya yo contigo? Tu padre puede arreglarse bien sin mí.

—No, mamá. Ya verás, todo esto se acabará antes de que nos demos cuenta.

—Bueno —añadió, no muy convencida—. Como tú quieras.

No llevaría mucho peso en esa ocasión porque había pensado marcharse a Duino en autobús. La aterraba que la siguieran si alguien la llevaba en coche, y ella no sabía conducir.

—No te preocupes. Te enviaremos lo que necesites en cuanto nos lo pidas. Y dentro de dos semanas iré a verte. Ahora coge sólo lo esencial.

—Ya llevo sólo lo esencial.

Era difíl de decidir qué resultaba imprescindible y qué no. Su ropa vieja, la que empleaba para sentirse cómoda en casa, las horquillas nuevas con las que se sujetaba el pelo, unos tiestos esmaltados que había llenado de plantas. Podría comprar nuevos tiestos allí. En realidad, podría comprar prácticamente de todo en Duino. Pero en su piso cerrado quedaban las otras cosas imprescindibles: cuadros sin terminar, libros, fotos, un paquete de arroz a medias. Los objetos que hasta entonces habían conformado su vida se alejaban, y quedaban sueltos, sin nombre, flotando en la memoria.

Rodrigo la encontró sentada en el suelo, escribiendo una lista de tareas pendientes que Blanca debía terminar por ella. Era día cinco, y le traía un ramo de flores, como todos los cinco y diecisiete de cada mes. Elsa grande levantó la cabeza y señaló a su alrededor.

—No quiero irme. Si me marcho, ellos habrán ganado. Verán que me han asustado, y continuarán asustando a otros.

—No seas terca. Ya has oído a los expertos en seguridad.

—Lo que deberían hacer los expertos es protegerme, en lugar de obligarme a tomar unas vacaciones lejos de aquí.

Rodrigo se sentó junto a ella y le dio las flores. Callaba. De pronto, Elsa se volvió a él.

—Ven conmigo. Vamonos a Duino, pero vamos los dos juntos. Podemos coger un piso, y así yo no tendré necesidad de vivir con mi abuelo —le abrazó. Apoyó la cabeza sobre el hombro del chico y le empujó, como un cordero que peleara contra otro—. No es así como habíamos pensado que irían las cosas, pero otros han decidido por nosotros. Puede ser una oportunidad si sabemos aprovecharla.

En realidad, quería decir:
demuestra que me amas, sácame de aquí, sé mi héroe,

—¿Contigo? —preguntó Rodrigo—. ¿A Duino? Hay que pensar con calma estas cosas, Elsa. Supongo que estarás nerviosa… Además, ¿qué le vamos a decir a tu familia?

En realidad, quería decir:
¿qué demonios hago yo en Duino?

—Es verdad… el trabajo… tu trabajo, quiero decir —dijo Elsa grande, y bajó la cabeza—. No tienes la misma movilidad que yo.

En realidad, preguntaba:
¿es que yo no te importo?

—Te prometo que iré a verte siempre que pueda. De todos modos, si la situación dura más de la cuenta, puedo intentar que me destinen a alguna oficina en Duino. ¿No crees que es lo más sensato?

En realidad, imploraba:
¿no ves que yo no sería capaz de defenderte?

Elsa cogió el ramo de flores y lo dejó en el suelo. Buscó con la mirada extraviada un jarrón, algo en lo que mantenerlas vivas. Por un momento, pareció que iba a mencionar algo, a liberarse del peso de las palabras no dichas. Pero continuó mirando fijamente el papel con la lista de tareas por hacer y sólo dijo:

—Sí.

Esa tarde Elsa había acudido a la residencia de ancianos en la que trabajaba como voluntaria de vez en cuando. Hacía compañía a algunos de los internos, y sobre todo, los escuchaba. Recordaba la temporada en la que había dado clases a jubilados en el centro social como una pesadilla, sin embargo, le gustaba ir a la residencia. Era un edificio amplio, con unos jardines muy cuidados: un hogar exclusivo, con mensualidades altísimas. La mayor parte de los ancianos habían sido personas de cierto abolengo, y la edad había dulcificado su altivez y la había transformado en dignidad.

Habló con el director de la residencia, y, con toda franqueza, le reveló lo que pasaba, y le aseguró que debía irse. Elsa grande esperaba sorpresa, gestos de cariño y comprensión; también, aunque eso no quería reconocerlo, cierta admiración por su valor y su honestidad al no desaparecer de pronto sin dar más aviso.

Sólo obtuvo la sorpresa.

—No entiendo nada —dijo el director—. Si todo esto no va contigo, ¿por qué te marchas?

Elsa se quedó sin saber qué decir.

—Porque eso es lo que la policía me ha recomendado…

—Bueno, bueno… si te lo han aconsejado, tú sabrás lo que es mejor. Imagino que ya sabrás que nos dejas en una situación muy desairada.

Other books

Viracocha by Alberto Vázquez-Figueroa
To Kiss in the Shadows by Lynn Kurland
Clay's Ark by Octavia E. Butler
Codes of Betrayal by Uhnak, Dorothy
Buying Time by Young, Pamela Samuels
Burying the Shadow by Constantine, Storm


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024